Mi chica favorita está gorda
Un comentario casual le lleva a probar una gordita caliente e incansable
Es mi primer año en la universidad. No soy atractivo. Metro setenta, velludo como un oso, miope… como mi padre es agricultor, al trabajar habitualmente en el campo, mi físico es de cuello corto y espaldas anchas, brazos y piernas fuertes, la piel oscura quemada por el aire y el sol. Reconozco que soy poco hablador, pero se me dan bien los idiomas y todos están de acuerdo que soy un buen aprendiz de cocinero. Hasta hace unos meses yo era un virginal y vigoroso chico de campo recién llegado a una gran ciudad.
Ella estudia filología hispánica, mide dos dedos más que yo, tiene el cabello castaño cortado por encima de los hombros, ojos grandes, sonrisa inmensa entre unos labios esbeltos, piel rosada, carnosos pechos inmensos caídos por el peso y coronados por unos pezones gruesos que apenas sobresalen de unas grandes aureolas, barriguita desbordante acabada en un culo grande que se mueve de un lado a otro al caminar. En resumen, preciosa de cara y con quince kilos de más (opinión de mi compañero de piso).
Era en un café, donde yo intentaba con la ayuda de un té cargado repasar los apuntes de una clase de esa mañana. A mis espaldas ella conversaba con algunas amigas y el tema era “los hombres y el sexo”; todas hablaban con absoluta familiaridad de los dos temas e incluso se pavoneaban de algunas hazañas, ella compartía las risas pero apenas aportaba algo. En un momento dado empezaron a interrogarla poco sutilmente sobre su “experiencia” sobre esos temas a lo que ella respondió con un lacónico:
- ¿A que hombre le puede gustar una gorda como yo?
No sé porqué dije lo que dije, pero en ese momento sólo sé que me salió del alma. Sin pensarlo. Inconscientemente.
- A mí. Por ejemplo.
Todas estallaron en risas menos ella que se quedó petrificada. Me giré intentando no parecer aburrido pero tampoco excesivamente interesado en su conversación.
- Tiene una cara preciosa, unas tetas y un culo interesantes, eres divertida, no estás obsesionada por las tallas o el maquillaje… Eres diferente.
Volvieron a reírse. Ella estaba desconcertada.
- No es como esas tablas muertas de hambre con pechos, pendientes hasta el aburrimiento de todo y en todo momento… Mi maquillaje, mi figura, mi comida, mi ropa…
Ahí ellas continuaron el debate y me añadieron al círculo. Les caí bien y aunque ella en un principio me veía con cierta suspicacia al final logré que confiara en mí. Desde ese día ella y su grupo de amigas comenzamos a quedar varios días a la semana por la tarde para tomar un café y hablar.
El último viernes de noviembre ella me llamó porque estaba resfriada y no se iba a casa como sus amigas. Se sentía aburrida, sola en el piso y me pidió que la trajera algunos medicamentos, además también sugirió que le gustaría que la hiciera compañía.
Me recibió vestida con un pijama rosado y sobre él un albornoz. Estaba sudando, tenía el rostro congestionado, los ojos casi cerrados y la voz gangosa. La dejé tumbada en la cama medio dormida después de tomarse vaso caliente de leche con miel.
La dejé dormir toda la tarde y aproveché para limpiar el fregadero (es increíble lo que se pueden acumular para limpiar en los pisos de los estudiantes) y cocinar algo ligero para que cenara. Cuando la desperté se encontraba bastante recuperada. Respiraba bien por la nariz, la congestión parecía haber desaparecido y aunque la fiebre apenas había bajado se encontraba más despejada. Comió la sopa y la tortilla que la había hecho y se levantó para arreglar un poco la cama. Aun se sentía cansada, le dolía los hombros y la espalda. Me pidió que la diera un “masaje” por encima del pijama antes de que se acostara.
No sabía nada de masajes pero improvisé y resultó pues la ayudó a relajarse. La conversación se hizo más ligera y desinhibida. Me contó su eterna envidia hacia sus amigas por su facilidad para ligar, de la poca autoestima que sentía por su cuerpo, de su afición a las novelas rosa…Y en un momento dado me preguntó que si era verdad lo que había dicho el primer día que nos conocimos.
Asentí. Me empezaba a darme cuenta como su cuerpo seguía a mis manos. Se combaba como una gata mimosa al paso de los dedos. Acerqué mi boca a su oreja y le susurré de nuevo porqué me gustaba mientras las manos se deslizaban peligrosamente rozando a sus pechos. Aparté con cuidado el pelo besándola detrás de la oreja mientras la preguntaba por sus temores respecto a los hombres y al sexo.
Sus manos, que al principio parecían evitar moverse por miedo a su torpeza acabaron por coger a las mías y llevarlas hasta sus senos. Se dejó caer en la cama y cogiéndome del cuello me atrajo en un improvisado beso lleno de fogosidad. Ansiosa de caricias y sexo después de tanto tiempo esperando un imposible, se mostró como una fiera hambrienta que no quiere perder la oportunidad. Cuando quise darme cuenta me había despojado de la camisa y había abierto los pantalones y liberado mi polla que recibió con saltos de alegría las manos de ella.
No fue una mamada espectacular digna de una película porno. Ella ponía toda su buena voluntad e interés pero carecía de experiencia y técnica. Cuando se levantó de golpe para tomar aire por un momento se mareó y casi se cae. Creyendo que aquello rompería toda la magia quiso continuar pero yo lo impedí. La llevé al baño, desnudé a ella primero y luego yo. Bajo un chorro de agua templada un poco fría para ayudarla a bajar la fiebre compartimos besos y caricias. Me encantó acariciar aquellos pechos infinitos, frotar mi polla erecta contra su peluda rajita, clavar los dedos en ese rollizo culo…
Acabamos tumbados en la bañera medio cubiertos por el agua. Ella sobre mí jugaba con la polla que tenía entre sus piernas justo frente a su coño. Yo jugaba con sus tetas… Ninguno de los dos nos atrevíamos a continuar pues ninguno tenía condones allí y tampoco estábamos dispuestos a apartarnos.
Comencé a mimar su coñito con mis dedos. Deslizaba sin prisa alguna las yemas por el borde de sus labios y descubrí ciertos recorridos que la encelaban. Sus pezones se llenaban aun más, parecía que le faltaba el aire y sus fuerzas flaqueaban. Cuando quise darme cuenta estaba masturbándola con una mano, con la otra utilizaba los dedos para penetrarla mientras ella se acariciaba los pechos o guiaba a la mano mía.
No sé si fueron dos o tres. Pero logré que se estremeciera y suplicara más caricias varias veces antes de que cayera rendida y sin fuerzas. Acabó gimiendo incoherencias sobre lo que iba a hacer con mi polla. Yo la susurré algunas ideas que ella añadía a sus delirios… Pero fue cuando le propuse que me pajeara con sus pechos cuando por fin volvió a la realidad. Se lo tomó en serio. Me besó antes de ponerme en pie como si fuera la última vez que nos fuéramos a ver. Luego arropó con sus dos enormes tetas a mi rabo y las movió arriba y abajo… Apenas necesitó una docena de movimientos para que me corriera. La avisé y ella colocó su cara frente a la punta para recibir el chorro en primer plano.
Extendió toda la corrida por su cara y pechos como si se tratase de una crema. Nos duchamos y ella improvisó una mamada después de que yo descubriera como es el sabor de su coño cuando se corre. Estaba tan caliente que no me importó su habilidad; apenas necesitó tenerla dentro de la boca más de un minuto para que yo la inundara con una nueva carga de leche.
Acabado el deporte acuático nos secamos entre comentarios y caricias picaras… Y acabamos en la cama los dos desnudos y abrazados. Ahí el sueño nos pudo. Cuando me desperté por la mañana todavía no había amanecido. Una de sus manos estaba posada en mi polla que se mostraba en toda su grandeza ante aquellas inconscientes caricias. Su respiración era regular. El calor de su cuerpo contra el mío me devolvió la excitación al resto del cuerpo… Tenía que follarla como fuera. Con cuidado la dejé en la cama arropada y dormida. Me vestí dejando la puerta cerrada en apariencia pero con un papel impidiendo que el cerrojo se bloqueara. Compré condones, unas pastillas para el resfriado (por si me lo contagiaba) y una docena de churros. Cuando se despertó fue por un beso mío y bajo el olor de un chocolate caliente.
Desayunamos los dos en la cama y cuando acabamos le enseñé la caja de condones. Se mostró excitadísima ante la idea de practicar “de verdad el sexo”. Apenas me lo puse exigió que la follara con todas mis fuerzas, casi con violencia. Yo entraba y salía a mi ritmo, disfrutando del bamboleo de sus tetas, de sus gemidos, de sus manos empujando hacia dentro de mí. “Más fuerte, más rápido, más…más…” reclamaba procurando no hablar a gritos.
Tanta exigencia me estaba poniendo nervioso y en un arrebato de agresividad me levanté, la cogí de las piernas y colocándola de rodillas en el suelo con el cuerpo apoyado en la cama comencé a follarla como ella pedía. Cuando hablaba para pedir algo la azotaba las bamboleantes nalgas con las manos… Tanto la gustó que acabó corriéndose antes de que yo pudiera alcanzarla en medio de una azotaína. Enfadado la volví a tumbar sobre la cama y dejándome caer sobre su coño con todo mi peso la penetré con toda mi fuerza y furia. La follé saltando sobre ella que me recibía abriendo sus piernas para ofrecerme todas las facilidades para entrar en su chapoteante coño. Tan caliente estaba que llegó orgasmo justo antes que yo.
Empapados los dos de sudor nos encontrábamos en el cielo. Ella suplicaba que continuara, que su coño le ardía y quería que mi polla apagase el fuego. Mientras declamaba esa petición con metáforas de todos los colores y estilos, yo la acariciaba aquella encharcada raja que se mostraba abierta dejando manar como con desgana un viscoso líquido blancuzco. Cuando mis caricias la llevaron a un nuevo orgasmo su coño pareció casi escupir con furia más y más de aquel líquido.
Aquella mañana la penetré dos veces más, la masturbé otras dos y agotado ante su insaciabilidad me fui a la cocina traje una botella de vino y sin elegancia ni delicadeza se lo introduje bruscamente en el coño que casi lo absorbió hasta más allá de la mitad. Sólo en ese momento la fallaron las fuerzas, sus ojos se quedaron en blanco y por un momento pareció a punto de perecer. De aquel agujero que debía estar lleno se escapaban hilos de más y más líquido mientras ella comenzaba a relajarse.
No creo que fuera la fiebre, pero las obscenidades que brotaron de su boca mientras movía la botella dentro de su incansable coño hubieran asustado a cualquier mujer que la hubiera escuchado.
Tanto follar la dejó agotada y durmió durante todo un día. Cuando se despertó yo ya no estaba y lo primero que hizo fue llamarme y pedirme que volviera. Que necesitaba mi polla. Que quería que la volviera a follar… Me hice de rogar pero acabé volviendo y de nuevo agotó mi reserva de esperma, de fuerzas y casi de vida.
Para saciar su ansia he probado de todo. Torturarla como esclava, sodomizarla, penetrarla con los más variados objetos e incluso conseguí convencerla para compartirla con unos amigos un día que estaban un tanto bebidos. Pero eso tal vez os lo cuente otro día.
Autor: Jorge R. Quinto