Mi curso universitario con mi madre

(...) Entré en el cuarto de baño. Por suerte había una mampara; pero sólo llegaba a mitad de bañera. Era traslúcida y vi la silueta desnuda de mi madre ...

EL verano terminaba y un nuevo y extraño horizonte se abría ante mí: empezaba el último año de carrera. Pero esa no era la principal novedad de mi vida. Lo que más raro se me hacía, era que después de casi cinco años compartiendo piso con estudiantes, en este último curso lo compartiría con mi madre. Ella retomaba la carrera, después de más de veinte años, ya que solo le faltaban unas pocas asignaturas para acabar. La explicación de esta situación es sencilla: en los noventa estudiaba Derecho y la sacaba con brillantez. Pero en quinto curso, con veintidós años, un calavera se cruzó en su camino y la dejó embarazada. Se desentendió tanto de la madre como de la criatura, y ella, para sacar adelante a ambos, dejó los estudios y se puso a trabajar. Pero no podía dejar la profesión que tanto le apasionaba, por lo que entró en un despacho de abogados en el pueblo en el que vivimos (es un municipio bastante grande), primero haciendo recados y llevando cafés. Poco a poco, fue aprendiendo, y ahora hace de todo, excepto participar en juicios: no puede porque no está colegiada, y no está colegiada porque no tiene la carrera terminada. Nadie en el despacho sabe más que ella, por eso le “animan” a que acabe (en realidad hay mucho volumen de trabajo y necesitan que sea abogada).

De manera que sus jefes han acordado mantenerle el sueldo, bajarle el volumen de trabajo, y además pagarle los gastos de matrícula y alojamiento de este último año de carrera. Como no son muchas asignaturas las que le quedan, puede compaginar con trabajo desde el ordenador. Y como no quiere generar muchos gastos a sus jefes, decidió compartir piso conmigo en un sitio barato.

El piso que alquilamos tenía tres habitaciones: una grande que por supuesto se quedó ella; otra bien iluminada para mí; y había una tercera, que llegado el caso, podríamos compartir con alguien para que saliera más barato. Esa opción la propuse yo, convencido de que mi madre se opondría; pero para mi sorpresa, le pareció bien.

  • Me recuerda a mis tiempos de estudiante. Si encontramos a alguien decente, no me importa que comparta piso con nosotros –dijo, ante mi estupor.

En contra de mi voluntad, no diríamos a nadie que éramos madre e hijo. Lo decidió ella, aduciendo que no quería avergonzarme. Yo insistí en que no me daba vergüenza decir que mi madre también iba a la Universidad, y además seguro que no sería el único caso. Pero no hubo manera, de modo que ella iría a su rollo, y yo al mío. Ahora yo tenía la misma edad que ella al tenerme, veintidós, ella cuarenta y cuatro, y los dos estábamos en quinto de Derecho.

Comenzaron las clases, con los clásicos reencuentros tras el periodo estival. La primera semana pasó entre nuevas asignaturas, y saludos a los compañeros y amigos. Como mi madre tenía menos clases, no coincidí con ella en el campus. Ella iba antes a casa, preparaba la comida o la cena, y aprovechaba para trabajar desde el ordenador.

No fue hasta la segunda semana, la primera vez que la vi por el césped del campus. Estaba de espaldas, pero su pequeña estatura y el pelo rubio era inconfundiblemente el de mi madre.

  • Joder qué culo, a ver si se gira –dijo mi amigo Ramón.

  • ¿Quién dices? –pregunté.

  • Esa de ahí. La rubia –efectivamente, se refería a mi madre.

En ese momento sentí como un nudo en el estómago. En décimas de segundo se me planteó un grave dilema: ¿le decía que era mi madre, con la incomodidad que me supondría y su vergüenza al piropear su culo; o mantenía el secreto caiga quien caiga? Sin pensarlo, automáticamente, contesté.

  • Pues sí. Tiene un culazo.

Nunca jamás me había fijado en el trasero de mi madre, y mucho menos en otras partes de su cuerpo. Pero al decirlo, instintiva e inevitablemente, lo miré. Y sí, era un culo perfecto: redondeado, respingón, y la anchura justa. Como sus caderas son finas, el culo enmarcaba dulcemente su hermosa figura.


No le comenté a mi madre nada de lo ocurrido. Seguí como si nada, aunque sí me quise asegurar que ella se mantenía firme en no decir que yo era su hijo.

  • Pero mama, si algún día por ejemplo estamos en la cafetería, y llegas tú ¿cómo nos saludamos?  ¿O no nos saludamos?  ¿O qué hacemos? –inquirí.

  • Ya improvisaremos –respondió riéndose.

Pocos días después, nos cruzamos en el pasillo. La vi ya de lejos, antes que ella a mí. En esta ocasión llevaba un vestido, algo corto y bastante escotado. Ramón me dio con el codo, y dijo en voz baja “mira, es la rubia del otro día, ¿no?”.

  • Hola –saludó mi madre con una sonrisa, justo al cruzarnos.

  • Hola –correspondí, nervioso y deseando alejarme del lugar. Esto estaba siendo peor de lo que me esperaba.

Mi amigo se me quedó mirando sorprendido.

  • ¿La conoces o qué?

  • Bueno… sí. Es del pueblo.

  • Pero es más mayor, ¿no?

  • Sí, creo que le faltaban algunas asignaturas para acabar la carrera –hasta ahí no había mentido.

  • ¿Pero de qué la conoces? –insistía Ramón.

  • Joder pues del pueblo, te lo estoy diciendo –contesté algo molesto ya.

  • ¿Y cuántos años tendrá? –se estaba poniendo pesado.

  • Pues unos cuarenta.

  • ¿Cuarenta?  Qué va, tendrá treinta y algo –me discutió.

La verdad es que sí parecía bastante más joven de lo que era. Y más aún, con ropa estudiantil que misteriosamente parecía haber comprado en algún momento. Siempre la veía con vestidos serios del trabajo (con los que parecía muy formal, y más “de su edad”), o con ropa de estar por casa; nunca con conjuntos como el del otro día o el de hoy. “ Si lo sabré yo, los años que tiene ”, pensé.

Estando ya en casa (en el piso estudiantil con muebles usados), ella volvía a ser ella. Con chándal viejo, el pelo recogido y zapatillas de estar en casa.

  • Oye mama, ¿tienes que llevar esos escotazos a la universidad? –le solté de repente.

Apartó los ojos del ordenador donde redactaba una demanda, y me miró entre sorprendida y divertida.

  • ¿Por qué?  ¿Te molesta? –preguntó casi riendo.

  • Hombre no es que me moleste, bueno un poco sí…  el caso es que mis amigos te miran mucho –le expliqué sincero.

Se echó a reír.

  • ¡Bueno, eso es lo que quería, triunfar! –bromeó.

  • No te cachondees, que comentan que tienes un culazo y otras cosas que no quiero oír –protesté.

Sus risas se tornaron en carcajadas.

  • Vale, si estás incómodo iré más formal –accedió-. Pero te advierto que cuando iba a la universidad de joven, ya tenía mucho éxito.

En los días siguientes, no sé si cumplió con lo que dijo, porque no la vi en algún tiempo. Pero si mi vida en el campus había sufrido alguna novedad, en casa se estaban produciendo los cambios más grandes.

No me lo había planteado hasta que empecé a compartir piso con ella. En los años anteriores, podía llevar a alguna chica a casa sin problema, y solía hacerme pajas con total libertad varias veces a la semana. Veía porno sin miedo a que me pillasen, porque todos los compañeros de piso (y compañeras) lo hacían en sus habitaciones. Pero ahora la situación era bien distinta. Tanto respecto del piso de estudiante, como respecto de mi convivencia con ella en la casa del pueblo.

Una de las cosas que cambiaron, fue el tema de los cuartos de baño. En casa, la vivienda era grande y teníamos un wc para cada uno. Nunca me había plateado este asunto hasta el piso compartido. Allí, sólo teníamos un cuarto de baño, y esta reducción de privacidad dio lugar a situaciones de lo más incómodo al principio.

Para empezar, ni siquiera había pestillo. No entiendo por qué, pero la puerta era normal, sin cerrojo. Cierto día, en las primeras semanas, ella se estaba duchando, antes de cenar. Yo empecé a poner la mesa.

Oí que el ruido del agua cesó, y me llamó desde el baño.

  • ¡Jorgeeee! ¿Puedes venir?

Me acerqué,  y abrí la puerta, dejándola entornada, sin entrar.

  • ¿Qué pasa? ¿Qué quieres? -pregunté.

  • Anda hijo, tráeme la toalla, que no me hago aún a este piso y están las toallas en la habitación -me pidió.

  • ¿Dónde las tienes?

  • En la habitación, en el armario. Es que como en casa están en el baño, estoy acostumbrada a cogerla aquí y no me he dado cuenta.

Fui a su dormitorio y cogí una toalla. Me dirigí al baño de nuevo, y sin entrar yo ni mirar dentro, metí únicamente el brazo por la puerta con la toalla agarrada.

  • ¿Qué haces? Entra y dámela, ¿no ves que no llego y voy mojada? -dijo con extrañeza. Parecía olvidar que iba desnuda.

  • Pero mama, ¡que estás en la ducha! -me quejé.

  • No digas tonterías; anda pasa y dámela -ordenó, sin dar la menor importancia a lo que había dicho yo.

  • Joder... -murmuré entre dientes.

Entré en el cuarto de baño. Por suerte había una mampara; pero sólo llegaba a mitad de bañera. Era traslúcida y vi la silueta desnuda de mi madre. Dirigí la mirada al suelo y me acerqué.

Tendí el brazo con la toalla, hacia el interior de la bañera. Pero mi madre, en lugar de cogerla y taparse, dio un paso al otro lado de la bañera, adonde no había mampara, mostrándose desnuda ante mis ojos.

  • ¡Pero qué haces mamá joder! -exclamé.

Soltó una carcajada. Sólo vi su cuerpo un segundo, porque dirigí la mirada al suelo rápidamente, pero fue suficiente para verla: sus tetas eran medianamente grandes, redondas, y simétricas; y el coño no me lo esperaba: tenía una mata de pelo castaño oscuro y largo, más oscuro que el rubio de la melena, pero no negro. No ocupaba todo el pubis; más bien una pequeña parte triangular, pero no me pareció recortado. De todas formas fue un segundo, y no me atrevería a asegurarlo.

  • ¡Vale vale, ya me tapo! -escuché que decía entre risas, mientras yo miraba hacia abajo.

  • ¡Hombre mamá, es que no me jodas! -dije levantando la cabeza, comprobando que la toalla ya cubría su cuerpo.

  • Ay qué tonto eres, que soy tu madre -se quejó, mientras anudaba la toalla alrededor del cuerpo.

  • ¡Pues por eso mismo! -repliqué.

  • Hasta hace cuatro días me veías así. Y no me tapaba -discutía ella.

Era verdad. Bueno, no del todo, no hacía cuatro días. Pero hasta los quince o dieciséis años, sí la veía desnuda. Me parecía algo bastante normal. Pero de repente, me hizo sentir un poco incómodo, tanto que me viera como verla. No demasiado, pero ella se dio cuenta y tuvo más cuidado. No en plan talibán, yendo tapada hasta arriba; sino que ya no salía en pelotas desde el baño hasta la habitación o viceversa.

  • Bueno, no te olvides de traer las toallas al baño –zanjé con evidente disgusto.

  • No te preocupes –aseguró mi madre con una mueca de diversión y medio riendo.

Ya no hablamos más del asunto ni le dimos más relevancia. Pero yo sí que hice una reflexión al respecto: aunque a mí me daba cierto rubor verla sin ropa, ella no sentía lo mismo. No tenía vergüenza, y no le daba importancia a que yo la viera desnuda. Daba igual que tuviera tres años, quince o veintidós; seguía siendo su hijo pequeño ante el que no tenía por qué taparse.