Mi boca estrenada

Era mi fantasía de siempre, mi deseo oculto, secreto, confesado tan solo a través de unas anónimas líneas en una página de contactos.

MI BOCA ESTRENADA

Elegiría al primero que cumpliera los requisitos: activo, mayor de cincuenta, preferentemente casado, culto, de constitución física tipo “oso”, alto y grueso, con sitio. La limpieza, seriedad y discreción se habrían de suponer por ambas partes. Era mi fantasía de siempre, mi deseo oculto, secreto, confesado tan solo a través de unas anónimas líneas en una página de contactos. “Maduro, pasivo, sin experiencia alguna, busca activo, mayor de cincuenta, preferentemente casado, culto, de constitución física tipo “oso”, que disponga de sitio, para chuparle la polla. Elegiré al primero que cumpla condiciones para que me someta y estrene mi boca” .

Cuando le di a “enviar” sentí los nervios propios del principiante y hasta cierto estúpido rubor carente de sentido, pues tan solo eran unas líneas, sin más detalle, sin que pudiera desvelarse dato alguno sobre mi identidad que la dejara al descubierto ante familiares o conocidos. Yo era hetero, felizmente casado con una linda mujer, pero mis fantasías más calientes siempre me llevaban a imaginarme siendo sometido por un hombre robusto, de mayor edad que yo, ante el que acabara desnudo y arrodillado para mamar su polla hasta que derramara su última gota de leche sobre mi boca.

Su mensaje de respuesta a mi correo privado llegó al día siguiente: “Soy quien buscas. ¿Qué te hace suponer que eres tú quien eliges? Tienes veinticuatro horas para responderme y facilitarme teléfono de contacto” . No aportaba ningún dato más. En la cabecera del mensaje, su email y un nombre: Alberto. Aún no me explico por qué le respondí de forma inmediata, casi inconsciente, como si una fuerza interior me empujara a hacerlo sin detenerme siquiera a pensar. Un simple mensaje con los nueve dígitos de mi móvil. Sin posibilidad de dar marcha atrás, un escalofrío me recorrió la espalda cuando el teléfono me alertó que tenía un mensaje nuevo. Apenas habían transcurrido un par de minutos desde que envié el correo de respuesta. Traté de templar mis nervios pensando que sería alguien conocido o la machacona publicidad del banco o la compañía telefónica, pero al pulsar la tecla de mensajes y aparecer un número desconocido, sentí como se me aceleraba el pulso nuevamente. “Mañana, 6 de la tarde. Esta noche te mandaré la dirección de encuentro al correo. No eres tú quien eliges” .

Toqué el timbre con extrema puntualidad. Quedaban atrás las largas horas de espera, la noche interminable, la imposibilidad de pensar nada más que en el encuentro, a la hora fijada y en la dirección señalada en un correo que llegó al filo de la medianoche. Conocía la calle, por supuesto, en mi misma ciudad, a veinte minutos escasos de mi domicilio si cogía el autobús. Me pregunté una y mil veces si nos conoceríamos en realidad, si habríamos coincidido antes en algún sitio. Repasé mentalmente, hasta el hastío, la lista de todos los albertos que conocía y me tranquilizaba descubrir siempre que no recordaba conocer ninguno, si es que ese era su verdadero nombre. No habíamos intercambiado fotos ni él había hecho uso del teléfono más que para mandar un único mensaje. Aquello era una auténtica cita a ciegas. Aquello, en realidad, era una locura provocada por mis propios deseos, de la que conocía su principio pero no su final. Y sin embargo, un impulso irrefrenable me seguía arrastrando hasta llevarme a aquella puerta ante la que me encontraba, esperando que alguien la abriera desde dentro.

La primera imagen de Alberto me mostró a un hombre alto, metro ochenta y cinco quizá, grueso, fornido y maduro, más cerca de los sesenta que de los cincuenta, con barba semicanosa y cabeza perfectamente afeitada. Instintivamente, bajé la vista después de cruzar la primera mirada con él, hasta que retumbó en todo mi ser su voz profunda. “Pasa” . Traté de esbozar una sonrisa y entré en aquella casa amplia y decorada con exquisito gusto. Me indicó con la mano que le siguiera por un corto pasillo por el que se accedía a una pequeña sala de estar. Alberto, tras encender la luz, se dirigió a la ventana para cerrarla y bajar completamente la persiana. El silencio de la casa era absoluto y no parecía que en ella hubiese nadie más que Alberto y yo. Era otro silencio el que me incomodaba: el de aquella pequeña habitación en la que nos encontrábamos de pié, uno frente al otro, yo incapaz de mover ni un solo músculo de mi cuerpo y Alberto con la mirada de sus ojos negros clavada en mí.

-          ¿Por qué buscabas alguien culto? – me preguntó con tono amistoso.

Me sorprendió tanto la pregunta que no fui capaz de responderle inmediatamente y apenas conseguí balbucear una serie de ridículos sonidos. Sentía una enorme sequedad en la garganta y un creciente rubor en el rostro. De alguna manera, me avergonzaba el hecho de no tener respuesta para algo tan simple. Siempre pensé que, de darse el caso, habría un contacto previo, vía email, tal vez después vía teléfono. Y me parecía fundamental que la otra persona supiera expresarse correctamente y escribir con soltura. Me inspiraría más seriedad y confianza, tal vez una tontería, pero así era como lo sentía. Sin embargo, no fui capaz de expresarlo.

-          Me gustó eso – me tranquilizó. – A mí también me gusta que la gente lea y sepa expresarse con corrección. Nunca te hubiera contestado si tu mensaje hubiera estado plagado de faltas de ortografía.

Parecía que me estuviera leyendo el pensamiento y eso me hizo estremecer. Solo era capaz de mirarle, sin poder articular palabra, con un torbellino de pensamientos indefinidos martilleándome la cabeza. Estaba allí, en la casa de un desconocido que cumplía fielmente las condiciones expuestas en mi mensaje, pero que podía haber sido radicalmente distinto a lo que buscaba y de igual manera hubiera acudido a la cita. Su voz, con un tono mucho más serio y grave, rompió de cuajo mi momentánea abstracción.

-          Aún no te oí la voz. Pero es verdad que no has venido hasta mí para charlar. No me interesa tu boca para que hable, al menos de momento. La vas a abrir mejor para darme placer. Y para otras cosas. Voy a salir un momento y volveré en diez minutos. Cuando regrese quiero encontrarte en esta misma habitación, completamente desnudo. Tienes completamente prohibido salir de ella. Recuerda que no estás en tu casa. Sé educado.

Cerró la puerta de la sala cuando salió. Su voz seguía resonando en mi cabeza. Palabras concretas, frases concretas. “Placer”. “Darme placer”. “Para otras cosas” . ¿Qué demonios habría querido decir con “para otras cosas” ? “Completamente desnudo” … Me dispuse a ello, dejando la ropa sobre una silla. En ese momento, me hubiera gustado poder contemplar mi cuerpo en un espejo, mis cuarenta y tantos años mal llevados físicamente por la falta de ejercicio, mi barriga y aquellos disimulados michelines bajo la ropa pero no ante la ausencia de ella, “maldita falta de ejercicio” , aún cuando parecería delgado en comparación con Alberto, mi polla lánguida y sin circuncidar que siempre me pareció algo pequeña aunque no así a mi mujer, mis huevos retraídos, mi boca, la boca que iba a abrir para dar placer a un hombre por vez primera… “Y para otras cosas”

Para acortar la espera, me entretuve leyendo los títulos de los cientos de libros ordenadamente dispuestos en las estanterías del único mueble que había en la habitación, desde enciclopedias a novelas históricas, pasando por una vasta colección de literatura erótica. Regresó Alberto de improviso, en el justo momento en que ojeaba la cubierta de “Dominada por el deseo” , de Shayla Black, lo que hizo que el libro se me resbalara y cayera estrepitosamente al suelo. Alberto cerró la puerta tras de sí. Estaba desnudo y en su mano derecha traía una bolsa de deportes que dejó sobre la misma silla en la que yo había colocado mi ropa. Verlo desnudo me aceleró el corazón. Su corpulenta y anchísima figura se agigantaba ante mí, a pesar de rebasarle en algunos centímetros su estatura. “Constitución física tipo oso” . Sin duda la tenía, el torso velludo, la prominente barriga, la anchura de sus brazos y de sus robustas piernas. Y su polla, aún flácida, con el glande absolutamente descubierto, caída sobre las grandes bolsas de sus cojones. Se acercó a mí hasta poner sus labios a la altura de mi oído derecho. Pude sentir la calidez de su aliento en mi oreja antes de que me susurrara imperativamente: “Recoge el libro del suelo” . Obedecí con rapidez, recolocando el libro en su lugar en la estantería, con manos temblorosas.

Alberto me asió por la cintura y apretó mi cuerpo contra el mueble, empujado por su propio cuerpo. Busqué con mis manos el apoyo necesario pero él agarró mis muñecas y abrió mis brazos, ordenándome que no me moviera mientras apretaba más su cuerpo contra el mío. Sentí los latidos del corazón retumbando en mi pecho y en mi cabeza, la ardiente piel de Alberto quemando mi espalda y mis nalgas sobre la que se adivinaba la creciente erección de su polla. Repitió que no me moviera, antes de soltar mis muñecas para buscar con sus dedos mis pezones y pellizcarlos con cierta dureza, haciendo escapar un leve quejido de mi boca.

Mi boca. Aún silenciada de palabras pero ruidosa en la entrecortada y sonora respiración, como si el aire me fuera a faltar de un momento a otro. Inmóvil dejé que sus manos retorcieran mis tetillas de forma placentera, que separara y volviera a unir su cuerpo al mío, una y otra vez, para frotar su tranco contra el surco de mis nalgas. Sumisamente, me dejé llevar por aquel hombre que, cuando quiso, me agarró del cuello para llevarme hasta mitad de la sala y, sin mediar palabra, empujó mis hombros en una inequívoca señal para que me pusiera de rodillas ante él. Llegó el momento tantas veces imaginado y deseado en mis calientes fantasías de maduro-hetero, secretas e inconfesas para el mundo que había más allá de aquella habitación, de aquella casa, de aquel desconocido cuya polla hinchada tenía a menos de un centímetro de mis labios, altiva, brillante, poderosamente dura.

Mis labios besaron el rosado capullo y mi lengua recorrió el rugoso tronco de venas marcadas. No sabía bien qué hacer, por dónde comenzar, cómo actuar, en qué momento atrapar aquella verga para chuparla, para comérmela entera. Ni siquiera sabía si sería capaz de ello y si sabría mamarla adecuadamente. Me embriagaba el olor de aquella polla que mi lengua recorría lentamente, el olor a hombre, a macho, sus palpitaciones sentidas en mi mano agarrando el tronco para subir y bajar acompasadamente la piel henchida de sangre y de deseo. En mi mente bullían cientos de imágenes de mamadas vistas en videos porno, de hombres y mujeres, y me sentía capaz de ser como aquellos protagonistas de mágicas e interminables felaciones. Pero Alberto tenía otros planes que pasaban por ser él quien gobernara mi boca y mis impulsos, quien dictara las órdenes precisas, quien dirigiera todas las maniobras para penetrar y someter aquella boca virgen.

Sus manos entrelazadas en mi nuca dominaron mi espíritu y todos mis movimientos, marcaron el ritmo y la profundidad de la mamada, cuándo debía entretenerme a saborear las primeras gotas de su leche en el capullo y cuándo debía ahogarme en la inmensa asfixia de mi boca absolutamente penetrada por su verga, siempre hasta el momento oportuno en que los ojos llorosos y las mejillas ardientes suplicaban una pizca de aire, regalado en grandes bocanadas cuando sus manos aflojaban la presión y él mismo retiraba la polla de mi boca empapada de saliva que se derramaba sobre mis piernas y sobre el suelo. Y sin descanso, sentía endurecerse aún más la verga golpeada en mis pómulos, apoyada sobre mi frente para que mis labios y mi lengua besaran y chuparan los cojones redondos y repletos, hasta volver a empezar, una vez recuperado completamente el aliento, el frenético movimiento de los labios cerrados sobre el glande, de la boca tragándose la veintena de centímetros de carne, cada vez más deprisa, cada vez con más fuerza, sin apenas respirar, ensordecidos mis oídos por los jadeos de Alberto –¡vamos, vamos, cabrón, chupa más rápido!­- acompasando el propio sonido de mi boca traspasada, de mi aliento entrecortado, de mi nariz golpeando su vientre, de mi garganta generando más y más saliva. Hasta que el grito de Alberto, la rigidez de sus dedos crispados contra mi nuca, la tensión de sus piernas firmemente apoyadas en el suelo y la palpitante carne de su polla detenida anuncian la inminente explosión, la líquida descarga de su leche en mi boca, en mi frente, en mi barbilla, como un surtidor incontenible que se vierte a chorros continuos sobre mis labios y mi lengua que paladean el agridulce sabor del esperma.

Los dos tratamos de recobrar el pulso y el aliento, mientras mi boca realiza los obligados trabajos de limpieza de las últimas gotas de leche en el capullo a la que sigue la mamada suave y lenta, como queriendo aprovechar los últimos segundos de rígida erección antes de que la carne se ablandara. Hasta ese momento no tuve conciencia de mi propia excitación reflejada en mi verga endurecida. Sentí el dolor de mis rodillas entumecidas y un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando comprendí que todo había sido tan real como que estaba allí, desnudo y arrodillado ante un hombre que había sometido mi boca al capricho de su verga, mi boca estrenada y muda.

Jadeaba aún, con mis manos apoyadas en mis muslos, contemplando la erección de mi polla de la que apenas asomaba la punta del glande. Mojé la palma de mi mano izquierda con la leche que Alberto había vertido en mi cara y que me sirvió de perfecto lubricante para lograr en pocos movimientos que el capullo quedara completamente al descubierto. Mientras me masturbaba, ausente de todo, Alberto se situó tras de mí y colocó en mi boca una mordaza de bola  con una correa de cuero que ató en mi nuca. Me había pillado tan desprevenido y tan absorto en mi propio placer que no tuve tiempo a reaccionar. “¡Sigue masturbándote!” , me ordenó de forma contundente. Y obedecí, mientras, asustado, le seguí con la mirada para ver cómo de la bolsa de deporte sacaba una cuerda y un consolador anal.

-          Me pediste que te sometiera, no solo que estrenara tu boca – me dijo serenamente y con media sonrisa dibujada en su boca. - ¿O es que quieres irte ya?

Negué con la cabeza. Como siempre, sin pensarlo. Era como si tuviera un poderoso influjo sobre mí y anulara absolutamente mi voluntad. No fue preciso más que un seco “¡Basta!” para que inmediatamente dejara de masturbarme, me pusiera en pié y obedeciera, una a una, sus instrucciones. Ató mis manos con la cuerda, unidas mis muñecas, antes de ordenarme que me pusiera de rodillas en el sofá, sobre el cojín del centro, y levantara los brazos para atar la cuerda a la forja de hierro de un adorno de la pared. Corrigió mi postura, para que venciera el tronco hacia delante y abriera mis piernas, a fin de que mi culo quedara expuesto y a merced de sus caprichos. Pegó un duro manotazo en mis nalgas ofrecidas y me susurró, otra vez con sus labios cercanos a mi oído:

-          Me ha encantado desvirgar tu boca. Como ves, tu boca sirve para más cosas que para chupar mi polla. Por ejemplo, para morder esa bola... Y para gritar... El problema va a estar que la bola va a impedir que tus gritos se escuchen. Pero si te portas bien, gritarás de placer, aunque no puedas hacerlo. Pero si te portas mal, ¡ay si te portas mal!... Dentro de esa bolsa tengo cosas que no te gustaría que sacara. Así que sé un buen y obediente sumiso. Porque eso es lo que eres a partir de ahora: mi sumiso. Ya sabes. No eres tú quien elige...

Bisslave (bisslave@hotmail.com)