Mi club deportivo (2)

Alex recibe a los tres primeros deportistas nada más abrir la puerta del club deportivo. (Relato abierto, capítulo 3).

Este es el tercer capítulo de mi relato, abierto y totalmente ficticio. Si te parece medianamente prometedor, por favor escríbeme y dime qué te parece (si te mola el tono que lleva por ahora, si preferirías otro rollo, qué esperas que pase, etc). Si te animas a escribirme, me comprometo a continuar escribiendo. Si no, el relato se quedará sin terminar. Gracias.

III. ALEX, PARA SERVIRTE.

El lunes era mi primer día de trabajo al frente del club. Me desperté muy pronto con un empalme acojonante. Me vestí y no podía ocultar el bultazo en los vaqueros. Por la parte derecha del paquete descendía mi palo duro, grueso y cabezón. Me excitó la idea de salir así a la calle, exhibiendo a través del pantalón la forma poderosa de mi rabaco. Lo resguardé con mi abrigo de la vista de mis padres (por entonces yo seguía viviendo con ellos, en la otra punta de la ciudad), pero al salir de casa decidí que mi nueva vida empezaría con mi pedazo de pollón provocador y desafiante por delante. Cerré la puerta y, al entrar en el ascensor, me desabotoné el abrigo. Me gustó verme en el espejo y, agarrándome los huevos, produje dos o tres gestos exageradamente obscenos. Esa forma del paquete (la polla que baja paralela al muslo derecho por dentro de los vaqueros) siempre me ha parecido muy impactante cuando la he visto en otros. Una vez en la calle, comprobé que mi herramienta no pasaba desapercibida a nadie. La gente que se cruzaba conmigo no se cortaba y me miraba el paquetazo tanto tiempo como les era posible.

Cuando llegué a la puerta de entrada al club deportivo me metí la mano en el bolsillo derecho y me palpé el capullo a través de la fina tela. Lo noté liso y humedecido, la textura perfecta para que mis dedos lo acariciaran suavemente. Saqué las llaves, abrí la puerta, encendí las luces y desconecté las alarmas. Revisé que todo estuviera en orden, me senté en la silla de la recepción y no tuve que esperar mucho a que llegaran los deportistas. En seguida apareció el primer cliente. Instintivamente, me coloqué el nabo para arriba, disimulando el grosor de mi paquete debajo del jersey. Era un tipo de mediana edad (37 años, investigué después) que venía todas las mañanas a correr dando vueltas al campo de fútbol, según me dijo. No era ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo, pero era un tío al fin y al cabo. Moreno y peludo, venía con un discreto chándal azul que, desgraciadamente, no le marcaba paquete.

-¿Está abierto? –preguntó mientras pasaba.

-Sí, acabo de abrir, pasa, eres el primero que llega esta mañana. Soy el nuevo director del club, sobrino de los antiguos propietarios. Tú eres...

-Andrés Jiménez Huerta. Vengo a correr todos los días –dijo mientras me mostraba su carné de socio.

-Bien, vale. Pues ya conoces esto y las normas, todo sigue igual. Espera que voy a abrirte la verja del campo, vamos para allá... ¿Necesitas cambiarte?

-No, bueno, dejar esto en el vestuario...

-Ah, a lo mejor está apagado todavía, un momento.

-Dejo esto donde sea, da igual.

-No, no. Está encendido. ¿Tienes taquilla?

-No, qué va.

-¿Quieres una o...?

-No, yo casi nunca me ducho aquí.

-De acuerdo, pues voy abriendo allí y cuando quieras sales.

Abrí los candados y el cerrojo de la verja. Hacía un día fresquito y chispeaba un poco. Volví a la recepción y, en breves instantes, vi que el tipo salía del vestuario dirigiéndose al campo por el pasillo acristalado.

-Si necesitas algo, ya sabes.

-Gracias.

Después de dos minutos, y como todavía no venía nadie más, no pude evitar la tentación de ir a observarle. Me acerqué a la entrada del pasillo, desde donde divisé, a través del ventanal, que estaba haciendo flexiones a lo lejos, en la otra punta del campo. En un acto reflejo, me dirigí al vestuario y mis ojos se abrieron como platos al ver su mochila encima de un banquillo. Lo siguiente me pareció un acto reprobable, pero no me resistí a mirar qué había en aquella mochila. Abrí la cremallera y vislumbré que sólo había unos cuantos libros y cuadernos. Nada de ropa usada ni de objetos íntimos. La cerré después de medio minuto y volví a la recepción. Debía de ser el típico tío que ha decidido tarde ponerse a estudiar; estaría haciendo los cursos para mayores de 25 o algo así. Me acerqué otra vez al pasillo y lo vi otra vez allá a lo lejos, todavía con sus flexiones.

Poco después entró otro tío, mayor que el anterior. Por lo poco que le vi y hablamos, parecía aún menos interesante que el primero. Llevaba un chándal verde y amarillo fosforito realmente horrible. No le deberían dejar salir a la calle así, dolían los ojos sólo mirándole. Venía a lo mismo que el otro, pero ni siquiera llevaba mochila. No pasa nada, me dije, ya vendrán los buenos. Desde la recepción silenciosa me llegaba el ruido que hacía el hombre en los vestuarios. Oí que se sonó los mocos, que abrió el grifo de un lavabo y que tiró dos veces de la cadena antes de salir al campo. Me dio un poco de asco. Para entonces ya se me había puesto la polla floja. Pero no podía dejar de tocarme las pelotas detrás del mostrador.

Justo cuando este tío se iba para el campo con su chándal de todo a cien, entró un tercer deportista. Éste ya me gustó más. Era un chico de unos 30 años, alto, guapillo, con el pelo un poco despeinado (juraría que venía de la cama directamente). Llevaba un chándal de algodón de color gris, el típico chándal muy currado de hace ocho o nueve inviernos. Se le marcaba un paquetillo muy apetecible. Supuse que se le habría bajado del todo el empalme matutino (sólo se apreciaba un pequeño semicírculo un poco salido en la zona del paquete: eso debía de ser su capullo) pero me fijé en una machilla diminuta que había en alguna parte indefinida de la pernera, cerca de la bolilla del capullo. Se acercó al mostrador, ocultando así su paquete de mi vista. Ahora sólo le veía de cintura para arriba. Como yo tardaba en encontrar su ficha de socio, él empezó a curiosear en los tablones de anuncios y se acercó a la pared de enfrente atraído por uno de los mensajes. Subí la vista y lo observé de espaldas. Tenía un culo bonito, pero la franja superior se la tapaba el plumas que llevaba. En una mano llevaba cogida una mochila bastante tocha. La abrió, se puso a buscar algo en ella que parecía no encontrar (un boli o un papel, pensé) y finalmente se agachó hasta ponerse en cuclillas para tantear mejor dentro de su bolsa.

Yo seguía mirándole (con disimulo, por si se giraba de repente). Constaté que su culo, apretado en la tela del pantalón, quedaba a pocos centímetros del suelo. Concretamente, el agujero de su culo estaba casi a ras de las baldosas. En ese momento, me imaginé a mí mismo yendo hacia él y agarrándole las pelotas por detrás, pesándoselas con mi mano. Le diría: "Buenas pelotas, chaval". Pero obviamente no lo hice. Me conformé con seguir mirándole. Me fijé en sus zapas casi destrozadas que, flexionadas, le sostenían en cuclillas. De vez en cuando carraspeaba y se atusaba el pelo. Encontró el boli, lo estuvo probando en un papel y parecía que no funcionaba. Estuvo dándole aliento, ahí agachado, un buen rato (me dio envidia ese boli). Justo cuando iba a ofrecerle mi lápiz, su boli respondió y él dejó la mochila en el suelo incorporándose para anotar lo que le interesaba. Cuando terminó siguió mirando ese tablón, y durante unos segundos se rascó la raja del culo, estirándose de los gayumbos. Mi polla reaccionó y se alegró profundamente.

-Aquí está tu ficha, por fin -le dije-. Juan Pedro Lázaro, taquilla 28.

-El mismo.

-Alex, el nuevo propietario.

-Encantado –dijo acercándome su mano.

-Si necesitas algo, ya sabes.

-Gracias –dijo, y se fue hacia el vestuario. La cosa empezaba a animarse...