Mi club deportivo

Un tipo se hace cargo de un centro deportivo donde va a llevar a la práctica sus más secretas fantasías sexuales. (Relato abierto, capítulos 1 y 2).

Estos son los dos primeros capítulos de mi relato, abierto y totalmente ficticio. Si te parece medianamente prometedor, por favor escríbeme y dime qué te parece (si te mola el tono que lleva por ahora, si preferirías otro rollo, qué esperas que pase, etc). Si te animas a escribirme, me comprometo a continuar escribiendo. Si no, el relato se quedará sin terminar. Gracias.

I. DE TAXISTA A DUEÑO DE UN CLUB DEPORTIVO

Mis tíos viven en un modesto barrio residencial en la otra punta de la ciudad y yo les veo poco, lo justo para mantener mínimamente los lazos familiares. Hace 20 años que mi tío aparcó su taxi y emprendió una nueva vida al frente de un viejo centro deportivo a dos manzanas de su casa. Lo adquirieron en traspaso y lo reformaron con un poco de dinero que nunca supimos de dónde salió. Ellos, mi tío como director del club y mi tía como recepcionista, han sido hasta hoy las únicas personas encargadas legalmente del centro deportivo. Jamás han contratado a nadie. Mi tío ha hecho también las veces de contable (antes también entrenaba al equipo de fútbol juvenil del barrio) y mi tía se ha venido ocupando, por su parte, de la limpieza e higiene de las instalaciones.

Entre los dos parecen bastarse para todo. El club es cada vez menos frecuentado y la demanda de mejoras y cuidados por parte de los pocos deportistas que allí se concentran resulta cada día menos urgente. Se puede decir que, con el tiempo, mis tíos han ido perdiendo fuelle y no han adaptado el club a los requisitos ornamentales de la vida moderna. Hace algunos años que el barrio posee, no lejos del centro deportivo, lujosos y modernos gimnasios que contrastan con la humildad de los edificios de la zona. Eso sí, el centro deportivo de mis tíos es el único del barrio que cuenta con campo de fútbol. Aunque viejo y pequeño, permite a los chicos de la vecindad jugar partidillos sobre la hierba. Las instalaciones se reducen al mencionado campo (iluminado de noche por un par de focos de escasa potencia), dos oficinas minúsculas, una espaciosa sala donde hay algunos aparatos de ejercicios de los cuales la mitad ya no funciona y unos vestuarios sólo para hombres que mi tía se empeñó en reformar generosamente coincidiendo con la fiebre deportiva del 92.

Todos sabíamos que mis tíos querían jubilarse desde hacía algunos años, aunque ellos nunca lo habían dicho expresamente, ni siquiera cuando me propusieron que me hiciera cargo del club hasta que ellos regresaran. Dijeron que se iban este año de descanso (a la casa de mis abuelos, en el pueblo), pero es improbable que vuelvan con fuerzas de seguir trabajando en ese lugar. Acepté la invitación, aun a riesgo de repetir la historia de mi tío. Yo también aparqué el taxi, hace ahora 11 meses. Mejor dicho, se lo dejé a mi padre todo para él, que es, por cierto, al único al que le gusta de toda la familia. Mi hermano devolvió su licencia de taxista hace ya cuatro años.

La primera noche que pasé solo dentro del club sentí una reparadora inquietud. Mientras mi tía daba su último adiós a las dependencias de las que yo me iba a hacer cargo a partir de entonces (el aspersor se atasca a los cinco minutos y hay que cerrar y luego abrir, esa es la llave de los grifos que no funciona, nunca pongas más de 20 toallas en la lavadora, etc.), yo husmeaba en cada rincón, con disimulada pero fervorosa inquietud, casi con escalofríos, las huellas de algo que en otro tiempo había sido el objeto principal de mis fantasías. Aspiré el olor de la hierba aún mojada del campo, el aroma férreo de las bicicletas estáticas y de las barras de ejercicios, el perfume denso postrado en los banquillos de los vestuarios. Perseguía, en definitiva, restos, rastros de una actividad masculina desperdiciada en sudor, jadeos, puñetazos y risas.

A lo largo de mi adolescencia, mi padre intentó que yo hiciera algo de deporte y me llevaba al centro deportivo en las pocas ocasiones en las que yo no oponía demasiada resistencia. Lo de siempre. Durante varias semanas llegué a ir casi a diario. En mi memoria conservaba muy bien las sensaciones y los olores de esas tardes de invierno que yo gastaba no en hacer ejercicio, sino en encerrarme en los lavabos impulsado por una especie de instinto delictivo irrefrenable. Allí dentro, dentro de una de las cabinas de los servicios, me pasaba horas y horas esperando que entrase algún muchachote u hombretón a lavarse, a mear, a secarse después de la ducha. Las puertas de madera de las cabinas de los servicios se basaban en gruesos palos que formaban rendijas oblicuas, de tal modo que, desde dentro, se podía ver sin ser visto con aceptable profundidad de campo. Las cabinas tenían una disposición frontal respecto al cuadro que me interesaba fijar en la retina. Los mingitorios corrían perpendiculares a una de ellas; desde otra se podían divisar al menos dos banquillos donde los chicos se cambiaban de ropa; la cabina del extremo proporcionaba una panorámica parcial de las duchas colectivas. Ya he dicho que los vestuarios eran sólo para hombres; las pocas mujeres que utilizaban las instalaciones se metían en un cuartucho pequeño cerrado a cal y canto que nunca me produjo la más mínima curiosidad -hoy sé que era tan poco estimulante como lo imaginaba-.

Una de aquellas lejanas tardes, cuando yo tenía 15 años, mi tía anduvo preguntando por mí todo el tiempo a todo el mundo. Nadie me había visto salir, pero tampoco nadie me había visto ni en el campo ni en la sala de aparatos ni en las duchas. Después de varias horas metido en una de las cabinas, mi tía descubrió mi escondite y exclamó gravemente que saliera de allí. Obedecí y percibí una dura compasión en su rostro cuando me vio salir de aquel cubículo con las orejas coloradas y sudando. Tal vez me equivocara, pero tuve la sensación de que mi tía supo perfectamente por qué motivo me había encerrado allí. Para mí era tan evidente, tan descarado el motivo de mi escarceo, que supuse que para ella también lo era. El típico episodio. (Hoy pienso que, en el caso de que se hubiera dado cuenta, quizá no fuera yo el primero a quien descubría ‘in fraganti’. Desde ese día, volví muy pocas veces al club. Dos sólo, en concreto).

Nunca se comentó el suceso en casa. Tal vez, con el tiempo, mi tía ya no se acordaba de aquello: cosas de adolescentes, inseguridades del joven de dieciséis años que yo era. Pero tiene gracia que haya sido yo precisamente el llamado a preservar la propiedad familiar de aquel lugar lleno de tentadores y pecaminosos escondrijos. Cuando mis tíos inauguraron el nuevo centro deportivo tras las olimpiadas de Barcelona, fui con mi hermano y mis padres a contemplar las novedades. Comprobé que lo único que había cambiado eran los vestuarios, además de que todo estaba un poquito más limpio y ordenado. Comprobé además que mis tíos habían vuelto a optar por las cabinas con puertas de rendijas en las cabinas, sólo que ahora estaba todo sin estrenar. Observé, por último, las nuevas y ampliadas dimensiones de aquella enorme sala de vestuarios en forma de cuadrado y repleta ahora de espejos. Me pareció el colmo de la obscenidad para un tipo como yo, que entonces tenía ya 20 años y seguía pajeándome fantaseando con futbolistas, nadadores, tenistas y deportistas de todo tipo. Pero sólo me atreví me atreví a volver por allí el año pasado, cuando mis tíos me comunicaron sus planes de delegar en mí sus responsabilidades.

Hoy soy lo que se dice un hombre hecho y derecho, tengo 31 años y, a pesar de que la familia nunca me ha conocido novia alguna, nadie parece sospechar que me pirro por los tíos. Nunca he vuelto, curiosamente, a esconderme en los lavabos de ningún otro sitio, pero siempre he conservado intacta esta fantasía de juventud. Lo confieso: ahora que llevo 11 meses al frente del centro, me sobrealimento gustosamente de ese manjar de ilusiones. No exactamente me encierro en los lavabos. El ritual es muy variable. Puede consistir simplemente en andar de un sitio a otro del club, charlar con los capitanes de los equipos, darles una palmada en el hombro, prepararles las toallas, fregar los suelos de los servicios, reponer el jabón en las duchas. A veces, eso me basta.

Practicando estas acciones banales encuentro un placer inigualable. Es difícil de explicar, pero supongo que cualquiera que profese alguna afición secreta puede entender a qué me refiero. No sé si a mi afición hay que llamarla desviación, disfunción, fetichismo..., quizá no sea lo bastante original, tampoco sé -ni me importa- qué diría Freud de ella. No me convencen las explicaciones que alcancé a darme los primeros días que pasé organizando el centro: ¿personalidad servicial y acomplejada?, ¿voyeurismo enfermizo?, ¿envidia del coño? Durmamos a Freud por unos meses, me dije. Y a disfrutar.

II. CERRADO POR REFORMAS.

Emprendí, así pues, una nueva vida, si bien no rompí totalmente con la que había llevado hasta hace 11 meses. Seguí haciendo, en mayor o menor medida, lo mismo de siempre y viendo a la misma gente de siempre. Dado el precedente de mis tíos, a nadie le extrañó que no contratase a nadie para que me ayudara en las tareas de mantenimiento del club deportivo. Mi madre me prestó una gran ayuda al principio con las tareas de limpieza, pero me negué pronto a que siguiera viniendo porque su presencia me impedía dar rienda suelta a mis pasiones clandestinas. El único que entorpecía mi ansia de privacidad era mi hermano, que llevaba muchos años haciendo deporte en el club y no dejó de hacerlo cuando cogí el timón de la empresa. Sin embargo, no tardé en descubrir que, más que un inconveniente, mi hermano representaba una maravillosa fuente donde saciar mis placeres más íntimos.

Pero vayamos poco a poco. Me despedí de mis tíos un viernes por la tarde, el 24 de enero del año pasado, anocheciendo. El club llevaba cerrado todo el mes y permanecería así hasta el lunes siguiente. Lo primero que hice cuando mis tíos se fueron por la puerta fue doblar y dejar en el mostrador el papel que mi tía había sacado del bolso con un puñado de indicaciones escritas. No había información realmente imprescindible en ese papel. De repente, sentí el deseo de tirarlo a la basura. Y, al verme en la posibilidad de hacerlo, sentí un agradable estremecimiento. No lo dudé. Cogí el papel, lo arrugué y lo tiré a la papelera. El ruido que hizo el folio en mis manos se expandió por todo el centro en penumbra como el eco de un trueno. Verdaderamente, algo parecido a una tormenta acababa de estallar aquella noche de invierno.

Transcurrió media hora antes de decidirme a cerrar todas las puertas con cerrojos y candados, dando tiempo a mis tíos a volver por si, en un despiste, se les hubiera olvidado algo. Cerré concienzudamente las verjas del campo y todos los accesos al club. Mientras iba de una puerta a otra, trasladándome de un punto a otro del centro, dirigía mi mano a mi entrepierna, apretándome la polla o estirándome de los huevos a través de la tela del pantalón. Llevaba puestos unos vaqueros azules gastados, muy gastados en la zona del paquete. En la parte de los cojones había un agujeraco por el que me mola meter el dedo anular y rascarme la bolsa peluda, cosa que hice esa noche muchas veces. Me empalmé en seguida. Llevaba la tienda de campaña tensada al máximo mientras andaba de un lado para otro. Al pasar delante de algún espejo me veía reflejado sin prestarme mucha atención: lo que me gustaba era poder andar por los pasillos con el nabo tieso, como si no pasara nada. Gozaba de una incomparable sensación de libertad.

Estuve dando un paseo por las instalaciones, sin rumbo fijo, revisando las cosas que había, las dimensiones, los carteles, los azulejos. Mientras iba por el pasillo acristalado que corría paralelo al campo de fútbol me dio por sacarme la polla. Mi polla inmensa comenzó a ladearse a izquierda y derecha mientras caminaba por el pasillo. Llegando a los vestuarios, me saqué también un huevo en otro impulso y lancé un lapo al suelo. El otro cojón estaba aplastado dentro de los gayumbos y eso me agradaba. Abrí la puerta de los vestuarios y recorrí la sala cuadrada con nerviosismo. Mi polla cabeceó un poco hacia abajo y se mantuvo en el estado de gracia de los rabos morcillones. Me quité la camiseta y la tiré al suelo, daba igual dónde cayera. Me olí los sobacazos, pasé las dos manos por ellos y me las lamí. Luego dejé caer lentamente un lapo denso por la barbilla y por el pecho hasta que las babas se estancaron en mi ombligo. De repente, aún con la polla y un huevo fuera, se me ocurrió ponerme a mear. Ahí mismo, donde estaba. Hacia el suelo. Comencé a regar las baldosas de los vestuarios. Después de unos cuantos chorros, interrumpí la descarga y me puse a andar hacia el pasillo. Me bajé los vaqueros hasta los tobillos y, caminando a pasitos cortos, reanudé la meada. Me parecío algo ridículo, pero ahí descubrí el gusto que da mear mientras vas andando.

Lo de mear mientras vas andando lo había visto al menos en tres ocasiones en mi vida. Siempre en circunstancias parecidas: el más atrevido de un grupo de machitos festeros y borrachos va y se saca el rabo en medio de calle. Comienza a mear para provocar a la peña que viene en dirección contraria, y de ese modo recibe automáticamente la aprobación de sus amigos. Siempre es lo mismo. Uno de esos tíos casi me salpica, el muy cabrón. Quizá me viene de ahí el gusto por esas situaciones. Las tres veces casi me da un vuelco el corazón al ver la estampa. Supongo que la razón de esos escalofríos es muy simple: nunca me sentí cómodo y a mis anchas dentro de un grupo de tíos así, yo no fui nunca uno de ellos. Si me convencía de lo contrario, a lo máximo que llegaba era a una pésima imitación de su actitud... Pero ya he dicho que deseo huir por una vez de las explicaciones y de las justificaciones. Era, y sigue siendo hasta hoy, el tiempo del placer.

Esa noche acabé pajeándome sentado en una bicicleta estática en la sala de aparatos. Parece incómodo, pero como estaba imaginándome a mi alrededor a una multitud de tíos sudorosos y marcando paquete, me puse burrísimo y terminé soltando la lefa en el manillar. Antes de la corrida fijé la mirada en un asa del manillar y se me ocurrió lamerlo como si fuera un rabo duro y metérmelo por el agujero del culo. Me quité los pantalones y los gayumbos (me quedé con las zapas y los calcetos; salió de su prisión el otro huevo) y procedí a ello, aunque tuve que hacer difíciles equilibrios. Como me puse loco muy pronto, volví al sillín rápidamente y me corrí como nunca.

Apenas recuperado del orgasmo, busqué los gayumbos y limpié con ellos la leche del manillar y la meada del pasillo y de los vestuarios. Me parecía mentira estar en bolas en medio de un gimnasio, aunque fuera vacío, y eso impedía que mi excitación decayera. Mi polla no bajaba del nivel del estado de gracia, el morcillón. Mientras limpiaba el manillar, pensé que me quedaban muchos buenos ratos por vivir en aquel lugar. Esa noche no hice nada más. Di una vuelta por las dos oficinas y por la recepción y anoté un par de cosas que debía comprar.

El día siguiente, un caluroso sábado de finales de junio, lo pasé enteramente en el club, pero no hice gran cosa aparte de masturbarme tres o cuatro veces de forma tan bestia o incluso más que el día anterior. Organicé un poco todo, identifiqué las cosas que servían y las que no, me hice un poco al lugar. No tenía dinero para reformas, así que tenía que conformarme prácticamente con lo que había. Una de las cosas que decidí fue poner un cartel en el pequeño cuartucho femenino donde escribí: “Cerrado por reformas”. Sabía que las pocas chicas que venían al club acabarían pidiendo explicaciones tarde o temprano, pero era la única manera civilizada para mantenerlas lejos de allí. Para evitar posibles malentendidos, aclaro que el único tipo de misoginia que profeso es de corte sexual. Y el escenario principal del sexo para mí es, desde hace 11 meses, el centro deportivo que dirijo. Volviendo al tema, diré para resumir que el cartel “Cerrado por reformas” sigue hoy todavía colgado de la puerta del vestuario femenino. Ese día también tuve ocasión de comprobar la visibilidad estratégica de las cabinas de los servicios. Abrí un armario en el que encontré un montón de prendas masculinas que deduje que habrían olvidado en el club los deportistas a lo largo de los años (había toallas de todo tipo, muchos calcetines sueltos, muchos gayumbos, varios pantalones deportivos, incluso algún par de zapatillas). En otro pequeño armario había también objetos personales como muñequeras, relojes, mochilas, pulseras, libros.

El domingo por la mañana lo pasamos mi madre y yo limpiando y adecentando el club. Ante la cercanía del momento en que comenzarían a venir los tiarrones del barrio, no pude evitar meterme en una cabina y pajearme fuertemente. Por la tarde, me dediqué a revisar todos los papeles, incluyendo las fotos de carné de los socios del club, que se contaban por varios cientos, aunque según los cálculos de mi tía sólo unos 50 vecinos eran socios más o menos regulares. Ella estimaba que, haciendo la media, cada día pasaban por allí unas 30 personas. Entre las fichas de los socios encontré bastantes que correspondían a niños, lo cual me gustaba aún menos que lo de las mujeres. Si en cierto modo se puede decir que soy misógino, en ningún caso se puede decir que sea pederasta. Los niños son niños, no los concibo de otra forma. Por el contrario, mi preferencia (mi única preferencia) son los tipos duros, bien armados y, por supuesto, plenamente desarrollados. Por tanto, tenía que pensar algo para deshacerme de los infantes. No los quería en mi club. El centro deportivo se destinaría exclusivamente a partir de ahora a futbolistas fornidos proveedores de buenas herramientas. No sabía cómo lo conseguiría, pero sabía que lograría hacerlo.