Mi cuento de navidad: La visita de Papá Noel

Pablo espera en su cuarto, a oscuras, desnudo y excitado bajo las mantas. Ha oído el balcón abrirse, los pasos sordos que se acercan por el pasillo. Está a punto de recibir el regalo que Papá Noel reserva para los chicos que, como él, han sido muy malos durante el año.

Hoy, mis colegas del Club se han reído de mí; me han llamado infantil cuando les he dicho que me iba a casa, a acostarme pronto.

En casa, mis padres me han vuelto a preguntar:

—Pero, hijo, ¿no crees que eres un poco mayor para esperar a Papá Noel?

No les hago ni caso. Me ducho, me pongo cremita hidratante en el pecho y el pubis, que me rasuré hace dos días, igual que en mi cara casi imberbe. Tengo la piel limpia, suave, preparada.

Les doy dos besos, sonrío para mis adentros y me acuesto en la cama, confiado en que recibió mi carta.

Bajo las mantas, siento los nervios centrifugando mi estómago, ese tipo de nervios que hacen que la vida merezca la pena.

Aguanto despierto hasta no sé qué hora, cuando, de repente, oigo ruido en la puerta acristalada que da al jardín. Como el año pasado, me tiemblan las manos cuando, en el silencio, oigo la hoja de la puerta desplazarse, las chicharras en el césped, y de nuevo el silencio. Luego, los pasos sordos sobre la alfombra del comedor del salón vacío, el golpecito del vaso de cristal que dejé con ron sobre la mesa, y los mismos pasos sordos con la diferente reverberación que producen las paredes del pasillo.

Me volteo en la cama, abrigado del frío entre las cobijas y el colchón duro. Me acodo en una de las almohadas, separo las piernas y levanto las caderas. En el cabecero de madera de la cama, el reflejo de las luces led que he puesto, junto al atrapasueños, para decorar la puerta de mi habitación me chivará cuando se abra en la oscuridad.

Pienso en los pasos en el pasillo y, bajando la manta hasta las corvas, destapo mi cuerpo. Hace un rato parecía que hacía más frío en mi cuarto; creo que soy yo al que le ha subido la temperatura.

En la oscuridad, elevo mi espalda desnuda sobre las almohadas. Separo las rodillas y balanceo mi culo. Papá Noel recibió mi carta, porque es él quien ha entrado por la puerta del jardín, se ha bebido el ron y viene por el pasillo en dirección a mi cuarto. Tengo el corazón golpeándome las costillas.

Ha atravesado el salón sin tropezarse. Excepto las que estaban usando papá y mamá, el resto de las sillas las he dejado en su sitio, pegadas a la mesa, para que no estorbaran. He dejado recogidos los mandos de la Play sin que mamá lo pidiera, para sorpresa suya. Bastante tiene Papá Noel con evitar las cajas de regalos, el árbol de navidad, los globos, el espumillón del suelo y las pantuflas de papá y el resto de las cosas de la casa. No quiero que golpee nada que no sean mis nalgas.

Oigo sus pasos hasta que se detienen, al otro lado de mi puerta. Espera y me hace esperar a mí, conteniendo la respiración. ¿Habrá dejado de roncar papá?, ¿habrá dicho algo mamá, que a veces habla dormida? Para llegar, ha tenido que pasar por delante de su dormitorio. ¿Se habrán despertado? Creo que no, que espera para cerciorarse de que siguen durmiendo, que no hay peligro.

Sigo con el corazón a punto de estallar. Fuera de mi caja torácica, continúa el silencio absoluto. A lo mejor solo ha hecho una pausa para ponerme más ansioso, para aumentar mis ganas de estar con él, bajo su gorda tripa, mordiendo la sábana para disimular mis gemidos, con su aliento en mi nuca como las navidades pasadas.

Repliego las piernas, las separo un poco más. Mi sensación es que, de cintura para abajo, soy una como una rana con las ancas abiertas.

Continuo con los cinco sentidos alerta. Entonces, el pomo de la puerta emite un chirrido, casi imperceptible, que reconozco perfectamente. Es el sonido que hace al descender.

Sigo desnudo, boca abajo, abrazado a las almohadas blancas contra las que me estoy frotando despacio. Elevo un poco mi espalda. Quiero que el arco sinuoso que va desde mis omóplatos hasta mis nalgas sea lo primero que vea al entrar.

Tendrá que esperar unos segundos, cuando abra la puerta, para que sus ojos se acomoden a la oscuridad de mi cuarto. Yo veré antes su figura oronda en la madera del cabezal, reflejada por las luces led que brillan junto al atrapasueños.

El pomo ya no hace ruido. Los reflejos se mueven, señal de que la puerta se está abriendo. Me encojo, separo los muslos; casi estoy a cuatro patas, siento la calidez de la tela en mi vientre, en mi sexo aplastado. Él también me aplastará con su cuerpo.

He sentido una ráfaga de aire frío. La puerta está abierta, aún no entra. Espera que sus ojos se adecuen a la penumbra. En cualquier momento va a distinguir mi pálido cuerpo entre las sábanas y los peluches. Le va a gustar lo que va a ver aparecer, lo sé, igual que le gustó el año pasado, cuando vino tras mi primera carta.

La primera en la que le contaba que había sido un chico malo.

Papá Noel vino a verme. Me puso sobre sus rodillas, me bajó los calzoncillos y me azotó las nalgas. Luego, se echó sobre mí y me folló en esta misma cama.

Al recordarlo, me pongo cachondo. Mis pezones se endurecen, de mi sexo brotan gotas de precum a cada palpitación que da. Siento en mis nalgas un gustito incipiente, que pide unas manos rechonchas para creer y transformarse en placer. Con el culo alzado, el ano se me ha relajado por sí solo.

Pasan los segundos. Me voy dibujando frente a él, delante mismo de sus ojos, que me miran tras el cristal de sus gafas redondas como un sueño erótico que se materializa en la oscuridad. Puedo oír su respiración, que por un segundo se detiene. Él está igual de nervioso que yo, igual de cachondo.

Me acuerdo de mamá diciendo ya no tengo edad para enviar cartitas a Papá Noel. Ella no sabe que le escribo para contarle que he sido un chico malo, ni cuánto le gustamos a él los chicos como yo.

Un ruido me devuelve a la realidad, un suave rozar de telas. Luego, unos tintineos metálicos, como los que hace la hebilla de un cinturón cuando te lo quitas y dejas caer el pantalón. Me siento tentado de girar la cara y mirarle por encima del hombro. Pero me controlo. He aprendido que la tentación se vuelve más intensa cuando te permites no ceder en la primera oportunidad. Como su hermano, el deseo: cuanto más tardas en poseerlo, más intenso lo sientes.

Un olor masculino y viril inunda mi cuarto. Es un aroma que me recuerda a madera, a tierra mojada. Lo aspiro, hundo la cara en la almohada y me lo trago. Entonces pego un respingo y no puedo evitar levantar los pies. ¡Me ha puesto una mano en mi nalga!

Sin sacar mi cara de la almohada, siento cómo su mano me manosea en círculos mi glúteo. Luego lo hace en el otro, con ambas a la vez, en sentidos contrarios. Me lo imagino ajustándose las gafas sobre su nariz para tratar de verme el ojete, el tierno y apretado agujero de mi culo, y un pinchazo de gusto me estremece la polla. Me imagino cómo, mientras me manosea, le brillan los ojillos tras las gafas, la boca se le llena de saliva y no puede evitar que un chorrito rebose por la comisura de sus labios gruesos y resbale por los pelos de su poblada barba blanca, los mismos que no tardarán en hacerme cosquillas, cuando hunda su cara en mi carne en busca de mi agujerito.

El borde del colchón se hunde a mi lado. Me incorporo. Sus manos cogen mis muslos, los levanta y los vuelve a bajar. Mi tripa queda sobre sus piernas.

Coloca una de las sábanas, arrugada, sobre mis nalgas. No es lo mismo para él ni para mí pero no podemos arriesgarnos. Con el primer azote sobre la sábana se me escapa un «auf» de gusto. Él no habla, me hace «¡¡shhhh!!». Con el segundo y los sucesivos tengo que morder la punta de uno de los cojines. Estoy temblando, muy excitado. Los golpes, suaves pero decididos, me hacen estremecer. Siento mi escroto en sus muslos. Si los separara, podría meter mi polla entre ellos y masturbarme mientras me azota. Me gustaría mucho.

En su regazo, Papá Noel me sigue azotando diez o doce veces en el culo. Me pone tan cachondo que si sigue así no necesitaré que abra sus muslos para correrme.

Con el último azote me agarra la nalga con la mano bien abierta y me la aprieta. Después me da dos golpecitos en la pantorrilla. Me levanto, me pongo a cuatro, con el peso de mi cuerpo apoyado sobre los brazos y las nalgas ardiéndome. Tengo la sensación de haber estado soltando precum sin parar. Seguro que él también nota el charco de agüilla en sus muslos.

En la oscuridad, distingo su oronda figura. Se levanta. Yo sigo desnudo, con la piel de las nalgas sensible gracias al tratamiento que me acaba de propinar, que ha despertado las terminaciones nerviosas de estas zonas tan receptivas. Seguro que me las ha dejado enrojecidas, a pesar de la protección de la sábana. Me escuece pero no me importa. Cada dedo que me ponga encima, lo sentiré mejor.

Estoy a cuatro. Se coloca detrás y, con habilidad, me mete sus brazos entre las piernas. Espero un roce en mi escroto que no se produce. Las separo, me agacho. Con esta ayuda, consigue que sus manos pasen por debajo de mi vientre, salgan bordeando mi zona lumbar y resbalen por la fina piel donde nacen mis nalgas, duras y a la vez sensibilizadas. Puedo sentir cómo con los dedos busca la rajita donde se unen para separarlas. Fuerzo de nuevo la espalda, abro más mis rodillas. Aunque estemos a oscuras, sus ojos deben haberse ya habituado y debería verme con el culo salido.

Para el activo es una visión muy excitante, y el pasivo deja accesible el ano. Además, facilita la penetración.

Así que noto que me separa las nalgas, mete su nariz en medio y aspira el olor a crema de mi culito. Se le escapa un gemido y le devuelvo su «¡¡shhhhhh!!». Saca la cara y me pega un manotazo en el culo, suave, de refilón, que interpreto no como una regañina, sino como un gesto cómplice, un «no me imites, capullín», o algo así.

Sigo en cuatro. Él vuelve a forzar mis cachetes con sus manos. Se me eriza la piel al notar sus besitos en la cara posterior de mis muslos, las suaves raspaduras de su barba al barrerlos mientras sus labios, ya te digo, con sus besitos, van subiendo en dirección a la diana de mi culo. Va dejando un rastro de babas hasta que llega a mis nalgas, en las que ya cualquier roce de sus pelos o su lengua me provocan mil sensaciones, que surgen y desaparecen con rapidez como se encienden y apagan las luces del arbolito del salón. Quiere llegar a mi ojete dando un rodeo.

Cuando al fin alcanza mi perineo, se entretiene en él, pasándome su lengua húmeda, caliente, dura, por él. Este año no ha querido detenerse más abajo, como hizo el año pasado, que se metió mis testículos en la boca, así como estaba, a cuatro patas también, y me los comió sin prisas mientras yo me tenía que tragar mis propios gemidos, agudos como de niña, para no despertar a mamá y papá.

Este año quiere cosas nuevas. Cosas con la lengua, como puntearme la arrugada piel carmesí que rodea mi agujero, rozar el borde de mi ojal y hundir más su cara para... para besar, no, morrear mi ojete... morrearme el culo como si me morreara la boca... Me lo besa, no con los besos cortos y rápidos de las abuelas, sino como te besa un novio lascivo que busca la lujuria y se toma su tiempo en tus labios, demorándose en tu lengua y paladar. Su barba es una lija suave que cepilla mi piel y me provoca escalofríos en los brazos.

Por mí, que no pare. Me podría quedar así toda la vida, con su cara entre mis nalgas, chupándome el culo, estremecido del gustito que te da un hombre maduro y experimentado cuando te come.

Y eso que no necesitaría esmerarse tanto. Cuando entra en mi habitación, yo ya estoy decidido a entregarme a él por completo, a dejarme hacer lo que se le antoje con mi cuerpo flaco de twink de Bel Ami. Si su olor masculino no me emborrachara, si su lengua no fuera tan hábil, si sus azotes no me excitaran tanto, me daría igual. Otras cosas se inventaría para mí. En la cama sabe cómo tratar a un princesito rebelde como yo, cómo hacerle vibrar por dentro, y eso no lo consigue un cualquiera.

Entonces, saca su cara de mis nalgas, las suelta, el colchón vuelve a estar hundido solo por el peso de mi cuerpo. Se ha levantado. Aprovecho para estirarme en la cama, cuan largo soy, rodeado de cojines y sus peluches de antaño, con las almohadas bajo el pecho. Separo las rodillas. Creo que le he tocado. Creí que se había bajado de la cama, pero no, sigue ahí, detrás de mí. El reflejo de las luces en el cabezal me confirma que ha cerrado la puerta al entrar.

Siento que ha dado por acabada la preparación de mi culo, que estoy a punto de recibirle. Al fin.

El colchón se hunde a ambos lados de mi cabeza. Su aroma me llega a la nariz y sé que son sus manos. Un peso aplasta mi cuerpo contra la almohada. Me agarro a sus muñecas. Siento algo caer sobre mis nalgas.

La barra que se desliza por la raja de mi trasero se detiene, hunde su punta, se adentra. Se para justo delante de mi puerta trasera.

Aún no me ha penetrado y ya estoy gimoteando de placer bajo su corpachón de gordo. Mis manos se aferran a las suyas como grilletes de una cárcel, la del deseo del chaval flaco que se entrega al maduro experto.

Quiero susurrarle que me posea, que me haga suyo, pero decido callar, aun a sabiendas de que hay pocas cosas que cumplan su cometido tan eficazmente como la súplica de un pasivo en el momento adecuado.

Cierro los ojos, aprieto los dientes. Él empieza a empujar. Mi ano se relaja y su barrote me atraviesa. Se queda ahí, parado, palpitando rítmicamente, como un corazón que golpea el pecho, o un puño la puerta de una casa. Me sube una ola de calor por todo el cuerpo. Sudo.

Sigue empujando. Mi culo y yo estamos tan relajados que su barrote se desliza sin encontrar obstáculos. Me lo mete despacio, hasta, calculo, la mitad, más o menos. Cuando lo retira, me arde todo ahí abajo.

Ya me pasó el año pasado. No recordaba su grosor.

Me obligo a aspirar profundamente y aguantar. Me he pasado el año leyendo técnicas para superar las primeras sensaciones incómodas. Cuando me la meta, debo soltar el aire.

Lo repito dos o tres veces: yo aspiro, él me penetra, suelto el aire y él me suelta a mí. Sabe lo que me pasa. Me entiende.

A pesar de mi relajación, me está costando un poco. Debería practicar más, meterme cosas por el culo más a menudo. Es un buen objetivo de año nuevo.

Aspiro una vez más. Me mete su barrote y noto su tripa en mi cintura, señal de que me lo ha metido del todo. Entonces, suelto el aire. Mi culo se ha acomodado a su anchura, a su presión. Me dejo llevar, no me preocupo, sé que el malestar va a dar paso al placer.

Me gustaría que me dijera algo, no sé, buen chico, buena yegua o algo parecido, pero tampoco va a hablar.

Su polla empieza a entrar y salir a ritmo lento y regular. El peso de su cuerpo me aplasta. Sigo cogido a sus manos mientras él me da por el culo. Debería tener un espejo en el techo, podría intentar ver su espalda peluda, su gordo culo subiendo y bajando sobre el mío.

Mientras me sigue follando, pienso en su polla. El año pasado no se la vi y este año, me parece a mí que tampoco. El estímulo visual es muy importante para muchas personas, pero no es el único que existe. A mí me excita el tacto. Sentir su corpulencia cubriéndome, sus manos grandes recorriendo mi cintura, o sobre mis hombros, su duro miembro escarbando mi intimidad. No me importa no vérselo. Me basta con sentirlo en su grosor, su largura precisa, quizá a falta de algunos centímetros para resultar imponente. Me la imagino cabezona, llena de venas que le insuflan la sangre que se la pone así de dura.

Está subiendo la velocidad de sus embestidas. Para aguantar mejor, le suelto las manos y me incorporo un poco sobre las mías, lo que puedo bajo su panza. Él muerde mi cuello y se retira, me deja espacio para ponerme casi en cuatro, como al principio. Le saco el culo, se lo ofrezco sin que me lo pida. Él cubre mis manos con las suyas y entrelaza nuestros dedos.

Aumenta su velocidad. Para estar gordo y viejo, me folla con brío, sin que aparente cansarse. Yo, como buena montura, también procuro aguantarle bien.

Que me folle con esas ganas, en esa postura, me hace sentir muy perra. Balbuceo, gimo y susurro con voz aguda, como sé que le gusta, porque sus embestidas se vuelven más duras, más severas. Siento que me perfora como si, entre las piernas, tuviera un taladro que hurgara en lo profundo de mis intestinos, estimulando entre sus rugosidades nuevas zonas de placer que nadie había encontrado aún. Siento otra oleada, esta vez de gusto, que me recorre de arriba a abajo y se me acumula en las tetillas, el estómago y por dentro del culo. Con su taladro martillea mi joven próstata hasta que creo estar flotando sobre el colchón de mi propia cama.

Aguanto esta dulce tortura que no quiero que acabe... hasta que sus dedos aflojan los míos, los sueltan, recorren mis brazos, mi columna, hasta acabar aferrados a mis caderas. Su barriga se eleva, se aleja de mi espalda...

El macho se alza detrás de mí. Sujetándome, con la polla enterrada en mis carnes, empuja una, dos, tres veces, bien profundo, duro, con decisión, hasta que, gruñendo, siento cómo se vacía, cómo explota en mis tripas un globo que me llena hasta el estómago de la leche espesa que contenían sus poderosas pelotas. Trata de ahogar sus berridos de semental mientras siento ráfagas de calor viscoso acumulándose con cada embestida suya, hasta la última que puede dar, el último estertor de su cuerpo gordo antes de caer exhausto sobre el mío.

Sé que exagero, que las cosas no son literalmente como las cuento. No lo hago con ningún propósito de engañar. Son las palabras más cercanas que encuentro para intentar transmitirte lo que se siente con él, cuando lo tienes encima, penetrándote hasta que te preña con sus jugos de semental.

Mientras le siento acabar, sonrío, froto mi mejilla ardiente y mi cuerpo flaco contra las almohadas. Sigue moviéndose sobre mí, terminando de exprimirse sobre su potro, su yegua, el chico que no le olvidó al crecer y que tuvo la mejor idea de su vida un año antes, al enviarle una carta en la que le contaba cuánto le gustaba comportarse como un nene malo e ir de calientapollas con cualquier hombre que se le pusiera a tiro.

Al final, Santa saca su polla de mi culo. Me arde de gusto. La bolsa de mis testículos está súper sensible, igual que mi glande, que no ha parado de babear aguadilla. Cierro los ojos. Sigo flotando.

Oigo que se levanta, las frazadas de sus ropas, el tintineo de la hebilla. Luego, el pomo de la puerta, los pasos sordos, el siseo de la puerta acristalada del jardín.

Me quedo solo en mi cuarto. La oscuridad es más negra, el silencio más profundo. La almohada se ha ladeado bajo mi cuerpo sudado. Sin levantarme, con un brazo, la enderezo con estirones. Me quedo montado en ella. Aún siento su mordisco pulsando en mi cuello.

Echado sobre la almohada, separo mis nalgas con las manos, rememorando el contacto de sus labios sobre mi ojete, y empiezo a frotarme mientras susurro lo bien que folla. Ahora sí me permito hablarle, muy bajito.

El olor a su polla sigue en el aire. Siento el paseo de su lengua sobre mis muslos, el roce de su barba sobre mi piel, el vacío que ha dejado en mi culo.

Apenas necesito frotarme.

Me dejo llevar. Con la polla deslizándose entre mi pubis y la almohada, eyaculo sin esfuerzo, con las piernas relajadas. Me corro con un orgasmo largo y plácido que me deja vacío el escroto y la piel de la columna erizada.

Cuando me repongo, de repente, siento un profundo sopor. Me levanto, volteo la almohada. No puedo dormir con la cabeza sobre eso.

Me acurruco bajo la manta, que simula la piel manchada del leopardo. Me pongo de lado, en posición fetal, para dormir. Aún me noto sensible.

El sueño me vence.

—Gracias, Santa —susurro—, hasta el año que viene.

El año que viene, volveré a escribirle para que conozca mis trastadas. Algunas serán inventadas, pero el placer será muy real.