Mi cambio de vida 3

Soy Alicia, tengo 42 años, marido, trabajo estable, casa y algún que otro vicio. Esta es la historia de cómo me convertí en una esclava, y de lo mucho que lo disfruté. Capítulo III: La tortilla

Mi marido Diego y yo vivimos en un piso bastante pequeño, pero del que llevo muchos años enamorada y que no puedo sentir más como mi casa. Tiene los techos altos y puertas de madera que no cierran del todo bien, que hace unos años pinté de color azul verdoso. Lo que más le gusta a Diego es la cocina, que es prácticamente más grande que el comedor. Yo debo decir que no me gusta nada cocinar, y por lo tanto creo que no lo valoro tanto… si puedo siempre le dejo a él esto de juntar ingredientes, seguir recetas o hacer experimentos. Excepto con la tortilla, que aunque parezca imposible, nunca le sale bien. Al final, cansada de comer restos de tortilla quemada, acordamos que sería mi plato estrella y que siempre sería yo la que la hiciera.

Y en ello estaba, un día después de volver a trabajar, batiendo huevos y pelando patatas, cuando sonó el timbre. Otra cosa que también se le da bastante mal a Diego es coger las llaves de casa (ha sido motivo de dramas y peleas, sí), así que al mirar el reloj estuve segura de que era él, y sin contestar al interfono le abrí la puerta de abajo, dejé entornada la de casa y volví a la cocina con las manos aun manchadas de patata.

  • ¡Te voy a meter copias de las llaves de casa en los bolsillos de toda tu ropa! –grité, cuando escuché que se cerraba la puerta.

  • Cuando quieras, perra… Así podré venir a despertarte a media noche, ¿no? –dijo ella, apareciendo por la puerta de la cocina.

Ojalá pudiera decir que chillé del susto, o que reaccioné de alguna forma, pero mi mente no asimilaba la figura de mi ama, su voz y todas sus curvas, con el marco azul verdoso de la puerta de mi cocina. ¿Cómo había entrado?, pensé, absurdamente. Incluso tardé un momento en entender que mi marido no estaba a punto de entrar por la puerta en unos segundos.

No, no era Diego el que había picado. Evidentemente. Y yo la había dejado subir a mi casa, a la hora a la que volvía mi marido.

  • Reacciona cuando quieras, cariño… -me dijo, cachondeándose. Yo seguía mirándola, con el cuchillo en una mano y una patata a medio pelar en la otra.

  • ¿Qué haces aquí?

  • He venido a follarte en tu cama, evidentemente. –contestó ella, sonriendo con inocencia fingida, antes de acercarse a mí y besarme salvajemente. Mis manos traidoras soltaron la patata y el cuchillo para abrazarse a su cuerpo. Sus besos siempre tenían ese efecto en mí… como si todo mi cuerpo se relajara y se excitara a la vez al notar su olor y sus labios exigentes. Incluso me nacía un pequeño gemido en la garganta. Ella me estiró del pelo hacia atrás para terminar el beso.

  • ¿Me estás manchando el vestido con esas manos llenas de patata, cerda?

  • Oh, ¡mierda! –dije, antes de coger un trapo, limpiarme las manos y pasarlo por sus costados. Justo llevaba un vestido negro… diría discreto, pero con sus pechos a mí nada de lo que se pusiera me podría parecer discreto. Me pareció ver que no llevaba medias, pero sí unos tacones de infarto, mucho más altos de lo que nunca le había visto.

  • Desvísteme y así lo podrás lavar mejor.

La miré a los ojos antes de volver mi vista hacia el reloj. Era las ocho y media, y él solía llegar a esa hora.

  • No puedo. No ahora. –le dije, tragando saliva. Ella rió por lo bajo, se me acercó peligrosamente y empezó a dar vueltas a mi alrededor como un depredador alrededor de su presa.

  • ¿Qué eres, Alicia?

  • Soy… soy tu esclava, pero…

  • ¿Y qué tienes que hacer si estoy cachonda?

  • Todo lo que me ordenes, ama.

  • ¿Acaso quieres que tu marido se entere de que eres una golfa? –me dio un azote en el trasero, antes de ponerse delante de mí y empezar a pellizcarme los pezones por encima de la ropa -¿Que vea las fotos de tus orgasmos, los vídeos de tus bailes seductores por internet?

  • Lo sabrá igual si llega y estás aquí… -murmuré, con voz lastimera. Sus manos me provocaban una mezcla de placer y dolor, y yo sentía que empezaba a perder el mundo de vista.

  • Pues será mejor que obedezcas: cuánto antes empieces, antes me habré ido. Ahora, esclava, desnúdame.

Me miraba directamente a los ojos y yo, temblando ante la idea de que llegara Diego y la encontrara en nuestra cocina, desabroché los botones de la parte de delante de su vestido, notando como mis manos rozaban sus pechos al hacerlo. Ella dejó que el vestido cayera por sus hombros hasta el suelo. Boqueé y tragué saliva. No llevaba ropa interior. Estaba completamente desnuda en el centro de mi cocina.

  • Las manos en la encimera. –me ordenó.

Yo lo hice, y ella me separó las piernas y empezó a pasear una mano por encima de mi pantalón de ir por casa. Recorrió toda mi vulva y mi culo, sabía perfectamente donde apretar para hacer que yo gimiera sonoramente. De un tirón me bajó los pantalones y las bragas, y empezó a hacer el mismo recorrido con los dedos, jugando con los jugos que ya inundaban todo mi coño. A ella le encantaba lo mucho que me mojaba, aunque no sabía que sólo me ponía así con ella. Hacía años que nada me excitaba de esa forma. Sus dedos rodeaban obsesivamente la entrada de mi vagina, hasta que de repente paró y alargó el brazo hacia la encimera.

–Vaya, vaya… ¿y esto? –preguntó, cogiendo un calabacín que aun no me había dado tiempo de pelar. Yo intenté juntar palabras.

  • Estoy haciendo una tortilla de patatas y calabacín. –contesté, estúpidamente.

  • No te muevas. Voy a investigar. –me susurró en la oreja. Su aliento me hizo cosquillas, y giré la cabeza para ver cómo desaparecía por la puerta, desnuda y con esos tacones de infarto.

La oía recorrer mi piso, abriendo y cerrando cosas de mi pequeño lugar sagrado, y me la imaginaba con esos pechos que me volvían loca balanceándose por mi comedor, por el baño, por mi habitación. Quería ir donde fuera que estaba, en un loco punto medio entre mi voluntad de no perderla de vista y la de poder esconderla en algún sitio si llegaba mi marido. Pero no podía moverme y notaba mi coño, abierto, expuesto y mojado, que suplicaba para que volvieran a hacerle caso. Mi respiración se aceleraba cada vez más: ¿cómo había llegado a ese punto? ¿Cómo podía estar al borde de mandarlo todo a la mierda… y estar tan cachonda a la vez?

Ella volvió a aparecer por la puerta después de unos minutos, con una funda de preservativo en la mano. Sonreía, y con una lentitud pasmosa abrió el preservativo, cogió el calabacín y lo enfundó. Abrí los ojos como platos, temblando de anticipación.

  • ¿Te has masturbado alguna vez con un vegetal, cerda? Conociéndote no me sorprenderá si me dices que sí…

Yo negué con la cabeza, incapaz de hablar. Ella se situó detrás de mí, acariciándome las nalgas con delicadeza, como si quisiera calmarme o darme ánimos.

  • Otra cosa que podrás tachar de la lista. –dijo, antes de meterme de golpe el dildo improvisado. Yo gemí, notando como me penetraba, como mi vagina se abría a su paso, y ella empezó a bombearme. Me sentía muy rellena… cuando se trata de calabacines, intento cogerlos gordos para que den más de sí… y de repente no podía parar de pensar en que era lo más grueso que había tenido dentro.

  • Oh joder… ama…

  • Hostia Alicia, cuando creo que ya sé lo puta que eres… Me sorprendes dejándote follar así en tu cocina. –sonaba realmente excitada, y saber que estaba alterando así a mi ama me ponía tanto como que me llamara puta.

Y entonces sacó el calabacín de dentro de mí. Yo solté un quejido, y ella rió por lo bajo. Empezó a pasearlo por toda mi vulva.

  • ¿Quieres que vuelva a meterlo, puta? –me preguntó, inclinada sobre mí. Notaba su aliento en la piel. Hice que sí con la cabeza, concentrada en el recorrido lento y torturante que estaba haciendo mi ama. –Creo que vas a tener que suplicar un poco…

  • Ama, ama por favor vuelve a metérmelo… te lo suplico, métemelo…

  • “Méteme el calabacín hasta el fondo, por favor”. –me dictó.

  • Sí… méteme el calabacín hasta el fondo, por favor… -le supliqué, en poco más que un susurro, sintiendo algo de vergüenza al escucharme decirlo en voz alta. Ella lo metió un poco.

  • ¿Cómo? Casi no te he oído…

  • ¡Méteme el calabacín hasta el fondo, por favor! –dije, más alto. Jadeé al notar que entraba un poco más, me temblaban las piernas.

  • ¿Cómo? –volvió a preguntarme.

  • ¡Méteme el calabacín hasta el fondo…! –repetí, casi gritando. Ai, los vecinos. Ella lo introdujo más. Mi cadera se movía sola para intentar que llegara hasta el fondo. Me iban a escuchar gemir como una loca. Ella frenó mi cadera poniendo una mano en mi culo, con el pulgar en la entrada de mi ano. Perdía el control -¡Méteme el puto calabacín hasta el fondo, joder! –chillé, incapaz de contenerme. Amanda me lo metió hasta el fondo y empezó a meterlo y sacarlo tan rápido como podía, mientras el otro dedo inspeccionaba la entrada de mi culo y yo sentía que iba a reventar de placer y se me caía la saliva de entre los labios abiertos. -¡Ama, me corro, me corro!

Exploté, sintiendo como ella me agarraba de la cintura y empujaba una última vez el calabacín hacia dentro. Mis brazos cedieron y mi cara acabó encima del mármol de la cocina, al lado de los huevos batidos y las patatas a medio pelar.

  • Vamos a tu cama. –me ordenó mi ama. Yo me quité el calabacín con un solo movimiento, sonrojándome al hacerlo, y me giré hacia ella. –Trae nuestro nuevo juguete… Si va a ser la cena de tu marido quiero que me folles con ella tú a mí también.

Follamos como perras en celo en nuestra cama. Pude ver como ella, a cuatro patas, ahogaba un grito en la almohada de mi marido mientras yo le provocaba un orgasmo tras otro. Y cómo ella me agarraba del pelo, contra la pared, mientras volvía a taladrarme con el vegetal.

Cuando terminamos me daba la sensación de que no había un centímetro de mi habitación que no hubiéramos pervertido con nuestra sesión de sexo salvaje. Noté que se me iban a cerrar los ojos, justo mientras me preguntaba a mí misma donde se había metido Diego.

  • Eh, esclava. –me dijo ella, despertándome. –Ni se te ocurra dormirte, que tienes que ser una buena esposa y acabar esa tortilla.

Me mordisqueó ligeramente un pezón y la oí salir en dirección a la cocina, suponía que a buscar su vestido. Yo me levanté con dificultad, y de repente escuché la puerta de entrada. Salí corriendo hacia el pasillo, desnuda y con un grito de desesperación a punto de salir, pero comprobé que no había entrado nadie. De hecho, estaba sola en casa: hbía sido ella, marchándose.

Sin entender qué acababa de pasar me vestí y busqué mi móvil para ver si tenía algún mensaje de Diego.

“Cariño, he tenido un problema con el coche. Me lo solucionan ahora pero no creo que llegue antes de… no sé, las once como mínimo. Cena tranquila, ya llegaré”.

Miré el reloj y sentí que la cabeza me daba vueltas: tenía el tiempo justo para acabar la tortilla antes de que él llegase. ¿Cómo lo había sabido?