Mi cuento de navidad: La carta a Papá Noel

Pablo es demasiado mayor para seguir escribiendo a Papá Noel. Sin embargo, el año pasado, cuando descubrió que al gordo de los regalos le gustan los chicos malos, retomó la tradición. Este es el segundo año que le escribe contándole con detalle algunas de sus travesuras.

Querido Papá Noel, en vista del éxito de mi carta del pasado año, te vuelvo a escribir, deseándote que hayas pasado unos meses de alegría rodeado de tus amigos elfos y tus renos. Un beso a Mamá Noel.

Espero que me hayas recordado al ver el remitente de la carta. Soy Pablo, ¿me recuerdas? El mismo que, hasta hace unos años, te escribía firmando como Pablito.

Ahora ya soy Pablo a secas, y el año que viene, cuando me matricule en la escuela de la Federación de Clubes, seré Pablo el entrenador, el míster del equipo de baloncesto. Pero, si quieres, puedes seguir llamándome Pablito. Espero que sepas quién soy.

Como el año pasado, te escribo a espaldas de papá y mamá. Te cuento que entonces me pillaron con tu carta en las manos. Entre burlas, me preguntaron si no creía que ya era mayor para escribirte. Yo también me reí, les dije que sí, que lo era, que esto no era más que un juego a medias con Manu, un colega del instituto.

Cuando me contó lo que hacías con él, no dudé en escribirte y probar. No sabía que sería tan increíble.

Este año no me han pillado. Espero que sigas visitando a mi colega.

¿Te escribimos muchos chicos malos, Papá Noel? Con lo que a ti te gustamos, seguro que más de uno.

El año pasado te conté cómo eran las cosas en el equipo de baloncesto, en los vestuarios, en las concentraciones cuando competimos fuera... Seguro que todo este año nos has estado espiando con tu telescopio mágico, ese aparato enorme con el que, según los cuentos, nos controlas, así que no te voy a volver a hablar del básket, sino del equipo de natación, al que, supongo, no habrás dedicado tanto tiempo.

Sabes que tuve un pequeño problema de espalda y el fisio me recomendó practicar natación. Así que me apunté al de mi pueblo, el Club de Natación Los Narvales. Si nos vigilas, no necesitas que te describa a mis nuevos amigos. Solo tienes que sacar tu telescopio y apuntarnos con él para vernos entrenar en la piscina, con nuestros torsos desnudos y los speedos azules y negros del club. Doy por seguro que tienes más cosas que hacer, aparte de seguir mis andanzas, y que Mamá Noel requerirá tus servicios de vez en cuando. Por eso voy a contarte algunas cosas que he hecho este año con mis colegas, los

Narvales

, por si te las has perdido. Y si ya las conoces, seguro que te estimula que yo te las cuente.

Ya te veo, Papá, sentado en tu trono, abriéndote la casaca roja para dejar libre tu tripa y tus tetazas de toro; desabrochando la hebilla dorada de tu cinturón y metiendo la mano por la cintura abierta de tus pantalones rojos mientras con la otra sujetas mi carta y la lees. Ojalá pudiera verte, como tú nos ves a nosotros, mientras te tocas.

En el club de natación al que me he apuntado, como ya sabes, me he hecho colega de una panda de chavales. Somos ocho o nueve que parecemos cortados por el mismo patrón: delgados, sin vello por el cuerpo, guapitos de cara... Algunos más acuerpados, otros más espigados... Si nos has visto, te habrá parecido que espiabas un rodaje de la productora Bel Ami.

Así me he sentido yo con ellos en algunos entrenes, en las duchas y en los vestuarios, cambiándonos de ropa. Tu telescopio es un aparato potente, no ibas dejar de mirarnos, ¿verdad? Pero dudo que puedas haber visto también lo que hacemos debajo del agua.

Tranquilo, Papá, yo te lo cuento.

Los Narvales somos un equipo de muchachos disciplinados que entrenamos con un objetivo en mente: las competiciones. Justamente por eso nos aplicamos, y, justo por eso, el monitor, de vez en cuando, nos ha dejado relajarnos en la piscina, como premio a nuestro esfuerzo. Depende del día, nos ha dejado jugar los últimos diez, quince o incluso veinte minutos. Algunos prefieren nadar, otros dejarse flotar y otros, con nuestros ridículos gorritos y nuestras caras salpicadas de agua flotando en la superficie, hemos hecho otras cosas.

Si la sensación del agua es muy placentera, yo me he encargado de que aún lo sea más.

Voy a contarte el día que estuve con Jaime, porque dudo que vieras lo que pasó. Jaime ya tiene los veinte cumplidos. Es más alto que yo, rubio, de cabello rizado, los ojos azules y una gran sonrisa muy blanca. Además de nadar, también va a la universidad y al gimnasio dos veces por semana. De todos nosotros, es el que mejor pecho tiene, con los pectorales cuadrados bien definidos y dos pezones negros que contrastan con su piel rosada, separados por una mata de escaso vello.

Yo me metí con él el primer día. Se estaba poniendo espuma en sus rizos frente al espejo cuando me acerqué por detrás y le dije que para tener esos cuatro pelos, refiriéndome a los del pecho, mejor que no tuviera ninguno. Con una carcajada, se bajó la cintura del speedo y me enseñó su pubis con una mata de vello claro bien frondosa. Dijo que los pelos le salían donde le tenían que salir y me dio un empujón de colegueo en el brazo.

Ambos nos reímos. Era el primer día y casi consigo que me enseñe la polla.

Enseguida empezamos a compartir juegos. Con frecuencia sacaba el tema de las chicas de su clase y se quejaba de las pocas que había en el gym. Cuando me contaba esto en el vestuario, yo me recolocaba el speedo sin disimulo delante de él o me ponía la botella de agua entre los muslos, si le escuchaba sentado en la banqueta. Él no daba señales de sentirse incómodo, así que solo me costó un par de entrenes más que, en uno de esos descansos que nos daban, hablando de chicas mientras nadábamos, mis manos rozaran su polla un par de veces antes de que él me la rozara a mí.

Lo que te perdiste, Papá. Esa tarde, a última hora, esperé que estuviéramos solos para decirle que hablar de mujeres con él me había puesto tan cachondo que me iba a bajar el bañador para pajearme, porque no podía esperar a llegar al vestuario, y muchos menos a casa de mis padres. Él miró a nuestro alrededor y se atrevió a decirme que estaba igual de caliente.

Si tú no te cortas, yo no me corto, le dije. Me miró fijamente y respondió vale. Nos sacamos las pollas y nos la pelamos bajo el agua, mientras hablábamos, disimulando como si nada, aunque los dos mirábamos para intentar ver lo que cargaba el otro. Me dio mucho morbo ver que a él también le intrigaba lo mío.

Nos corrimos juntos, en la piscina, sin tocarnos entre nosotros. A esas alturas, yo ya había decidido que Jaime, con todo lo varonil que se mostraba ante la gente, iba a probar mi polla muy pronto, y yo cataría su culo. Solo tenía que ir paso a paso, consolidando la confianza que me empezaba a tener.

Porque a maduros experimentados como tú, Papá Noel, me gusta poneros el culo, como averiguaste las pasadas fiestas, pero cuando son de mi edad, flaquitos y guapos, me gusta ser yo quien les dé por detrás.

La cuestión es que, cuando nos corrimos, y para liberar un poco los nervios, hicimos unos largos en la piscina. Al salir, en el vestuario, me dijo que había sido uno de los momentos más morbosos de su vida y que no quería parecer irrespetuoso, pero que lo sería más aún si la paja fuera mutua. No le dije nada en ese momento, pero supe que había picado el anzuelo.

Solo tardó una semana en preguntarme, cuando nos quedamos a solas en el vestuario, si no quería repetir la experiencia. Mi respuesta fue sentarlo de un empujón en la banqueta, ponerle el bulto de mi speedo negro y azul a la altura de la nariz y darle un golpe de colegueo en el hombro. Me lo bajó, me la cogió entre sus dedos con una suave presión y me la meneó con el ritmo preciso hasta que le eyaculé sobre esas lindas mejillas rubias.

Ahora es mi pajeador oficial, como yo le digo. Cuando me la pela, le gusta que la piel no me cubra el glande, aunque si ve que sale precum, entonces sí, lo cubre para extenderlo. Con todo lo que va de chulito, ya lo tengo pendiente de mi polla.

También nos hemos pajeado en la piscina. La última vez no esperé. Le vi hablando con un compañero, me acerqué a ellos y, disimulando, le metí la mano por el bañador. Le sobé sus bolas delante de los otros chicos que estaban a nuestro alrededor. El compañero, finalmente, se fue. Yo seguí masturbándole hasta que uno de ellos le preguntó si le pasaba algo justo cuando se estaba corriendo. Me parto el culo cuando se lo recuerdo.

Estoy a punto de proponerle que me la chupe. Si no me pone pegas, no creo que acabe enero sin que me la coma. Luego, le pediré el culo. En la carta del año que viene te contaré los detalles.

Hay otra historia que te quiero contar, Papá, del club de natación. El chico se llama Francisco, pero le gusta que le llamemos Francis.

Francis es un chico alto, espigado, con el cabello ondulado, muy corto y muy negro, y unos ojos grandes también negros. Suele llevar un pendiente en cada oreja. Usa gafas y gesticula con amaneramiento. Seguro que ya sabes de quién te hablo.

Por él fue que echamos del club a Ramón, no sé si te llegaste a enterar. Todos gastábamos bromas a Francis, bromas inocentes no dirigidas hacia su condición ni sus maneras afeminadas. Él las acogía con humor. Lo habíamos convertido, casi, en nuestra mascota. Por eso, cuando los comentarios de Ramón empezaron a salirse de madre, a ser despectivos y de mal gusto, hasta tal punto que una tarde Francis se marchó a casa llorando, nos reunimos el equipo y hablamos con el monitor para expresar nuestro enfado. Entre todos decidimos expulsar a Ramón.

Entendí que era el momento de acercarme a Francis. Ya le había visto desnudo en los vestuarios: su cuerpo era huesudo, pero las líneas de su cintura y sus caderas tenían cierta feminidad. Tenía decidido que me lo iba a follar, solo era cuestión de esperar la oportunidad con paciencia.

Como te digo, querido Papá, a raíz de esto inicié mi acercamiento a él. En el vestuario, tras el entrene en el que le contamos la expulsión, me acerqué a preguntarle cómo se sentía. Mientras le hablaba, me sujetaba la polla por encima del speedo; no me la sobaba, no, me la agarraba con la mano como un negro rapero y la aguanté agarrada mientras le relataba el momento del adiós al gilipollas de Ramón. No hablábamos de sexo ni nada, era una conversación normal de apoyo a un amigo, pero mi mano ahí, donde tenía que agarrarse.

Cuando acabamos, me agradeció mi gesto con un abrazo. Yo aproveché para recostarle mi chorra en su muslo, para que sintiera su peso, y, al abrazarlo, bajé la mano por su cintura hasta el nacimiento de su culo, sin llegar a él. Nuestros pechos estaba fríos por el agua. Acuérdate que solo llevábamos puestos los speedos.

A partir de ese momento, usé la siguiente táctica: cuando él estaba presente, el centro de mi lenguaje corporal era mi entrepierna. Por ponerte un ejemplo: si tenía en las manos mi botellín de agua, o cualquier otra cosa alargada, me lo colocaba justo sobre el speedo, como si fuera la polla; y si no tenía nada, me la agarraba o hacía cosas para derivar su atención hacia mi chorra. Seguro que alguno de esos movimientos subliminales también los captaste tú, si coincidía que nos espiabas.

Sé que soy un poco cabroncete con la comunicación no verbal, pero es que funciona.

Estas últimas semanas, no sé si has estado muy ocupado para espiarnos. A lo mejor has visto lo que hice, pero creo que te gustará que te lo cuente.

Hace unos días avancé en mi plan de la siguiente manera: al acabar el entrene, mientras él hacía sus últimos largos, yo le había estado hablando sentado en el borde de la piscina, con los pies metidos en el agua y las piernas abiertas. Luego, en el vestuario, disimulando, me quedé de los últimos en las duchas. Seguíamos charlando cuando entró en una separada de la mía. Le dije que se acercara, que con el ruido del agua no le escuchaba bien, y acabó metido en una contigua. Al momento salí, cogí la toalla y, contándole no sé qué cosa, empecé a secarme el cabello, exhibiendo frente a él mi cuerpo desnudo, sin más vello que el púbico. Le dejé que observara mi pecho imberbe, mis abdominales, mis muslos y los bíceps que tensionaba al frotar mi cabellera húmeda con la toalla.

No soy tonto. Salí de la ducha después de haberme tocado lo justo para medio empalmarme y con mis huevillos gordos colgando.

Me sequé la cabeza sin prisa, notando su mirada tímida recorriendo mi cuerpo serrano.

Al entrene siguiente, hice lo mismo. Busqué el momento de quedarnos solos en duchas contiguas, con la intención de contagiarle la desinhibición que yo le mostraba. Al tercer entrene, su mirada había ganado en descaro. Ya no la retiraba cuando me quedaba en pelotas delante de él. Entonces, hice esto, Papá, a ver qué te parece: viendo que me comía con los ojos, y que estábamos solos en los vestuarios, me enjaboné las manos con gel, las froté hasta que la espuma me las cubrió, y, entonces, me las llevé a mis nalgas (esas nalgas mías, duras y redondas, que tan bien conociste la navidad pasada) y me metí los dedos espumosos por la raja, con parsimonia, dejando que él, fuera de la ducha, observara las atenciones que le daba a mi propio trasero.

Así lo tuve un rato, dejándole ver, hasta que, sin avisarle, me giré a decirle algo y le enseñé que mi polla estaba tiesa. Hablándole con la misma calma, me enjaboné entre los muslos, con lo que hacía que el pito se bamboleara en el aire. Luego me enjuagué bajo el chorro de agua. Sin cortarme ni un pelo, dejé que lo viera todo.

Sin cubrir mi empalmada, salí de la ducha, me sequé, me vestí gesticulando, haciendo como que me costaba bastante guardármela en la bragueta, y, tras despedirme de él, me marché.

Como te digo, no soy tonto. Hay muchas cosas en la vida que no hago bien, pero esto lo bordo. Francis se habrá hecho más de una paja recordando ese momento conmigo.

La semana pasada ha sido la última vez, por ahora, que le he hecho esto. Cuando entré en el vestuario me lo encontré en la ducha. Me desnudé, ya empalmado, y él asomó la cabeza para verme. Le pregunté si le incomodaba que estuviera así. Me dijo que no. Entonces, le pregunté si le excitaba. Vi que le cambiaba la expresión de la cara. No pasa nada, le dije, somos colegas y a nuestra edad es normal ir siempre cachondos, incluso, dije, desahogarse entre amigos.

Él se relajó y meneó la cabeza. Entonces entré en su ducha. Cogí su botella de gel y me eché un chorro en las manos. Me dijo que le daba vergüenza que nos pillaran. Le dije que nadie nos iba a pillar y le pedí que se girara y apoyara en la pared. Lo hizo: apoyó sus antebrazos en los fríos azulejos de la ducha, se empinó sobre los dedos de sus pies y, como no es tonto, sacó el culo. Le pedí que juntara un poco más las piernas, y lo hizo. Le metí los cuatro dedos enjabonados entre los muslos, rozando con la parte superior de mi índice sus pequeñas bolas. El pulgar, estirado, se lo metí por la rajita de las nalgas, buscando empezar a despertar su sensibilidad anal.

Tiene una espalda delicada y un culo precioso, Papá, redondo y suave, que cuando se lo estimulas le hace gemir como una colegiala...

Así estuve con él un rato. Francis, en un momento dado, se encogió de hombros, se metió un dedo entre los labios y se lo chupó mientras sacaba más su trasero. Sé que, si se lo hubiera dicho, en ese momento hubiera cambiado su dedo por mi polla. Pero no lo hice.

Quiero que sea él el que me lo pida, que le dé la polla para que me la chupe. Falta muy poco para que eso pase y me caiga su primera mamada. Lo sé, lo veo en su forma de mirarme.

¿Te gustaría ver que otro chaval me la come? Yo creo que sí. La lástima para ti, Papá, es que nos han dado las vacaciones y hasta después de navidad no volvemos al entrene. Pero nos estamos enviado mensajitos al teléfono. No voy a dejar que su deseo por chupármela se enfríe. Además, he decidido que también me lo follaré en la ducha.

Es una pena, sí. Tendrás que esperar un año para que te lo cuente (mis padres se ríen de mis cartas, pero, como ves, el que tiene motivos para sonreír soy yo). O también puedes seguir desplegando tu enorme y mágico telescopio y espiar mis travesuras, a ver si me pillas en directo en plena faena. Por mí, encantado. Sé que te gusta mirar. En el fondo, te gustamos porque eres de los nuestros.

Ya soy mayor para esperar carbón, como te dije en la carta de las navidades pasadas. Lo que puedes volver a hacer es visitarme. Estaré en mi cuarto, bajo las sábanas de mi cama, con mi pijama de invierno de una pieza, abotonado desde el cuello a los pies, y sin ropa interior, esperando que me castigues y trates de enderezar mi conducta de una vez.

Sabes que me tomé esto como un juego divertido, que yo era tan buen chaval como cualquiera. Pero cuando entraste en mi cuarto y me diste por detrás hasta hartarte, despertaste algo en mí que hizo que se me quitaran las ganas ser normal, Papá, y se me olvidaran las buenas intenciones.

Si decides venir, te estaré esperando tan ansioso como tengo a Francis y Jaime por chupármela.

Firmado: Pablo (tu Pablito)