Mi curso universitario con mi madre:primera fiesta

(...) Entonces se colocó en la taza del váter, se subió el vestido hasta el pecho, dejando ver unas bragas blancas. Seguidamente se las bajó hasta los tobillos, y sin limpiar ni poner papel, tomó asiento y comenzó a orinar (...)

Me quedé paralizado, sin reacción. Como un conejo cuando le echas las largas. Y ella aún no se había dado cuenta. Más tarde, cuando le das vueltas a las cosas y se te ocurren mil soluciones, pensé que podría haberme escaqueado rápidamente hacia dentro, hacia el pasillo, y así librarme porque me habría metido en mi cuarto.

Pero no. En ese instante estaba congelado. Lo peor era sentir que apenas unos segundos se hacía largos como siglos, y sin embargo estar inmovilizado, estático por el susto y la impresión.

Pude ver, casi en cámara lenta, cómo la puerta se abría, aparecía la figura de mi madre, entraba, se daba la vuelta para dejar las llaves colgadas en su sitio, caminaba un par de pasos hasta dejar en el suelo el maletín con el pc, y sólo después de eso, levantaba la cabeza y me descubría. Y yo ahí, con la polla todavía latente del orgasmo.

Su reacción no fue muy distinta de la mía: se me quedó mirando sorprendida y boquiabierta lo que me pareció una eternidad (aunque solamente fueron un par de segundos), con cara de no entender.

  • … pero qué haces así desnu…? ¡Ostras! –exclamó, cuando entendió por fin lo que acababa de pasar.

Al principio me vio simplemente en bolas, lo que le pareció extraño. Pero enseguida se dio cuenta de que me acababa de pajear, ya fuera porque vio los restos de semen sobre mi tripa, ya fuera porque mi polla aún estaba gorda.

  • ¡Perdón! –dijo, y se dirigió rápidamente a su dormitorio, apartando la vista de mi y pasando por mi lado. Me pareció percibir que se le escapaba una risilla.

  • Joder –mascullé, medio atontado por la situación.

Me levanté de un bote, y fui a mi cuarto, prácticamente detrás de ella. Me senté en la cama, cerré la puerta, y no me vestí: era evidente que precisamente ahora no iba a entrar a molestarme. Además, oí que salía de la habitación y que se despedía justo antes de cerrar la puerta de casa al salir. Con las manos en la cabeza, maldije mi mala suerte y quise que se me tragara la tierra. ¿Por qué narices tenía que venir esa mañana?  ¿Por qué no iba bien el router?  Si el puto Internet funcionase como tenía que funcionar, no tendría que haber salido de mi cama para hacerme la paja. Me arrepentí una y mil veces de haberme masturbado.

Despacio y sin ganas, me vestí y me lavé, quitando el esperma con una toallita húmeda. Qué vergüenza. Lo que no me había pasado con trece años, me tenía que pasar ahora, en último año de carrera. Madre mía (nunca mejor dicho).

A lo hecho, pecho, me dije. No tenía sentido rayarse más. Simplemente era una paja inocente. Y hubiera sido mucho peor pillarme en plena acción. Al menos ya había acabado. De todas formas era su hijo, no me iba a crucificar. Era algo normal. Todo el mundo se hace pajas. Incluso ella, seguramente. No es tan mayor: la gente de cuarenta y cuatro años también se masturba, digo yo.

Y es que la situación se pareció mucho a los vídeos con los que me pajeaba a veces: la madre que pilla al hijo tocándose. Pero qué gran diferencia había del porno a la realidad: los vídeos me excitaban sobremanera, y el chico no parecía abochornarse; en la vida real no me había excitado nada, al revés, y no podía estar más avergonzado. ¿Qué habría pensado mi madre? Que soy un salido, seguro; pero recapacitando, ella lo haría también a mi edad, e incluso posiblemente ahora, tal y como decía antes… ¡Por dios! Para no querer rayarme, estaba imaginando cosas raras que nunca se me habían pasado por la cabeza, como las pajas de mi señora madre.

Punto y final. No iba a reflexionar más sobre el asunto. Se acabó. Ni siquiera se lo mencionaría, ¡qué vergüenza! Haría como si nada. De manera que me arreglé y salí a dar una vuelta, para despejarme. Me tomé un par de cervezas yo solo, y di un paseo. Volví a la hora de comer.

Mi madre ya había regresado, y estaba terminando de hacer la comida. No sé por qué, sentí una especie de remordimiento. No había hecho nada malo, y menos a ella, pero me sentía culpable: yo haciéndome pajas, y ella trabajando y además haciendo la comida. Y encima, macarrones gratinados. Mi comida preferida.

  • ¿Ya has vuelto? Mira qué buena pinta –dijo sacando la bandeja del horno.

Tenían un aspecto tremendo, y olían de maravilla. Pero más que en eso, me fijé en el tono de mi madre: absolutamente normal, como si nada hubiese pasado. No hizo ni mención. Así que me lo tomé como algo tácito; entre los dos habíamos pactado no hablar de la pillada, para mayor comodidad de ambos (o al menos de la mía).

Ni me atreví a preguntarle por qué había venido en sábado. Mejor dejar el tema.

  • Anoche salí por ahí. Mis amigos querían conocerte –dije sin pensar. Era una de esas veces en las que no sabes qué decir, y te sale cualquier cosa por la boca, incluso algo que te querías callar.

  • Ah –respondió mi madre, sin alterarse mucho-. ¿Quién?  ¿Los que dicen que soy joven y estoy buena? –preguntó con algo de malicia.

Por eso no quería invitarla, y ni siquiera sacar el tema de que la habían invitado. Pero es que lo dije sin pensar.

  • Sí, esos mismos –contesté de mala gana.

  • Pues la próxima vez que salgáis, cuenta conmigo –aseguró.

Casi me atraganto con los macarrones. Si ya era bastante jodido comer junto a ella un rato después de que me hubiera pillado pajeándome, ahora había conseguido –sin proponérmelo– que saliera con mis amigos la próxima vez.

Aunque bueno, la manera de evitarlo era fácil: no le diría que iba a salir y ya está. Como ella casi siempre volvía al pueblo en fin de semana, no habría problema. Continuamos comiendo tranquilamente, sin hablar más de lo que había ocurrido o de salir por la noche. Pero no se me iba de la cabeza el mal trago que había pasado.

Apenas llevábamos un mes de curso y llegaron las fiestas del Pilar. Esa semana nadie iba a clase y mi madre aprovecharía para ir al despacho y trabajar. Se iría el viernes y no volvería hasta el lunes, pero de la semana siguiente, diez días después. Nosotros ya saldríamos ese mismo viernes.

Mis colegas no parecían acordarse de mi “amiga”, para alivio mío, así que yo tampoco se lo iba a recordar. De todas formas mi madre se iría esa misma tarde y ya no volvería en diez días. Pero hete aquí que las cosas no siempre salen como planeamos. Era viernes, más de la una de la tarde, habíamos acabado las clases y nos esperaba una semana de fiesta, conciertos y alcohol. Nos estábamos tomando una cerveza fría en la cafetería, organizando los días que salíamos; a qué conciertos, gratuitos o no, iríamos; y en qué casa cenaríamos.

Entonces pasó mi madre y se acercó a nuestra mesa. En ese momento me quedé muy sorprendido, porque creía que ya estaría en casa recogiendo para irse al pueblo. Más tarde llegué a pensar que nada de eso fue fortuito, sino que ella buscó ese encuentro con toda la intención.

  • ¡Hola Jorge! –me saludó efusiva.

  • Hola –respondí algo nervioso.

  • Soy Merche. Ya me ha dicho Jorge que sois sus amigos –dijo dirigiéndose a todos, y uno a uno se fueron presentando.

Por supuesto, la invitaron a salir un día con nosotros. Para mi sorpresa, desistió, aduciendo trabajo.

  • Debo ir a trabajar por un asunto importante. Pero en cuanto pueda, salgo un día con vosotros.

Tras eso, se despidió y se fue. Me dio la sensación de que quería comprobar si de verdad la invitaban a salir, y si pensaban realmente que era atractiva.

Los “reproches” de mis amigos no se hicieron esperar:

  • ¿Ves como sí que quería salir con nosotros? –dijo alguien.

  • Y tú que no querías decirle nada… –repetían, a pesar de que yo a ellos no les había reconocido que no quería decirle nada.

Ya en casa, mi madre me dijo que tenía que ir a trabajar esa semana. Aprovecharía para adelantar asuntos. Así que, en principio, iba a estar solo diez días, de viernes a lunes de la semana siguiente. Después de recoger y hacer la maleta, se fue al pueblo. Ese fin de semana salí todos los días, y por las mañanas me masturbé a gusto pero en mi cama, puesto que no se me olvidaba la pillada del otro día. Durante la semana, vagueé bastante, no estudié nada y salí casi todos días.

Llegó el viernes siguiente. Íbamos a ir a un concierto gratuito, pero por la tarde nos reuniríamos en una casa para empezar a beber. A las seis de la tarde, ya con mis amigos, me llegó un WhatsApp de mi madre, diciendo que había venido y que dónde estaba. Que si salía, se apuntaba con nosotros. “ No me lo puedo creer… ”, pensé mirando atónito el móvil.

Valoré no contestar o mentir, pero soy tan ignorante que me parecía mal. De manera que, aunque no me hiciera ninguna gracia que mi vieja viniera de marcha con nosotros, le dije dónde estábamos y qué autobús tenía que coger. Avisé de que invitaba a alguien, y todos se mostraron contentos por la visita cuándo dije quién era. No se presentó inmediatamente, sino que tardó algo más de dos horas. Supongo que tardó en arreglarse. Eso sí, estaba muy guapa. Se nota que quería causar buena impresión. Iba con un vestido amarillo por la rodilla, casi sin escote; bastante informal pero bonito. No era un vestido serio de ir a trabajar.

  • ¡Hola a todos! –saludó con espontaneidad al llegar. Se presentó a quien no estaba la otra vez en la cafetería.

Nos fue dando dos besos a todo el mundo, incluido a mí. Al dármelos, me miró cómplice. Manteniendo el secreto.

Le servimos cubata, momento en que preguntó cuánto había que poner, pero todos rehusaron y dijeron que estaba invitada por ser el primer día. La tarde fue transcurriendo mejor de lo que me esperaba; no es que fuera lo más cómodo del mundo el beber cubatas con tu madre y los amigos de la carrera, pero tampoco fue desagradable. Y enseguida el alcohol hizo mella y me dejó de importar. Ella, debido a su madurez (mental, que no física, porque no aparentaba su edad), y a su simpatía natural, tardó poco en hacerse con la estima de todos. Le preguntaron por su trabajo, y ella gustosa explicó todo lo que le pidieron.

Tras cenar pizzas Hacendado, salimos a la plaza del concierto. Se nos acabó el “combustible” y pedimos litros. No me esperaba ver a mi madre tan marchosa: bailaba con total desinhibición, y aunque no se sabía las canciones, hacía como que sí moviendo la boca. No fui el único que se fijó en ella: Ramón me dijo que vaya ritmo tenía, y Tito me gritó al oído algo sobre que estaba buena y que vaya culo marcaba con ese vestido. Decidí hacer oídos sordos a ese comentario de mi amigo. Bueno, en realidad, a esas alturas de la noche no me importaba demasiado que lo dijera. Además tenía razón.

Pero el que no le quitaba ojo era un tal Cristian. Apenas le conocía, porque no era de mi facultad. Estudiaba ingeniería, y era amigo de una chica de mi clase. Habíamos coincidido un par de veces, sin hablar mucho. No me caía muy bien. Tenía pinta de ser el típico chulo creído.

No solamente la miraba: la cogía de la cintura a la mínima ocasión, y le hablaba al oído. Luego se marcaba unos pasos de baile, sin mucha destreza, y le volvía a hablar. No me hacía ni puta gracia lo que estaba viendo. Además, ella iba borracha, se lo notaba. No está acostumbrada a beber y ese día no había parado desde que llegó.

Al terminar el concierto, nos metimos en un pub cercano. Éramos unos diez, así que ocupábamos bastante local. Y aunque había jóvenes guapas a las que acercarme e intentar ligar, no tenía el cuerpo para hacerlo y se me llevaban los demonios al ver que eso mismo intentaban hacer con mi madre.

  • Jodo el Cristian, cómo le echa la caña a la de tu pueblo –me dijo riendo Ramón.

No contesté, pero su comentario me confirmó que lo que veía era real y no impresiones mías.

Por un momento, mi madre se zafó de su pretendiente y vino conmigo. Se reía y bailaba, pero no hablaba. Me fijé en Cristian, que se quedó aparte con los demás, pero continuamente miraba de reojo.

  • ¿Qué quieres? –preguntó de improviso mi madre.

  • ¿Ahora? Nada, que me acabo de terminar el litro y voy mareao .

  • Venga Jorge, que voy a la barra. Qué quieres –insistía.

  • Que nada. Y tú tampoco, que vas castaña –replicaba yo.

  • Rancio –soltó, y se fue.

A los cinco minutos volvía con dos copazos. Me entregó uno.

  • ¿Qué es esto? –pregunté.

  • Gin tonic –contestó, justo antes de dar un trago.

De nada serviría discutir, y las bebidas ya estaban pedidas, así que bebí sin más. Estaba fuerte, pero ya no me importó. Entonces vino Cristian y casi me aparta de en medio. Parecía haberse cansado de ver a mi madre con otro hombre (en este caso, su propio hijo). Lo peor es que ella le seguía el juego: le dio un golpe con la cadera, y riendo, empezó a bailar con él. Me hervía la sangre de verlo, pero tampoco quería intervenir. ¿Qué podía hacer? Tampoco iba a armar un espectáculo. Pero a nadie le gusta que un chaval de tu misma edad le tire los trastos a tu madre.

Acabé el cubata y me pedí otro. Ya iba bastante mal, así que de perdidos al río. De ahí nos fuimos a otro bar, y de ese a otro más, creo. Está todo algo borroso, aunque lo que pasó allí no se me olvidará: mi madre ya llevaba toda la noche tonteando con el imbécil ese, pero en un momento dado me agarró y me arrastró tras ella, en dirección al váter. No sé qué narices quería.

  • Anda ven –dijo.

  • ¿Qué pasa? –pregunté, pero no me oyó.

Abrió el servicio de las chicas, y me metió con ella. Yo estaba confuso y con poco poder de reacción por el alcohol, así que no opuse resistencia. Cerró con el pestillo.

  • ¿Qué haces? –insistía yo.

  • Oye, el amigo este tuyo, el Cristian ese, ¿es buen chico? –preguntó, completamente borracha.

  • No es mi amigo. Apenas le conozco –repliqué.

Entonces se colocó en la taza del váter, se subió el vestido hasta el pecho, dejando ver unas bragas blancas. Seguidamente se las bajó hasta los tobillos, y sin limpiar ni poner papel, tomó asiento y comenzó a orinar.

  • ¿Pero no estudias con él? –preguntó con absoluta tranquilidad, ajena al hecho de que la estaba viendo mear.

  • Qué va, ni siquiera estudia Derecho… –empecé a decir–.  ¡Joder mamá! ¡Estás meando delante de mí!

  • ¡Anda calla! ¡Habré hecho pis delante de ti mil veces! –objetaba ella.

El chorro golpeaba con fuerza en la loza.

  • Joder eres de lo que no hay…  Pues no sé si es buen chico. Ya te digo que no le conozco.

  • Pues a mí me parece majo –masculló con la voz algo pastosa, debido al alcohol.

La meada aún duraba, aunque parecía que perdía algo de intensidad. La pobre debía de estar a reventar cuando entró al wc.

  • Bueno, acaba y vamos fuera, que como nos vean que hemos entrado juntos van a pensar raro –zanjé.

Por fin, el ruido cesó y la micción terminó. Todavía sentada, hizo un movimiento rápido con el culo, para que cayeran las últimas gotas. Se puso en pie, cogió un trozo de papel del rollo, y se limpió el coño. En efecto, era como lo recordaba de la ducha: un triángulo castaño, no demasiado hirsuto. Hubiera sido una situación de lo más morboso, si no se tratase de mi madre.

Ya con el vestido colocado y las bragas en el lugar que procede, abrió la puerta y salimos al exterior del baño. Recé para que no nos hubieran visto entrar ni salir juntos.