Mi cuerpo feminizado
Muy joven me di cuenta de lo que mi cuerpo provocaba. No hacía tres años que yo me veía como un chico esmirriado y flaquito, y a la edad en que todos los chicos crecían en músculos y contornos yo me desarrollé en centímetros y cadera
La consciencia de mis cambios me avergonzaba tanto que trataba de ocultar lo que yo creía era cada vez más evidente. En invierno me resultaba más sencillo y me tapaba de ropa, pero la llegada del calor me hacía presa de las miradas en la calle. El transporte público, abarrotado en las horas de entrada y salida de la ciudad, significaba un problema que no siempre podía evitar. Un martes de diciembre me subí al tren del oeste y quedé atrapado en la multitud que abigarrada e indolente subía más que bajaba en las estaciones y nos pegoteaba unos con otros hasta confundirnos, sudorosos y pegados, los unos con los otros. Apenas podíamos mover las manos, y cuando la formación abandonaba o llegaba a una estación una fuerza centrífuga nos hamacaba hacia adelante o atrás uniendo aún más, si eso era posible, nuestros cuerpos. Cuando la formación frenó en la Estación Castelar sentí que el pasajero de atrás se había ubicado en el centro de mí. Intenté correrme pero era inútil y lo poco que lograba, el de atrás lo corregía para quedar en el mismo lugar. Lo miré por sobre el hombro con fastidio no disimulado y lo vi, un chico joven con barba y ojos de miel, el pelo largo, que me sonrió como pidiendo disculpas por el apretujón. El descenso de algunos pasajeros en la estación nos dio un respiro momentáneo hasta que un nuevo empujón de los que subían nos volvió a colocar en el mismo lugar. Sentí la forma tibia que empezaba a crecer entre mis nalgas y las separaba, una saliente que no estaba antes del contacto al que nos veíamos obligados. Mi vecino se acomodó bien al medio y sentí los movimientos de su vientre refregándose en mí. La forma dura de su pija se había acomodado a mí, me separaba las nalgas y subía y bajaba al compás del tucún tucún del tren. Otra vez intenté cambiar de lugar y otra vez corrigió la posición. Ahora no tenía duda de que se estaba frotando conmigo y que lo que sentía en el medio de mi cola era, no podía ni pensar, el pene erguido del chico de barba. Nadie parecía darse cuenta y, en realidad, era más bien imposible que en ese amasijo supiéramos lo que pasaba con el otro más abajo de nuestros hombros. Cuando notó que me tenía a su merced y que yo no iba a gritar o algo por el estilo, puso sus manos en mi cintura y me hamacó al ritmo del movimiento de la masa humana. No sabía qué podía hacer para evitarlo. ¿Y si alguno, la señora a mi derecha, o el tipo que me miraba de reojo, pensaban que yo lo estaba dejando? Pensé en gritarle, pero me avergonzaba todavía más el tener que enfrentarlo con toda esa gente ahí mirando. Así que me quedé quieto, tratando de simular que nada estaba pasando. Por momentos escuchaba su respiración cerca de mí y un gemido suave. Tres estaciones más allá, con las mejillas arrebatadas, la presión humana se alivió y, sin que me diera cuenta cómo, mi acompañante desapareció entre la gente. Bajé del vagón en la estación terminal hundido en la vergüenza de mi cola húmeda. Tanto perdí la conciencia que de repente ya estaba en mi casa, temblando. Me sentía vacío, hundido en un tremendo agujero negro y desolado. No había cerrado la puerta y comprobado que no había nadie cuando me doble en mí y me largué a llorar. Quería bañarme, sacarme el olor, sacarme la piel, abandonar mi cuerpo y flotar en un mar de nada para olvidar el hecho de que en un lugar de mis sentidos, yo sabía que me había gustado.