Métodos alternativos de pagar el alquiler (5)
Después de las experiencias de la noche anterior, a Verónica y a mí nos espera un domingo entero los dos solos para experimentar con los nuevos roles que hemos adquirido.
Me desperté con un dolor de cabeza leve pero persistente. Traté de sacudírmelo, pero solo conseguí empeorar la situación. Era un pequeño inconveniente, algo que me rondaría el fondo de la mente durante todo el día y que solo el tiempo o tal vez una aspirina podría solucionar. La tenue luz de la mañana se colaba por las ventanas, anunciando un día nublado. Tenía que mear, así que lamentablemente me tuve que levantar.
Abrí la puerta y lo primero con que me encontré fueron los ojos de mi compañera de piso. Verónica estaba desayunando en la mesa del salón, en silencio. No tenía mala cara, así que parecía que la bebida me había sentado a mí peor que a ella. No pude evitar fijarme en que llevaba el uniforme puesto.
—Buenos días —gruñí tras aclararme la garganta.
Ella me devolvió el saludo con un asentimiento de cabeza y una mueca apenas perceptible, que mi cerebro no fue capaz de identificar como positiva o negativa. Todo lo acontecido en el día anterior seguía flotando en el ambiente y me impedía pensar en nada más, pero aún tenía la cabeza embotada y no quería hablar del tema, así que me quedé mudo, mirándola. Ella enarcó una ceja y se me quedó mirando también, tal vez esperando que dijera algo al verme allí plantado.
—¿Pasa algo? —me tanteó ella, como si no tuviese la más mínima idea de qué me rondaba por la mente.
Yo negué con la cabeza y, recordando para que me había levantado de la cama, me fui al baño.
Me lavé la cara un par de veces y me tomé una aspirina. Verónica no iba a sacar el tema, cavilé mientras meaba. No tenía sentido posponer una conversación que debía ocurrir tarde o temprano, así que organicé vagamente mis ideas, me subí los pantalones del pijama muy dignamente y volví al salón, donde ella seguía sentada comiéndose unas galletas. No le di tiempo a reaccionar.
—Tenemos que hablar sobre lo que pasó ayer —anuncié.
Verónica apretó un poco los labios y se me quedó mirando. Viniendo de ella tampoco esperaba más reacción: lo interpreté como que estaba atenta pero que no tenía ninguna gana de hablar. Eso no podía ser un impedimento para mí: su estrategia de no abordar los problemas se había mostrado, una y otra vez, nada eficaz. Era un ejemplo de cómo no hacer las cosas. Resultaba curioso ver cómo funciona el cerebro: tenerla allí me daba el empuje para actuar justo al contrario de como ella lo haría.
—Las cosas han pasado… muy rápido, la verdad —comencé.
Estaba en la otra punta de la habitación, así que di un par de pasos lentos hacia ella. Quería verla bien, reconocer sus gestos, porque seguramente sería la única forma de saber que pensaba si sentía que la situación la superaba y se cerraba, cosa por otro lado nada infrecuente.
—Has tomado una decisión importante, seguro que no ha sido fácil —continué, con tacto.
Ella bajó la mirada, tal vez avergonzada. Tampoco la mía había sido una decisión sencilla, o por lo menos no debería haberla sido: había aceptado un compromiso enorme bastante a la ligera. El día anterior no parecía del todo real, como si sencillamente lo hubiese soñado. Pero ya era mañana, ahora estábamos los dos aquí y las consecuencias de nuestros actos empezaban a perfilarse. Yo no me había arrepentido, pero tal vez no corresponder sus sentimientos había hecho cambiar de parecer a Verónica.
—Si el modo en el que actué ayer te ha hecho ver que esto no es lo que pensabas, aún estás a tiempo de dar marcha atrás —le aseguré—. No quisiera que te sintieses atrapada.
Verónica jugueteaba con la galleta que le quedaba y seguía sin mirarme. Pasaron unos segundos y no dijo nada.
—Ahora te toca hablar a ti —apunté con tono desenfadado.
Ella sonrió un poco, pero se la notaba tensa. Tardó en contestar, pero finalmente ordenó sus pensamientos y me miró.
—Siento lo de ayer —dijo—. Ya lo habíamos hablado y estaba todo claro…
Se rascó la nariz y dejó la galleta sobre una servilleta.
—En parte fue el alcohol, en parte el momento… —murmuró, tratando de justificarse.
Se encogió de hombros, abatida.
—No es que fuese mentira lo que dije, pero no te lo habría confesado en otras… circunstancias —admitió.
Yo asentí, algo aliviado.
—Has estado dándole vueltas, ¿eh? —observé.
Ella compuso una mueca de resignación y me miró de nuevo.
—No hablemos más del tema, no quiero empezar así el día —me pidió, cansada—. Estoy bien, no estoy enfadada ni dolida ni nada.
Traté de estudiar su lenguaje corporal durante unos segundos, pero estaba completamente inmóvil y no fui capaz de sacarle nada. Yo tampoco tenía muchas ganas de hablar del tema, así que me encogí de hombres y me di la vuelta en dirección a la cocina. Aquello tendría que ser suficiente conversación, al menos por el momento.
—¿Vas a desayunar? —inquirió ella, de pronto apremiante.
Le dije que sí y al momento escuché el ruido de su silla al moverse y unos pasos rápidos en mi dirección. Antes de que pudiese hacer nada, ella me cogió por la muñeca y tiró de mí hacia el salón.
—Yo te lo preparo —sentenció—. Siéntate.
Yo la miré, confundido.
—Solo es hacerme un café y sacar algo de fruta de la nevera —repliqué—. Lo hago en dos segundos.
—Qué no —se negó, tozuda—. Siéntate.
Dejé que me empujase hasta la mesa del salón y me senté en la silla donde antes estaba ella. Verónica compuso una sonrisa de triunfo y se dirigió con energía hacia la cocina.
—¿Seguro que no quieres nada más? —preguntó desde la otra habitación— Te puedo hacer unas tostadas, o una tortilla o lo que quieras.
Le respondí que no se molestase y me quedé absorto escuchando como la máquina de café se ponía en marcha, zumbaba y escupía mi desayuno. Dos minutos después, tenía ante mí una manzana y un café.
—Gracias —comenté, descolocado.
—No hay de qué —respondió Verónica, sonriente—. ¿Quieres algo más?
Yo negué con la cabeza. Ella cogió su libro, se tumbó en el sofá y se puso a leer. Empecé a dar cuenta de mi desayuno en silencio mientras la miraba. La verdad era que, entre acabar la universidad, el contrato en prácticas y después empezar a trabajar, no había tenido ni un solo instante en el que no hubiese estado ocupado. Por supuesto había tenido vacaciones y fines de semana, pero eso solo eran pausas muy definidas durante periodos de ocupación. ¿Cómo me sentiría yo sin… algo de eso? ¿Cómo me sentiría si mis días se escurrieran entre mis manos, uno tras otro, y no sintiese que los estuviese aprovechando? Supuse que mal. No lo había experimentado, pero podía imaginarlo. Si era así como se sentía Verónica, no era de extrañar que se mostrase tan solícita, tan dispuesta a hacer hasta la más pequeña tarea para sentir que, efectivamente, ahora estaba ocupada, que ahora tenía una función. Era algo que debía tener en mente si quería que aquello funcionara. Ayer le había dicho que se lo tomase con calma, pero tal vez YO me lo debía tomar más en serio y tenía que delegar más tareas en ella, incluso aquellas que no me importaba hacer.
Acabé el desayuno, aún absorto en mis pensamientos, y me levanté para llevar los restos a la cocina. A mitad camino, me paré y no pude evitar sonreír. ¿No habíamos quedado que iba a delegar más en ella?
—Lleva esto a la cocina, ¿quieres? —le dije.
Verónica no hizo comentarios: dejó el libro y se llevó el plato y la taza a la cocina. Aproveché para ducharme y quitarme el olor a humo y el sudor. Tendría que haberlo hecho la noche anterior, pero no estaba de humor. Seguramente mis sábanas olerían igual que yo, así que tendría que cambiarlas. Bueno, más bien Verónica lo haría.
Entonces caí en la cuenta de algo. Llamé a mi compañera y ella entró en el baño.
—¿Si? —preguntó, obsequiosa— ¿Quieres que te enjabone?
Yo sonreí ante la idea, pero negué con la cabeza.
—¿Has puesto alguna lavadora estos días? —inquirí.
Ella me dijo que no, desconcertada.
—No hay bastantes cosas aún —se excusó—. ¿Por?
Yo la miré de arriba abajo.
—¿Entonces no has lavado ninguna vez el… uniforme? —continué.
Verónica se miró el top y trató de alisárselo, pero le venía ajustado y no tenía ningún pliegue que alisar.
—No —reconoció—. Pero tampoco lo he llevado tanto.
Siempre se lo había quitado antes de que hiciésemos algo, pero aun así era ropa ceñida y hacía calor, no debía estar muy limpia.
—Da igual, tíralo a lavar —le pedí—. Y mis sábanas también.
Ella dudó un instante, pero asintió y salió del baño. Yo acabé de ducharme y empecé a secarme sin prisa. Tras unos minutos, la puerta se abrió de nuevo y entró Verónica, desnuda excepto por unas bragas.
—Ya está en marcha —anunció.
Yo asentí, complacido.
—¿Ahora que me pongo? —me preguntó, señalándose el cuerpo— No tengo más tops de hacer deporte.
Reflexioné un instante mientras la miraba.
—¿Tienes frío? —le pregunté.
Ella se quedó pensando y negó con la cabeza.
—No, estoy bien —admitió.
Yo sonreí ampliamente.
—Pues entonces no hace falta que te pongas nada —sentencié—. Ya iremos a comprarte algo otro día.
Ella sonrió también.
—Ahora que lo dices, me está entrando un poco de frío —bromeó.
Le hice un gesto para que se acercara y ella lo hizo. Recorrí su cuerpo lentamente con mis manos: tenía la piel caliente.
—Mentirosa —susurré—. Te quiero así todo el día.
Verónica enarcó una ceja, fingiendo indignación, pero no dijo nada. Me alegraba que los sucesos de ayer no hubiesen hecho mella y la tensión de la mañana se hubiese esfumado tan rápido. Ahora solo faltaba que me hiciese efecto la aspirina y se me fuese la resaca.
—Bueno, ¿cuál es el plan para hoy? —preguntó.
Era domingo y me dolía la cabeza, así que no me veía con ganas de hacer gran cosa. Un compañero mío de trabajo me había recomendado una serie: no era actual, de hecho, ya estaba acabada y tenía una cantidad bastante imponente de capítulos. Me la había descargado en su momento, pero siempre me acababa dando pereza empezarla siquiera. Aquel parecía un buen día para hacerlo finalmente. Informé a Verónica de mi plan y le encargué conectar el ordenador a la televisión para poder verlo en el sofá y disfrutar de la pantalla grande. Mientras ella lo preparaba todo, aproveché para ponerme algo cómodo.
—¿Yo que hago? —me tanteó ella cuando me senté finalmente en el sofá, con todo ya preparado— ¿Me quedo a verla?
Le expliqué vagamente de que iba la trama, tratando de recordar cómo me la había descrito mi compañero y le di opción de quedarse o irse. Verónica se encogió de hombros y se sentó a mi lado, aunque me dio la impresión que sencillamente estaba siendo complaciente. La verdad era que prefería que se quedara, así que no hice comentarios.
Ejecuté el archivo de vídeo y me senté. Al instante apareció el primer capítulo en la pantalla del televisor, que empezó y acabó sin pena ni gloria. No estaba muy convencido de si quería ver el siguiente en ese momento, aunque me había dicho mi amigo (que se había visto todas las temporadas varias veces) que no desistiera, que si aguantaba los primeros capítulos luego mejoraba mucho la historia y valía la pena. Antes de poder decidir nada, Verónica se levantó sin mediar palabra hasta el ordenador, cerró la ventana actual y ejecutó el capítulo dos. Tal como me temía, también empezó flojo, aunque a su favor diré que tampoco se me estaba haciendo aburrido. Pero como siempre pasa con las series y películas que otras personas están viendo por iniciativa tuya, me sentí incómodo por si a Verónica no le estaba gustando. Me volví para mirarla y vi que estaba jugueteando con el móvil. Traté de ignorarlo y volver a centrarme en la serie, pero mi mirada acababa siempre irremediablemente en ella, y todas las veces la veía absorta en la pantalla de su teléfono. No conseguía prestar atención a lo que estaba pasando, así que desistí: me levanté, fui hasta el ordenador y paré la reproducción. Ella levantó por fin la vista.
—¿Por qué lo paras? —me preguntó, confundida.
—Si no te gusta la serie no hace falta que te quedes —apunté, irritado.
Mi compañera de piso frunció el ceño y bajó el teléfono, pero no lo guardó ni lo bloqueó.
—No, no, está interesante —replicó ella.
Yo bufé, contrariado.
—Pero si estás con el móvil —objeté.
Ella se encogió de hombros.
—Tampoco está pasando nada que haya que mirar —replicó—. Por ahora es todo diálogo.
Era cierto, la verdad. No podía discutírselo… pero de todos modos me molestaba.
—Pero te pierdes parte de lo que está pasando —insistí—. Aunque te creas que no, no te enteras igual si no miras.
Verónica volvió a encogerse de hombros.
—Suelo ver así las series —se defendió, molesta—. Si quieres que deje el móvil lo dejo, pero será porque a ti te da la gana, porque me enteraré de lo mismo.
Sentí una oleada de irritación, pero respiré hondo y traté de calmarme. Solo era una puta serie, no valía la pena enfadarse por algo así. Me quedé pensando un momento, buscando en alguna forma de solucionar aquello.
—Entonces no tienes problema en estar solo escuchando, ¿no? —la tanteé.
Verónica asintió y me dedicó una sonrisa rebelde.
—Sois los hombres los que no podéis hacer dos cosas a la vez —se burló.
Yo bufé. Estaba desnuda, pero se la veía resuelta, cómoda, combativa… En ese momento, me di cuenta de que me atraía mucho... ¿Las mujeres pueden hacer dos cosas a la vez? Eso había dado a entender. Una idea se formó en mi mente y sonreí.
—Entonces, aunque no estuvieses mirando el televisor, no te perderías nada —razoné.
Ella entrecerró los ojos, consciente de que estaba tramando algo. Yo mantuve mi sonrisa.
—Me enteraría igual —reconoció, aunque con un tono más cauteloso.
—Perfecto —dije, resuelto—. Trae un cojín.
Ella me escrutó, tratando de adivinar mis intenciones.
—¿Para qué? —preguntó.
—Mi plan para todo el día de hoy es hacer una maratón de esta serie —le informé mientras me bajaba los pantalones—. Y como no necesitas estar mirando la tele para enterarte y puedes estar haciendo dos cosas a la vez… Podemos aprovechar mejor el tiempo.
Verónica enarcó las cejas, sorprendida. Yo le dediqué la sonrisa más irritante que pude y ella resopló.
—Tomo nota: nada de móviles durante las series —masculló mientras se levantaba, traía un cojín de su habitación, lo tiraba al suelo y se arrodillaba entre mis piernas—. No sabía que eras tan maniático.
Yo me encogí de hombros mientras saboreaba aquella pequeña victoria. En realidad, podría habérselo pedido desde el principio, pero por algún motivo haber conducido la conversación hasta allí de forma más fluida volvía la situación más natural. Otro misterio de la psique humana.
Ya tenía la polla algo dura cuando Verónica la agarró con una de sus manos y empezó a masturbarme despacio. Yo me la quedé observando, pero ella no se dignó a mirarme. Su boca se acercó a mi polla y empezó a lamérmela.
—Puedes admitir que la serie no te estaba interesando y por eso estabas con el móvil —la tenté—. Y ya podrás irte a hacer lo que quieras.
—Qué sí que me está gustando, pesado —replicó sin apenas detenerse.
No tardé ni un segundo en tenerla dura como una piedra. Verónica siguió lamiéndomela de arriba abajo, desde los huevos hasta la punta. Yo me acerqué al borde del sofá para facilitarle el acceso y seguí mirándola embobado, pero ella continuó decidida a ignorarme. Cuando consideró que ya estaba lo bastante empapado, me cogió la polla suavemente con la mano, se incorporó un poco y se la metió en la boca. Yo solté el aire de los pulmones y noté como todo mi cuerpo se relajaba. Volví a reclinarme en el sofá y Verónica ajustó su posición en consecuencia. Su cabeza subía y bajaba despacio, con un ritmo consistente, mientras sentía sus labios apretar y aflojar. Apoyé una de mis manos en su cabeza, pero no para controlar sus movimientos, sencillamente me gustaba tenerla allí.
Ella levantó la vista y me miró a los ojos, por fin. Yo le dediqué una sonrisa pastosa y ella también sonrió. Fue un alivio ver que no estaba realmente molesta.
—A ver si vas a ser tú el que no se va a enterar de la serie —se burló al salir a buscar aire y descansar un poco.
Yo le resté importancia con un ademán, aunque fui consciente de pronto de que no había reanudado el vídeo. Le hice un gesto a Verónica, y ella se acercó al ordenador, reactivó el capítulo y los personajes cobraron vida de nuevo. Volvió entonces al cojín y siguió con lo suyo.
Intenté centrarme en lo que estaba pasando en la pantalla, pero los rítmicos movimientos de Verónica fueron despertando algo dentro de mí y, aunque no había cambiado aún de escena desde que habíamos empezado, ya sentía los huevos hinchados y duros. Apreté los dientes, pero sabía que no aguantaría sin correrme si seguía así. Podía dejar que sucediera y punto. Pero sentía que de algún modo sería una derrota, que ella habría ganado, aun teniendo yo el control de la situación. No, iba a tener que hacer algún sacrificio.
—Más lento —la instruí—. No tengas prisa.
Ella redujo el ritmo al instante y también la profundidad con la que se estaba clavando mi polla en la garganta. No tardé en notar como mi excitación se reducía un poco, pero seguía muy cerca del límite.
—Más lento —insistí.
Verónica redujo aún más su velocidad. Ahora sus labios solo rodeaban mi capullo y no avanzaban más allá. La sensación no tardó en volverse desagradable.
—Así de lento está bien, pero más profundo —le informé—. En el capullo no me gusta.
Ella asintió e hizo un movimiento muy lento que profundizó más y más, que duró una eternidad, que no parecía tener fin. Llegó a su garganta, pero no se detuvo ahí, siguió adelante desquiciantemente lento. Se convulsionó un poco, pero aguantó el tipo y siguió. Apreté los dientes y me mordí la lengua para evitar decirle que se acelerara. Por fin tocó fondo y deshizo el camino con la misma tranquilidad, tal vez un poco más rápido. Cómo para volverse loco.
—¿Qué tal? —me preguntó, sin aliento.
Yo tragué saliva y le hice un gesto de conformidad, aunque no las tenía todas conmigo.
—Muy bien —murmuré, tratando de ocultar mi agitación—. ¿Tú qué tal?
Ella asintió con la cabeza y se limpió un poco de saliva que le resbalaba por la comisura del labio.
—¿Te estás enterando de la serie? —la piqué.
Ella bufó y me miró desafiante.
—Mejor que tú, me parece —replicó.
Yo solté una carcajada y ella también se rio.
La cosa siguió así, aunque aún tuve que decirle que bajase más el ritmo. A esas velocidades, sentía placer por cada uno de sus acercamientos, pero eran tan lentos y estaban tan espaciados que sentí que era imposible que me corriese, que el único peligro era que perdiese la paciencia y la hiciese acelerar. El capítulo acabó finalmente y ambos nos miramos.
—¿Sigo? —preguntó ella, burlona— ¿O le doy al siguiente?
Yo me rasqué la nuca, aún más agitado. Respiré hondo, tratando de ocultar las ganas que tenía de correrme y le hice un gesto a Verónica para que le diese al siguiente capítulo. Noté en su rostro un breve gesto de sorpresa, pero se esfumó rápidamente. Se levantó, se desperezó un poco, giró el cuello un par de veces para desentumecérselo y le dio al siguiente capítulo.
—Lo estás pasando tú peor que yo —dijo mientras volvía a arrodillarse frente a mí—. ¿Seguro que no quieres correrte?
—Todo a su tiempo —respondí, tratando de mostrarme resuelto—. Si lo que quieres es volver al sofá porque no te estás enterando, seré bueno y dejaré que me acabes.
Ella bufó y empezó a masturbarme lentamente.
—Por mí no te preocupes —me aseguró, confiada—. Yo aquí estoy estupendamente.
Posé mi mano en su cabeza y la guie de nuevo hasta mi polla. Se la metió en la boca y siguió nuestro ritual. El comienzo fue duro (tanto del capítulo como de la felación), pero poco a poco mi cuerpo y mi cerebro se fueron acostumbrando a la situación y el esfuerzo que tenía que hacer para no prestar atención a lo que tenía entre las piernas fue disminuyendo.
El tercer capítulo acabó sin mayores incidencias y Verónica se levantó. Se masajeó un poco la mandíbula y de nuevo trató de desentumecerse el cuello. Yo había perdido algo de sensibilidad en la entrepierna, pero estaba aún lejos de ceder.
—¿Cómo lo llevas? —le pregunté.
Ella puso una mueca y se frotó las rodillas.
—La posición es un poco incómoda —admitió—. Me empieza a dolor todo.
Estuve tentado de ofrecerle que se tumbase a mi lado, pero la idea de que tuviese que lidiar con aquella incomodidad para complacerme me resultaba irresistible. Bien podía aguantarlo un poquito más.
—Sigue portándote así de bien en el siguiente capítulo y me pensaré si te dejo cambiar de postura —comenté, provocador.
Ella me estudió con la mirada. Yo me había recompuesto bastante bien, me había acostumbrado al ritmo y a tener la polla dura como una roca, y eso se reflejaba en mi lenguaje corporal y en mi tono. Verónica se dio cuenta y tragó saliva: nuestro pequeño juego de poder se estaba decantando peligrosamente en mi dirección.
—Aún estás a tiempo de sentarte en el sofá —le recordé—. Solo tienes que admitir que no puedes estar haciendo las dos cosas a la vez.
Ella se cruzó de brazos.
—Y una mierda —replicó—. Me estoy enterando perfectamente.
Yo me encogí de hombros y le indiqué que le diera al cuarto capítulo. Ella así lo hizo y se reanudó nuestra particular forma de ver series.
Tal como me había asegurado mi amigo, la serie empezó a mejorar. Una traición, la cara oculta de alguien a quien creías amigo, nuevos obstáculos que superar… Me encontré absorto por la trama y me sorprendía cada vez que Verónica se reajustaba entre mis piernas, pues a ratos casi llegaba a olvidar su presencia.
El capítulo acabó en un punto álgido. Prácticamente en el mismo instante, Verónica retrocedió con un suspiro de alivio y se quedó sentada en el suelo, mientras se masajeaba las rodillas.
—Ya no aguantaba más —masculló con voz ronca—. Esta postura es una mierda. Y el cojín otra.
Iba a hacerle uno de mis comentarios, tentándola a sentarse si no se estaba enterando, pero se la veía frustrada y no me pareció bien azuzarla más por el momento. Dejé que se estirase y se masajease los músculos sin interrupciones. Ella no me miró, siguió concentrada en lo suyo, con movimientos bruscos y el ceño fruncido. No tardó mucho en proferir otro suspiro de alivio, cuando por fin los calambres y los dolores remitieron un poco. Se recolocó en el cojín y solo entonces me miró.
—¿Otro? —preguntó, obtusa.
Yo torcí el gesto, contrariado.
—¿Estás bien? —le pregunté— Parece que te vendría bien un descanso.
Verónica se masajeó la mandíbula y negó con la cabeza.
—Solo necesito un cojín algo más duro debajo de este para no notar el suelo todo el rato —aseguró.
Yo no las tenía todas conmigo, pero me encogí de hombros.
—¿Otro? —repitió.
Miré el reloj del ordenador, era hora de comer.
—Vamos a hacer la comida antes —propuse—. Que si vemos otro se nos hará muy tarde.
Verónica resopló y se llevó una mano al estómago.
—No tengo hambre —se quejó—. Demasiada saliva.
—No te la tragues, déjala salir —sugerí—. Que te empape bien.
Ella hizo una mueca, no muy convencida.
—Qué guarro eres —replicó.
Yo sonreí y me levanté, con la polla palpitante. Me coloqué frente a Verónica y ella levantó la vista para mirarme.
—¿Te rindes? —se burló.
—Toca descanso para comer —me defendí—. Luego seguimos.
Ella bufó, pero empezó a masturbarme sin prisa.
—Oh, seguro que estás sufriendo mucho, pobrecito —me picó sin dejar de mirarme a los ojos.
—Te reirás, pero siento que me van a estallar las pelotas —confesé.
Ella efectivamente se rio y siguió masturbándome, pero a mí ya no me quedaba paciencia. La sujeté de la cabeza y la conduje hacia mí. Verónica abrió la boca, puso las manos a la espalda y se dejó hacer. No tardé más que un instante en notar aquella sensación caliente llenándome por completo, abrumándome… Llegó la sacudida y con ella un chorro de semen caliente, en la solícita boca de Verónica. Luego otra. Y otra. Y siguió saliendo, más de lo que yo recordaba haber eyaculado nunca, pero acabó parando. Sentí como aquella energía, toda esa fuerza que me invadía cuando la tenía dura me iba abandonando rápidamente, aunque aún tuve tiempo de darle una última instrucción a mi compañera antes perderla por completo.
—No te lo tragues, déjalo resbalar —le ordené.
Ella abrió mucho los ojos, horrorizada, pero no tuve tiempo de procesarlo: me dejé caer en el sofá, exhausto, y cerré los ojos. Transcurrieron unos segundos sin que nada pasara, así que me incorporé un poco y la miré. Verónica seguía inmóvil, pasándose el semen de lado a lado, indecisa. Al ver que no cambiaba de idea, lentamente se inclinó hacia adelante y abrió la boca. Mi semen empezó a escurrirse entre sus labios, resbalando por su barbilla y goteando sobre el suelo. En ese momento ya no me importaba donde acabara mi semilla, pero tenía una imagen clara de que era lo que mi otro yo hubiese querido y suponía que ella también.
Pero ya era tarde: mi semen formaba un pequeño charco en el suelo del salón y Verónica, exceptuando la barbilla y un poco del cuello, estaba limpia.
—Eso no es lo que quería decir —la reprendí—. Y lo sabes.
Ella se limpió la barbilla con el dorso del brazo y se me quedó mirando.
—No me apetecía mancharme —se excusó—. Me he duchado hace nada.
Aquello era… raro. En ese preciso momento me faltaba aquel ímpetu caliente para gestionar este pequeño desafío, y no me apetecía “hablarlo”, así que volví a recostarme en el sofá y cerré los ojos, buscando relajarme.
Al ver que no había más respuesta por mi parte, Verónica se levantó, consciente de su pequeña victoria.
—Voy a hacer la comida —anunció—. Pero espérame para ver la serie.
Yo abrí un ojo y la miré con reproche.
—Va, en serio, no hace falta que la veas —le aseguré—. Si no te estaba gustando puedes irte a hacer otra cosa, no me voy a molestar.
Ella negó con la cabeza.
—Qué está interesante —replicó.
—¿Pero te estás enterando? —dudé, incrédulo.
Verónica sonrió y puso los brazos en jarras, confiada.
—Pregúntame —me desafió.
Organicé un poco mis ideas y empecé a acosarla con todas las preguntas sobre la serie que se me ocurrieron, una tras otra, sin descanso. Tenía una pequeña confusión con dos personajes que tenían una voz muy parecida, y había ciertos detalles que sin los elementos visuales no había entendido del todo bien, pero había seguidos los capítulos sorprendentemente bien. De verdad se estaba enterando.
—Vale, te espero —cedí—. No me lo puedo creer.
Aquello fue otro pequeño triunfo para mi compañera de piso, que se fue a la cocina y, por falta de ingredientes más que por otra cosa, preparó pasta con tomate. Lo sirvió en dos platos y puso la mesa. Ambos nos sentamos a comer y, ya que estábamos, pusimos otro capítulo.
—¿Te imaginabas así a los personajes? —la piqué.
—Qué tonto eres —bufó—. Ya los había visto antes.
—Pero si estabas con el móvil —le recriminé.
Ella le dio una patada a mi silla por debajo de la mesa.
—Depende para qué no te molesta tanto que no esté mirando, ¿eh? —se burló.
Yo sonreí gustosamente. La conversación murió frente a la que ocurría en la pantalla del televisor, y el resto de la comida transcurrió en silencio, absortos en la serie.
La perspectiva de qué hacer a continuación empezó a revolotear en mi mente: Verónica había sufrido evidentes molestias por la posición en la que estábamos, pero por más que le había insistido, no había querido dar su brazo a torcer y parar. Podía ser por orgullo, y que se estuviese resintiendo conmigo por forzarla a actuar así. No pude evitar quedarme mirándola, tratando de averiguar qué bullía en su interior. ¿Hasta qué punto toda la mañana había sido un mal trago para ella? No habíamos definido límites claros sobre cuando mis imposiciones eran parte del juego y cuando empezaban a ser algo más serio.
—¿Qué miras? —preguntó ella al percatarse de que no le quitaba el ojo de encima.
Mi primer impulso fue no decirle nada, volver a mirar el televisor y seguir dándole vueltas. Pero eso sería precisamente lo que ella haría, guardarse sus preocupaciones, fantasear sobre leerme la mente para saber qué era lo que yo opinaba, sin ser consciente de que tenía las palabras mágicas para conocer el contenido de mi cerebro… ¡preguntar! En general nunca he creído que los extremos opuestos se atraigan, pero en esta ocasión era evidente que así era, Verónica necesitaba una fuerza opuesta para subsanar sus carencias. Y yo me di cuenta que también ella potenciaba algo dentro de mí, algo que junto a ella me nacía ser y que me gustaba. Ojalá pudiese decir que en todos los aspectos de mi vida había sido y era una persona tan resuelta como junto a ella, pero sería mentira. Verónica me ayudaba a ser como yo quería ser. Yo, por mi parte, debía tratar de conseguir lo mismo con ella.
—¿Estás bien? —insistió mi compañera de piso, algo incómoda—. Estás raro.
Sacudí la cabeza y por fin me escapé de aquel trance en el que había entrado.
—Sí, estoy bien —mascullé—. Estaba pensando.
Verónica alzó la cabeza, alerta de golpe. No dijo nada, pero se la notaba atenta.
—¿Te has sentido incómoda esta mañana? —le pregunté.
Ella puso una mueca de desagrado.
—Me dolían las rodillas y el cuello —respondió parcamente.
—No hablo de eso —maticé—. Hablo de la situación.
Ella me miró largamente, buscando las palabras adecuadas.
—¿Vamos a estar todos los días hablando sobre cómo nos sentimos y lo que nos hace sentir el otro con las que cosas que hace? —se quejó— ¿No podemos, no sé, dejar de darle tantas vueltas a todo?
Aunque al principio me pilló por sorpresa, en el fondo no dejaba de ser su modus operandi: no pensar activamente en las cosas e ir dejándolas bajo la alfombra. Pero nuestra alfombra ya tenía varios temas pendientes y se empezaban a notar los bultos: ¿Qué implicaba nuestra relación a largo plazo? ¿Cómo compaginábamos el hecho de que ella me quisiese con… lo que yo sentía? ¿Qué implicaba que a ella le gustase el dolor físico como parte del juego? Rechiné los dientes y me obligué a parar. Entendía por qué eran temas de los que no quería hablar, a mí tampoco me apetecía especialmente. Pero me negaba a dejar que me paralizaran. Y me negaba a preocuparme por lo que Verónica pudiese objetar cuando descubrirlo era tan rematadamente fácil.
—Apenas nos conocemos —le respondí—. Igual te extraña porque hace años que sabemos el uno del otro, pero en realidad no nos conocemos. No sé cómo piensas y, para que esto funcione, necesito saberlo. Así que no vamos a dejar cosas importantes en el tintero porque te de vergüenza hablar de ellas.
Verónica suspiró, cansada, y puso los ojos en blanco.
—No, no me he sentido incómoda —se sinceró, mortificada—. Ha sido algo que he podido hacer por ti y el que haya tenido que ser un esfuerzo me ha gustado.
El capítulo acabó, nos habíamos perdido el final.
—Hacer cosas por ti, cosas que te gustan, también me hace sentir bien —continuó—. De esto hablamos el otro día, ¿no te acuerdas o qué? No te dije que sí para seguirte el juego, de verdad es algo que me llegó.
Yo asentí, algo descolocado.
—De haber sabido que te ibas a tomar tan en serio que me quejara de que me dolían las rodillas no habría dicho nada —se lamentó.
—No, no, has hecho bien —me apresuré a añadir—. No quiero que te guardes las cosas, siéntete libre de decir lo que piensas.
Verónica se cruzó de brazos y se apoyó contra la silla.
—Pues entonces no te rayes cada vez que diga algo —se defendió—. Hay veces que digo cosas solo para liberarlas, no porque quiera que hagas nada. Ya sé que nuestros placeres no están enfrentados siempre, tampoco se me olvida lo que hablamos ayer, pero si en algún momento lo están… ¿Puedes centrarte tú en el tuyo, por favor?
Yo me rasqué la nuca, consciente de que esta vez había sido culpa mía. Pero no podía evitar preocuparme por ella, por más que disfrutase siendo brusco. ¿Cómo iba a diferenciar las quejas de verdad y las que solo formaban parte del juego…? Si existiese un método para…
Resoplé, divertido, a medio pensamiento. Claro que había un método, pero no me había planteado que fuese a formar parte de mi repertorio nunca.
—Vamos a definir una palabra de seguridad —anuncié—. Así se acabó el problema.
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
—¿Qué? —dudó.
Yo sonreí, encantado.
—Pensamos en una palabra aleatoria, que no salga normalmente en nuestras conversaciones —le expliqué—. Si la dices, es que estoy llevando las cosas demasiado lejos y pararé lo que sea que esté haciendo.
Ella puso una mueca, poco impresionada.
—No le veo la gracia —se sinceró.
Su falta de entusiasmo me contrarió un poco, pero volví a la carga.
—La gracia está en que, mientras no la digas, yo no pararé —continué—. Haré contigo lo que quiera sin preocuparme por lo que digas, por mucho que supliques.
Verónica se rio un poco y me miró con curiosidad. Durante un segundo pareció a punto de perder la confianza para decirlo, pero luchó contra ello y finalmente abrió la boca.
—¿Hay algo que quieras hacer que no hayas hecho por… reparo? —inquirió.
Tragué saliva. Mi mente empezó a bullir, pero yo conseguí arrancarme de aquel estado.
—Ehm, prefiero no hablar de eso ahora —le confesé.
Ella frunció el ceño y se le dibujó una sonrisa malévola en los labios.
—Ah, o sea que cuando yo no quiero hablar de algo es ultra importante que te lo diga… ¿y tú te puedes escaquear?
Compuse una mueca, consciente de que me tenía arrinconado.
—Vale, déjame pensar —cedí, sin tener muy claro a donde iría a parar aquello.
Pero no hubo necesidad de bucear muy hondo. El moratón en el pecho de Verónica surgió instantáneamente de debajo de la alfombra y fui incapaz de pensar en nada más. Pues aquello tendría que ser.
—Tu moratón —respondí.
Ella se llevó la mano al pecho y yo asentí.
—¿Qué le pasa? —dudó mi compañera de piso.
Exacto. ¿Qué pasaba con él?
—Me dijiste que… te gustó —apunté.
Ella se quedó callada un instante, pero finalmente asintió.
—¿…y? —vaciló.
Yo me rasqué la cabeza, consciente de que aquella conversación no podía esperar más.
—Creo que a mí también —le confesé—. Hasta ahora no había sido algo que me hubiese llamado la atención, pero… desde entonces no puedo evitar pensar en ello.
—¿Quieres hacerme más moratones? —dudó ella.
Yo tragué saliva. Había sonado terrible.
—Mira, vamos a dejarlo —reculé mientras me levantaba de la mesa.
—¡Qué no! —exclamó ella, levantándose también— Dime lo que piensas.
Yo traté de serenarme, pero no me estaba gustando como estaba yendo aquello.
—Déjalo, es una tontería, ni siquiera sé lo que quiero exactamente —me excusé mientras cogía mi plato y me dirigía a la cocina.
Pero Verónica no se rindió, me adelantó y se interpuso entre la cocina y yo, bloqueándome el paso.
—Dímelo —insistió ella.
Yo me quedé allí plantado, confuso. ¿Desde cuándo tenía ella esa confianza?
—No sé qué te está pasando, pero tú no eres así —me dijo, evidentemente molesta—. Eres decidido, eres fuerte, siempre sabes lo que tienes que hacer y lo que quieres.
No me sentía así para nada.
—No siempre soy así —le descubrí—. Yo también tengo dudas a veces.
Ella negó con la cabeza.
—Pero no así —sentenció—. Y no conmigo.
Aquella sensación otra vez, y al parecer no era yo el único que la sentía. Aquella necesidad de mostrarme imparable frente a ella… Había podido mantenerla unos días, pero sentía que se me estaba acabando el fuelle. Tal vez no estuviese preparado para aquella relación, fuese lo que fuese.
—¿Qué quieres de mí, Verónica? —mascullé, intranquilo.
Ella me miró a los ojos con dureza. Yo no entendía nada.
—No lo sé —murmuró, irritada—. Pero en teoría no me hacía falta saberlo, porque tú ibas a decidirlo todo y no iba a hacer falta que yo eligiese nada. Y eres así a ratos, pero no siempre. Ahora no eres así. Yo quiero al otro tú.
Una parte de mi mente empezó a reírse a carcajadas. Era aquella parte animal, instintiva, la que no paraba de decirme que tenía que usar a Verónica a mi antojo sin preocuparme por ella, que cualquier truco, cualquier engaño estaba justificado con tal de mantenerla cerca, complaciéndome. La que me había convencido de que aquella relación estaba bien.
Y resultaba que, a pesar de mis esfuerzos por mantenerla a raya, Verónica quería a esa parte de mí. No quería a la racional, la que en mi opinión era más humana, la que yo siempre había considerado mi yo más sincero.
“Hazte a un lado” casi escuché que decía esa voz. Mi mente empezó a hervir.
Y me hice a un lado.
—La palabra secreta es “violeta” —anuncié—. Repítela.
Ella frunció el ceño y se irguió un poco.
—¿Qué tiene que ver eso ahora? —se extrañó.
—Violeta —insistí con urgencia—. Dilo.
—Violeta —repitió—. ¿Qué te pasa?
No contesté. Lancé el plato en dirección a la mesa y avancé hacia Verónica con paso firme. Con un movimiento rápido la cogí del cuello y con un giro de hombro la empotré contra la pared. Ella llevó ambas manos hasta la mía tratando de defenderse, pero yo me zafé de la derecha atrapándosela con mi mano libre. Intentó decir algo, pero yo pegué mi boca a la suya y la besé con ímpetu. La fuerza con la que trataba de librarse de mi presa se redujo y aproveché para atraparle la otra mano, juntándole ambas sobre su cabeza. Nuestros labios se separaron por fin, nos alejamos apenas dos dedos, lo justo para mirarnos…
Y le lamí la cara, desde la barbilla hasta la ceja.
—Aj, qué asco —se quejó ella.
Yo le apreté más el cuello y Verónica se quedó sin aliento. Antes de que pudiese reaccionar, volví a lamerle toda la cara, marcándola con mi saliva. Noté como su cuello se tensaba, intentando decir algo, pero la apreté aún más y sus palabras se ahogaron. Le bañé la cara de saliva una tercera vez, esta vez más lentamente, marcando lo que era mío, ante los fútiles esfuerzos de Verónica por apartarse.
La solté entonces del cuello, de golpe, y ella se vino abajo, pero la retuve por las muñecas. Verónica inspiró aire ruidosamente y empezó a jadear. Aproveché para recorrer su cuerpo con la mirada… Y ahí estaba aún, el moratón en su pecho. Sin pensarlo dos veces, sin pensarlo una vez siquiera, le di una palmada en la teta, justo en ese punto, y se la estrujé con fuerza.
Verónica gimió y se retorció, tratando de escapar, pero yo apreté aún más su pecho, inmisericorde, mientras se lo retorcía. El gemido se convirtió en un grito ahogado.
—Duele —jadeó.
—Bien —respondí parcamente.
Y se lo retorcí una última vez, con saña, mientras la soltaba de las muñecas. Verónica resbaló por la pared hasta el suelo y su pecho quedó fuera de mi alcance, para su evidente alivio. Pero poro le duró la paz: me agaché tras ella, me incliné hacia adelante y me apoyé justo en el moratón. A ella se le escapó el aire de los pulmones, tenía los ojos vidriosos. Con la mano libre la cogí de las bragas y se las bajé hasta dejárselas en los tobillos. Sin detenerme, llevé mi mano libre a su boca, le metí los dedos y la obligué a abrirla de par en par. Noté como me miraba a los ojos, pero yo estaba centrado en contemplar su boca enteramente abierta, llamándome, invitándome a entrar.
La cogí de nuevo por las muñecas mientras me alzaba, obligándola a poner la espalda recta. La presioné contra la pared con las rodillas y la obligué a pegarse a ella, de nuevo alzándole las manos con una sola de las mías. Con la otra me bajé los pantalones, liberando mi polla, que latía con el mismo frenesí que el resto de mí. Volví a meterle la mano en la boca, la obligué a abrirla… y le clavé la polla en la garganta de una sola embestida. Ella se arqueó, pero yo la sujeté por la barbilla y la obligué a mantenerse de frente y pegada a la pared. Empecé a follarme su boca sin consideración, sin preocuparme por absolutamente nada más que por disfrutar del momento. No hacía tanto que me había corrido y sentía aún que no estaba recargado del todo, por lo que empujé con todas mis ganas, sin miedo a eyacular antes de tiempo.
Cerré los ojos y entré en un vaivén hipnótico: pam, pam, pam, pam. No había nadie más en el mundo, solo yo, y cada empellón, por el motivo que fuera, me daba placer. ¿Qué más cabía hacer, aparte de seguir haciéndolo una y otra vez? Y eso hice, una y otra vez, sin detenerme, sin cambiar el ritmo, sin reajustar la postura.
De pronto, empecé a sentir un dolor agudo en el dorso de mi mano y abrí los ojos, confundido. Verónica me estaba clavando las uñas. Yo gruñí y me aparté, soltándola en el proceso. Ella se desplomó hacia adelante y quedó a cuatro patas. Empezó a toser violentamente, se arqueó y vomitó toda la comida. Jadeaba con violencia y sollozaba.
Esperé unos segundos y nada pasó. Me acuclillé junto a ella, la sujeté de la barbilla y la obligué a mirarme. Ella tenía los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Me miraba, aturdida.
Me la quedé mirando unos instantes más.
Nada.
Entonces la cogí de las axilas y la obligué a levantarse. La llevé hasta el baño, abrí el grifo y la apoyé contra el lavabo.
—Enjuágate la boca —le ordené.
Tardó unos segundos en reaccionar, pero tragó agua y escupió. Entonces cerré el grifo, la cogí del cuello y la forcé a seguirme hasta el salón. A punto estuvo de perder el equilibrio, pero la agarré de un brazo y la mantuve en pie. Llegamos al sofá y la obligué a arrodillarse.
—Quédate ahí —le dije, mientras entraba en mi habitación.
Sabía bien lo que buscaba y no tardé en encontrarlo. Una cuerda de nylon, de cuando me dio por hacer escalada. Ya que estaba, también cogí una corbata. Volví al salón y Verónica seguía allí, aun resollando un poco, pero no se había movido. Le junté los brazos en la espalda, antebrazo contra antebrazo y se los até con firmeza. Luego le até la corbata a modo de venda alrededor de los ojos y me senté en el sofá.
—Esta vez no me interrumpas —le ordené.
La cogí por la nuca y por la barbilla, la forcé a abrir la boca esta vez desde fuera y, una vez más, la forcé a tragarse mi polla entera. En esta postura el movimiento era algo más elaborado, no era cuestión solo de dar empellones con la cadera: tenía que mover la cabeza de Verónica haciendo un arco descendente, lo que implicaba movimientos diferentes de cada brazo, además de que tenía que hacer más fuerza para dirigirla, pues ahora era ella quien se movía. A pesar de esto, no me costó apenas volver a perderme en aquella sensación: cerré los ojos y me evadí una vez más. El piloto automático se activó y aquellos movimientos dejaron de costarme esfuerzo, dejaron incluso de ser acciones, eran sencillamente mi estado de reposo: manos cerca, manos lejos, manos cerca, manos lejos. Perdí la noción del tiempo, no puedo decir cuánto tiempo me tiré haciendo eso, pero poco a poco fue creciendo aquella sensación caliente que me animaba a ir más rápido y la seguí ciegamente. La sensación fue creciendo, bajando desde mi pecho por mi vientre, hasta mi pene.
Y ya no pude contenerlo más. Mi corrida explotó en la boca de Verónica para mi evidente satisfacción.
—Oh, muy bien —gruñí mientras retiraba su cabeza de mi cuerpo, pero sin soltarla aún.
En cualquier otra situación, aquello habría sido todo. Pero esta vez le había dejado el mando a aquella parte de mí… y no había terminado con Verónica, pues ansiaba cierta venganza por lo que se le había negado. Le quité la corbata de los ojos para poder estudiarla bien: ella tenía la mirada perdida y parecía desorientada, un poco ida. Me incliné hacia adelante y la obligué a tirarse hacia atrás, apoyando el culo en sus talones. Tenía la boca entreabierta y mi semen, mezclado con su saliva, empezó a resbalar por su barbilla sobre su cuerpo. Esperé pacientemente a que se repusiera sin decir ni hacer nada. Ella parpadeó un par de veces y sacudió un poco la cabeza. Cuando fue consciente de lo que pasaba, sorbió saliva y cerró la boca.
—No, no —me negué yo. La última vez me había privado del espectáculo de verla perdida de fluidos. Esta vez no se me escaparía.
Volví a ponerle la corbata sobre los ojos, la sujeté fuertemente de la barbilla y le metí la otra mano en la boca, forzándola a abrir. Noté a través de la corbata que ponía una mueca, evidentemente incómoda, pero yo dejé de mirar su cara y me centré en como toda aquella mezcla de fluidas goteaba sobre su cuerpo y formaba un río espeso y blancuzco que fue descendiendo por su pecho, amoldándose a su forma. Mientras esto sucedía, le solté la barbilla y, sin mediar palabra, le metí dos dedos en el coño. Ella gimió como pudo con mi mano aún en la boca y trató de cerrar las piernas, pero yo me abrí paso y empecé a frotarle el punto G con energía. El río de fluidos llegó serpenteando hasta su vientre, haciendo un pequeño depósito en su ombligo, pero pronto se desbordó y siguió su inexorable descenso. Sus gemidos se fueron haciendo más audibles y sus muslos se fueron relajando, dejándome mejor acceso a sus partes y facilitándome así aumentar el ritmo. No me aceleré todo lo que daba mi cuerpo, pero mantuve un ritmo fuerte y noté como Verónica se fue tensando gradualmente. Empezó a inclinar la pelvis hacia adelante, deseosa de recibir más y yo la premié aumentando la presión de mis dedos.
Y, entonces, el río blanco llegó hasta su vello púbico. Saqué entonces mi mano de su coño sin previo aviso y, con cuidado, fui recuperando todos los fluidos repartidos por su cuerpo, en camino inverso, hasta su boca. Me costó un par de pasadas, pero todo volvió a estar dentro.
Sin esperar un segundo, volví a meterle los dedos en el coño y retomé su masturbación por donde la había dejado. Al principio pareció que a ella mi interrupción le había sacado del tema, pero no tardé en volver a encontrarla y seguir por donde iba, con el río de fluidos descendiendo por su cuerpo una vez más. Yo no era de piedra y mi pene tampoco, por lo que empezó de nuevo a crecer. No había tiempo que perder. Le solté el coño y volví a meterle toda mi corrida en la boca, pero esta vez le saqué la mano y la obligué a cerrar la mandíbula.
—Trágatelo —le ordené.
Ella apretó los labios… y se lo tragó todo. Yo ya la tenía otra vez dura, así que me aparté, la empujé contra el sofá y le azoté el culo. Ella apenas reaccionó. Me levanté, me puse tras ella, la abrí de piernas y la penetré. No llevaba condón, pero conocía mi propio cuerpo como para saber cuándo iba a correrme, y más después de dos descargas, esta sería mucho más difícil de conseguir.
Y empecé a embestirla con una energía que ya no sabía de donde salía. Esta vez no conseguí entrar en aquel estado mental de aislamiento, por más que traté de hacerlo una y otra vez. Tal vez fueran los gemidos de Verónica, que me distraían. Tal vez fuese que ya tenía la polla algo entumecida y no me daba tanto placer. Tal vez fuese la postura. Finalmente desistí y me centré en mantener el ritmo. Me apreté más contra ella y Verónica, que seguía con los brazos atados a la espalda, acabó en una posición algo incómoda, con la cabeza encajada entre los cojines y el respaldo del sofá. La postura me empezó a resultar incómoda, así que la saqué de golpe, cogí a mi compañera de piso por una pierna y la volteé. Verónica tenía la cara roja y jadeaba, aunque perdía mucha información sobre cómo estaba debido a la venda de los ojos. La cogí por los tobillos y la forcé a elevar y doblar las piernas, dejándoselas pegadas al cuerpo y exponiendo su coño, dejándolo indefenso. Me coloqué en posición y la taladré de un solo empellón.
Ella gimió audiblemente y trató de bajar las piernas, pero yo la mantuve firme, cambiando mi apoyo de sus tobillos a sus muslos para ayudarme a maniobrar. Lentamente empecé a sacarla y, justo cuando apenas quedaba dentro la punta, la ensarté de nuevo con fuerza. Esta vez no me paré, y continué repitiendo el movimiento una y otra vez con toda la energía que fui capaz de imprimirle. Sus gemidos se veían interrumpidos por mis embestidas, que la dejaban sin aire. Le solté una de las piernas y le agarré una vez más el pecho magullado.
—No, no, más no —suplicó ella.
Pero yo no me detuve, se lo estrujé sin compasión, se lo retorcí, lo azoté, lo pellizqué, tiré de él, le clavé los dedos hasta que chilló. La pierna de Verónica que no estaba sujeta, al no estar supervisada, fue descendiendo poco a poco, hasta que la sentó en mi brazo. Le bajé entonces la otra y nos acomodé a ambos en el sofá en postura de misionero.
Una postura convencional, tal vez, pero presentaba una ventaja significativa: me dejaba ambas manos libres, pero aquello debía esperar. Empecé suavemente, con un ritmo lento, muy diferente a lo que estábamos haciendo hasta ese momento. Verónica jadeaba por el esfuerzo y por todo lo que había tenido que soportar. Tenía algunos pelos pegados a la frente y las sienes por el sudor, y una fina película de saliva le bañaba los labios, la barbilla y parte de la mejilla.
No me aceleré, dejé que recuperase algunas fuerzas. Cuando su respiración se normalizó y el rojo de su frente remitió, me incliné suavemente sobre ella y la besé en los labios. Ella, ciega como estaba, se sobresaltó, pero correspondió pronto al beso, ávida de más.
Pero no hubo más.
Volví a incorporarme, alejándome de ella. Verónica me siguió, tratando de buscar mis labios. Entonces yo lancé mi brazo hacia adelante y la atrapé del cuello, obligándola a volver a tumbarse. Súbitamente aumenté el ritmo al máximo que me permitía mi cuerpo, embistiéndola con todas mis fuerzas, mientras me inclinaba hacia adelante y apoyaba mi peso en su cuello, ahogando sus gemidos, dejándola sin aire. Con esa mano como punto de apoyo me quedaba libre la otra, y la aproveché para castigarle el pecho una vez más. Verónica se tensó y noté como se revolvía un poco, pero a ella ya no le quedaban fuerzas para negarme nada.
Así que seguí embistiéndola con fuerza, negándole el aire y ensañándome con su teta, hasta que sentí como empezaban a arderme todos los músculos involucrados en el movimiento. Apreté los dientes y aguanté, pero cada vez era más complicado y me descubrí bajando el ritmo aún a mi pesar. Me incorporé entonces y le solté el cuello y el pecho. Ella cogió aire con frenesí y tosió baba. Luego empezó a resollar de forma entrecortada. Yo la dejé descansar un poco y aproveché para descansar yo mismo, manteniendo un ritmo suave. Cuando conseguí recuperar el aliento, le azoté el pecho y ella gritó, pero al instante la volví a aprisionar del cuello y me incliné otra vez sobre ella, por lo que no pudo decir nada más. Recuperé el ritmo frenético y de nuevo empecé a sentir crecer algo dentro de mí. Aquella sensación, hasta que conseguía liberarla y me dejaba vacío, solo me daba más fuerza y más de aquella determinación brutal.
—Eres mía —le murmuré al oído—. Dilo.
Aflojé la presión que hacía sobre su cuello y escuché como respiraba trabajosamente.
—Soy tuya —jadeó.
Volví a llevarle la mano al pecho y le clavé los dedos con fuerza.
—Otra vez —exigí.
Ella gimió y apretó los dientes, pero solo consiguió que le hundiese más los dedos.
—Dilo —repetí.
—Soy tuya —gimió—. Me haces daño.
Le retorcí el pecho y ella chilló, pero lo corté rápidamente reforzando mi agarre. Seguí a toda la velocidad que me permitían mis fuerzas, pero tuve que admitir que ya había agotado esa postura, así que me alcé, liberando a Verónica de la presa.
Esta vez no hubo descanso, saqué la polla de su interior, le di la vuelta, le levanté el culo, se la metí desde atrás y empecé a follármela. La empujé de los hombros hacia abajo con una mano mientras con la otra le mantenía las caderas y el culo altos, obligándola a arquearse y a abrirse para mí. Todo su cuerpo era mío, exclusivamente hecho para mi disfrute.
Esta postura me reveló su culo. Me incliné contra ella, deslicé mi mano hasta su boca y le metí dos dedos. Yo presioné su lengua y ella empezó a chuparme. Dejé que me empapase bien unos segundos y retrocedí a mi posición original. Aquel calor dentro de mí seguía creciendo y, si quedaba alguna barrera, poco quedaba para que desapareciese. Le puse el dedo en la entrada del ano y apreté. En otras ocasiones había empezado con cuidado, haciendo círculos, metiendo y sacando, para que ella se fuese aclimatando y lo aceptase con menos dificultad. Pero ahora no quería eso, quería imponerme, quería hacer con ella lo que me diese la gana. Así que seguí apretando, a pesar de que ella contrajo toda su pelvis para defenderse de la invasión. Yo la azoté en la nalga con la mano libre y aceleré el ritmo.
—Espera espera espera espera —me suplicó.
Pero yo no atendía a razones y seguí apretando. Costó, pero entró la yema. Entonces la atraje hacia mí con la mano libre, obligándola a abrirse un poco más, y mi dedo entró hasta el nudillo. Ella chilló y trató de apartarse con mucha más energía de la que había demostrado hasta entonces, pero yo la tenía bien sujeta de la cintura y no le permití alejarse.
—¡Para, no cabe! —gritó.
Pero sí que cupo. Por fin entró el dedo entero y ahí lo dejé. Sonreí, encantado, y me concentré en recuperar el ritmo con el que se la metía, que al no estar atento había bajado considerablemente. Al principio Verónica parecía ajena a todo, pero poco a poco volví a escucharla jadear y resoplar, y no tardó en volver a comportarse igual que antes. Entonces aproveché para empezar a mover también el dedo de su ano, tratando de que el movimiento se sincronizase con el de mi polla. Ella no trató de apartarse esta vez, siguió recibiendo mis embates uno tras otro, por los dos frentes.
Pero el fuego que llevaba dentro ya casi me quemaba, y la naturaleza humana se impuso una vez más: aquello no era ya suficiente. Le saqué el dedo del culo con un movimiento rápido y a la vez le saqué la polla de las entrañas. Ella gruñó y se llevó la mano al ano, pero apenas tuve tiempo de verlo. Fui hasta la mesa, donde aún estaba colgando de una silla la bolsa de plástico con los productos de la farmacia. De dentro saqué lubricante, lo abrí y me eché una porción generosa en el miembro.
—¿Qué haces? —preguntó Verónica, que seguía ciega.
Yo no respondí, volví a ponerme tras ella, le alcé el culo y apreté el tubo de lubricante sobre ella, lo esparcí por su ojete, con bastante menos resistencia que antes. Ya notaba la polla a punto de reventar, no podía esperar más: se la puse en la boca del ano y empujé.
—¡NO CABE, NO CABE, NO CABE! —gritó ella, exaltada.
Yo le di un par de azotes en las nalgas y seguí empujando. Empecé a notar como la punta deslizaba levemente…
—¡Para, no! —chilló.
Ya lo tenía casi.
—¡Violeta! —exclamó, desesperada— ¡Violeta!
Yo apreté los dientes y me quedé inmóvil. Puta palabra de los cojones. Respiré hondo y me hice atrás, pero no me podía quedar así, apenas quedaba nada para liberar todo aquel fuego que me quemaba. Me apoyé con un pie en el sofá para alzarme un poco, me cogí la polla y me masturbé con ansia sobre ella. No tardé ni un instante en sentir como llegaba al orgasmo, y mi polla escupió una corrida bastante escasa sobre el culo y la espalda de Verónica, pero que fue suficiente para sofocar mi fuego.
Me había quedado completamente vacío, ya no tenía nada más que dar. Me eché a un lado y me senté en el sofá, rendido. Verónica jadeaba de forma entrecortada y no se había movido ni un músculo. Sin moverme de mi posición le quité la corbata de los ojos, no tenía fuerzas para más. Ella seguía atada, pero no dijo nada, solo se dejó caer de lado, apoyando un costado en el cojín del sofá y quedando encarada hacia mí. Estaba empapada de sudor y tenía el rostro enrojecido, aunque yo no tenía ánimo suficiente para mirarla a la cara todavía. Se la notaba exhausta.
Yo no sabía dónde meterme, la verdad. Se había apoderado de mí una fuerza tremenda que ahora me había abandonado a mi suerte y no sabía cómo gestionar la situación.
—Ehm —balbuceé—. ¿Estás bien?
Por fin la miré. Pensaba que estaría tensa, enfadada tal vez. Pero me miraba con curiosidad, como tratando de descubrir algo oculto a simple vista.
—¿Qué pasa? —dudé.
Ella apoyó la mejilla contra el cojín y siguió mirándome, fascinada.
—Es verdad lo que has dicho antes —reflexionó—. No nos conocemos.
Yo fruncí el ceño, pero no respondí.
—No me imaginaba que pudieses hacer… esto —continuó.
Yo respiré hondo tratando de serenarme, pero me encontraba muy incómodo.
—Yo tampoco, la verdad —me sinceré—. Ha sido la primera vez que he hecho algo así.
Me rasqué la cabeza y me quedé mirando el suelo.
—Ni siquiera sabía que tenía esto dentro de mí —continué.
Aquello le hizo gracia y se rio. La verdad, me pilló con la guardia baja, no sabía dónde meterme.
—Así que es algo que he sacado yo, ¿no? —propuso.
Yo volví a mirarla. Estaba sonriendo.
—Me alegro —continuó sin esperar mi respuesta—. A la próxima aguantaré más.
¿Quién era aquella chica y dónde se había metido Verónica?
—¿Estás bien? —dudé— No estás… ¿dolorida?
Ella se colocó boca arriba y me mostró el pecho. Lo tenía lleno de vetas rojas, con varios círculos más oscuros donde se notaba que yo había clavado mis dedos una y otra vez. Dolía solo verlo.
—Me duele todo —me aseguró—. Cómo para no dolerme. Siento los labios en carne viva, me escuece toda la garganta, me molesta el cuello al hablar, me late el culo, siento el coño hecho puré y del culo ni hablamos. También las rodillas y la espalda por las posturitas. Ah, y tengo los brazos y las muñecas hechos polvo por las cuerdas.
Yo me levanté trabajosamente, me agaché junto a ella y le di media vuelta, dejándola de espaldas a mí. Tenía el culo y la baja espalda manchadas de semen, me había olvidado. Con manos torpes conseguí desatarla, dejé caer la cuerda al suelo y volví a sentarme. Ella avanzó con los brazos hacía mí y apoyó la cabeza en mi regazo.
—¿Tú cómo estás? —quiso saber, jovial.
—También a mí me gustaría saberlo —le confesé, abstraído—. Ahora mismo no puedo pensar.
Verónica no respondió, pero siguió mirándome. Yo tampoco tenía ganas de hablar, así que también me quedé mirándola, en silencio.
—Así que no habías hecho esto con nadie —apuntó.
Yo negué con la cabeza. Se la veía orgullosa de ello.
—¿Y por qué? —quiso saber— ¿Ninguna quería?
Me encogí de hombros.
—Tampoco es algo que haya buscado, supongo —reflexioné—. Nunca se lo propuse a ninguna, ni siquiera me lo planteaba.
Ella se quedó callada un buen rato, y agradecí el silencio.
—¿Y por qué conmigo sí? —preguntó de golpe.
Me lo pensé durante unos segundos.
—Contigo todo es más sencillo —le confesé.
No dije más porque no había más que decir. Ella se incorporó, yo me agaché y nos besamos. Fue un beso precario porque a ella no le restaban fuerzas para sostenerse y yo no podía aguantar así de encorvado mucho, así que nos separamos al poco. Ella volvió a mi regazo, yo volví arriba.
Unas palabras se me atragantaron en la boca, pero me las tragué, cauto.
—Bueno, voy a lavarme —anunció al ver que no estaba muy conversador—. Y a arreglar todo el desastre que has montado.
Yo asentí, aún abstraído.
¿Qué me estaba pasando?