Mi camino hasta la tienda

Como me convirtieron en una gatita en celo y me llevaron a la tienda de mascotas...

Era una cálida noche de verano. Yo estaba encerrada en mi celda con mis cuatro compañeras cuando vimos luz en el despacho del fondo. Cada vez que esa luz se encendía una de nosotras desaparecía.

Cuando llegué aquí era una chica normal, pero ahora ya ni siquiera recuerdo que era aquello

Recuerdo que me iba andado por la calle cuando un par de hombres me ataron y me metieron en el maletero de un coche. Tras eso me sacaron en un garaje y me pusieron una venda en los ojos. Estaba muerta de miedo y me arrojaron sobre un sucio colchón en mitad de una habitación.

Al día siguiente un hombre vino y me quitó la venda de los ojos y desató mis manos y mis piernas. Me puse en pie y el me golpeó.

¡De rodillas!

No me atreví a decir nada. Me quedé en el suelo acurrucada en el colchón y ví como se acercaba a una rejilla abría un enorme candado y rellenaba un cuenco de leche cerrando de nuevo.

Te diré algo – Dijo en tono amenazador aquel hombre – Esa va a ser toda tu comida. Como ves no puedes cogerla con las manos. El agujero es mucho más pequeño que el bol, así que no podrás sacarlo de ahí. Si lo derramas no comerás ni beberás nada hasta el día siguiente. La única manera de beber es metiendo la cabeza por este agujero.

Sin decir una palabra más el hombre salió de la habitación. Yo estaba muerta de sed y seguí sus instrucciones… La única opción posible de beber era permanecer a cuatro patas y lamer del cuenco como los animales. Así lo hice.

Durante unos días mi único contacto humano fue aquél hombre que rellenaba el cuenco con leche. Mientras lo estaba rellenando vio mis manos sucias y mi cara llena de rastros secos de leche.

Eso no esta nada bien. Mañana quiero verte limpia y aseada o te golpearé hasta dejarte inconsciente. Y por supuesto, no esperes que vaya a darte agua o cualquier otra cosa para lavarte.

No me quedaba más opción que lavarme con mi propia saliva, asi que escupí en mis manos y comencé a frotarlas y luego limpie mi cara de la misma manera.

Mucho mejor – Dijo aquél hombre al día siguiente mientras me propinaba un bofetón - Pero no suficiente. Ayer estuve viendo como te aseabas. – Quiero que te lamas las manos. ¡Como los gatos! Y no olvides que si no te golpearé o te quedarás sin comer.

Durante unas semanas continué así, no me dejaban erguirme sobre mis dos piernas más que cuando me lo ordenaban, lamía la leche de un plato y tenía que asearme como los gatos.

Un día aquél hombre trajo la leche en un biberón. Me abrió la boca y me hizo tragar una pastilla y me dio la leche del biberón para que no me ahogase, como siempre a cuatro patas. Y se fue.

Una media hora más tarde empecé a notar como mis pechos estaban más sensibles y un hormigueo fuerte en mi sexo. Al intentar tumbarme sobre mi colchón rocé mis grandes senos contra su superficie y me hizo gemir. Mis pezones estaban erectos y duros. Comencé a notar una humedad creciente en mi sexo, lo rocé con la mano y noté un escalofrío que recorría mi espalda.

Mis manos se deslizaron en direcciones opuestas, una buscando mi sexo y la otra buscando mis pechos. Comencé a acariciarme lentamente, a pellizcarme los pezones y a restregarme contra aquel maloliente colchón. Me corrí con un gemido largo y profundo, pero mi excitación no cesaba. No dejaba de sentir como la excitación aumentaba y me corría una y otra vez. Introduciendo mis dedos en mi, lamiendo mis pechos, acariciándome los labios, introduciéndome un dedo en mi ano a la vez que otros dos se introducían en mi vagina. Nada parecía calmarme y si no hubiese caído inconsciente por el cansancio creo que seguiría tocándome.

A la mañana siguiente el hombre vino y me trajo un bañador negro con un gran escote que casi dejaba ver mis pezones y que levantaba más mis grandes senos.

  • Vamos a aprender una cosa nueva. Cogió una manguera a presión y comenzó a golpearme con el agua. Casi no podía respirar. Me dolía la piel al contacto con aquella agua. Tras dos horas de golpearme con el agua a presión apagó la manguera. Me dio una pastilla y el biberón. Cerró la puerta y se fue llevándose mi anterior ropa y dejándome con el bañador húmedo.

Poco después comenzó el hormigueo en mi sexo. Comencé de nuevo a retozar hasta que me quedé inconsciente tras decenas de orgasmos.

Durante semanas se repitió la operación con el agua y con la pastilla. Odiaba el agua. Lo odiaba con todas mis fuerzas. Un día volvió sin la manguera. Traía un enorme consolador en la mano.

¡Ven aquí, gatita! – Dijo en un tono que no admitía discusión.

Me dirigí hacia él a cuatro patas, temblorosa por el golpe que esperaba recibir, pero en vez de eso me acarició la cabeza, colocó la silla que traía y se sentó en ella. Untó chocolate en el consolador y lo acercó a mi boca.

¿Te gusta el chocolate verdad, gatita? Puedes lamerlo si quieres. Así, así, muy bien. – Dijo mientras yo comenzaba a lamerlo y él me acariciaba la cabeza.

Comenzó a introducirlo y a sacarlo de mi boca y a enseñarme a lamerlo y a acariciarlo con las manos dándome un golpe en el hocico si lo hacía mal y una caricia y chocolate si lo hacía bien. A mitad de sesión me dio la pastilla acostumbrada y siguió haciendo que lamiera el consolador. Comencé a excitarme y me hizo seguir lamiéndolo. Mientras me corría simplemente por el roce de mis pechos con el suelo.

Seguí así otro tiempo hasta que un día me dieron un body nuevo. Que terminaba en una espectacular cola de gato y me pusieron unas orejas, guantes y medias de nylon. Aquella noche no me dieron la pastilla, pero comencé a notar en mi la necesidad de acariciarme como cada anochecer. Entonces mi cuidador entró en la habitación me puso un antifaz y me trajo aquí, a mi celda.

Continuara