Mesalina

Recreación histórica de la vida de la emperatriz Valeria Mesalina, esposa del emperador romano Claudio Tiberio.

MESALINA

La ciudad de Roma, la inmortal, la que no se hizo en un día, la que representa el final de todos los caminos, lucía esplendorosa en aquella mañana primaveral. Había diluviado durante la noche y el Coliseo, los Acueductos, las Estatuas y todas las demás imponentes edificaciones de la capital del imperio presentaban un renovado fuste. Sin duda, Neptuno, Dios de los Mares, había puesto todo su empeño en que la lluvia cayera en abundancia. Corría el año 40 de la era de Nuestro Señor Jesucristo.

A las afueras de la urbe siguiendo la Vía Tusculana, en las fértiles llanuras del Lacio, (de donde viene el término "latino") había una lujosa villa en cuyo derredor se desplegaba un jardín, unos terrenos y, al fondo, unas caballerizas. En la casa solariega de dicha villa residían los emperadores.

Valeria Mesalina, la emperatriz y esposa del Emperador romano Claudio Tiberio, llevaba en brazos a Octavia, su hija, que apenas contaba tres meses de edad y le hacía arrumacos. La pequeña alargaba la mano queriendo tocar la nariz fina y respingona de su madre. El pequeño Británico, que contaba con cinco años correteaba por la sala de la señorial mansión, tratando de atraer la atención de su madre.

—Mire madre, soy un legionario dando muerte a un macedonio.

Y el niño descargaba numerosos golpes a un enemigo invisible hasta que éste, víctima de la brutal paliza, caía al suelo inerte. Luego buscaba a un nuevo enemigo imaginario en otra zona del supuesto campo de batalla y la emprendía también a porrazos con él. No tardaban en desplomarse ante el ímpetu arrollador del primogénito del Emperador.

Mesalina se dirigió a él:

—Británico, eres demasiado pequeño para matar a tantos hombres. Hijo, tu padre no ha ido a la campaña de Macedonia para dejar la tierra sembrada de cadáveres, los campos espolvoreados con sal y las poblaciones reducidas a escombros. No se trata de matar por matar. Hay que matar solo a los que presentan resistencia. Lo verdaderamente importante es que la cultura romana se expanda, que todas las civilizaciones y los pueblos bárbaros comprendan que somos el ejemplo a seguir y se adhieran voluntariamente a nuestra organización civil y militar. En eso consiste la dominación; lo que tú haces es una carnicería. Ni siquiera Marte, el Dios de la Guerra, aprobaría eso.

—Hay que matarlos a todos, madre. Uno no puede fiarse del enemigo. Son viles y traicioneros.

—Algún día lo entenderás, Británico —le reprendió armándose de paciencia—. Pero la vida no solo consiste en matar. Hay cosas más importantes.

Valeria Mesalina miraba con arrobo a su primogénito, mientras reflexionaba acerca de las palabras que acababa de pronunciar.

No, decididamente, ella no había nacido para ser feliz en una cómoda vida hogareña. Vesta, la Diosa del Hogar y de las Virtudes Domésticas, tenía muy poca influencia sobre ella. Ni le gustaba coser, ni cocinar, ni ningún otro quehacer de la casa. Obviamente, no tenía ninguna necesidad de hacer nada de todo eso, pues para ocuparse de ello contaba con el servicio, como corresponde a una emperatriz.

Dicho servicio se componía de esclavos sin derechos a los que se pagaba con la manutención, el alojamiento y el honor supremo de servir en casa del Emperador. En la mansión trabajaba una sirvienta, una costurera, un ama de cría, dos cocineras, un jardinero y un mozo de cuadras, pues su marido tenía varios caballos pura sangre andaluces y árabes y les prodigaba muchos cuidados. Eso sin contar con la guardia pretoriana, que eran hombres libres y recibían un salario. Había un grupo de cuatro soldados bien adiestrados que velaban por su seguridad.

En aquel momento de su vida, Valeria contaba con veinticinco años de edad y desde hacía un tiempo una voz interna, un instinto primigenio le conminaba a buscar nuevas experiencias. La vida es demasiado breve para malgastarla en actividades fútiles y repetitivas. Y Valeria Mesalina era una mujer tremendamente apasionada, y no quería pudrirse entre aquellas paredes, por muy bellamente decoradas que estuvieran.

Ya había recibido el beneplácito de Ceres, Diosa de la Fecundidad, dando a luz a dos hermosas criaturas: Británico y Octavia. Por lo tanto, su papel de madre ya lo había ejercido con plena solvencia.

Ni que decir tiene que también había recibido la aprobación divina de Juno, el Dios del Matrimonio, convirtiéndose en la tercera esposa del emperador Claudio, la más alta personalidad de la época en el imperio romano y, por ende, del orbe.

El profesor particular de Británico acudió a la casa y el niño abandonó sus juegos para, guiado por la sabiduría de su maestro particular, pudiera adentrarse en el conocimiento del Álgebra, la Astronomía y la Retórica.

La robusta ama de cría, Nerea, mujer robusta y de pechos opulentos, se llevó a Octavia a un cuarto donde pudiera tener intimidad. Era ella la que amamantaba a la criatura para que los pechos de Mesalina no sufrieran ningún deterioro y siguieran luciendo turgentes y deseables. Valeria había probado a amamantar a Británico en su momento y comprobó lo doloroso que resultaba la opresión de los pezones que los bebés efectúan. Por eso prefería que fuera Nerea la que suministrara la leche materna a sus hijos.

El problema que atormentaba a Valeria era que apenas tenía trato carnal con su marido. Una mujer que ha contraído nupcias con alguien tan importante como un emperador tiene el gran inconveniente de que apenas puede contar con su augusta presencia.

Normalmente el emperador siempre se hallaba a muchos días de camino de Roma. Ahora estaba en Macedonia, en plena campaña bélica, pero de no estar allí, estaría en Tracia o en Bretaña o en cualquier otro lugar no muy alejado del "Mare Nostrum", el mar que constituía el centro del Imperio. Claudio Tiberio era un gran estratega y estaba muy orgulloso de sus logros militares. Sin ir más lejos, el nombre de su hijo lo pusieron en honor a la reconquista de Bretaña.

Y para más inri, las pocas veces que Claudio estaba en Roma tenía un sinfín de obligaciones, amontonadas lógicamente por culpa de sus largas ausencias. Unas eran de índole política y le obligaban a llevar problemas al lecho conyugal, con lo que muchas veces su libido desaparecía atenazada por la presión y las preocupaciones. Casi siempre había conspiradores a los que liquidar o calumniadores a los que acallar. Y indefectiblemente siempre había que adormecer la conciencia del pueblo con pan y circo.

Sus consejeros también le robaban mucho tiempo. Por si no fuera suficiente, Claudio era estudioso de la Historia y en esta dedicación también invertía o dilapidaba lo que el dios Cronos le había otorgado. Y atendía otras ocupaciones que también requerían tiempo; verbigracia, organizar la construcción de caminos en África, inaugurar acueductos o ejecutar obras como la del puerto de Ostia, el más importante de la península y cuyo volumen de actividad obligaba a ejecutar constantes reformas.

En resumen, el tiempo que disponía para su esposa era escasísimo. Solo atendía a su mujer como es debido en fechas señaladas. Y Valeria, caliente como el fuego que simbolizaba la prosperidad romana, tenía que pedir poco menos que clemencia al Papa para que su marido reparara en ella y le dedicara un rato de caricias y amor en la noche. Valeria rabiaba por dentro; no le extrañaba que sus dos anteriores esposas se alejaran de él.

En cierta ocasión, ella le confió sus cuitas a su amiga Petronila, una mujer que habría eclipsado a la mismísima Venus, Diosa del Amor, por la sublime belleza de su rostro ovalado y la elegancia inimitable de su porte al caminar. Ella estaba casada con Castro Libio, un anciano y achacoso senador cuyo vigor sexual no estaba precisamente en su apogeo, según decía.

—Te recomiendo que busques amantes —le aconsejó Petronila—. Pero no te conformes con cualquiera. Elige los que intuyas que te puedan hacer sentir más placer. Busca un sitio seguro y déjate llevar.

—¿Y no tienes miedo de que se entere tu marido? —inquirió Mesalina.

—Mi marido no se entera ni de por dónde le da el aire —sentenció Petronila desdeñosa—. Desde luego, no estoy con él por sus consumadas habilidades como amante. Mi manera de actuar debe ser necesariamente más que discreta, clandestina. Como es natural, no me puedo dejar ver por la vía pública colgada del brazo de un hombre porque tarde o temprano, mis escarceos serían "vox populi". Por eso, me suelo acostar con un criado tunecino llamado Abdulá que no pone pegas. Viene a mis aposentos a horas convenidas y me lo hace con una ilusión y una entrega encomiables. Se contiene mucho rato y conoce posturas extrañas que intensifican las sensaciones de la cópula. Me ha enseñado unas cuantas. Algunas son muy complicadas y exigen un gran esfuerzo físico, pero merece la pena probarlas. Es muy divertido.

Valeria Mesalina escuchaba interesadísima las palabras de su amiga. De hecho, sentía un estimulante chisporroteo en sus partes pudendas ante las sugerentes perspectivas que se abrían delante de ella. Pero aún tenía dudas éticas sobre la moralidad del asunto del adulterio.

—¿Y no te sientes… culpable cuando lo haces con él? ¿Puedes mirar a la cara a tu marido?

—¡Pero, mujer! ¿Es que te piensas que nuestros maridos no lo hacen con concubinas, con esclavas o con quien les apetezca? No me seas tan ingenua. El mundo es pura hipocresía.

Hizo una pausa. Y añadió con aire pícaro:

—En el fondo mi marido y yo somos iguales. A él le gustan los jovencitos y a mí también. Hay prohombres romanos entrados en años que prefieren este tipo de experiencias antinaturales con efebos. Aunque, lógicamente, lo llevan en secreto para no armar escándalos. En el caso de mi marido de sobra sé que cuando va a las Termas no es solo para mojarse con agua.

Mesalina, en la quietud de su hogar y a la luz de la información que su amiga le facilitaba, decidió tomar una determinación. La ociosidad siempre induce al epicureísmo, es decir, a obtener el placer, evitando el dolor. Evidentemente ella tampoco quería despertar sospechas, porque sabía cómo se las gastaba su marido, mucho más poderoso que el suyo. Debía obrar con mucho tiento y suma discreción. Por ello, decidió seguir el sabio consejo de Petronila y tener un encuentro con un mozo de cuadras egipcio que trabajaba en las caballerizas.

De modo que cuando su amiga se hubo marchado, allí encaminó sus pasos. De los soldados no se fiaba, porque debían lealtad a su marido y era mejor mantenerse alejada de ellos.

Encontró a Omar, que así se llamaba el esclavo, cepillando las crines de una yegua. Al ver acercarse a la emperatriz, dejó de cepillar al equino, fue a su encuentro e hizo una torpe reverencia:

—A sus pies, emperatriz. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Hay alguien más contigo, Omar?

Al hombre le desconcertó que le llamara por su nombre de pila. Desde que lo habían capturado los romanos en su aldea y lo habían llevado a Roma era la primera vez que le prodigaban un trato tan considerado. Estaba más acostumbrado a que los poderosos lo apremiaran a gritos, que a un tono de voz normal.

—No, emperatriz. No hay nadie conmigo en este momento.

—Llévame a un lugar donde no seamos vistos —ordenó Valeria.

El esclavo, picado por la curiosidad, pero sabedor de que no estaba en posición de hacer preguntas, la guió a un oscuro rincón de las caballerizas, cercado por alpacas de paja. Parapetados detrás de una pila de alpacas no podían ser vistos desde el exterior. Entonces, Mesalina sonrió y tomó la palabra:

—¿Te parezco hermosa?

El esclavo fue incapaz de articular respuesta, absolutamente perplejo. La emperatriz insistió, consciente de que aquello no sucedía semanalmente.

—Responde con sinceridad, te lo ruego.

—Oh, sí. Sois en verdad hermosa —repuso al fin.

—Entonces, tal vez os guste ver esto.

Y dicho esto se despojó de la túnica, dejando a la vista su cuerpo suave y redondeado como un ánfora. Omar se quedó boquiabierto.

—Yo, yo… Yo no puedo… —tartamudeó presa del pánico.

Mesalina entendía el pavor del esclavo, quien, acostumbrado a una vida llena de privaciones, difícilmente podía dar crédito a aquel delicioso ofrecimiento.

—Ya verás como sí que puedes —le dijo para infundirle ánimo—. De lo contrario, me enfadaré y eso no te conviene.

Y cogió las manos del esclavo y las colocó en sus firmes pechos de areola rosada para que el egipcio fuera tomando contacto con su cuerpo tentador.

Omar, ante la disyuntiva de que si lo hacía y se enterara el emperador, le mataría dolorosamente, y si no lo hacía, puede que a la emperatriz le cogiera ojeriza y se vengara, su sentido común le obligó a seguirle el juego. De modo que empezó a besuquear y a manosear a la mujer por sus zonas erógenas, mientras ella se dejaba toquetear arrimándose al egipcio, cálido como las arenas de su país.

Mesalina valoró la posibilidad de tumbarse, pero el suelo de piedra le pareció un sitio sumamente incómodo, así que se puso de espaldas apoyada contra una pared de adobe y el esclavo procedió a introducirle su miembro durante el tiempo que tarda un reloj de arena en vaciarse en el recipiente de abajo.

Mesalina disfrutó el momento, a pesar de que hubo numerosos inconvenientes: las moscas no dejaron de revolotear y de posarse en su cuerpo incordiándola; los mosquitos la picaban de vez en cuando en su expuesta piel; el polvillo de la paja, el heno y la alfalfa que flotaba en el ambiente primaveral la obligaban a rascarse constantemente quedando su piel enrojecida. Y, por último, el hedor de la atmósfera allí, indicaba muy a las claras que aquello no era un templo, pues no olía precisamente a incienso.

Al terminar se dijo que Omar no lo hacía nada mal, pues follaba mejor que el fuelle de un herrero avivando su fuego interno, pero definitivamente, no volvería a practicar sexo en un lugar como ese. La nueva experiencia no le había disgustado, porque era una ruptura con su pasado, más ella no estaba dispuesta a volver a pasar por tanta precariedad. Mesalina era una dama refinada que necesitaba de la quietud de una alcoba.


Unos días más tarde, su amiga Petronila, esa mujer que no había recibido al nacer precisamente las virtudes que otorga Diana, la Diosa de la Castidad, la fue a visitar a su villa. La tarde era calurosa y era como un anticipo del verano. En la privacidad de uno de los muchos cuartos con que contaba la casa, Mesalina le contó con pelos y señales cuanto había acontecido en las caballerizas días atrás. Al terminar, Petronila comentó:

—Aquí no tienes libertad, hay demasiada gente, pero no te preocupes. Te ayudaré a tener encuentros con hombres.

Valeria se sentía muy cercana a Petronila. El hecho de que ella le hubiera contado sus mayores secretos, la había unido mucho. Conocer los secretos turbios de alguien, une mucho.

—¡Cuánta razón tienes, amiga mía! —acordó—. A veces me siento como una esclava en mi propia casa. Reconozco que engañar a mi marido no está bien, pero dejar que se marchite mi flor dejando que pasen los días indolentemente aún me parece mucho peor.

—No solo me acuesto con Abdulá —explicó Petronila—. De la misma manera que una renueva sus calzas o su túnica, también tiene que cambiar de hombres. Yo diría que para lo único útil que sirven los hombres es para hacerlo y a no todos se les da bien. Convendrás conmigo en que son sabihondos, infantiles y brutales

—Lo son, pero dan tanto gusto que acaban compensándote y se les perdona todo.

—No lo sabes tú bien el gusto que dan —enfatizó Petronila—. Hay una casa en el centro de Roma que utilizo para estos menesteres. Allí acudo de vez en cuando para retozar con uno o varios jóvenes. El dueño es de absoluta confianza.

—¿Y no lo sabe tu marido?

—Mi marido no sabe distinguir la luna del sol. Pago una moneda de oro por estar unas horas, mientras él se encuentra en el Senado y me marcho con una sonrisa en los labios. Te invito a que vengas.

—Tendré que decírselo al Helio, el jefe de la guardia pretoriana. No consentirían en que me fuera así como así, sin garantizar mi seguridad. Tienen órdenes de mi marido.

—¿Cómo que no consentirían? —se escandalizó Petronila—. Hazles saber quién es la que manda: eres la emperatriz de Roma. Tú te vienes conmigo con el pretexto de que vamos a ver a una amiga común y se acabó. Roma es una ciudad muy segura.

Si uno no se arriesga en esta vida, se va al Hades con el zurrón vacío de experiencias. Valeria le comunicó a Helio, que ella y Petronila se iban a la casa de una amiga común, esposa de un comerciante de tejidos y él se ofreció a acompañarlas. junto con otro guardia para preservarlas de posibles peligros. Valeria intentó evitarlo:

—Te lo agradecemos, Helio, pero queremos intimidad, hablaremos de cosas de mujeres y examinaremos tejidos orientales. Comprende que nos sentiríamos incómodas en vuestra presencia.

—No importa —insistió el guardia—. Si entran en una casa, esperaremos fuera. Si el emperador se entera de que la he dejado marcharse sin protección y a usted le llegara a pasar algo, mi vida valdría menos que la de un esclavo echado a los leones.

Valeria miró a Petronila, quien se encogió de hombros.

Los hombres de armas las importunaban con su presencia, pero no podían quitárselos de encima sin despertar sospechas. Al final fueron a Roma los cuatro, Helio, el soldado, Petronila y Valeria en un lujoso carromato tirado por dos caballos. Petronila los guió hasta una calle llamada vía Nomentana. Allí tomaron por una calleja adyacente que ni siquiera tenía nombre y se detuvieron delante de una enorme casa de varias plantas, alta y estrecha que no tenía número.

Petronila y Valeria se apearon del carromato.

—Regresaremos antes de que se ponga el sol —les dijo Valeria a los soldados.

—Esperaremos su regreso.

Las mujeres accedieron a un patio interior y, desde allí, subieron por unas escaleras de piedra exteriores hasta una galería que se abría a las estancias del segundo piso.

Petronila abrió la puerta de madera del alojamiento que tenía alquilado. No necesitaba dar su nombre auténtico, pues al casero, un avaro que no declaraba lo que ganaba en sus negocios a los recaudadores de impuestos, nunca se lo pidió.

En la estancia, una pieza con una única ventana, esperaban cuatro efebos que no pasarían ninguno de ellos de la veintena. Eran hijos de clases plebeyas conscientes de que cultivar sus cuerpos les podía reportar mayores beneficios que derrengarse en cualquier trabajo de mala muerte. Por unos pocos sestercios Petronila disponía de muchachos de éstos, dispuestos siempre a cumplir todos los caprichos de la lujuriosa patricia. La Diosa Mineva le había otorgado a Petronila la llave de la sabiduría en lo que respecta a la comunicación entre los cuerpos.

La patricia no tardó en quedarse en cueros y, al verla, Valeria y los jóvenes la imitaron. Petronila era delgada y compacta y tenía unos pechos pequeños y bien configurados. Valeria era más curvilínea y exuberante.

No podían beber, porque no podían salir renqueantes de la orgía, de modo que el Dios Baco no pudo brindarles los efluvios espiritosos de las bebidas que se tomaban en su nombre, y que les hubieran ayudado a desinhibirse.

Por parejas, los efebos se dedicaron a complacer a cada una de las patricias. Ambos lamieron a conciencia sus cuerpos por todos los rincones sin hacer ascos a las axilas, ni a los pies, ni a ningún orificio de su anatomía. Valeria aprovechaba para tocar levemente esos cuerpos suaves y depilados donde empezaban a apreciarse tímidamente las durezas y abultamientos que propicia la gimnasia.

Después de bañarlas en saliva, uno de los efebos agarró a Petronila por los sobacos, desde su espalda. El otro, enfrente de ella, la sujetó por las piernas disponiéndolas en los costados de su cuerpo, e introdujo su miembro viril sólido como una estaca en el conducto vaginal de la mujer. Empezó a penetrarla, imprimiendo a sus movimientos de una gradual rapidez hasta que alcanzó cierto ritmo que mantuvo largo rato.

Valeria, por su parte, quiso chuparle el miembro a uno de los efebos. Se arrodilló y se lo metió en la boca, donde una lengua juguetona le esperaba dispuesta a devolverle el favor.

Petronila, gemía a impulsos de las acometidas del chico, hasta que entrecerró los ojos, gesticuló con la cara durante un prolongado momento y, entre renovados gemidos, se inundó de flujo. El chico se detuvo, sin culminar con un orgasmo, sabedor de que no estaba ahí para satisfacerse él. Luego la bajó al suelo cuidadosamente.

Valeria quiso probar aquella novedosa postura con sus dos efebos. Y se lo hicieron con gran habilidad, arrancándole un orgasmo bastante intenso.

Uno de los efebos de Petronila se tumbó boca arriba sobre las tablas del suelo y luego elevó las piernas doblándolas por la cintura y se mantuvo así. Petronila se puso a horcajadas sobre él y comenzó a introducirse el miembro del chico hasta la empuñadura. Los efebos entrenaban la fuerza haciendo muchas series de flexiones, pero también la flexibilidad mediante largos estiramientos, de modo que estaban capacitados para adoptar cualquier posición que exigieran sus compañeras, por extravagante que resultara.

Petronila sugirió e indicó a Valeria que lo hiciera con uno de sus efebos de cierta manera. Valeria se tumbó boca arriba sobre una alfombra y el chico se situó delante, puesto de rodillas. Ella apoyó su prieto culo en los sólidos muslos del hombre y éste, sujetando las piernas de la mujer con sus brazos, comenzó la penetración. Mesalina se echaba para atrás los cabellos, y se tocaba los pezones, sintiendo cómo tener las caderas inclinadas hacia arriba acentuaba las sensaciones. El orgasmo que le sobrevino fue muy especial, una implosión de gusto que le hizo sentir escalofríos y un leve desvanecimiento. Una mujer no sabe que le gusta jugar en el barro, hasta que se pone al asunto, y comprueba lo liberador que es.

Al terminar, ambas se lavaron en unos barreños llenos de agua con esencia que había preparados y se vistieron. Petronila cogió de su bolsa dispuesta a pagar por los servicios prestados, a lo que Valeria se interpuso.

—Permíteme que sea yo quien pague a estos muchachos. Tú has pagado el alquiler y es justo que ahora sea yo quien corra con los gastos.

Y abonó la cantidad convenida.


Al final del verano del año siguiente, el 41, Claudio Tiberio retornó a Roma, después de haber logrado el éxito en la campaña de Macedonia. Hacían el amor de cuando en cuando, pero Claudio tenía bastante menos destreza e ilusión y estaba peor dotado que los amantes ocasionales con los que Mesalina se citaba con ayuda de Petronila, con lo que el sexo con el emperador se convirtió en una tarea, en una enojosa obligación, en modo alguno en un placentero divertimento.

La desconexión sexual entre ambos y la impotencia de Mesalina para tener todos los encuentros extramatrimoniales que hubiera querido por culpa de la presencia de Claudio y su cohorte de guardias y ayudantes, hizo que se produjeran algunas discusiones, pero la cosa no fue a mayores.

Mesalina vivía de maravilla, sin preocupaciones, y su paladar cataba los manjares más selectos, pero le molestaba no hacerlo con total libertad. Resultaba sobremanera complicado librarse de los guardias y la posibilidad de participar en las alocadas fiestas que organizaban los prohombres de Roma era muy limitada. Ella no era una cortesana que pudiera hacer lo que se le antojara en público. Iba a algunas fiestas, pero no podía desmelenarse.

A veces, hasta envidiaba a mujeres de ínfima condición que ejercían la prostitución como las cuadrantarias, llamadas así por cobrar un cuadrante, o las felatoras, expertas en hacer felaciones. En ciertas ocasiones, le hubiera gustado trabajar en un lupanar y hacerlo a todas hora sin tasa ni freno, pero solo a veces. No era idiota, y sabía que eso no era ningún chollo.

Afortunadamente para Mesalina, la ambición militar romana era ilimitada, con lo que Claudio apenas paraba por Roma y, cuando lo hacía, era durante breves temporadas. Siempre había nuevos territorios que anexionarse y siempre había revueltas que había que reprimir ya fuera en la Galia, en Hispania o en cualquier otro punto geográfico.

Mesalina, hasta el año 47, siguió teniendo diferentes escarceos con criados, con esclavos, con libertos, con efebos, pero el placer, a fuerza de repetirlo, perdió intensidad, las ganas decrecieron, los coitos, tan frecuentes al principio, se espaciaron en el tiempo.

Los efebos estaban bien para pasar el rato, pero no eran hombres conquistados con feminidad, había que pagarles por sus servicios, y esto siempre reduce el valor del sexo. Decididamente eran jóvenes sin hombría ni poderío. No tenían una vasta sabiduría ni una afilada inteligencia y no sabían hacer reír a una mujer como ella que, con el paso de los años, cada vez se volvía más exigente, porque una cosa es satisfacer el cuerpo y otra muy distinta el alma. Eran como estatuas animadas que ejecutaban cópulas mecánicamente, pero de un tiempo a esta parte, Valeria notaba que faltaba chispa para que aquellos encuentros fueran únicos e irrepetibles.


El 15 de marzo del 48 d. C., Mesalina acudió el Coliseo junto a su marido. En los graderíos se arracimaban innumerables togas con predominio de colores claros. Cerca de ellos estaban los senadores con sus capas de color púrpura, los tribunos y los militares de alto rango con sus armaduras. En el resto del anfiteatro estaba la plebe impaciente y deseosa de ver el espectáculo.

Las trompas sonaron y tras unas puertas aparecieron unos cuantos gladiadores que enseguida se distribuyeron por la arena para demostrar su habilidad para el combate.

La segunda parte del espectáculo consistió en un enfrentamiento entre un tigre de bengala traído de la India y un gladiador. El gladiador, un bárbaro llamado Eric, de pelo largo, contaba con un casco y una espada corta, amén de una escasísima vestimenta que dejaba a la vista unos músculos descomunales y muy bien definidos.

Se hizo el silencio entre el público. Mesalina contenía la respiración. ¿Podría aquel individuo salir airoso del enfrentamiento a vida o muerte contra un animal salvaje como aquel? El tigre emitía unos rugidos guturales que daban miedo. Y enseñaba unas fauces repletas de afiladísimos dientes. Se le veía ansioso por salir; quizá no le habían dado de comer en los últimos días.

—¿Qué hizo? —preguntó Claudio a un general sentado detrás de él, volviéndose ligeramente. Con buen criterio, supuso que aquello era un castigo.

—Desarmado mató a cuatro legionarios cuando tratamos de capturarlo en una aldea del norte. Un centurión evitó que lo ajusticiaran en el propio campamento aduciendo que valía para gladiador y aquí lo trajimos.

El felino, en cuanto abrieron la puerta de su jaula se lanzó a la carrera contra el gladiador. Este, en ese primer asalto, lo esquivó con agilidad, más la fiera apenas tardó en comenzar un nuevo ataque contra el humano. En esta ocasión el animal trató de golpear con sus zarpas al hombre. Este interpuso el escudo una y otra vez haciendo gala de unos reflejos sobrehumanos y aprovechó para lanzar alguna fallida estocada con la espada. El tigre se apartó un poco y volvió a lanzarse contra Eric, que trató de clavarle la espada, pero no le dio tiempo y la perdió. Lo que sí consiguió fue esquivar el letal mordisco del felino, que iba directo a su cabeza. Le hizo una herida en el hombro, pero siguió con vida. Y entonces, aprovechando la cercanía del animal, abrazó al tigre por el cuello con toda su fortaleza tratando de estrangularle. Este se resistió y se movió desesperado. Pero la desesperación del gladiador era mucho mayor, pues sabía que aquella presa era su única oportunidad de sobrevivir, y aguantó y aguantó ejerciendo toda la presión que podía. Contra el pronóstico generalizado, los movimientos de tigre se fueron ralentizando hasta que éste, por falta de oxígeno, murió. Eric se levantó, pues se hallaba tumbado, buscó su espada y rebanó el cuello a la fiera, para evitarse imprevistos. Luego, con la espada en alto se giró en redondo dirigiendo una mirada triunfal para que todo el mundo le viera.

El público prorrumpió en unos aplausos que se prolongaron largo rato. Claudio se puso en pie y también se puso a aplaudir, lo que constituía una muestra evidente de admiración. El resto de las personalidades también se habían levantado de su asiento y se sumaron a la generalizada lluvia de aplausos.

A Mesalina a su alrededor solo veía viejos desdentados y señores tripudos corrompidos por todos los vicios. ¡Lo que hubiera dado Valeria por conseguir que aquel ser divinamente salvaje la poseyera!


Petronila y Valeria se veían como mínimo una vez a la semana. Aquella tarde, cuatro días después de acudir al Coliseo, Valeria lanzó su petición a la que había venido siendo durante los últimos años su alcahueta o maestra de ceremonias.

—Quiero tener un encuentro con Eric, el bárbaro.

Petronila la miró de hito en hito.

—¿Quieres montártelo con un gladiador?

—Sí, eso he dicho. Quiero hacerlo con Eric, en concreto. Estoy harta de niñatos complacientes y sonrientes. Los últimos que nos calzamos debían de tener la edad de mi hijo Británico. Me da una pereza terrible. Necesito algo nuevo. Quiero un hombre hercúleo y atractivo como él, que me agarre bien agarrada y que me la meta hasta el fondo hasta hacerme ver las estrellas.

—No sé si será posible. ¿Te valdría otro gladiador?

Valeria Mesalina estaba empeñada en degustar el amor con ese semidiós rubio llegado del Norte.

—Quiero que sea él —confirmó—. Es el protagonista de mis ensoñaciones y quien aparece irremediablemente en mis sueños. Correré con los gastos que hagan falta, como he hecho durante los últimos siete años.

—Veré qué puedo hacer —respondió Petronila.


Petronila hizo trabajar a su red de contactos para averiguar dónde vivía el gladiador y, una vez lo localizó, le hizo saber que una dama de alta posición quería conocerle para entablar una relación con él. Eric accedió y al día siguiente ya estaban ambas con él, en la casa sin número de la calle sin nombre donde supuestamente vivía el mercader de tejidos.

Eric no hablaba el idioma, pero enseguida se entendió con Valeria Mesalina, que se recreó como nunca sobando al musculoso gladiador por todas partes. Depositó sus suaves manos de uñas largas por sus amplios pectorales, acarició su espalda recia e inacabable y deslizó un dedo juguetón por sus esculpidos abdominales. Este dedo bajó hasta la unión entre los muslos y el cuerpo, y después agarró el miembro del hombre, a juego con el cuerpo, y le practicó una esmeradísima felación, mientras tocaba los glúteos ejercitadísimos del gladiador. Lo hizo mientras el fuego del Dios Vulcano le quemaba en su interior. Nada deseaba más e la vida que copular con el gladiador.

Eric no tardo en penetrarla con fiereza, haciendo gala de un poderoso vaivén de caderas, con su miembro largo y firme y, después de uno de los mejores ratos que Valeria había pasado en su vida, sintió que se derretía en un orgasmo estremecedor, bestial, un orgasmo que le hizo sentir que caía al vacío sin moverse del sitio. Se abrazó al gladiador, que estaba encima. Le gustaba sentir el peso del hombre sobre su cuerpo. Y experimentó una sensación como de expansión infinita hasta los últimos rincones del cosmos. Y, al fin, extenuada y sin resuello, la invadió una sensación de absoluta paz en la que sintió como todo su miedo se extinguía.

Tan concentradas estaban ambas en la contemplación del bárbaro norteño que ninguna advirtió que desde el ventanuco un soldado recién incorporado llamado Ciro, las había estado vigilando, asomándose de vez en cuando. Al nuevo le había dado por curiosear por matar el rato y había pillado a Valeria en plena faena. El guardia informó a Helio de cuanto había presenciado y éste habló directamente con el emperador Claudio a la mañana siguiente. El emperador no dijo ni palabra, pero notó como una ira ciega y destructiva crecía en su interior. Sin dudarlo, fue con paso vivo a buscar a su esposa seguido de cerca por Helio.

Valeria Mesalina estaba una sala hablando con su criada.

—Retírese.

La criada se apresuró a marcharse. Valeria supo que algo terrible estaba a punto de pasar.

—¿Qué hiciste ayer por la tarde, querida?

Se le heló la sangre en las venas. Un escalofrío de pánico le recorrió el cuerpo pero mantuvo la compostura sin demostrar la congoja que sentía.

—Petronila y yo fuimos a casa de una amiga cuyo marido es mercader.

La voz de Claudio Tiberio era deliberadamente calmosa y tranquila, pero bajo sus apacibles ropajes latían unas refinadísimas ansias de crueldad.

—Ya, mercader. ¿Y con qué comercia el marido si puede saberse?

—Con telas.

—Con telas —repitió Claudio sonriente—. Con tela marinera, supongo.

—Claudio, no entiendo esta conversación. Y no entiendo qué hace Helio ahí delante, escuchando nuestra conversación.

Claudio hizo una pausa sin responder la pregunta de Valeria.

—Después de dos matrimonios fallidos, tú tuviste el privilegio de ser la elegida para ser la madre de mis hijos. Un salvoconducto para la inmortalidad. Te he colmado de lujos, te he dado una vida espléndida y te he brindado protección para que no te pasara nada malo. ¿No crees que me merecía un poco más de respeto?

—No te entiendo —dijo Valeria a la que cada vez le suponía un mayor esfuerzo mantener la calma.

—¡No te hagas la despistada porque Ciro lo vio ayer con sus propios ojos! Estabas refocilándote con un individuo y luego se lo hiciste entre gritos como una vulgar pelandusca, que es lo que eres.

Valeria nunca había visto a Claudio tan furioso. Sabía perfectamente que era ridículo negarlo. Los guardias pretorianos eran una especie de cuerpo de elite y no iban por ahí inventándose mentiras. Se arrodilló ante su marido.

—Te juro por Júpiter que ha sido la primera vez. ¡Perdóname! ¡Te lo suplico! ¡No volverá a pasar jamás!

—De eso puede estar segura —repuso Claudio despectivo, propinándola un puntapié que la derribó.

—¡No tienes derecho a tratarme así! ¡Soy la emperatriz de Roma! —chilló entre sollozos desde el suelo, dolorida por el golpe.

—¡Tú no eres nadie! ¡Entérate de una buena vez! ¡Nadie! Pasarás a la Historia como lo que eres: una puta de la peor calaña. ¿De verdad que es la primera vez que te acuestas con otro?

—¡Te lo juro por Júpiter!

—No te creo. Tu palabra no vale nada. Seguro que lo has hecho cientos de veces.

—¿Y tú no lo has hecho con ninguna?

—Gracias por confirmarlo.

—Cuando un hombre lo hace fuera del matrimonio es algo anecdótico y secundario, y cuando lo hace una mujer tiene que pagarlo con la muerte. ¿Qué clase de leyes son esas? Es una injusticia.

—No es lo mismo: un hombre tiene más derechos, porque tiene también más obligaciones, pero no me voy a poner a discutir contigo sobre temas jurídicos.

—Si a ti te gusta tener un desahogo de vez en cuando, aunque eludas la pregunta y seguramente los hayas tenido, piensa que a las mujeres también. Me has tenido abandonada todos estos años. Esto que tenemos aquí por obra y gracia de los dioses —siguió poniéndose una mano en la entrepierna— no lo tenemos solo para procrear sino para el disfrute.

—Habértelo pensado mejor y haberte metido a puta —repuso Claudio—. Una emperatriz debe comportarse como tal. ¿Pero tú que quieres, sabandija? ¿Quieres que pille una sífilis y me muera? Depravada.

—¡Merezco un juicio!

La mirada ahora era la de un sádico incapaz de escuchar o atender a razones.

—Yo, Tiberio Claudio César Augusto Germánico, como pretor y emperador de esta ciudad, te condeno a la vida eterna o a la muerte eterna, que para el caso es lo mismo. ¡Quedas condenada a la muerte por ser la más golfa de todas las putas de esta ciudad! ¡Maldito sea el día en que te conocí! Mátala, verdugo. Acata la sentencia de este pretor.

Helio, que asistía a la escena en la retaguardia del emperador, desenvainó la espada y avanzó unos pasos hacia donde estaba la mujer.

El chillido de Mesalina fue desgarrador.

—¡Por lo que más quieras, Helio! ¡No lo hagas!

Claudio no elevó el tono de voz.

—Acaba con ella.

Y Helio le clavó la espada en el cuerpo repetidas veces mientras Valeria, que vociferaba al principio, acabó desangrada e inerte. Tenía treinta y tres años de edad.