Mexican Beauty (1)
Muchos mexicanos abandonan sus casas para buscar un mejor futuro en los Estados Unidos. Dejan también sus mujeres solas. "Abandonar" puede que no sea la palabra, "solas" tampoco.
MEXICAN BEAUTY
25 de enero de 2004
La calle Cupatitzio estaba hasta la chingada de coches. Dentro de los coches estaban conductores que renegaban de la mala decisión de haber tomado esta céntrica calle de Uruapan para cortar camino y descubrir que, inocentemente, habían caído en una trampa vial.
Un tipo de una camioneta tenía un teléfono móvil en su mano y a la bocina casi grita a su amante "Si, ya voy, ya voy. Lo que pasa es que estoy atrapado en un pinche embotellamiento. Un jodido muerto lo van llevando al panteón y están tapando toda la calle. Si, si. No te preocupes. Orita se mueven estas vacas. No, no puedo sonarles el claxon. No se van a quitar los cabrones y si me van a mirar feo, como si no fuese sensible de la muerte. No sé, ha de ser un músico o alguien así, llevan la caja cargándola a pie, no quisieron pagar carroza los hijos de puta. Compra el periódico para ver quien chingados es el muertito. No, no creo que no tengan dinero, los familiares se ven bien vestidos y la caja parece buena. Va mucha gente llorando porque detrás de los que cargan la caja va una banda de música tocando Las Golondrinas . Si, ya ni la chingan, con esa pieza hasta a mi me están dando ganas de llorar."
En una acera, una señora lleva de la mano a su niño y está dudando si cruzar o no junto al muro, pues un letrero dice NO PASE dado que las tejas del techo volado se están cayendo a pedazos, cuando no que también caen trozos de muro. No quiere pasar por la banqueta pero tampoco quiere unirse al cortejo fúnebre. Una muchacha en falda corta y roja contrasta con el dolor de los familiares de Doña Justa, la muerta, aunque uno que otro sobrino muy lejano se siente lo suficientemente sin dolor como para imaginarse desnuda a la chica de la falda. La señora del niño atraviesa corriendo el tramo peligroso y, a su paso, zumban abejorros que anidan en el desquebrajado muro de adobe que llora trozos cafés de tierra, pues ya el acabado se les ha caído hace mucho. El edificio, viejo y feo como está, mira orgulloso toda la procesión, pues seguido ve la ruta de muertos y se sabe más longevo.
Van señoras que apenas y si pueden andar, acompañando a su vecina y amiga al lugar de su último descanso. Todas van vestidas de negro, unas incluso se cubren el rostro, y así avanzan semejantes a huecos de ausencia de color que la vida no hubiese podido evitar, y cualquiera que las ve se convence de su tristeza. Una de las señoras, Doña Carmen, limpia de sus párpados las lágrimas que le arranca el saber que su amiga más cercana va en la caja, ya toda tiesa y sin vida, lista para pudrirse en el panteón. En su mano derecha sujeta su escapulario, apresándolo como haría un tecolote a un ratón. Se tranquiliza pensando que por fin Doña Justa va a unirse con su marido, en el cielo, pues hace dos años que se le adelantó Don Cipriano; pero todo esto no le consuela nada, pues sigue sintiendo rabia de ver a José, el hijo mayor de Doña Justa, abrazando a la desvergonzada de Lupita, esposa de éste y nuera de Doña Justa, quien a su vez lleva de la mano al nieto, el único, el más querido, de la difunta.
Doña Carmen no pierde detalle de la ropa poco seria de José, la camisa es negra, pero demasiado brillante para reflejar tristeza, además lleva lentes oscuros para ocultar que no va llorando, mientras que el niño lleva los mejores tenis, pantalón y camisa. No en balde su papá se va largas temporadas a Estados Unidos a trabajar. De Lupita mejor ni hablar, el cabello no va recogido, sino suelto, no va negro ni cuando menos castaño, que es su color original, sino rubio con unas ligeras raíces castañas, y con el viento los mechones rubios parecen invitar hombres a su cuerpo, va de negro, si, pero ni siquiera lleva falda, sino pantalón, un pantalón que dentro de lo negro que es enmarca esas nalgas de puta que tiene. El niño nada sabe de cómo se ve su madre, y pone su manita sobre una de las nalgas de Lupita, y más de tres parientes lanzan un suspiro de envidia.
El niño, Lupillo, va sin saber exactamente qué pasa, sólo voltea y, sonriendo, se estira en dirección de su Tío Miguel, quien abre los brazos y le carga. Son muy unidos ese niño y su tío. Doña Carmen balbucea algo que no llega a ser ni un suspiro y piensa que al menos, y dentro de todo, Lupillo tiene suerte de contar con su Tío Miguel, quien parece ser el único decente. Con José no quiere ni cruzar la vista y con la fácil de Lupita menos. La hija de Doña Justa, Justita, ni está, lleva un año sin saberse de ella desde que se fue para el otro lado, a Chicago probablemente, de golfa seguramente.
Son vecinos y no los hijos quienes cargan el ataúd. Doña Carmen piensa, "Yo también hubiera pedido lo mismo, que fueran extraños quienes me llevaran al pozo, y no mis hijos fruto y motivo de toda mi vergüenza." Odia a Justita y a José, a la primera por matar a Don Cipriano de un coraje, y al segundo, junto con la muy perra de Lupita, por matar a Doña Justa. "Que Dios les ampare" balbucea sintiendo nostalgia de aquellos tiempos en que Dios se ocupaba personalmente de joder a los malvados.
Ahí va Doña Carmen, sufriendo la pena ajena que su vecina muerta ya no sufre. Mira a Lupita y descubre que esa maldita representa todo lo que ella aborrece. Ahí va Lupita, como gran señora, como si hubiese sido respetuosa de Doña Justa, cuando vivía. Ahí va con sus pantalones negros y su culo de puta, caminando un poco arqueado, como lo hacen los patos porque su cadera ha comenzado ya a abrirse y a sus pechos a llenarse de leche, y Doña Carmen sabe ya la razón, la muy golfa está encinta de nuevo. Eso sería un acontecimiento dichoso si Doña Carmen no hubiese sido, además de amiga, vecina de Doña Carmen y por ende de Lupita, y no sólo eso, también era su tendera y sabía, según los abarrotes que compraban, lo que ocurría en casa de los demás. Ella, que con su instinto sabueso tenía conocimiento de que ni el niño que llevaba cargado Miguel, ni el niño que llevaba justo ahora Lupita en el vientre, eran de José, su marido. Sabía eso, sabía la verdad, pero no podía demostrarlo.
Pero lo sabía. Sin embargo nadie le creería, o si le creían la señalarían como una vieja chismosa, si revelaba que ella podía saber cuando estaba en su periodo la Lupita, después de todo ella era la que le vendía las toallas sanitarias para el sangrado, y era ella la que le tocaba atenderle personalmente cuando Lupita llegaba a la tienda malhumorada por su regla. Ese dato, imperceptible para los demás, era un secreto suyo, pues las fechas en que estuvo José en el país y en las cuales supuestamente preñó a Lupita, eran fechas en que ella tenía su sangrado. Por eso ella no creía que hubiese sido José quien la preñó. Máxime que la misma Doña Justa le había dicho que su nuera, Lupita, se iba a ir un fin de semana adicional para encontrarse con José en Mazatlán, para el efecto especial de encargar familia, justo a catorce días de aquella regla de Lupita, pero ella, Doña Carmen, inquieta y sagaz, no soportó las ganas de llamar a su hijo Tadeo, quien trabajaba en Estados Unidos junto a José, justo en ese fin de semana, para preguntarle, inocentemente, por José, y encontrarse con que Tadeo le dijo que José estaba ahí, justo a su lado. Sin embargo, Lupita si se fue ese fin de semana, a Mazatlán o al lugar que sea, y quedó preñada, y no de su marido.
Doña Carmen entonces aprieta sus labios y ve cómo José, Lupita y Lupillo parecían una familia. Pero ella también fue joven, y de joven tenía unas nalgas iguales o más bonitas que las de Lupita, a ella también la desearon con locura, y recordaba que Hernán, su difunto esposo y único hombre que conoció en su vida, sabía muy bien qué hacer con esas caderas suyas. Recordaba que la tendía sobre la cama y empezaba a chuparle el coño muy intensamente, mordiendo con sus labios los de ella, hinchándole los labios de la vagina hasta que le quedaba como un mamey tierno abierto en canal y sin hueso. Luego Hernán tomaba en sus manos sus pechos y también los chupaba, unos senos muy parecidos a los de la Lupita, y se los comía a besos, babeando muy excitado. Ella recordaba que ella también vivió el delirio de estar en una cama, con las piernas bien abiertas, sumida en la impaciencia de que su hombre se empuñara la verga y se la metiera donde él quisiera, en la vagina o en la boca, en ningún sitio más porque es pecado, recordaba cómo sostenía ella la verga de su marido en la mano y como cada vez que lo hacía le parecía nuevo todo aquello, como la primera vez en que vio un miembro masculino, el de él obviamente, y descubrió de tajo todos los misterios, y tuvo que tocarlo para salir de dudas acerca de su dureza y su textura, y tuvo que comerlo para conocer su sabor, y para poder ver de reojo la cara de locura que su marido ponía mientras ella lo engullía encajándose todo su tronco hasta la garganta, eran caras que no veía nunca. Además Doña Carmen sabía que un hijo no venía por accidente, que siempre eran fruto de estar bien encajada, hasta el fondo, con las piernas bien abiertas, jadeando sin ninguna vergüenza, gritando mientras la verga comienza a vaciar su chorro caliente en la matriz, inundando plenamente de gozo todo el cuerpo, así se hacían los niños.
En medio de estos recuerdos Lupita era todo lo que ella aborrecía, era la mujer que no se había conformado sólo con una verga, sino que había querido más, más de una verga, varias, para probar distintos sabores, para que distintas manos le abriesen las nalgas, para que distintos grosores le barrenaran las caderas y para que su matriz bebiera de distintos semenes, su boca entonces había probado distintos sabores de piel, distintos sudores, la habrían acomodado diferente y le habrían dado placer de distintas formas, y ese acto divino de ser regada con la semilla se había vuelto algo asqueroso, casi como un cerdo, un animal, que se acerca sólo por la pasión y taladra desenfrenadamente la vagina para cumplir el egoísta fin de mancillar con la leche maldita el templo más puro de Dios, y así, con esa mancha indeleble en el alma, con su matriz nutrida de la semilla de distintos machos, con el sabor a verga en la boca, besaba a su marido, engañándole, o a su hijo, lanzando con su culo mensajes de celo a los hombres que sólo quieren poseerla, paseándose hipócritamente por la casa de la suegra, de Doña Justa, como si fuese mujer buena, pero siendo una puta perdida, pasando como mujer honorable pero disfrutando de más, disfrutando lo que Dios no deparó para ella, gozando las mieles del diablo, mintiendo. ¿Cuántos hombres habrán estado con ella? No lo sabe, pero si fue más de uno estaba mal.
Cuando al sepultar a Doña Justa Lupita se quebró en llanto, Doña Carmen tiró al suelo su rebozo negro, y se marchó avergonzada de lo que sabía, dudando en si contarle todo a José o no.
23 de enero de 2004
Un Policía Federal de Caminos le paró el alto a José, quien luego de manejar durante muchas horas desde Los Ángeles, California, a Uruapan, Michoacán, ya no tenía energía para huir ni discutir. Ese era ya el tercer policía que lo detenía bajo cualquier pretexto con el único fin de extorsionarle y arrancarle unos cuantos dólares americanos. No importaba tanto el dinero, pues traía mucho en una maleta y sólo un poco, aunque seguía siendo mucho, en el pantalón. Ya de plano ni le preguntó al oficial cuál era el problema, pues ese lo sabía perfectamente, el problema es que estos cabrones de la policía gustan de tener mucho dinero y tienen el poder para exigirlo, que si las placas son de California, que si la licencia, que si su puta madre, es irrelevante.
¿Qué le iba decir? ¿Iba José a apelar al corazón de mierda del Federal explicándole que lleva prisa porque su madre se está muriendo y esperar que el hijo de su jodida madre se conmoviera y le dejase ir sin robarle como es costumbre?
Se orilla dispuesto a no decirle nada al oficial, darle el dinero y marcharse, pero una vez detenido advierte que del oído izquierdo del policía pende un pequeño arete de oro. José reconoce al personaje en cuestión y cae en cuenta que ya le conocía, al menos por lo que de ese oficial se contaba, historias sorprendentes que él siempre creyó como un mito, pero que ignoraba que esta vez le iba a tocar vivir. El oficial del arete era ampliamente conocido por todos los que iban a Estados Unidos y regresaban al país con un vehículo americano. Se decía que ese oficial a veces pedía dinero, pero a veces pedía favores sexuales. Y al ver José que traía la pistola empuñada en la mano derecha, sabía que le tocaría una extorsión del segundo tipo.
Cuando se van los trabajadores a Estados Unidos a trabajar como ilegales, algo pasa en su seguridad personal, pues regresan a su tierra sintiéndose tan ilegales como lo son en el extranjero. Ello es una ficción deprimente, pues en México, en su tierra, no son ilegales, no son extraños ni forasteros. Sin embargo, traer un auto norteamericano es algo ilegal, por lo que van a Estados Unidos y la ilegalidad la traen consigo. El policía lo sabe, sabe que puede quitarle el vehículo, sabe que el mojado está manchado, marcado, que ya no está limpio, que está de alguna forma sucio, y él les ayuda a ensuciarse más.
José no habla, sólo habla el oficial. Le apunta con la pistola y lo hace recargar las nalgas en el costado de la patrulla, que está estacionada prácticamente detrás de unos arbustos. Se pone en cuclillas y apuntando a la cara de José le baja lentamente el cierre de la bragueta. "Cierra tus ojitos" le dice, y empieza a mamarle la verga. Al principio la verga de José se resiste, pero poco a poco comienza a ignorar problemas de género y se le comienza a poner tiesa. El oficial, que es muy alto y tiene las mandíbulas muy anchas, está un poco desilusionado porque la verga de José no es muy grande, a tal forma que le enfada un poco poder tragar toda aquella verga con facilidad. José ya se ha puesto a imaginar que quien le mama con rabia es mujer, empieza a gozar cómo le muerden los testículos, como la lengua se la pasan a lo largo de su miembro, el recorrer de dientes a todo lo largo de su palo. El oficial siente que si no le ha de satisfacer el tamaño de aquello que tiene en la boca, ha de complementarlo con algo, así que se saca su propia verga y comienza a meneársela, y así, feliz, emite toda serie de ruidos masculinos. Comienza el policía a eyacular sobre un neumático de su patrulla, a la vez que comienza a mamar con más convicción. José empieza a sentir como su esperma se va preparando para bañar la boca del oficial, mira al cielo rogando que el policía tenga una herida en la boca para que se le infecte, y el cielo escucha avisando que así es, y dicho esto, bajo el placer de causarle algún tipo de ardor, José se descarga completamente en los labios y dientes del oficial, quien pone cara de nena cuando el baño blanco le inunda la garganta. El oficial deja que José se marche, dispersando con la lengua todo el esperma que le queda en la boca.
Al volante de una camioneta Pathfinder de Nissan José continúa bajando por la cuesta que va de Paracho a Uruapan. Está satisfecho, nada lo turba, es como si nada hubiese ocurrido. Cuando cruza Capacuaro el sol se asoma repentinamente e ilumina un poco todo, y es cuando ve las casitas de madera, los perros echados, mujeres con rebozo en la cabeza y pecho, llevando bajo el brazo lo que prepararán de almuerzo, sus faldas son plisadas y coloridas, sus pechos en apariencia muy vastos, su cabello negro, presumiblemente trenzado, sobre la calle hay todavía hornillas en las cuales se han puesto a asar elotes, huele a leña; todas estas sensaciones le tienden una emboscada y llora al volante, pues esta tierra, inexplicablemente miserable siendo que tiene tanta riqueza le excita cada gota de sangre. En California no puede ni imaginarse un bosque como ese que ve, allá no hay todo eso que ahora le conmueve. Aprieta los dientes y le gustaría tener entre una mandíbula y otra a todo el gobierno corrupto que ha hecho de México una ramera servil de Estados Unidos. Quisiera quedarse aquí para siempre, pero no hay futuro, sólo pobreza. Sin embargo no advierte que de tanto vivir allá, de tanto cobrar en dólares, muchas cosas se le están pegando, que ya es, muy a su pesar, pocho.
Deja atrás Capacuaro y ya todo es llegar a Uruapan. Es cuando empieza a pensar aquellos seres a los que verá. Piensa en Lupillo, le da mucha ternura ese chiquillo. Le molesta saber que frente al mundo él debe aparecer como el padre del niño, aunque no lo es, pese a que esto habría de suponerse por ser él el marido de la Lupita, en quien prefiere no pensar. Su madre se muere y José sólo espera que la vieja, su viejecita, muera con la idea de que vio en el pequeño Lupillo la encarnación de su sangre, su pasaporte a la prosperidad. Ese pasaporte fue un lujo que no tuvo Don Cipriano, quien murió con la incertidumbre acerca si sería él el fin de los apellidados Maquihua, pues supo del embarazo de Lupita, pero no tuvo seguridad de que el niño fuera a salir varón.
Por fin llega a casa de sus padres. Le da un fuerte abrazo a su hermano Miguel, duran unidos cerca de un minuto envueltos en ese abrazo que sólo da la sangre. Lupillo se acerca y José le acaricia la cabeza, lo alza en brazos y lo besa, nota que el niño ya camina, cosa que no hacía la vez pasada que les visitó. Luego saluda de mano a Lupita. Ojalá y en sus ojos, los de ella, hubiera odio, recelo, pero no lo hay, en su lugar hay un cariño de hermana, cosa que pesa ya que más que hermana es su esposa, José sonríe sólo de recordar las noches en que le hizo el amor que ahora no le haría, y comprende que en el cuerpo de ella se gesta otro hijo que no proviene de su semilla, que eso la llena de amor, que él y sus problemas no le pueden hacer nada pues su tarea creativa es más grande y más fuerte que todo aquello que él pueda recriminar. En su vientre fructifica semilla de otro hombre y él es cabrón por no poder hacer nada. No sabe cómo sentirse.
Llega a lado de la cama de Doña Justa, quien ya se está muriendo de verdad. La vieja poco o nada puede decir, ve llegar a José y sonríe, pues en su cabeza ve llegar a ese niño que parió, ese que ha crecido y ha decidido recorrer un camino muy distinto al que ella soñó para él; ella lo soñó encima de un tractor, cultivando la tierra, su tierra, llegando a su casa y besando a su mujer, cargando en hombros a sus hijos, humilde pero honrado, con conciencia tranquila, pero es tan distinto, tan exitoso pero francamente infeliz, montado en un camionetón que nunca podría comprar aquí en México, su cartera sólo tiene dólares, muchos dólares, fruto de cultivar tierra ajena, o de servir a gente extraña para ojos de Doña Justa, y llega a su casa donde una mujer no lo espera y un hijo no lo echa de menos, sus botas de avestruz no pertenecen a ningún lugar, y el resto de su ropa es de igual mal gusto, con una camisa de la Vírgen de Guadalupe manufacturada en Taiwan; aun a lado de la cama de su madre moribunda no se quita los lentes, se ha desacostumbrado a la luz.
Le toca la cabeza a su viejecita. Esta agradece como un perrillo. José le dice a su madre "Te he fallado", pero Doña Justa le dice que no con la cabeza, ella querría decirle, explicarle que no es cierto, pero está ahorrando aliento para cuando llegue el Sacerdote. "¿Te ha contado Miguel todo lo que he hecho?" le dice José, y Doña Justa estima imposible ahorrar palabras así que le dice "Tu padre hubiera estado orgulloso de ti". José acota "¿Y tu?". "Yo también. Mi nieto es un angelito bajado del cielo que ha hecho muy feliz a esta vieja". El Cura llega y José sale de la habitación. El sacerdote inicia un ritual de confesión y la moribunda le dice con gran lucidez que no ha sido fácil la vida para una vieja como ella que ha tenido que ser testigo de cómo las costumbres han cambiado, de cómo el mundo va devorando los sueños de los hombres, se reconoce feliz de haber visto su sangre renacer, pese a que las cosas no hubieran sido como a ella le enseñaron, el sacerdote le insta a que perdone a sus semejantes, que no se vaya con rencor, "No lo tengo" dice Doña Justa. Ella guarda silencio y el sacerdote le aplica los santos óleos, ayudándole a bien morir.