Mi chica maravillosa
Nunca me imagina trabajando en un taxi conoci a una chica de 17 años que fuera tan fogosa.
Hola a todos, me llamo Luisa, soy profesora y actualmente tengo 34 años. Mi pelo es negro, largo y liso; mis ojos son verdes y mis medidas son 170 de altura y 94-62-95. No os voy a contar que soy una mujer espectacular tipo Pamela Anderson o Shalma hayek, pero tengo un buen cuerpo y mis grandes ojos verdes me hacen atractiva.
Mi vida sexual entra dentro de los cauces normales, tanto ahora como en el pasado con los novios ocasionales que tuve. Pero "normalidad" no creo que se deba considerar suficiente en algo como el sexo, que debe ser extraordinario. La falta de lo "extraordinario", de lo que te puede hacer vibrar, sentir emociones especiales, convierte la normalidad en algo monótono y aburrido, y lo peor de todo es que, como no tengo pareja estable, no llego a alcanzar el nivel de confianza suficiente con mis ocasionales parejas como para intentar algo diferente. Esto hace que tenga que suplir mis carencias en este campo con la fantasía y también en internet. Tal vez por este mismo motivo a veces siento ese tipo de excitación que hace que deje la cortina un poco descorrida en unos probadores cuando sé que me pueden ver; o al regresar después de una noche de juerga me separo las piernas en el taxi, haciéndome la borracha para que el taxista me vea las bragas. Pero no creo que sea sólo exhibicionismo, creo que es más como dejar salir al animal que llevamos dentro, que por breves momentos actuamos de una forma completamente irracional y puramente instintiva. Son breves momentos en que dejamos a un lado nuestra forma de ser habitual y dejamos aflorar nuestros instintos primarios como hembras (o machos), buscando, en definitiva, lo que nos falta: morbo .
La experiencia más fuerte que viví en ese sentido me sucedió hace tres veranos, cuando me fui de vacaciones dos semanas a Casablanca, con unos tíos míos. Ella tiene 54 años y es la típica señora entrada en kilos, muy habladora y mi tío tiene 57 años, es calvo y con una buena barriga. Son la típica pareja que había dedicado toda su vida a la educación de sus hijos y ahora que éstos ya eran mayores comenzaban a hacer turismo. Yo en ese verano acababa de romper con un novio que tenía y mi madre, como me veía sola y desanimada, y lo que es peor, sin ningún plan en perspectiva me sugirió hacer ese viaje a Marruecos con mis tíos, ya que sabía que sola no iba a ir a ningún lado. Yo, como tampoco tenía nada mejor que hacer, acepté.
Ya no iba con muy buen ánimo y las primeras impresiones tampoco contribuyeron a mejorarlo. No es que sea racista, pero la gente de allí me resultaba desagradable, más que nada supongo que por la falta de higiene y el excesivo calor, que hacía que me resultara incómodo que estuvieran cerca, por el olor que desprendían. Esta es una de las manías que tengo: estoy incómoda con la proximidad de gente que no huele bien. Así, cuando dábamos un paseo por el zoco o por cualquier otra calle concurrida, al poco tiempo ya deseaba volver al hotel. Más o menos así fueron transcurriendo todos los días hasta que surgió uno de esos momentos irracionales de los que os hablaba: un día hicimos una excursión a un pueblo cercano a Casablanca, ya que nos habían dicho en el hotel que era un pueblo muy típico marroquí (resultó ser una completa decepción). Mientras mi tío se acercaba a un bar a buscar agua fresca, mi tía y yo curioseamos en un pequeño mercadillo que había en el pueblo (no era ni mucho menos un zoco, estaban los que atendían en los puestos y cuatro o cinco personas más, dos de nuestro mismo hotel y los puestos eran sólo cinco). En el único que vendían telas y prendas de vestir había una prenda que me llamó la atención ya que era muy bonita pero no le vi ninguna forma conocida. Se lo comenté a mi tía y esta se acercó al vendedor para preguntarle que clase de prenda era y como se utilizaba. Estuvieron discutiendo un rato, básicamente por señas y sin entenderse mucho por lo que podía ver.
El vendedor, que era un señor que tendría entre 55 o 65 años, sucio y con mal olor, delgado, de mi estatura y con una barba pequeña y mal cuidada, después de discutir un rato con mi tía y cuando ella me señaló un par de veces indicando que era para mi, se acercó y trató de indicarme cómo se ponía, con gestos y señas, pero yo no acababa de entenderlo y además me estaba empezando resultar repulsivo tenerlo tan cerca. Como no me veía precisamente decidida a comprarle la prenda, me indicó que lo siguiera a lo que debía de ser su casa y que estaba situada justo detrás del puesto, haciéndome señas de que lo podría probar. Yo me mostraba indecisa, pero mi tía lo solucionó con un ¡anda vete, no seas tonta!
Descorrió la cortina que hacía de puerta, me puso la prenda en las manos, me invitó a pasar y cerró mientras mi tía y él esperaban fuera, hablando de nuevo sin entenderse. La prenda por lo poco que pude entender de sus explicaciones, se enrollaba en el cuerpo, y los dos extremos se sacaban hacia delante por encima de los hombros, así que me saqué la blusa y lo enrollé como pude. Era bastante largo y, como tenía una blusa sin mangas, estaba más tapada que con la blusa, así que descorrí la cortina para mostrar el resultado. El resultado no debió ser muy bueno porque el vendedor puso un gesto de desaprobación y decía que no con la cabeza. Mi tía lo volvió a solucionar: ¡deja que te lo ponga él! Dijo mientras le hacía gestos al vendedor para que pasara. Ella debía pensar que se ponía como un chal, por los hombros y que yo tenía la blusa puesta, además en ese momento apareció mi tío y empezó a discutir con él, como solían hacer muy a menudo por cualquier tontería, dejándonos al vendedor y a mi un poco de lado.
El vendedor pasó y, rápidamente, comenzó a retirarme la prenda, diciendo que no con la cabeza y sin mudar su gesto de desaprobación. Sucedió tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar. Su gesto y su actitud cambió completamente cuando descubrió que estaba en sujetador: se calló automáticamente, se quedó quieto y su rostro pasó de la sorpresa inicial (si hubiera sabido que no tenía la blusa puesta creo que no se hubiera atrevido a quitarme la prenda) al deseo, mientras clavaba su mirada en mis pechos. Yo, por mi educación y mi timidez, suelo ser bastante recatada, hasta tal punto que me puede resultar incómodo estar en sujetador, incluso delante de mi madre. Así que en aquellos momentos sentí una enorme vergüenza, y cuando ya iba a echar la mano a mi blusa para ponérmela y salir de allí, algo me detuvo, sucedió uno de esos momentos irracionales de los que os hablaba al principio. No sé, no puedo explicarlo, supongo que estar semidesnuda delante de aquel marroquí, activó la parte instintiva de hembra que hay en mi, como si lo morboso de la situación me hiciera aflorar ciertos sentimientos, por lo general ocultos. Lo único que sé a ciencia cierta es que alcé los brazos en cruz, y me quedé quieta.
Se acercó por detrás de mí y sin decir nada me desabrochó el sujetador (era de estos sin tirantes, muy fino, para que no me diera calor, pero que sujetan poco: yo de hecho me lo ponía para que no se me transparentaran mucho los pezones en la blusa, ya que los tengo bastante grandes) y lo colgó junto a la blusa, cogió la prenda y vino por delante, se paró unos instantes, como pensando cómo colocármela, pero mirándome descaradamente los pechos. Yo en esos momentos me empecé a sentir muy excitada, hasta tal punto que me pareció que todo daba vueltas y la discusión de mis tíos fuera me sonaba como muy lejana. Lo cruzó y lo colocó sobre mis pechos, rozándomelos lateralmente, después le dio un par de vueltas sobre mi barriga, de forma bastante ajustada, se situó detrás de mí y pasó cada punta por debajo de la tela en la espalda, de abajo hacia arriba, de tal forma que al hacerlo apoyó las manos en la parte alta de las nalgas, después lo sacó por encima de los hombros (algo de su explicación había entendido), volvió a colocarse delante, cogió una de las puntas y empezó a introducirla sobre la tela que estaba sobre los pechos. Al meterla por arriba rozó mi pezón con la punta de sus dedos y debió de notar su dureza.
En vista de mi pasividad, volvió a meter la mano por debajo de la tela, pero en vez de agarrar el extremo, agarró el pezón y le dio un pequeño pellizco con dos dedos, mientras me soltaba una sonrisa lasciva. Cuando le tocaba al otro pecho, ya al introducir la tela por arriba me agarró el pezón entre los dedos y empezó a pellizcarlo con suavidad. La humedad que ya había empezado a aflorar en mi braguita cuando empezé a sentir vergüenza, desembocó en esos momentos en un orgasmo.
Tras este primer orgasmo, y aunque todavía me sentía muy excitada, reaccioné por unos instantes, empecé a decir que no y a intentar retirar su mano, empujándolo. A pesar de lo excitado que estaba la retiró y se alejó un metro de mí, supongo que por miedo a que pudiera gritar. Acabé de pasar yo el extremo de la tela por el pecho y él acabó de colocármelo introduciendo los extremos por debajo de la parte que tenía enroscada en el estómago. Mientras me miraba al espejo lo vi detrás de mí, con cara suplicante. No sé si suplicaba que no dijera nada o que le dejara seguir, lo cierto es que, en parte me dio pena y en parte todavía me sentía excitada, por lo que cogí sus manos y volví a colocarlas en mis pechos, dándole a entender claramente que no iba a dejar pasarle de ahí, estuvo amasándolos y pellizcándome los pezones un buen rato sobre la prenda que me había colocado, hasta que me pareció que la discusión de mis tíos amainaba. En esos momentos le dije que basta y comenzó a retirarme la tela.
Cuando ya me iba a poner el sujetador se acercó de nuevo suplicante, acercándome la boca a los pechos. Asentí con la cabeza y le dio un suave beso con los labios a cada pezón, succionando levemente (me pareció hasta tierno y sensual). Ya había terminado de vestirme y caminaba hacia la puerta cuando sentí sus manos masajeando mis nalgas hasta introducirlas en mi entre pierna, por encima de la falda, dejé incluso que apretara brevemente mi coño antes de terminar de salir por la puerta. Esa fue su última caricia.
Ya fuera le pagué la prenda y mi tía pareció sorprenderse incluso de que hubiera acabado tan pronto de probármela. Esa noche, en cama, no podía quitarme de la cabeza la cara de excitación del marroquí mientras me miraba fijamente los pechos y, a pesar de que ya me había masturbado al ducharme, volvía a sentirme tremendamente excitada. No tuve que estimular mucho mi sensible clítoris: me bastó con recordar el escalofrío que sentí cuando me agarró el pezón con sus dedos para volver a tener un tremendo orgasmo.
Mis tíos al día siguiente se sorprendieron mucho cuando les dije que después de desayunar me iba a dar un baño con ellos en la piscina del hotel, ya que los días anteriores siempre las había puesto excusas (la verdad es que me daba reparo ponerme en bañador en la piscina delante de los empleados marroquíes del hotel que atendían las mesas de la terraza). Les dije que ese día sentía mucho calor.
En la piscina eche de menos no haber traído alguno de mis bikinis y sí un bañador que utilizaba para hacer natación los inviernos (es el ejercicio que hago para mantener el tipo, lo recomiendo, es muy bueno), y que había metido en la maleta sin mucho convencimiento de utilizarlo. Le pedí a mi tía que me pusiera protector solar en la espalda y, mientras lo hacía, me sorprendí a mi misma mirando de forma insinuante al camarero de la barra y comencé a imaginarme que no era mi tía sino él quien me estaba masajeando la espalda, y además, estaba desnuda. ¡Dios! ¡No podía ser! ¡Lo que eran instantes instintivos se habían convertido en algo recurrente que no me podía quitar de la cabeza! ¡yo, la reflexiva y conservadora, me sentía como una perra en celo! Tuve que levantarme precipitadamente y darme un baño para que mi tía no notara que iba a tener un nuevo orgasmo.
Si mi comportamiento por la mañana les había parecido sorprendente, después de comer debieron pensar que me habían abducido, ya que fui yo misma la que les propuse ir al zoco, algo a lo que me había negado desde que el segundo día, cuando nos acercamos, ví la gente que había y el mal olor que se notaba. Menos mal que la buena de mi tía exclamó:
¡Hay hija, por fin te empiezas a animar un poco! justo cuando mi tío parecía que iba a pedir alguna explicación.
El zoco estaba lleno de gente, pero mis sensaciones habían cambiado completamente: ya no me molestaba el fuerte olor a humanidad que se respiraba y tampoco rehuía el contacto con la gente. Caminaba detrás de mis tíos sintiéndome cada vez más excitada con los roces inocentes y no tan inocentes que empezaba a sentir por todo mi cuerpo.
En un momento que me paré en un puesto de recuerdos para turistas, pude notar claramente, a través de la tela de mi fino vestido de verano, una mano posada sobre una de mis nalgas. En vista de que ni siquiera me giraba y permanecía estática, comenzó a juguetear con el elástico de mi braguita. Introdujo dos dedos entre la nalga y el elástico, sobre el vestido y comenzó a descender lentamente. Cuando estaba muy cerca de su objetivo, que no era otro que mi ya empapada almejita, mi tía me llamó, así que reaccioné y la mano se retiró.
Volvía a sentirme muy excitada y volvieron a mi mente todas las sensaciones del día anterior, cuando aquel maloliente marroquí jugueteaba con mis sensibles pezones.
Así, cuando mis tíos dijeron que iban a entrar en una cafetería para refrescarse, les dije que había visto algo en un escaparate que me gustaba, que se fueran entrando. No se si se creyeron o no mi excusa, ya que no les di opción a réplica y volví a sumergirme en el zoco, que para mi era en esos momentos como un lugar mágico en el que podía disfrutar de miles de sensaciones diferentes, todas ellas muy placenteras.
Empezaba a sentirme flotando, como mareada (supongo que, en parte, también sería por el calor y el fuerte olor existente), me daba la impresión de que era yo misma la que buscaba ahora los roces, para producirme placer. Vagué un rato sin rumbo hasta que acabé en una callejuela estrecha, sin salida, que estaba desierta. No sé como había ido a parar a aquel callejón, pero era evidente que estaba ya fuera del zoco y perdida.
Cuando iba a dar la vuelta para intentar regresar al zoco y localizar a mis tíos, me di cuenta de que al fondo del callejón había un marroquí sentado en los peldaños de entrada de una casa. Vestía una túnica que le llegaba hasta los tobillos y era casi un anciano. Pero lo que me llamó la atención de él fue su cara:
se parecía mucho al vendedor del día anterior: tenía la misma barba descuidada y sobre todo los mismos ojos oscuros, mirándome de forma lujuriosa. Lo que estaba provocando su mirada era que, en mi "paseo" por el zoco, uno de los tirantes de mi vestido estaba descolgado hasta el codo y se me notaba claramente el pezón hinchado por la excitación a través de la fina tela del sujetador de verano que llevaba puesto, pero yo estaba tan absorta que, en esos momentos, no me dí cuenta, simplemente me aproximé a él sin decir nada, sólo pensando en algo que preguntarle y que no pareciera demasiado estúpido.
El, naturalmente, notó mi grado de excitación y, sin decir nada, se levantó y comenzó a acariciarme con una mano la teta descubierta, mientras que con la otra bajaba el otro tirante. Sus caricias y los pellizcos que me daba en mis sensibles pezones provocaron mi primer orgasmo. Ya se había deshecho del sujetador y ahora se dedicaba a chuparme los pechos con glotonería, pasando rápidamente de uno a otro y regalándome de vez en cuando suaves mordisquitos en los pezones, para, seguidamente, lamer con avidez la aureola. Sus manos mientras tanto, habían levantado el vestido y estrujaban con rudeza mis nalgas por dentro de mis braguitas, mientras un dedo pugnaba por entrar en mi estrecha cavidad posterior.
En esos momentos abandoné mi pasividad y mis manos se dirigieron como autómatas a su abultada entrepierna para, seguidamente, comenzar a levantar su túnica. El se percató de mis intenciones: se la acabó de remangar y volvió a sentarse en los peldaños, separando las piernas. Yo me agaché y empecé a pasar mi lengua por aquél mástil, que se erguía insolente delante mi, dentro de un sucio taparrabos y cuya punta comenzaba a asomar, por arriba, de su prisión. El olor que desprendía era insoportable y, en cualquier otra circunstancia, me hubiera provocado arcadas, pero yo me encontraba demasiado excitada como para no encontrarlo apetitoso. Liberé tan preciado tesoro de las ataduras que lo aprisionaban y comencé a saborearlo con deleite: mi lengua parecía haber cobrado vida propia y comenzó a recorrerlo lentamente desde la base hasta el glande, como deleitándose en el sabor del más exquisito helado que había probado.
En esos momentos noté como otras manos comenzaban a bajar mis braguitas para, seguidamente, comenzar a introducir los dedos en mis dos agujeritos, centrándose especialmente en pellizcar mi sensible clítoris. Se cansó muy pronto de jugar con los dedos porque de pronto noté que otro pene comenzaba a penetrarme lentamente por mi almejita, como recreándose en el proceso de entrada. Pero a mi no me importaba, en esos momentos mi mundo era aquél duro y caliente helado que estaba saboreando con deleite y que vibraba ante las caricias de mi lengua. Cuando me cansé de recorrerlo todo entero de arriba abajo con mi lengua, introduje el glande en mi boca y le pegué un pequeño mordisco. El pobre marroquí ya no pudo aguantar más y comenzó a descargar semen en mi boca, que yo tragaba con avidez, como hace un sediento en el desierto cuando encuentra una cantimplora llena de agua fresca. Solo fue un momento más tarde cuando aquel otro pene que había comenzado a penetrarme empezó a eyacular dentro de mí, coincidiendo con el orgasmo más brutal que he tenido en mi vida, que era como la culminación de los que tuve desde las caricias iniciales en mis pezones de este anciano marroquí, que me recordaba al vendedor del día anterior.
Solo al pasar un rato tumbada en el suelo, recobrándome, empecé a tomar conciencia de la realidad y me fijé por primera vez en el individúo que, aprovechando mi calentura, me había penetrado:
¡Era mi tío!
Cuando le pareció que tardaba, salió a buscarme, pensando que me había perdido y, cuando me encontró, decidió aprovechar la situación. Ni él ni yo dijimos nada, yo recompuse como pude mis vestimentas y regresamos los dos a buscar a mi tía, en silencio y sin mirarnos.
Después de esto, yo recuperé mi normalidad, regresamos y ni él ni yo comentamos nunca nada de lo que había sucedido en aquella callejuela de Casablanca, ni tampoco volvimos a tener contacto sexual de ningún tipo.
Esta es la experiencia más fuerte de este tipo que he tenido. Supongo que verme en sujetador delante del vendedor hizo que me sintiera tan caliente que provocó todo lo demás.
FIN