Métodos alternativos de pagar el alquiler
Verónica es mi compañera de piso, pero hace mucho que no paga el alquiler y la tengo que mantener. Pero eso se acaba hoy.
//Puede que la categoría fuese sexo oral en vez de dominación. Si consideráis que no encaja en esta, lo borro y lo pongo en la otra//
Introduje la llave en la cerradura y con un lento giro abrí la puerta. Había sido un día largo y lo único que me apetecía era quitarme los zapatos y tirarme tranquilamente en el sofá. Unos ojos se posaron en los míos en cuanto atravesé el umbral: Verónica estaba exactamente donde yo quería estar, tumbada, con un libro de bolsillo entre las manos. Seguramente llevaría ahí todo el día, ni siquiera se había dignado a quitarse el pijama y vestirse. Una oleada de rencor me azotó la espalda, pero traté por todos los medios de que no se me notase, pues nada bueno sacaría de enfadarme.
-Hola -me saludó ella, sin entusiasmo.
-Buenas -gruñí yo mientras pasaba de largo y me metía en mi habitación, cerrando tras de mí, tal vez de forma más brusca de la que había pretendido.
Me dejé caer pesadamente sobre la cama, irritado, y traté de quitarme los zapatos haciendo palanca, pero no había manera. Últimamente siempre me ponía de mal humor cuando veía a Verónica. No era porque estuviese en el sofá, eso era una tontería, claro. Era por la relación que teníamos y la carga que suponía para mí.
Años atrás, en mitad de mi época universitaria, unos cuantos compañeros habíamos decidido irnos a vivir juntos, para alejarnos un poco de la casa familiar y sentir que nuestra vida progresaba. Entre esos compañeros se encontraba Verónica, que tenía una mala relación con sus padres y deseaba marcharse de allí a toda costa. Era una chica alegre, no muy estudiosa, pero que se las apañaba. Todos nos queríamos mucho.
Sonreí, recordando aquellos primeros meses de euforia, de sentir la libertad entrar a raudales en nuestras vidas… Las fiestas, los horarios caóticos, la cocina creativa, la camaradería, las conversaciones (cerveza en mano, claro está) sobre la vida, el universo y todo lo demás…
Y entonces, un buen día, a Verónica la echaron de la universidad. Había un número máximo de convocatorias de examen para superar cada asignatura y desgraciadamente había un par que a mi amiga se le habían atragantado. Supongo que no supo reaccionar a tiempo o pedir ayuda, quien sabe. El caso es que era una decisión firme por parte de la escuela y ella se encontró en una situación difícil. Sus padres esperaban que ella volviese con ellos, pero Verónica se negó. La cosa se puso tensa y dejaron de pasarle dinero, incluso dejaron de hablarse. Sin esa fuente de ingresos, sus pocos ahorros empezaron a agotarse rápidamente y, aunque conseguía algún trabajito de poca monta de vez en cuando, no era suficiente para mantenerse ni mucho menos. La chica estaba pasando por un mal momento, así que entre todos tomamos una de las decisiones más altruistas que yo haya tomado y decidimos repartirnos su parte del alquiler hasta que superase el bache.
Entonces no lo sabía, pero no iba a ser una buena idea. Pasaron los meses, nosotros progresábamos en la universidad, pero Verónica no parecía salir adelante. No se inscribió en ninguna otra titulación, ni se planteó hacer formación profesional. Poco a poco, incluso dejó de buscar trabajo. Todos estábamos un poco molestos con ella, pero sabíamos que su relación con sus padres era horrible y no queríamos forzarla a que volviese… Así que aguantamos.
Y llegó el final del último curso. A mí me salieron unas prácticas de última hora en la zona, así que aproveché la oportunidad sin dudarlo y las acepté. Era una sensación increíble trabajar en algo relacionado con lo que había estudiado, así que no me importó estar un año de prácticas y menos sabiendo que no era descabellado que eso se tradujese posteriormente en un puesto de trabajo real. El resto de mis compañeros no tuvo mi suerte o mi desgracia y, sin el impedimento de hacer prácticas, acabaron la carrera y se dispersaron, dejándome solo en el piso… con Verónica.
Traté de buscar nuevos compañeros, pero era muy difícil explicar la situación en la que nos encontrábamos y nadie aceptó: ¿por qué tenían ellos que mantener a una chica que no conocían de nada, solo por su cara bonita? Fueron unos meses muy difíciles y de no ser porque todo me iba como la seda a excepción de Verónica, no sé si lo hubiese soportado. Finalmente acabé las prácticas y poco después la carrera. Mis esfuerzos dieron sus frutos, ya que la empresa me contrató finalmente y pasé a recibir un suelo de ser humano por hacer un trabajo prácticamente idéntico al que realizaba de becario. Así es el mercado laboral, lamentablemente.
Eso me dio oxígeno para seguir adelante, pero la situación no mejoró. Yo esperaba que el casero, una vez acabada la carrera, nos echara. Era mi esperanza de no tener que enfrentar yo solo a Verónica y decirle que se buscase la vida. Pero al parecer, al casero tanto le daba que fuésemos estudiantes o no, así que se hizo añicos mi esperanza de salir de aquel piso sin decirle directamente a mi antigua compañera de carrera que la dejaba tirada.
Sacudí la cabeza, tratando de apartar aquellos pensamientos de mi mente. Finalmente conseguí quitarme los zapatos y me tumbé en la cama. Traté de dejar la mente en blanco, pero era inútil: ya había pasado casi un año desde que me habían contratado y Verónica no daba muestras de mejora. Es más, cada vez tenía peor pinta: apenas salía de casa, se quedaba mirando la tele, leyendo o en el ordenador todo el día. Para ello no había diferencia entre los días de la semana ni los meses del año. Se había vuelto huraña y se había recluido en sí misma. Apenas hablábamos: a mí no me parecía bien hablarle de mi trabajo y ella no tenía nada que contar. Era apenas una cáscara de lo que había sido. Un estorbo. Una buena para nada.
Una sensación caliente me subió por el estómago. Era ira. Era rabia. El sofá era mío, todo en aquel puto piso era mío, porque YO era el único que lo pagaba. Me levanté de la cama de un salto y abrí la puerta de la habitación. Verónica seguía tirada en el sofá y de nuevo levantó la vista de su libro para mirarme.
-Levanta -le dije con tono firme-. Quiero tumbarme yo.
Ella apretó un poco los labios, pero no tuvo más reacción.
-¿Qué? -preguntó, aturdida.
-Que te levantes del sofá -repetí mientras le hacía un gesto, indicando que se levantase.
Ella me aguantó la mirada unos segundos, pero al final pareció quedarse sin fuerzas y sus ojos resbalaron hasta su libro. Con movimientos lentos, colocó el separador en la página en la que se encontraba, cerró el libro y, aún más despacio, se levantó. Sin esperar un segundo, me tumbé y tanteé la mesita que había a un lado hasta que alcancé el mando del televisor. Verónica no se movió ni un milímetro, permaneció frente al sofá, recta como un palo. Me miraba con gesto desvalido, casi suplicando.
Haber conseguido que se levantara me suponía una venganza increíblemente dulce, demasiados meses guardándome todo mi rencor y frustración me había vuelto prácticamente incapaz de sentir empatía por aquella chica o lo que quedaba de ella.
-¿Te puedes apartar? -le pedí con brusquedad-. Me tapas.
Tardó unos segundos en reaccionar, como si el aire a su alrededor fuese denso y pegajoso, y el sonido tardase mucho en llegar a sus oídos. Pero se hizo a un lado. No se fue a su habitación ni nada, sencillamente dio un par de pasos a un lado y se quedó de pie en medio del salón, libro en mano.
Encendí el televisor y traté de ignorarla, pero el fuego de mi interior se agotó finalmente y dio paso a una fría y espantosa sensación de culpa por haber tratado de esa forma a quien, por lo menos en teoría, era mi amiga. Hice de tripas corazón y desvié mi vista hacia ella.
Entonces vi que estaba llorando… pero en completo silencio. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y se le acumulaban en la barbilla, desde donde goteaban sobre su pijama.
A pesar de todo el rencor que sentía hacía ella apenas un minuto antes, verla allí, descalza, con su puto libro y su pijama bañado en lágrimas, me hizo sentir el ser humano más vil del mundo. Había cometido una bajeza de la que no me creía capaz.
-Lo siento mucho, Verónica -me disculpé con voz quebrada mientras me levantaba.
Ella negó con la cabeza, sin moverse. Todo su cuerpo temblaba.
-No tenía ningún derecho a echarte del sofá -insistí-. De verdad que lo siento.
-Sí que tienes derecho -aseguró, con la voz más triste que yo hubiese escuchado. Estaba hecha polvo-. Tú pagas la casa, yo solo soy una carga.
Traté de decir algo, pero ella siguió hablando, incapaz de contenerse ni un segundo más.
-No sirvo para nada, soy incapaz de hacer nada por mí misma -gimió-. No merezco vivir.
Esto último lo dijo con rabia, como si se odiase a sí misma. Un escalofrío me recorrió la espalda. Nunca antes había escuchado a nadie decir algo así... y me preocupaba. Era el tipo de cosas que decía la gente que se quería suicidar.
-No digas eso -le pedí, turbado-. Solo estás pasando una mala época, ya te repondrás.
Ella sacudió de nuevo la cabeza.
-No, no me repondré -aseguró amargamente-. No soy inteligente, ni tengo talento, ni don de gentes. No seré capaz de completar una carrera, ni de encontrar trabajo. Mi familia me odia y tú también. Estaría mejor muerta.
Me rompió el alma verla así. Debía haber estado guardándose todo aquello durante mucho tiempo. No tenía nadie con quien hablar y la situación no mejoraba, así que se había ido hundiendo en la desesperación poco a poco. Debí haberme dado cuanta antes, claro, pero estaba demasiado ocupado culpándola de su propia situación para molestarme en ponerme en su piel y tratar de comprenderla o ayudarla. Un impulso repentino me obligó a dar un paso hacia ella y abrazarla. Nunca antes la había abrazado (no sobrio, al menos), pero sentía que era lo que necesitaba. También yo lo necesitaba, para que engañarnos. Ella correspondió mi abrazo y finalmente rompió a llorar del todo.
-Lo siento mucho, siento ser una carga para ti -gimió, descompuesta-. Por favor, perdóname.
Le acaricié el pelo. Temblaba con violencia. Quería decirle que no pasaba nada, que no era una carga y que no se preocupase… pero no era cierto.
-No ha sido fácil para ninguno -comenté, tratando de ser diplomático-. No deberías haberte callado todo esto, no es bueno guardarse las cosas.
Era irónico que le dijese eso porque precisamente yo también había reventado (aunque de forma distinta) y por eso estábamos en esa situación.
Ella no respondió nada, siguió llorando, abrazada a mí.
-Ahora lo importante es que decidas que quieres hacer con tu vida -le sugerí-. Te ayudaré en todo lo que pueda, te lo prometo.
Ella negó con la cabeza, sin soltarme.
-No puedo -aseguró mientras enterraba su rostro en mi hombro-. Por favor, no.
No tenía suficiente sangre fría para insistir… Así que suspiré, derrotado.
-Pues nada -cedí-. No hace falta que decidas nada ahora mismo.
Ella sorbió mocos y levantó la cabeza para mirarme.
-Gracias -susurró.
Entonces una idea cruzó mi mente, algo que no me había atrevido a proponer en otras ocasiones, pero que ahora, sabiendo como de inútil se sentía, parecía razonable. No perdía por proponérselo.
-¿Qué te parece si, a partir de ahora, te encargas tú de todas las cosas de la casa? -sugerí-. Te mantendría ocupada para que no pensases en todo esto y sería un primer paso para volver a ponerte a hacer cosas. Y todo eso sin salir del piso.
Ella me miró fijamente a los ojos.
-Si no te parece bien… -empecé a decir, pues tal vez ella podía ofenderse por ofrecerle, básicamente, ser mi “chacha”. Podía considerarlo sexista o cruel o…
-Sí, sí -me interrumpió-. Me parece bien…
Volvió a apoyar su cabeza en mi pecho.
-Haré todo lo que tú quieras -aseguró, con voz calmada.
Tragué saliva. Era una frase imprecisa, en la que cabían muchas cosas…
-¿Lo que yo quiera? -repetí muy despacio, con cautela.
De pronto, dejé de ver a Verónica solo como mi particular condena y la vi… como una mujer. Sus pechos estaban apretados contra mi torso. Aunque hacía mucho que no se arreglaba, tenía cierta belleza natural y estaba bien proporcionada. Yo no tenía novia y los encuentros esporádicos habían dejado de apetecerme, así que llevaba un buen tiempo sin correrme. No pude evitarlo, me empalmé. Mi primer impulso fue apartarme… pero no lo hice.
Verónica abrió los ojos, sorprendida, cuando noto mi erección. Se apartó un poco, pero no me soltó. Entreabrió los labios y se quedó unos segundos pensando. Dejó escapar el aire de sus pulmones muy lentamente y luego aspiró también despacio.
Nuestros ojos se encontraron. Los de ella tenían una fuerza que hacía años que no veía en ella.
-Todo lo que quieras -sentenció.
Tragué saliva.
-¿Estás segura? -insistí.
Ella volvió a acercar su cuerpo, presionando sus pechos contra mí, aunque arqueándose ligeramente para evitar mi pene.
-Necesito sentir que mi vida sirve para algo -explicó-. Que no soy solo una carga para ti aquí.
Se tensó un poco, pero no apartó la vista.
-Si me niego a hacer algo de lo que me pidas… me iré del piso -me aseguró, aunque parecía preocupada.
Supongo que estaba intranquila por hacer una promesa así. Podía pedirle que se cortase un brazo y entonces ella no tendría más remedio que irse del piso. Pero no tenía intención de pedirle algo así.
-Si es verdad lo que acabas de decir, vas a pagar con creces tu parte del alquiler -le aseguré, medio en broma.
Ella también sonrió, emocionada.
-Gracias -me susurró-. De verdad.
Hacía tanto que no la veía sonreír que me sorprendió ver ese gesto en su cara. Debía haber tocado fondo como para alegrarse de lo que acababa de aceptar hacer. Tragué saliva: prometer cosas era fácil, lo difícil era cumplir lo prometido. No tenía intención de demorar aquello ni un instante.
-Ponte de rodillas -le pedí.
Ella asintió ligeramente y se arrodilló en un instante. Parecía que aquella nube espesa que bloqueaba su mente y la hacía moverse con lentitud se había esfumado. Le brillaban los ojos de una forma que me resultaba algo preocupante.
-Abre la boca -continué.
No era complicado adivinar que iba a suceder. Verónica dudó unos segundos, pero finalmente entreabrió un poco sus labios.
-Más -insistí.
Ella obedeció y me miró a los ojos.
-No la cierres hasta que yo te lo diga -le dije.
Ella permaneció con la boca abierta y sus ojos clavados en los míos. Con un movimiento lento pero seguro, me bajé los pantalones y luego los calzoncillos. Tenía el pene duro, pero Verónica siguió mirándome a los ojos.
-No quiero que apartes la vista de mi polla -le ordené-. Y la boca bien abierta.
Sus ojos resbalaron lentamente hacia mi entrepierna y se clavaron en mi miembro. Alzó una de sus manos y me la agarró.
-¿Te he dicho yo que hagas eso? -la reprendí.
Ella bajó de nuevo el brazo y me miró a los ojos, algo confundida. Quise reprenderla otra vez por haber dejado de mirar mi pene, pero sentí que estaba siendo demasiado duro, así que lo pasé por alto.
-¿Sueles tocarte? -le pregunté sin tapujos.
Ella puso una mueca, incómoda, pero no dijo nada.
-Contesta con la cabeza, no cierres la boca -le pedí fingiendo que no me había dado cuenta de que no quería contestar.
Finalmente ella sacudió la cabeza. No se masturbaba.
-¿Lo has hecho alguna vez? -la tanteé.
Verónica asintió.
-¿Dejaste de hacerlo por todo el tema del piso? -aventuré.
Ella vaciló un instante, pero finalmente asintió. Sentí una punzada de lástima: se sentía tan mal consigo misma que no se permitía ni el más mínimo placer. Me preocupaba que se hubiese intentado hacer daño físico, pero no tuve coraje para preguntarle. Además, no quería pensar en eso en aquel momento.
-Ahora quiero que te masturbes -le dije-. Muy lento, sin prisa. Date el gusto.
Era evidente que toda aquella situación la estaba incomodando mucho, pero aun así mantuvo la boca abierta y, con mucha lentitud, se metió la mano bajo el pantalón del pijama. Su muñeca empezó a moverse con un vaivén lento. Temí que estuviese fingiendo tocarse.
-Déjame ver como lo haces -le ordené.
Ella movió la mano libre hacia su pantalón y estiró de la goma para que pudiese ver su interior. Sus dedos se movían entre el vello encrespado de su sexo. No fingía tocarse. Le había ordenado que se masturbase y ella lo había hecho. Esa realidad me excitó aún más y mi polla latió con fuerza, deseosa de entrar en acción. Conseguí dominarme por los pelos y me quedé mirando a Verónica mientras se masturbaba con la boca abierta y sus ojos clavados en los míos.
-Creí haberte dicho que no dejases de mirar mi polla -murmuré con voz calmada.
Ella bajó de nuevo la vista. Su boca abierta estaba a apenas dos palmos de mi pene, que latía rabioso. El ritmo con el que Verónica se masturbaba subió un poco y yo sonreí: se estaba excitando. Coloqué mis dos manos en su cabeza con suavidad. Una la mantuve firme en su nuca, sujetándola, mientras que con la otra le acariciaba el pelo. Su respiración empezó a volverse pesada y un hilo de saliva empezó a caerle por la comisura de los labios.
-Lo estás haciendo muy bien -comenté.
Con mucha suavidad, empecé a empujar su cabeza hacia mí. Ella no se resistió, es más, parecía acompañar el movimiento, como si estuviese deseosa por acercarse. Sacó la lengua y me rozó el glande.
-Estate quietecita -la regañé- No te he dicho que hagas nada.
Ella tragó saliva, pero la lengua volvió al interior de su boca. El ritmo al que se masturbaba ya era rápido y temí que llegase al orgasmo si seguía así. Le agarré el brazo y la obligué a reducir el ritmo.
-Despacio -le dije-. No te puedes correr hasta que yo te lo diga.
Su respiración era entrecortada y su pecho subía y bajaba bajo la ropa a toda velocidad, pero cuando la solté mantuvo un ritmo lento, tal como le había dicho. Volví a empujarla hacia mí y mi polla tocó su labio inferior.
-Quieta -le recordé en un susurro.
Recorrí sus labios lentamente con mi pene, como pintándoselos con una barra de carmín. Una gota de semen brotó de dentro de mí y quedó adherida a sus labios. Con un movimiento rápida, la atrapó con la lengua. No se lo había dicho yo, pero sonreí, complacido. Soltó un gemido claramente audible y su cuerpo se tensó. No pudo soportarlo más y se abalanzó sobre mi polla, deseosa por darme placer.
-No te he dicho qu- intenté decir.
Pero me arqueé bruscamente y la frase se quedó a medias, ahogada tras un jadeo. Ella gemía sin parar, masturbándose con furia mientras me comía la polla con entusiasmo.
-Joder, que bien lo haces -gruñí. Tenía las manos en su cabeza, pero dejaba que ella llevase el ritmo.
Todo su cuerpo se arqueaba y parecía incapaz de parar. La saliva le chorreara de la boca y goteaba por su pijama y por el suelo, pero a ninguno de los dos nos importó. Me incliné hacia adelante y me puse de puntillas para que mi polla entrase mejor y Verónica respondió tragándosela entera, hasta que su nariz chocó contra mi cuerpo. Tuvo una arcada y se detuvo un instante.
-Sigue -le dije-. No te pares ahora.
Ella siguió chupándomela, pero no tan profundo.
-¡Hasta el fondo, coño! -ordené, mientras le empujaba la cabeza.
Ella trató de resistirse un poco, pero aun así se la comió hasta el fondo. Percibía claramente que con cada embestida algo en mi interior crecía… No tardaría en correrme.
-Córrete -le dije mientras seguía forzándola a tragarse toda mi polla -. Córrete ahora.
Ella subió el ritmo de su brazo un poco y dejó de resistirse a mis embistes. Oí como gemía, desatada, mientras se corría, y yo mismo solté un largo gemido cuando le llené de leche la boca.
Suspiré, agotado, y me dejé caer sobre el sofá. Ella respiraba trabajosamente, con la cara bañada de lágrimas, sudor, saliva y semen.
-Trágatelo -le dije.
Verónica obedeció al instante. Se me quedó mirando, expectante. Como si esperase a que le dijese algo… Yo tenía la mente en blanco.
-Bien hecho -murmuré, jadeante.
Ella sonrió, pero se quedó de rodillas en el suelo. Tenía la camisa manchada de semen y saliva, y el pantalón húmedo de fluidos vaginales.
Carraspeé para aclararme la garganta. Me sentía extraño.
-Uhm, después de ducharnos y eso… ¿quieres que veamos una película? -sugerí.
Tras el calentón toda aquella situación me parecía irreal y esperaba que ella me diese una bofetada o algo por aprovechado, pero no lo hizo.
-Vale -accedió.
Asentí, satisfecho y aliviado. Me levanté del sofá para ir a ducharme, pero ella me agarró del pantalón cuando pasé por su lado. Nos miramos a los ojos.
-Gracias -murmuró.
Yo solté una carcajada, sorprendido.
-¿Me das las gracias por follarte la boca? -pregunté, sin poder contener una sonrisa.
Ella se encogió de hombros, avergonzada.
-Supongo -admitió.
-Pues de nada -respondí-. Vas a estar muy agradecida a partir de ahora.