Messalina
El frio mármol de las paredes proporcionaba cierta frescura a la estancia. Una luz trémula de candelarias hacia bailar las sombras de las columnas Grandes cojines aparecían dispersados sobre el inmenso salón alojando a los comensales, dando comodidad a la frialdad del suelo.
El frio mármol de las paredes proporcionaba cierta frescura a la estancia. Una luz trémula de candelarias hacia bailar las sombras de las columnas Grandes cojines aparecían dispersados sobre el inmenso salón alojando a los comensales, dando comodidad a la frialdad del suelo.
En un arco central de una pared, se perfilaba perfectamente la silueta de la gran sacerdotisa. Su vestido de seda dejaba ver al trasluz la sinuosa imagen de su cuerpo inmaculado.
Un intenso olor a incienso y sándalo perfumaba cada rincón y, desde algún lugar oculto a la vista, surgía la dulce música de flautas, arpas e hidraulys.
En el centro, como broche de honor, una gran mesa redonda era el objetivo de manos que pululaban por ella llevando a bocas hambrientas los mil alimentos y bebidas que, la domina del domus, había encargado para aquella noche especial.
Muchos esclavos y esclavas deambulaban entre los comensales, siempre dispuestos a calmar sus necesidades, fuesen las que fuesen. Apenas les cubría una tosca tela que dejaba pechos y piernas al descubierto, moda que se imponía entre la alta sociedad.
Reclinados sobre triclinios largos y aterciopelados los festejantes charlaban entretenidos, degustaban el plato especial del día, o bebían aquel vino amargo y aguado que los sirvientes no paraban de verte en sus copas.
Marcando su posición más elevada, un biclineo, especialmente decorado con sedas y plumas, se alzaba levemente sobre las restantes cabezas. Sobre él, lasciva, mostraba su pecho impúdico y sus muslos cruzados la dueña del lugar.
Mesalina, con su cabello rubio recogido en una cola de cabello y adornada con cordones de oro y plata, degustaba en una copa de vidrio un vino recién traído de las viñas del sur. Todo el mundo sabía que allí se elaboraban los mejores caldos del imperio, aunque su precio era casi prohibitivo para las moradas no tan pudientes.
Departía una conversación con su acompañante, divertida al parecer, según las carcajadas que soltaba de vez en cuando, y que sobresalían por encima del murmullo del lugar.
Él, vestía una toga larga, ribeteada de purpura, lo que indicaba el estatus social al que pertenecía. Cornelio, recién nombrado procónsul, descendiente directo de una dinastía antigua y, según él, emparentada con los dioses. Emparentado con la casa Fabia y cuya fortuna no se sabía a cuánto ascendía.
Su formación militar le había hecho desarrollar una musculatura digna de Hércules. Un pelo rizado y negro enmarcaba unas facciones duras pero agradables. En su mano sostenía una copa de plata que comenzaba a estar medio vacía.
A su alrededor los comensales comían y hablaban animadamente. Haciendo cumplidos a la cocina de la casa o a los caldos con los que eran agasajados.
La noche pasaba lenta y agradablemente en aquel salón marmoleo.
A un golpe de gong se hizo el silencio y la voz de la sacerdotisa anuncio la llegada de las vestales del templo.
Se hizo el silencio, al fondo se levantaron unas gruesas cortinas de terciopelo y, una tras otra, aparecieron, envueltas en gasas y sedas, las más bellas mujeres que romano alguno soñara.
Sus cuerpos se dejaban adivinar bajo la delgada tela, y un olor a almíbar y aceite perfumado invadió el lugar.
Una tras otra presentaron sus respetos a la anfitriona depositando delante de ella ramos de jazmín y olivo. El uno representante de la belleza, el otro recordatorio del amargor de la vida.
La suave música se reanudo y comenzó una danza, mil veces ensayada, frente a los comensales, que habían dejado sus copas sobre las mesas y miraban embelesados el deambular de aquellos cuerpos cincelados y voluptuosos.
Piernas al aire, promesas de noches de amor y placer, pechos que se bamboleaban frente a ojos atónitos y codiciosos.
Pies descalzos, que arrancaban quejidos al suelo de mármol, se deslizaban rápidos y fugaces al compas de la misteriosa música. Brazos desnudos creaban ilusiones de movimientos armónicos, el recuerdo de serpientes enfrentadas y de placeres prohibidos.
Las candelarias parecían iluminar aun más aquellos cuerpos contorsionados y un ambiente evocador lleno la estancia.
Se fueron como llegaron. Misteriosamente. Una a una, pasaron a ocupar las distintas hornacinas que se abrían a los costados. Quedando quietas, cual estatuas vivas y latentes. Invitadoras de placeres prohibidos los humanos.
Unas tímidas palmadas rompieron el silencio que se había hecho tras su retirada. Nadie se atrevía a romper el momento. Fue Mesalina quien, levantándose, ordeno que siguiera la fiesta.
Pronto, una nueva remesa de manjares, en manos de fornidos esclavos, rellenaron las bandejas vacías. El vino volvió a correr y las conversaciones se animaron.
A aquellas alturas los vapores etílicos comenzaban a surtir efecto y, como si fuese natural, y lo era, las manos comenzaron a buscar un trozo de piel desierta a la que acariciar.
Las esclavas y esclavos bien sabían que se acercaba el momento.
Decimus, pretoriano mayor del emperador, mostraba una terrible erección bajo su túnica y una esclava delgada y de cabello largo, se acerco hasta él para ofrecerle sus favores. La miro de arriba abajo y con un gesto le indico que se arrodillara y comenzase su labor. Mientras ella subía la tela blanca que tapaba un pene erecto y cabeceante, mientras pasaba una y otra vez su lengua sobre un glande morado, él volvía a dar conversación a su acompañante femenina, la hija de su más querido lugarteniente, que bromeaba alegremente sobre el estado de su pene erecto.
El vino seguía corriendo y carcajadas, casi nerviosas, revotaban en columnas y paredes.
Mesalina contemplaba las escenas que se desarrollaban casi a sus pies, mientras su partener miraba golosamente los pechos de ella, aquellos pezones tintados de ocre rojo, como era la moda.
Una Julia traviesa jugueteaba bajo la túnica de su compañero de diván, soltando divertidas risas, como de niña pequeña, mientras hundía un pecho en la boca de su compañero.
Mas allá una joven, algo alocada, se había tumbado sobre una mesa. Su cuerpo desnudo hacia las veces de mantel y plato sobre el que, tanto mujeres como hombres, devoraban manjares que los esclavos depositaban en zonas estratégicas, lo que hacía desternillarse de risa a la joven en cuestión.
Tanto la suma sacerdotisa como las vestales contemplaban interperritas el devenir de la orgia que se animaba a sus ojos. Aunque, en lo más profundo de ellas, comenzaban a hervir los vapores del sexo.
Lucius, canciller de la región de Dacia, mando a dos esclavas bailar para él desnudas. Sus ojos se deleitaban mirando aquellas curvas oscilar frente a él. Le estimulaba profundamente ver unos senos rozar con otros y su entrepierna mostro el efecto de aquellos actos.
Para los romanos el acto de la felación era algo sucio y que solo podían llevarlo a cabo las esclavas o esclavos, así como el cunnilingus, pero ello no quería decir que no se practicase en la intimidad de sus habitaciones privadas. Siendo así, mando llamar a una esclava especialmente entradita en carnes y le ordeno que lo ordeñara a la manera griega, es decir, masajeando su pene entre sus pechos, previamente untados en aceite perfumado.
La noche se calentaba. Incluso Mesalina notaba ya su entrepierna un tanto húmeda. Miro a su alrededor hasta encontrar a su esclavo preferido. Proveniente de la tribu gala de los eduos, de complexión fuerte, cabello negro y largo, recogido por una cinta en su frente. Bien sabia ella que el largo y grueso de su pene se ajustaba perfectamente a su hendidura.
El esclavo se apresuro en acercarse a su ama. Ella se levanto la toga por detrás y dejo un soberbio culo al aire. Bien sabía él que tenía que hacer a continuación. Se arrodillo tras el bicliniun y paso repetidamente la lengua entres aquellos globos mientras en su entrepierna su pene tomaba la consistencia perfecta que ella anhelaba en su interior. Rozo varias veces su glande contra la piel antes de hundirlo poco a poco en aquel tesoro. De los labios de Mesalina escapo un quejido al notar la rotundidez que la llenaba.
-Ve despacio, no corras- Le murmuro, más como una orden que como una petición.
El eduo poso sus manos sobre la cadera de su dueña y comenzó a taladrar lentamente su carne lasciva.
Mesalina entreabría la boca a cada empellón dejando escapar pequeños gemidos de placer mientras se deleitaba con aquel vino aguado, Mirando a su compañero que seguía contemplando aquel maravilloso cuerpo de casi diosa.
Baco se paseaba entre triclinios y jarras de néctar de uva y Dionisio se sentía agasajado entre tanta carne palpitante.
La música seguía monótona, y el olor a sándalo ocultaba en parte el olor a sudor y sexo que comenzaba a desbordar los rincones palaciegos.
Un enorme falo, tallado en madera, entró en la sala sostenido por esclavos desnudos. Tras ellos, bailarinas de pechos rotundos y piernas torneadas, danzaban a su alrededor mientras lanzaban pétalos de rosas al aire para atraer a los dioses del amor.
A una palmada de la sacerdotisa las vestales se desprendieron de sus túnicas y quedaron expuestos sus cuerpos a las miradas habidas, tanto de hombres como de mujeres. Cosa que se aplaudió y vitoreo.
Bien sabía Mesalina cuanto había pagado para este servicio especial, cuántas dadivas especiales al templo y cuantas suplicas a la sacerdotisa.
Pero el hecho es que allí estaban, las vírgenes del templo, las inmaculadas, las intocables, a unos pasos de ellos, completamente desnudas. Mostraban sin pudor sus pubis de enmarañado vello y sus pechos salpicados de rojo para la ocasión.
Cierto es que a nadie se le ocurrió acercárseles, solo eran parte de la decoración y, aunque apenas a unos metros de distancia, estaban realmente lejos de bocas lascivas y cuerpos deseosos de poseerlas.
Sus cuerpos se mecían al compas de la música. Inmaculadamente perfectos, intocablemente bellos.
Para entonces la entrepierna de Cornelio marcaba un abultamiento evidente y Mesalina ordeno a una esclava hispana que se acercara. Ésta, camino apresuradamente hasta los pies del biclineo y Mesalina le ordeno que se encargara de aliviar a su compañero.
La esclava, obediente, se coloco de rodillas frente a él, pidió permiso, que le fue concedido, e introdujo aquel miembro palpitante entre sus labios. Los ojos de Cornelio casi se pusieron en blanco cuando noto el paladar de la bella esclava chocar contra su glande.
Para entonces el banquete había pasado a un segundo plano. Cuerpos sudorosos se revolcaban entre cojines y sobre las mesas. Tratando de calmar aquella fiebre que a todos atacaba.
La entrepierna de Mesalina se encontraba inundada y mando apresurar el paso al eduo que sudaba tras ella. Éste aumento el ritmo de sus caderas, arrancando gemidos de placer a su ama.
Una mano temblorosa se había acercado a su pecho y lo amasaba dulcemente. Por fin Cornelio había alcanzado aquellas frutas casi prohibidas y se deleitaba al sentir su tacto firme en la palma de su mano.
Más allá unos efebos se empeñaban en aguantar los embates en sus traseros de dos senadores dados a la homosexualidad y a su amor por la carne tierna.
Gritos de lujuria, carcajadas y mudas suplicas se multiplicaban. Los senos de una esclava eran torturados por dos bocas hambrientas. La mujer de otro senador se satisfacía con el pene grueso y largo de un esclavo negro que rompía su entrepierna sin compasión. Cosa que al parecer ella suplicaba que hiciera.
Una jarra de vino se vertió sobre dos cuerpos desnudos que se revolcaban sobre bandejas de comida. Llevados por la perversión de las visiones que se acumulaban a su alrededor.
Mesalina acerco su pecho a la boca sedienta de Cornelio mientras bajaba una mano hasta mas debajo de la cintura, hasta notar los labios de la esclava chocar contra sus dedos en el afán de vaciar aquel cilindro de carne. La saliva de la esclava salpico su mano y, separándola un poco, introdujo sus dedos en la boca de ella mientras aferraba fuertemente el pene inhiesto y a punto de reventar. Quería sentir los latidos de su orgasmo en la mano.
Lo agito rápidamente contra la lengua de la esclava hasta que noto como se tensaba la cintura fornida del militar. Apretó el glande contra la boca de ella hasta que sintió el semen cálido correr de los labios a su mano para llevársela a la boca y poder saborear aquel néctar de los dioses.
Para entonces se empezaba a contraer su sexo, aprisionando en lo más profundo de ella aquel pene bárbaro. Su cuerpo se tenso y apretó su culo contra el eduo que comenzaba a respirar profundo y agitado. Sintió los primeros aldabonazos de semen chocar en lo más profundo de ella y se dejo ir hasta el caos que se hacía en su cabeza, borracha de sexo.
Poco apoco fue tomando de nuevo conciencia. Ya el esclavo había abandonado el íntimo contacto que los unía y una esclava pasaba una tela suave, limpia y perfumaba por su entrepierna. Bien tenía enseñada a su esclava para aquel menester.
Se acerco al oído de su compañero de fatigas y le preguntó insinuante-
-¿Quieres más? –mientras vertía de su propia copa una bocanada de vino en la boca reseca del.
-Descansemos un momento. Bebamos un poco mas de este delicioso vino y dejemos que la noche transcurra. Ya tendremos tiempo de mas hasta el alba.- Fue la contestación prometedora del romano.
A su alrededor gemidos y mas gemidos saturaban el mármol frio de momentos calientes. Ríos de semen y fluidos se vertían por doquier.
Las vestales continuaban con su sensual danza y la música seguía martilleando el silencio.
Abrazada a una columna una dama se dejaba lamer el trasero por la boca de otro invitado, mientras que él recibía las atenciones en su entrepierna de una joven que dejaba escapar callados gemidos mientras devoraba con la vista aquel miembro y sus manos acariciaban, casi con ansia, las redondeces que lo adornaban.
Apoyada entre dos triclinio otra mujer recibía de una esclava un tremendo cunnilingus que la hacía gritar de placer mientras, en cada una de sus manos, zarandeaba un miembro masculino.
Las vestales del templo no perdían detalle de todo cuanto pasaba a su alrededor y, alguna de ellas, llevo su blanca mano a su propia entrepierna para satisfacer aquella necesidad que nacía en su interior.
Con unas palmadas la gran sacerdotisa dio paso a un grupo de baile en el que chicos y chicas desnudos comenzaron a representar una extraña danza en la que sus cuerpos se frotaban entre si .Suavemente untados por aceite aromático brillaban sus músculos a la luz de las candelarias y la música aumento su ritmo vibrante al compas de aquel baile erótico.
Manos anónimas amasaban aquí un pecho, allá una cadera. Unos dedos se hundían en las profundidades húmedas de sus compañeras de mesa o apretaban pezones erectos y necesitados de caricias. Un miembro viril socavaba con ansias las entrañas de una dama ya entradita en años pero que conservaba la belleza de la juventud.
Todo se desarrollaba tal y como la domina había planeado.
Los esclavos y esclavas no paraban de llenar copas vacías o de obedecer las órdenes que les daban los comensales. Hacía rato que togas y túnicas reposaban por los suelos y un fuerte olor a sexo lo llenaba todo.
A una orden de Mesalina dos rudos gladiadores pasaron al centro de la estancia. Sus cuerpos apenas si los cubrían unos cinturones anchos de cuero y plata en su cintura y un minúsculo taparrabos. Las miradas de las mujeres se volvieron a mirarlos con avidez.
Mesalina explico, casi a gritos, que aquellos dos sementales habían sido los vencedores en los últimos festejos que se llevaron a cabo a la vuelta del ejercito de la toma de Dacia, y como había tenido la suerte que fueran los dos fruto de su ludis, allá en la tierra de Capua.
Ambos titanes comenzaron una demostración con sus armas de madera de una lucha insangrienta. Apenas si era más que distintas poses en las que se dejaban marcar sus pechos musculosos, sus piernas bien trabajadas en el ejercicio .Cosa que las damas deseaban tener al alcance de sus manos, sus bocas o, mejor aún, de su entrepierna.
Ambos guerreros se esforzaron en deleitar a aquel público selecto con su demostración, bien sabían ellos que después pasarían de mano en mano para deleite del personal femenino.
La demostración no se alargo mucho y fueron invitados a compartir triclinios junto a las distintas mujeres y hombres. Manos nerviosas resbalaban por sus pechos, piernas o espaldas mientras vertían en sus bocas bebidas y manjares para que recuperasen las fuerzas perdidas en la actuación.
La liberada Apia fue la primea en hundir su mano bajo el taparrabos del más cercano a su asiento. Pudo notar entre sus dedos como aquella cosa tomaba volumen bajo sus caricias y no pudo por menos que morderse los labios mientras sus ojos brillaban deseosos de más.
Poso su cara sobre el muslo del agraciado y no dudo en sacar a la luz aquel miembro vigoroso para deleite suyo y de las demás damas. Lo acaricio arriba y abajo. Miraba como poseída aquel glande perderse entre sus dedos para volver a asomarse entre ellos con mas rudeza si podía. Incumpliendo las normas de la sociedad acerco su boca hasta él y paso juguetona la lengua por aquella cabeza hinchada, abrió sus labios y lo saboreo a conciencia, dejándolo cubierto de saliva tibia que resbalo hasta sus testículos que eran posesión de otra mano furtiva.
Aparto su túnica a un lado y se sentó confiada sobre aquel cilindro de carne hasta sentirlo en el estomago. Su cara reflejaba el placer más profundo que sentía mientras se mordía un labio y apoyaba sus manos en las piernas del gladiador. No tardaría en gritar cuando un orgasmo arrasador la abraso por dentro haciéndole moverse enloquecida sobre aquel cuerpo musculado.
Así fueron pasando aquellos dos jabatos de uno a otro cuerpo, sintiéndose alagados por tantas atenciones y placer sentido.
La luna ya decaía en el horizonte cuando la orgia comenzaba a calmarse. Cuerpos derrotados yacían por el salón, algunos aun palpitaban de placer y otros se amontonaban como no queriendo dejar de sentir el contacto de otras pieles.
Mesalina hacía rato que había perdido la túnica y cabalgaba, para deleite del, la envergadura del descendiente de los dioses, que perdía las manos entre los pechos de ella o se hacían dueñas de aquel noble trasero que provocaba los mas tórridos sueños eróticos.
Mesalina boqueaba como pez fuera del agua mientras sentía en sus entrañas aquel miembro, con la dureza del metal, arrancándole de sus labios gemidos e improperios. Le pido al eduao que la tomara por detrás rellenando el único orifico de su cuerpo aun vacio. De esta manera se sintió llena en todo su interior. Se zarandeo adelante y atrás empalada por aquellos miembros viriles hasta que sintió su ano rebozar de semen caliente. Se descorcho de aquel intimo contacto y se sentó sobre el soldado, dándole la espalda Sintió como las manos del se clavaban en su cadera y aumentaba el ritmo. Se preparo para notar el calor húmedo del semen en su estomago, lo que le arranco un nuevo orgasmo nacido en la base de su cerebro y que recorrió su espalda hasta estallar en su sexo.
Se dejo caer hacia atrás recostada sobre el pecho del soldado hasta que dejo de sentir en su interior los latidos de aquel pene mientras trataba de recuperar el ritmo de su respiración. Sus manos aprisionaban sus propios pechos como para que se repitieran los ecos del orgasmo abrasador sentido.
Después trato de recuperar la compostura de una dama de su estatus. Recoloco la túnica y mando a su esclava la labor de limpieza que ya había repetido varias veces a lo largo de la noche. Cosa que esta realizo con la ternura precisa para no romper la sensación de su ama con roces infortunados.
Mesalina se sintió limpia de nuevo y alzo su copa de vidrio brindando por Baco y Dionisio, en honor de los dioses que se había llevado a cabo aquel festejo. Brindis que fue seguido y festejado por los comensales.
El alba ya casi despuntaba tras las ventanas del Domus cuando las primeras sillas de mano se acercaron a la puerta para devolver a los festejantes a sus hogares. Felicitaciones a la domina por una fiesta tan bien elaborada y algún que otro tropezón debido al exceso de alcohol.
Mientras Mesalina permanecía de pie en la puerta de su palacete los esclavos y esclavas ya habían comenzado a limpiar en su interior. Las vestales y la gran sacerdotisa hacia un rato que habían vuelto a su templo acompañadas de una guardia de honor para impedir cualquier percance.
Cornelio fue invitado a quedarse a descansar en el domus. A fin de cuentas era el invitado de honor y no debían de verlo por la ciudad en aquellas condiciones, un tanto perjudicado, por los excesos de la noche pasada.
Aunque las verdaderas intenciones de Mesalina no eran esas. La tarde, después de una larga mañana de sueño y descanso, traería nuevas sorpresas a su invitado y a ella misma.
La clepsidra egipcia seguía marcando el tiempo allá en el jardín interior y le indicaba a Mesalina que la hora del descanso se había echado encima.
Soñolienta y cansada dirigió sus pasos a sus aposentos privados. Acompañada de tres esclavas que se encargaron de asearla y dejarla lista para un descanso merecido. Corrieron las gruesas cortinas de la ventana para que la luz del sol no la molestase y la dejaron desnuda sobre sus almohadones de plumas, solo medio tapada por un lienzo de la más fina seda y unas flores de jazmín que daban fragancia a la estancia.
El sueño la envolvió y se dejo mecer en los brazos de Morfeo mientras en su mente se repetían una y otra vez las imágenes vividas durante la noche pasada.
Continuara.....