Mi aventura con el enterrador
Una experiencia verdadera con un viejo enterrador del pueblo donde encontre mi primer trabajo.
A continuación os voy a contar lo que me ocurrió, tras terminar mis estudios y encontrar mi primer trabajo.
Me llamo Sofía, tengo 24 años y acababa de terminar la carrera de trabajadora social cuando conseguí un trabajo en un pequeño pueblo olvidado casi del mundo. Pensaba que me iba a morir del aburrimiento pero estaba equivocada, a medida que pasaban los días, me sentía más a gusto en ese pequeño poblado de unos veinte habitantes, y además tenía la ventaja de ser la única chica joven y bien formada que se veía por allí, lo que se traducía en miles de miradas hacia mi; de quien más atenciones recibía era de los vejestorios del pueblo que veían por primera vez en muchos años un cuerpo joven, y desconocido al que piropear.
Considero que tengo un cuerpo bonito, con curvas y que a decir de la gente vuelve locos a los hombres, me describo: 52 kilos, 1,69 de estatura, piel morena, unos pechos generosos y un culito que según mis amigos está muy bien puesto.
En mi ciudad tenía mucho éxito con los chicos y cuando llegué al pueblo, me entusiasmó comprobar que también en mi lugar de trabajo tenía a los hombres que quisiera, aunque maduros comiendo en mi mano. Eso despertaba mi libido y hacía volar mi imaginación en el fondo soy un poco morbosa y fantasiosa.
Mi trabajo consistía en combatir la soledad que sentían algunas personas mayores abandonadas a su suerte. Una tarde de verano la señora Ana solicitó mi ayuda, que consistía básicamente en hacerle compañía. Me dirigí hacia su casa y allí pasamos una agradable tarde tomando té y pastas. Tan bien nos lo estábamos pasando que se me echó la noche encima. Me despedí de la señora Ana y emprendí la vuelta a mi casa. Hacía una noche preciosa, con luna llena, aunque refrescaba un poco para lo ligera que iba de ropa. Mi blusa blanca semitransparente, dejaba entrever mis pezones erectos por la sensación de frío y mi corta minifalda tampoco ayudaba demasiado. Comencé a caminar con paso firme porque en la noche todo eran ruidos y eso me asustaba un poco. La única luz que existía era la de la luna. Tenía que pasar por delante del cementerio pero no había nada que temer puesto que allí vivía Paulino, el sepulturero, un hombre poco hablador, de sesenta y cuatro años, bastante desaliñado pero muy servicial.
Al cabo de un rato de estar caminando, me di cuenta de que no había avanzado nada. Eso me dio que pensar, probablemente me había desorientado y empecé a asustarme de verdad. Cuando ya me estaba empezando a desesperar, Paulino apareció de la nada, como si hubiera sentido mi miedo. Se ofreció a acompañarme un rato hasta que ya supiera por donde debía seguir. Acepté encantada el ofrecimiento. En todo el camino Paulino no soltó palabra pero no dejaba de dirigir miradas furtivas a mis pechos y a mis piernas. A mi esto me excitaba sobremanera pero hice como si no me diera cuenta.
Cuando estuvimos junto al cementerio, y viendo que Paulino seguía mirándome, decidí provocarle un poco para ver si se decidía a hacer algo ya que yo me había puesto muy excitada con sus tímidas miradas. Hice como que me tropezaba y por supuesto él no perdió tiempo en sujetarme para que no cayera, aproveche para restregarle mis senos en su cara y noté como se le abultaba la entrepierna. Aún así, seguía siendo muy respetuoso conmigo así que le dije que me había hecho daño en el tobillo y claro, no podría caminar hasta mi casa en ese estado. Me dijo que me podía quedar a pasar la noche en su casa e intentaríamos bajar el hinchazón con un poco de hielo. Sin dudarlo le dije que me parecía una idea estupenda y me apoyé en su hombro para poder caminar.
Ni que decir tiene que el hombre no podía ya con su excitación aunque luchaba para ocultarla con todas sus fuerzas. Entramos en su casa y me recostó en un sofá muy cómodo, pero ya muy deteriorado, mientras iba en busca de hielo para mi pie, situación que aproveché para desabrocharme un par de botones de la blusa y dejar mis senos casi al descubierto. Paulino volvió con el hielo y me lo aplicó primorosamente en el tobillo pero ya no podía disimular el calentón que le estaba provocando, además, al tener las piernas en alto, también tenía la visión de mis tangas. Aquello estaba a punto de estallar. Le pregunté si le gustaría verme los senos, dudó un poco pero luego dijo que le gustaría mucho, me abrí la blusa de par en par y dejé que se recreara en ellas. Acto seguido, como movido por un resorte se abalanzó sobre ellas como un loco y agarrándomelas con las manos posó sus labios sobre ellas y empezó a darme lametazos en los pezones que se habían puesto duros como piedras.
No me podía creer que debajo de esa timidez se escondiera semejante pasión. No contento con eso, metió una mano debajo de mi falda y comenzó a masajearme el clítoris, yo hacía que forcejeaba para darle emoción al asunto, aunque sin demasiado entusiasmo porque sentía un placer inmenso. Él apartó mi tanga e introdujo un dedo en mi vagina, yo no podía reprimir leves gemidos. Parecía que eso a Paulino le excitaba mucho más porque decidió quitarme las tangas y la mini para poder maniobrar mejor. Ya tenía mi coño a su entera disposición, así que hundió la cara entre mis piernas y se puso a relamerme el chochito con gran maestría. Pasaba su lengua arriba y debajo de mi clítoris y la introducía en mi agujerito como si fuera lo último que iba a hacer en el mundo.
Yo solamente conseguía gemir suplicando que no parara. Cuando Paulino se daba cuenta de mis corridas, paraba un poco y volvía otra vez a lamer con mas ganas haciendo que me volviera loca de placer. De repente decidió que ya era hora de que yo hiciera algo por él. Agarró mi cabeza y la dirigió hacia su polla que estaba ya como una estaca deseando disfrutar también. Se la chupé con fruición deseando tener ese pene dentro de mi, entonces Paulino, me levantó y me puso a cuatro patas, quedando mi culito frente a él. Cuando menos lo esperaba, me metió toda su polla sin miramientos y empezó a menearse dentro de mi. Yo no podía más, me retorcía de gusto y gemía sin parar, no sabía si quería que terminara o que no parara nunca. Paulino soltó un gran gemido y me llenó con toda su leche, fue un orgasmo simultáneo y los dos quedamos exhaustos pero felices y nos prometimos volver a repetirlo de vez en cuando.