Mi amigo Daniel

En la convención de banqueros, la innegable atracción por Daniel me haría ser capaz de cualquier cosa. Mas de las que imaginaba.

MI AMIGO DANIEL

Dicen que no todo lo que brilla es oro, pero quien quiera que haya dicho eso no conoce a mi amigo Daniel.

O tal vez era que yo podía ver en él algo que casi nadie más advertía. Como fuera, para mí, la primera vez que lo vi, fue exactamente como si brillara, igual que el oro, en medio de una multitud que a su lado parecía no existir.

Los oscuros y severos trajes que parecían sumir a la treintena de hombres en aquella convención de banqueros en una masa homogénea de legalidad y respeto, no lograban opacar la especie de luz que emanando de Daniel y como un imán atrajo mi mirada.

Los índices bursátiles, las cifras y gráficas de nuestra alicaída economía parecieron desdibujarse en la absorta contemplación de su recia y mal afeitada mandíbula. A un lado del expositor, casi ajeno al ajetreo de sillas, toses disimuladas y uno que otro bostezo contenido de la concurrencia, Daniel miraba sus manos haciendo danzar un bolígrafo, absorto en sus propios pensamientos.

Daría lo que fuera por saber que está pensando, dije para mis adentros. Los dedos gruesos y grandes, apretaban y soltaban el bolígrafo sobre la mesa. Imaginé esos dedos apretando mis pezones, imaginé esas uñas recorriendo mi espalda. Imaginé que él imaginaba lo mismo, y una erección alborotó la aburrida conferencia.

Quién es? – pregunté con un discreto codazo a mi vecino de butaca, señalando al hombre de los dedos gruesos.

Daniel no sé qué – me informaron – tiene uno de esos apellidos extranjeros difíciles de recordar.

Yo lo recordaría perfectamente, pensé casi escandalizado. No podría olvidarlo aunque quisiera, me dije a mí mismo. Me imaginé a su lado, repitiendo su nombre como un mantra. La conferencia continuó y poco después Daniel tomó el micrófono. Su voz, profunda y con un ligero acento extranjero explicó las ventajas de la inversión exterior y que ya era hora de abrirnos a nuevos mercados. Yo estaba dispuesto a abrir mas que mis mercados. Abriría mis manos, mis piernas y mis nalgas a la menor de sus indicaciones. Tan solo de pensarlo, mi erección pareció aumentar y me sobé el bulto bajo el amparo de la mesa. Me perdí el resto de sus palabras, pero el reverberante eco de su voz parecía acariciarme y meterse bajo mi ropa.

El sueño se vio abruptamente interrumpido, pues todos parecían ya desear un descanso. El orador principal cortó la exposición de Daniel y todos corrieron a los pasillos, a encender un cigarrillo, echar una meada, o, a ejercer el pasatiempo favorito de todo buen banquero, extender y afianzar sus relaciones. Se formaron diversos grupitos y comenzaron a presentarse unos a otros con el inevitable intercambio de tarjetas.

Yo me perdí en un rincón, lo mas apartado posible para que ninguno de ellos se atreviera a venir a interrumpir mi absorta y arrobada contemplación de Daniel No Sé Qué.

El objeto de mis atenciones había encendido un cigarrillo. La luz del encendedor pareció incendiar de pronto sus verdes y eléctricas pupilas. Aspiró con fuerza, sorbiendo el aire y el humo al mismo tiempo. Sorbiendo mi atención de paso. Un destello brilló entre sus dedos, y percibí la argolla matrimonial que antes no había tenido el cuidado de notar. Un segundo de desesperanza, y dos mas para recordarme a mí mismo que apenas un par de años atrás yo llevaba una idéntica en mi mano, y mírenme ahora, divorciado y acechando a un hombre que parecía difícil de alcanzar.

Me fui acercando, pegado casi a la pared. Sin otra intención que la de ver de cerca el fruto prohibido. Con el inquino dolor de saberlo vedado, pero no por eso menos deseado. A escasos dos metros, cuando casi parecía sentir en el aire el aroma de su loción, apagó el cigarrillo y se dirigió a los baños. Me fui tras de él, como la cola del cometa, y entré al baño con prisas, tratando de no perderlo. Choqué contra sus anchas espaldas.

Perdón – me disculpé, al tiempo que absorbía el aire que lo rodeaba y lo contenía.

No te preocupes – contestó – fue mi culpa por detenerme tan de improviso – me aclaró – pero ya ves, el baño está atestado – dijo señalando la hilera de cinco urinarios, efectivamente ocupados.

Esperamos ambos de pie. El ultimo de los urinarios quedó libre y Daniel ocupó el sitio vacío. Crucé los dedos porque se desocupara entonces el urinario contiguo. La suerte estaba de mi lado y ocupé el sitio deseando tener los ojos de los camaleones, que pueden girar en todos sentidos, en vez de mis ojos humanos, que según las leyes masculinas no escritas deben mirar al frente cuando uno orina en un baño público.

Al diablo las leyes no escritas – me dije a mí mismo mientras bajaba la mirada atraída por el chorreante sonido de Daniel meando a mi lado.

Parece que después de todo si fueron demasiadas tasas de café – dijo sonriendo, mas para sí mismo que para mí, aunque no dejé pasar la oportunidad de sonreírle también y dejar caer la mirada desde sus blancos dientes hasta la blanca protuberancia que sostenía entre sus dedos.

El glande, rosado y chato, seguía arrojando un potente e inacabable chorro. A Daniel no pareció importarle mi cercanía, y con natural desparpajo comenzó a sacudirse la verga, sin tener el cuidado, como muchos otros, de esconder la mercancía ante lujuriosas miradas como la mía. Finalmente la guardó, pero ya era demasiado tarde, la había visto y tenía la firme convicción de conseguirla.

Volvimos ambos a la conferencia. Ahora eran otros los expositores y Daniel no tardó en salir a encender otro cigarro. Dudé en alcanzarlo. Tampoco podía ser tan obvio mi atrevimiento. Esperé un par de minutos, y la calentura tomó el control de mis acciones y salí tras de él.

Esta vez estaba en el pasillo y sonrió al verme salir. Mi corazón se iluminó al sol verdoso de sus ojos.

Mi compañero de meadas, que bueno que sales, porque necesito que me hagas un favor – dijo con aquel acento profundo y rico.

Yo estaba dispuesto a hacerle una mamada allí mismo, pero tuve la precaución de preguntar cuál de mis favores solicitaba.

Me he quedado sin batería – señaló mostrándome su celular – y me urge llamar a mi esposa.

Por supuesto – dije ofreciéndole mi aparato, mi cuerpo, mi vida si la precisaba.

Únicamente tomó mi celular. Me quedé a su lado, y él no hizo ningún intento por alejarse ni por evitar que yo escuchara su conversación.

Hola mi amor – le escuché decir – todo va bien, pero no conseguí salir a tiempo para tomar el avión de las seis, así que pediré una habitación y pasaré la noche aquí. Si escuchas este mensaje antes de que te duermas, llámame, si no, yo me comunico mañana temprano contigo. Besos.

Me devolvió el celular y me estrechó la mano.

Gracias – dijo – cuanto te debo?

No es nada – dije con total sinceridad.

Fue una larga distancia – insistió – déjame pagarte.

Olvídalo, si apenas fue un minuto – le contesté.

Entonces déjame invitarte una cerveza cuando esto termine - ofreció.

Eso me parece mucho mejor – dije sonriendo y agradeciendo al cielo y a Telcel por la invención del celular.

Volví a la conferencia, aunque sólo en calidad de bulto, porque mi mente estaba ocupada en el cálculo matemático y casi infinito de posibilidades de mi encuentro con Daniel y una cerveza.

El bar, una hora después, era un concurrido y sobre poblado campo de negocios, con todos los tipos de la convención tratando de apurar el último trago antes de la partida, al tiempo que cerraban alguna próxima cita, algún provechoso acuerdo, sin percatarse de que yo sólo quería cerrar un tipo de trato y su multitudinaria presencia no hacía sino complicarlo.

En la barra, Daniel se desesperaba por llamar la atención del barman, que no se daba abasto con los pedidos.

Te molestaría beber tu cerveza en mi habitación – dijo frustrado al ver que era imposible conseguir las bebidas en el bar.

Para nada – contesté tal vez con demasiada alegría – vamos.

Daniel sonrió. Los ojos verdes parecían tener el poder de leer mis pensamientos, pero se cuidó mucho de hacer ningún comentario. Lo seguí al elevador, donde el silencio pareció de pronto poner una incómoda barrera entre los dos. La habitación era amplia, mucho mas que la mía, con un balcón que se abría a la noche clara y tibia. Daniel abrió las cortinas y un par de cervezas heladas que consiguió en el minibar. Con un cigarrillo entre sus dedos gruesos aspiró el aire de la noche mientras yo hacía lo mismo a su lado.

Eres casado? – preguntó de pronto sin mirarme.

No – contesté – lo fui hasta hace un par de años.

Hijos? – continuó.

Desgraciadamente no – le informé.

Yo tengo tres – dijo sonriendo y mirándome por primera vez desde que entramos a la habitación.

Momento de confesiones, intercambio de datos familiares, pensé para mis adentros, tratando de concentrarme en eso y no en la deslumbrante sonrisa y los labios sensuales de Daniel.

Tres hijos y con la misma – continuó Daniel sonriendo.

Debes de llevar entonces un buen tiempo casado – concluí.

No, mi amigo – explicó – con la misma verga, pero distintas mujeres.

Una carcajada acompañó su broma, y no pude evitar festejarle el chiste.

Pues al menos tienes buen tino – dije todavía riendo.

No tengo la menor queja de ésta – dijo tocándose el paquete, grueso paquete, frente a mis ojos.

El ambiente cambió sutilmente. Tal vez la noche tibia, tal vez por ver a aquel hermoso ejemplar de hombre tocándose la entrepierna, tal vez que mi deseo era tan evidente, pero Daniel continuó tocándose en el balcón sin apartar sus ojos verdes de mi rostro.

Me di cuenta que me estuviste viendo la verga en el baño cuando meaba – dijo sin perder la sonrisa.

No supe contestarle. Creí haber sido lo suficientemente discreto y ser expuesto así de pronto me dejó mudo.

No lo niegues, puto – continuó – me di cuenta.

El insultó me caló profundo, pero no pude refutarlo. Tampoco logró que mi deseo se apaciguara, y por el contrario, pareció exacerbarlo aún más.

Te gustaría verla nuevamente? – preguntó sin apartar su penetrante mirada de mí.

No contesté. Una mezcla de vergüenza y deseo arreboló mis mejillas como si fuera un adolescente en vez de un hombre maduro. Como un encantador de serpientes, Daniel parecía saber tocar una melodía que me hacía estar completamente en su poder. Sus dedos gruesos, adorados y sensuales dedos gruesos, promesas de encontrar algo igual de grueso entre sus piernas, comenzaron a bajar la cremallera de sus pantalones. El sonido del cierre, estereofónico y letal, era el único sonido de la noche, o al menos, el único que yo percibía.

El cierre llegó al final, y un atisbo de ropa interior blanca y convencional. Los calzoncillos de un banquero. Gente cuerda y fríamente inteligente estos banqueros. Quién podría pensar en este banquero casado y con tres hijos haciendo semejante cosa. Yo, solo yo.

Sácala tu – ofreció mi banquero.

De inmediato caí de rodillas entre sus oscuros pantalones, absorto en la blanca promesa de los calzoncillos asomando por la bragueta. Alcancé a tocar la suave tela y su suave contenido antes de que Daniel se alejara para buscar otra cerveza. Me quedé de rodillas en el balcón y la noche tibia. Me quedé sin saber qué hacer. Gatear tras él por la mullida alfombra?. Esperar su regreso en aquella humillante postura?. Desconcertado, no atiné a tomar ninguna decisión.

Daniel abrió una nueva cerveza y se bebió la mitad de un solo trago. No me miraba. Sabía que yo seguía donde me habían dejado. Lo vi aflojarse el cinturón y dejar resbalar los pantalones a lo largo de sus blancas y bien formadas piernas. Continué a la espera. Se quitó el saco y la corbata. Luego la camisa, sumidos en el silencio. Su cuerpo era de una armonía total. En playera, calcetines y calzoncillos volvió al balcón, pero no a mí. Se apoyó en la baranda de cara a las luces de la calle. De cerca, noté que sus piernas y muslos estaban cubiertos de un vello dorado apenas perceptible. Sus antebrazos también, y desee ver el resto.

Cuando quiso, se puso de nuevo frente a mí. Esta vez sus calzoncillos dejaban ver perfectamente el contorno de su sexo. Casi percibí su masculino olor. Acercó la botella de cerveza a mis labios y me dio un trago mientras me acariciaba el cabello. Empujó entonces mi cabeza hacia su entrepierna. Mi boca, mis mejillas y nariz se estrellaron contra el blando cojín de su sexo. Abrí la boca, queriendo comérmelo.

Tranquilo, putito – dijo alejando mi cabeza – eres un goloso. Te mueres ya por mi verga.

Cerré los ojos y de haber podido hubiera cerrado también los oídos. No era eso precisamente lo que deseaba oír. Tampoco hice nada por desmentirlo, porque tenía absoluta razón.

Tendrás que esperar – dijo tomando su posición en el barandal, aunque esta vez de frente a mí.

Me miraba al tiempo que sus dedos recorrían el contorno de aquel prometedor bulto. Yo seguía de rodillas, apenas a un metro de distancia. Separó las piernas, acariciándose los muslos, ascendiendo por ellos hasta la redonda silueta de sus huevos. Sus dedos jalaron la parte inferior de la truza. Los vellos dorados, ahora más oscuros, asomaron por la abertura. Lentamente, dejó salir sus huevos. Eran grandes y pesados. Colgaron entre sus piernas al verse libres. Siempre he pensado que los testículos que cuelgan son mucho más eróticos que los que están pegados al cuerpo. Los de Daniel parecían colgar como frutas en un árbol. Un ligero movimiento de sus caderas los hizo balancearse ante mis ojos.

Puedes chuparme los huevos – dijo con aquella voz profunda de ligero acento extranjero.

No me pasó por alto el "puedes". Como si fuera mi dueño. Como si fuera su esclavo y chupar sus huevos fuera el mayor de los privilegios. O tal vez si lo era y apenas lo iba descubriendo. Mi mente era un puré de confusiones, pero mi cuerpo sí sabía lo que quería, así que me arrastré hasta las danzantes bolas que se mecían al compás del viento y me las metí en la boca como las mas dulces de las frutas.

Cálidos y velludos, sus huevos hicieron saltar el resorte de mi pasión contenida. No sólo los chupé, comencé a devorarlos con desbordante energía. Los mamaba como si de ellos dependiera mi vida, y noté que la verga de Daniel comenzaba a crecer con mis lamidas.

Suficiente – dijo Daniel apartándome de sus bolas.

Lo miré perdido. Decepcionado, herido y perdido. No entendía. No quería entender aquellos ojos verdes. No quería entender aquellas simples palabras. Pero entendí las siguientes.

Desnúdate lentamente y escucha mis indicaciones.

Me puse de pie. Daniel, la suave voz de Daniel me quitó primero los zapatos. Calcetines, cinturón, corbata azul y mancuernillas. La voz me hizo girar mientras me quitaba los pantalones y la camisa. La voz me hizo detener. Me hizo inclinar en posturas ridículas y humillantes. Me hizo mostrarle los húmedos manchones de mi ropa interior, producto de mi excitación. Me hizo desnudar cuando lo creyó conveniente, y ni así, completamente desnudo y obediente, me permitió acercarme de nuevo.

Desde el balcón, la voz me contenía y más abajo, el ahora completamente erecto falo me llamaba. Me debatía entre uno y otro. Quería agradar a la voz, para que me siguiera queriendo, pero el grueso bulto entre sus piernas era un imán poderoso que parecía gritar por mi atención, aun dentro de los confines de sus calzoncillos.

Date vuelta – ordenó Daniel una vez más.

Lo hice, sabiendo que tenía un buen par de nalgas, extenuantemente trabajadas en el gimnasio con miles de sentadillas y pesas, y esperé ansioso su aprobación.

Ábrete el culo – dijo Daniel – y agáchate.

Lo hice con un cierto dejo de humillación. No era lo que esperaba. No quería sentirme como una puta callejera exponiendo mis carnes para convencer a un cliente dubitativo. Quería la apreciación de un amante. La caricia de un compañero, pero los ojos de Daniel valían mucho mas que mis deseos. Obedecí.

Lo has de tener caliente y pegajoso - fueron sus cariñosas palabras.

Me enderecé para buscar mi ropa. Aquello ya era demasiado. Daniel cruzó la habitación en tres zancadas. Me empujó violentamente sobre la cama.

No te ordené que te levantaras! – gritó molesto.

Permanecí boca abajo. Sorprendido y excitado. Sorprendido por su voz, que ya no era suave, excitado por sus manos sobre mis nalgas, calientes y afanosas, tocando mi carne por primera vez. Mis nalgas fueron violentamente separadas, mi culo totalmente expuesto. Metió uno de sus dedos en mi ano, sin la menor preparación. Me quejé casi involuntariamente.

Lo sabía – dijo cuando tuvo todo el dedo dentro de mi culo – caliente y pegajoso.

Asentí con mi silencio. No podía rebatirle algo que él mismo comprobaba con sus dedos. Me sentí invadido de deseo. Lo desee mas que nunca. Gemí, esta vez de placer.

Que sea la última vez que me desobedeces – dijo retirando el dedo abruptamente, y para confirmar sus palabras me propinó una sonora nalgada.

Como un eco, la sensación de aquel golpe reverberó en mi sangre y corrió por todo mi cuerpo, poniéndome la piel de gallina. Tras la primera, vino una segunda nalgada, y una tercera y muchas más. La habitación se llenó con el sonido de sus manos en mis nalgas, de mi respiración agitada y de la suya excitada. A pesar del dolor, perfectamente soportable, descubrí que aquello no lograba sino excitarme aun más, y a Daniel parecía sucederle lo mismo, como comprobé al mirar su entrepierna y descubrir el bulto de su sexo mas hinchado que nunca. Cuando terminó, ambos jadeábamos y transpirábamos.

A chupar verga – fueron sus palabras al tiempo que se acostaba sobre la cama y se quitaba los calzoncillos alzando las nalgas.

Allí, en medio del nido velloso de su pubis, la erguida herramienta de Daniel esperaba los honores. Me lancé como el sediento viajero del desierto lo hace sobre un oasis. Me la bebí completa, en atrabancados sorbos que deseaban apurar la fastidiosa espera. Me la comí desde la suave y nacarada cabeza supurante de oloroso almizcle hasta la base gruesa y peluda donde nacían sus huevos. No quedaba satisfecho. La quería toda, la quería entera. La quería dentro de mi boca hasta el fin de los tiempos. Daniel aguantó los primeros embates de mi alocado deseo, pero poco a poco me fue conteniendo mediante suaves presiones en mi cabeza. Me hizo tranquilizar y me hizo gozar de cada milímetro de aquel maravilloso instrumento. Me hizo detenerme en cada vena y cada pliegue. Aprender el sabor y consistencia de sus jugos, el olor entre sus piernas y el color pálido de su piel al distenderse.

Te la voy a meter – avisó de pronto, como si hubiera existido alguna vez la posibilidad de no hacerlo.

Me acomodó en cuatro patas. Como un perro. Y no me importó. Abrí las nalgas y esperé. Se tomó su tiempo. No le importó mi espera ni mis ganas. Me sobó las nalgas, las palmeó un poco nuevamente. Un dedo, dos dedos, tres dedos. Nada había para calmar mis ansias. Sólo él, y lo sabía. Finalmente me ensartó.

Dolor y placer en un perfecto balance. No le dije a Daniel que apenas si había sido penetrado en un par de ocasiones. No hubiera tenido sentido decírselo, y menos en aquellos momentos. No le dije que no estaba preparado para una verga de sus dimensiones. No creo que tampoco le hubiera importado.

Tienes un culo hambriento y glotón – dijo al penetrarme en un solo empujón – te gusta, putito, pregunto?

Cómo explicarle, pensé para mí mismo. Pero permanecí callado. No era ningún putito. Aunque estar allí, ensartado por su verga no era precisamente la mejor manera de refutárselo. Mejor me callé. Mordí las almohadas para soportar la avasallante sensación de ser partido en dos por su grueso miembro. Aguanté el aliento y el placer se me difuminó en esporas delicadas que reventaban en cada uno de sus embistes. Su carne contra mi carne. Ametrallándome con sus disparos. Empujándome sobre el colchón como una vulgar piruja que desquita sus servicios. Me sentía muchas cosas al mismo tiempo. Lo imaginé montando a su esposa, haciéndole un hijo tal vez con aquella misma verga.

Venga, vamos! – me urgió con otra nalgada – mueve bien ese culo, perra!

Y fui la perra. Y menee el rabo para que el macho quedara satisfecho. Y gemí como perra y aullé como perrra, y tuve la recompensa de seguir atravesado por su verga sin descanso.

Arriba – dijo sacando la verga de mi culo como quien descorcha una botella.

Me sentí perdido y vacío sin su pito entre mis nalgas. Me jaló hacia él, indicándome que lo siguiera. Salimos al balcón, ambos desnudos y transpirados. El aire de la noche no consiguió refrescarme. Me acomodó sobre el barandal y me abrió las piernas como si fuera un policía cateando a un criminal. Su verga encontró el camino apenas abandonado y volvió a rellenarme el culo con su verga. El conocido dolor y el reconocido placer de tenerlo dentro nuevamente. Suspiré agotado y feliz. Tal vez demasiado fuerte, pues un piso mas arriba, la ventana de un edificio aparentemente de oficinas se encendió. Un hombre asomó por la ventana, atraído tal vez por nuestros movimientos.

Espera, Daniel – dije saboreando su nombre en voz alta por primera vez – alguien nos está observando.

En vez de parar, Daniel arreció los movimientos de sus caderas, bombeándome con más fuerza todavía.

Déjalo – dijo sin permitirme salir del balcón – que vea lo puto que eres y lo mucho que te gusta la verga - concluyó.

No "la verga" Daniel, pensé en silencio, mas bien "tu verga". No tenía caso aclararlo. No había tiempo ni había forma. No mientras uno está siendo empalado y cogido con tanta energía y está siendo observado por un tercero. La pena de tener un testigo se mezcló con el placer que Daniel me proporcionaba. Pensé que el extraño cerraría la ventana escandalizado, pero en vez de eso, alcancé a ver los movimientos de su brazo, seguramente masturbándose.

Te gustaría que viniera aquí, verdad putito? – preguntó Daniel sin dejar de cogerme.

No – contesté secamente – cómo se te ocurre?

Si – continuó – te gustaría tenerlo aquí y meterte su gruesa verga en la boca mientras te cojo.

No – dije escandalizado.

Claro, a lo mejor prefieres que espere para que te coja en cuanto yo termine – imaginó – para sentir su verga chapoteando en tu culo lleno de mi leche.

No – insistí.

Daniel me sacó la verga y me dio media vuelta. Me besó en la boca. Me metió la lengua profundamente. Era el primer beso que recibía de otro hombre, aunque eso Daniel no lo supiera. Me dejó temblando.

No te muevas – ordenó entrando en la habitación y regresando con una silla. Desnudo esperé. El extraño de la ventana continuaba masturbándose en las sombras.

Daniel tomó asiento. Me atrajo hacia él y me abrazó, inclinándome al hacerlo. Me abrió las nalgas con las manos. Entendí que quería mostrárselas al extraño. Le mostraba la parte más íntima de mi cuerpo a un perfecto desconocido. Me metió dos dedos en mi culo ahora dilatado. Estaba tan excitado y caliente que ya ni eso me importaba.

Ahora quiero que te la claves tu solito – me indicó.

Abrí las piernas como si fuera a montarlo y me senté sobre su regazo. Su enorme y gorda verga estaba lista para recibir la flor abierta de mi culo. Entró en mi cuerpo nuevamente. Dejé de extrañarlo. Lo sentí removerse en su interior. Me sentí lleno de él. Poseído por él. Comencé a saltar sobre su hombría, clavándomela, metiéndomela, rozando mi verga entre los sedosos vellos amarillos de su pecho, hasta que no aguanté más y me vine en un increíble orgasmo, llenándole el pecho con mi semen.

Lámelo – me indicó.

Me incliné para probar mi semen. También era la primera vez que hacía algo así, pero eso tampoco lo supo Daniel. Terminé con los labios llenos de mi propio semen y el olor de su cuerpo y el mío mezclados en mi nariz y boca.

Terminemos – dijo metiéndome en la habitación de nuevo.

Esta vez lo tuve de frente. Me imaginé mas que nunca lo que sentiría su esposa. Lo acogí entre mis piernas, alzadas sobre sus hombros. Me la metió de tajo, como ya había descubierto que le gustaba. Hasta el tope, hasta llenarme el hueco de mi culo con toda su verga. Se vino después de unas cuantas sacudidas. Su leche inundó mis entrañas, sus ojos, mi vida entera.

Dormí esa noche con él. No hubo más sexo. Tampoco lo necesité. Estaba ahíto de Daniel, al menos por esa noche. Tampoco regresamos a nuestras respectivas casas al día siguiente. La esposa tuvo que entender que los compromisos de un banquero son interminables. Cosas de la economía. Cosas de hombres.

Compartimos tres días intensos. Suficientes para sellar nuestra amistad. Daniel entendió todas esas cosas que no le había dicho. Y yo entendí varias más. Lo sigo viendo, y siempre, siempre tengo la esperanza de que no sea la última.

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altair7@hotmail.com