Merry Christmas

Quiere notar la elegante erección injertada entre sus glúteos al tiempo que sus pechos son aplastados y se entrega a un abrazo espiral de carne, de chispas, de fuego

Merry Christmas

Es fácil detestar la Navidad.

Y Elisa la detesta como pocas cosas en esta vida.

Hasta de bien chica, cuando se suponía debía convertirse en la ilusionada protagonista de la fiesta, no esquivaba esa sensación de falsedad y empalago, de doblez, de derroche que la acompañaba desde finales de noviembre hasta comienzos del nuevo año.

Para la ella de siete u ocho años, aquel alarde de la superficialidad, tan solo era sinónimo de tiranteces, de forzar el escenario, de callarse tensamente las verdades y de peleas, sobre todo de peleas.

Las de sus padres contra los tíos por ver quien cargaba con los octogenarios achaques de unos abuelos cascados, seniles, cascarrabias y rotos.

Las de su madre con su madre por cuestiones de quien le echa cebolla a la tortilla o canela al guiso.

Las de su hermana contra la sociedad imperialista, contra el sistema educativo, la liga de futbol, los marcianos o Mecano…cualquier razón que le permitiera convertirse en el centro de atención sobre la mesa.

La de cuñados contra cuñados por ver si Felipe González o Fraga , por si tú eres rojo y tu facha, por si López Ufarte, Sastrustegui, Buyo o Arconada.

Incluso las riñas del detestable pekinés del tío Román contra el gato familiar, con el segundo encaramado en lo alto de la alacena, bostezando aburrido mientras el gilipolla del can se desesperaba por no poder echarle un mueso.

No le alteraban las luces, no le engañaban los villancicos, las zambombas, los coros.

Era alérgica a los turrones, no entendía lo de la nariz roja en un reno y se agobiaba con el papel de los regalos, los cuales, uno o dos a los sumo, jamás coincidían con los que, desganadamente, por obligación escolar, había solicitado en la carta a los Reyes Magos.

La Elisa de treinta y seis, más cuajada y rolliza, mujer de formas y caminares rotundos, que ni guapa ni fea, que ni lista ni tonta, con algún kilo de más y con algún complejo de menos, paseaba pensativa pero briosa por la avenida Zumalacarregui, la principal de una ciudad provinciana que, como cada veinticuatro de diciembre, abusaba del amperio como si se acobardara de la verdadera oscuridad que en realidad rodea al universo.

La Navidad extermina el silencio.

La Navidad extermina la soledad, el espacio, la templanza, la mesura.

La Navidad es el imperio, la victoria absoluta de lo efímero.

Justo lo contrario de lo que en ese preciso instante, la Elisa caminante, la Elisa contemplativa, necesitaba.

Necesitaba silencio, soledad, espacio y respirar profundo.

Un hueco.

Un reducto.

Un cubil donde poder, sin ser escaneada, juzgada, calibrada, analizada y archivada, rascarse el culo.

En su lugar, cargaba ahora con tres bolsas en cada mano, atestadas con inservibles artículos, decoración desechable, figuritas de escayola de dudoso gusto y regalos.

Muchos regalos.

Los de sus dos hijos, que no tenían culpa alguna.

El de Tomás que era un santo de infinita paciencia quien, a esas horas, estaría ya bañándolos, peleándose con la chiquita que se alteraba al sentir el jabón sobre los ojos, buscando los leotardos blancos o la Nenuco que tanto gustaba al mayor de siete años.

El de su madre, insufribles ochenta y cuatro, centro ahora de las mismas discusiones que ella mismo protagonizara veinte años atrás, sobre con cuál de sus hijas iban a descansar sus lastimados huesos.

El de su cuñado, tan formalito, profesional, previsible, dogmático, enteradillo, repelente y católico.

Y el de su hermana, la pobre, cuya rebeldía juvenil se había encauzado hacia una vida insulsa, una alimentación deficiente, un niño mal atendido, ningún tatuaje ni piercing y un carácter complicado, irascible, carente de tregua y crónicamente insatisfecho, al que solo atiendes o por amor fraterno o porque no queda otro remedio.

Respira.

Elisa se sabe localizada en una posición vital que no desea, que nunca ha deseado y le es imposible de cambiar.

Remando contra corriente, siempre en dirección a donde otros le señalan con el dedo.

Siempre aguantándose las ganas de mandarlos a tomar por culo, de tomar sus propias decisiones, de reorientarse, de gritarles ¡Basta!

¡Basta!

¿Se le ha escapado?

¿Lo ha exteriorizado?

Vuelve a respirar hondo, suplicando porque nadie la haya escuchado.

¡Se siente tan cansada!

Un cansancio enquistado que no se soluciona con unas vacaciones sin niños, un trabajo sin stress o una cama donde poder dormir más de diez horas consecutivas.

Porque en realidad, se trataba de ese cansancio lacerante, aplastante, sofocante que padecen quienes todo lo tienen ya tan encarrilado, que no disponen de espacio para encajar una sorpresa, un imprevisto, un jolgorio.

Decide girar en el arco de San Ricardo y descender hasta la alameda, donde la humedad del río penetra por los poros hasta hacer tiritar las neuronas.

En ocasiones, las agujitas de humedad, directas al nervio, eran uno de esos trucos a los que de vez en cuando, se puede recurrir para recordar que todavía se sigue respirando.

Pero hay otros trucos.

Al llegar a la fuente congelada de la Rotonda, gira a la derecha, ascendiendo paso a paso, introduciéndose entre las calles más oscuras y vetustas, esas que hilan el emparrado de la ciudad antigua, antiquísima donde residía.

Son calles tenues, de mucha sombra, donde se escucha el rebotar sobre la piedra de sus zapatos de tacón bajo, cómodos para ir de comprar, adefesios si se pretende presumir de elegancia.

Así llega hasta la plaza de la Jota, en los ochenta reducto de quinquis y fulanas y ahora, recientemente remodelada, una reserva natural del peatón, donde los coches, tan siquiera los residentes, no pueden hacer entrada.

Dentro del Plan Municipal de Remodelación, el número ocho había sido el último en recibir la visita de la piqueta.

Se trataba de un pequeño bloque, con tres alargados pisos, muy angostos, los cuales, hacía apenas cinco años, ofrecían tal desconchado de fachada e inestabilidad en los tejados que nadie les preconizaba un futuro muy halagüeño.

Ni tan siquiera pudieron conservar los dinteles.

Derribado en su totalidad, para ser reconstruido, en su totalidad, y de manera magistral.

Elisa sentía una especial atracción por los hombres capaces de levantar edificios destacables, con aprovechamientos indescifrables, en lugares inexplicables.

No por los obreros, no.

Por los arquitectos.

Admiraba la capacidad para practicar aquel injerto en el jardín urbano, encajando sin taras aquel tonelaje dentro de un entorno que no bajaba de los quinientos años.

Era casi imposible diferenciarlo del palacete barroco que lo escoltaba o de las ruinas de la antigua mezquita del siglo IX que se podían entrever bajo el suelo acristalado del centro.

Solo las antenas parabólicas, las farolas de diseño y el entramado de la fibra de vidrio delataban que este invento, era de tiempos de Zapatero.

Admiraba al autor de todo esto, un arquitecto tan enamorado de su propia obra que no dudó en adquirir el abuhardillado que copaba todo el tercer piso.

Justo donde Elisa pulsaba el timbre del telefonillo.

No hubo respuesta.

Sencillamente sonó el cimbreo eléctrico, empujó el pesado portón y entró en el angosto portal sin molestarse en encender la luz.

El ascensor era un milagro, articulado sobre la pared exterior, aislado, acristalado, ofreciendo la estampa de una lucecita débil ascendiendo, como un arcangel, una luciérnaga o un milagro entre la oscuridad contenida del viejo casco.

Al abrir la puerta, esta chirría un poco, efecto de alguna piedrecilla incrustada entre sus railes.

Elisa pisa discretamente sobre el suelo de mármol pulido hasta la obsesión, hasta reflejar casi lo indecoroso.

La puerta del fondo, lacada en blanco, se abre pausadamente, como si se tratara de una película de misterio con buen presupuesto.

Quien aparece tras ella resulta ser el padre del edificio, único vecino de un inmueble que apenas lleva tres meses a la venta.

No bajarán precios.

La promotora sabe de sobras que venderá hasta el último ladrillo.

Lo venderá porque el lugar es discreto y la discreción, en la época de Face, Twit, Ins, Teleg, Tele5 y véndase por dos céntimos, se ha transformado en el auténtico lujo.

Aquellos apartamentos, rancios de metro cuadrado pero mordernos y bien equipados, no ofrecen amplitud ni plaza de parking.

Ofrecen calefacción, aire acondicionado y el espacio justo, preciso, para gente en sus circunstancias.

Gentes como ellos.

El arquitecto aguarda, iluminado espectralmente desde dentro, apoyado en la jamba con esa faz de pretender abarcarlo todo.

Sonrisa segura, en un a medias pícaro, injerto bajo esa nariz chata, enorme que, según juraba, se la transformaron así durante una pelea de tiempos en los que las chicas, hacían fila suplicando para que él les hiciera caso.

  • Apestas a engreído. Apestas hasta cuando estas callado – Elisa se lo suelta apenas alcanza su costado.

  • Y tú a descarriada. A putita…descarriada – añade regalándole un sutil pico que apenas puede ser percibido.

Engreído sí, pero acertado.

Cualquier que la hubiera saludado paseando durante una insulsa tarde de compras navideñas, se habría convencido de que acababa de escuchar misa en San Ignacio, la más frecuentada y beata iglesia, de la más santurrona y provinciana ciudad del país.

Nadie jamás, habría creído que fuera la misma persona que cruzaba aquel portal para introducirse en un loft de treinta metros cuadrados, nuevo, estiloso, oculto y, a la par, intensamente iluminado.

  • Primero – dijo apenas paseo por el entarimado – me libero de esto – sentenció arrojando las bolsas en el rincón que tuvo más a mano.

Al hacerlo percibe el antinatural, antiecológico, insostenible calor de la calefacción que domina el semivacío espacio.

Los radiadores trabajando a destajo, derriten una mesa comedor, cuatro sillas, un pequeño aparador, cuatro paredes sin televisor y, sobre todo, su juguete favorito; el monumental y extendido sofá de Piel “Elevanto” en siete plazas de pulcro, brillante e higiénico cuero negro.

Una pieza que solo pudo introducirse allí gracias a una grúa y solo antes de colocar la gran cristalera opaca que preside con maestría la estancia, garantizando privacidad al tiempo que consiente una sobrecogedora vista sobre el castillo almohade.

  • Te pasas con el calor ¿no? – se queja, deshaciendo el nudo de la coleta, desabotonando el abrigo para pasar luego al vestido sin prestar atención al entorno, mirando al inexplicable cuadro abstracto que corona el mostrador que hace la divisoria entre salón de la cocina.

La prenda se desliza hasta el suelo descubriendo en su caída un conjunto de liguero de los que no se confiesan a un cura ni se enseñan al marido.

  • Vaya, vaya, vaya.

Ella sigue ofreciéndole solo la espalda.

¿Para qué girarse?

No necesita verle.

Por eso sonríe.

Sonríe porque lo sabe perplejo.

Al arquitecto le entusiasman las sorpresas.

No esperaba que bajo los zapatos horteras, el pañuelo de chino o el vestido de tela saco patata, se escondiera un antónimo, un “Focucault” parisino imitación años treinta en media negra gruesa, apretada a sus muslos hasta ahondar la carnosidad, estirados con un liguero escolta de unas braguitas tan livianas que, a causa de su transparencia, uno se preguntaba para que eran necesarias.

Plantada sobre ellas, una espalda arqueada con sus dos paréntesis grasos, salpicada por caprichosas pecas y una verruga de cierto porte, sin capilares y color canela.

No hay sujetador a la vista.

El arquitecto se encabrona.

Lo hace porque no lo mira.

Lo hace porque Elisa prefiere contemplar su reflejo en el ventanal.

Así puede ser ella quien lo controla sin ser ella la controlada.

Así sabe que su juego, ha obtenido resultados.

Tras ella él se desnuda rápida y efectivamente, ausentes las torpezas propias de hombres excitados, nerviosos, poco experimentados.

  • ¿Has venido así, sin sujetador, a dos bajo cero por toda la Zumalacarregui?

Elisa asiente añadiendo un aja malicioso, como de novicia pillada en carnal pecado.

  • Pobrecitas – y la abraza desde atrás, acogiendo entre sus manos de delineante sus dos enormes y levemente caídos senos – ¡Que mal os trata vuestra dueña! – añade besándole el cuello.

Entonces sí, Elisa se entrega, cierra sus ojos, abre nuevamente los labios y estira su cuello hacia detrás para besarlo.

Hace lo propio con la mano derecha, agarrándole la cabeza para aproximarlo a su trasero.

Quiere notar la elegante erección injertada entre sus glúteos al tiempo que sus pechos son aplastados y se entrega a un abrazo espiral de carne, de chispas, de fuego.

Comprime contra ella la leve gordura de su arquitecto, su panza contenida y sus pectorales flácidos.

Separa su boca para permitir que el aire entre, para liberar gemidos mientras el arrecia contra las cervicales, descendiendo sus dedos hacia el ombligo, luego caderas, luego muslos.

Elisa cede, inclinando hacia detrás el culo, coordinándose con la cabeza de su querido, buena sabedora de la debilidad que este siente hacia el volumen de su pandero.

No ha sido nunca una deportista.

Su último chándal fue el oficial de las Maristas, aquel adefesio azul y amarillo dentro del cual sudaba como cochinillo al tajo, durante las vetustas pruebas de educación física.

Elisa jamás gustó de forzar el corazón más allá de setenta y cinco latidos salvo si veía en la gran pantalla a esa inconfesable debilidad que sentía hacia Katherine Herburt actuando.

Ese defecto y su gusto por untar pero bien sobre la salsa de almendra.

Ese defecto y dos embarazos saturados de gula.

Todo eso, había conseguido agrandarlo hasta alcanzar ese límite, esa fina línea que separa el trasero generoso pero todavía bien compuesto, de esos otros que ya andan deslucidos, ofensivos y desparramados.

Era mucho mayor que cuando se sacó novio.

Mucho, mucho mayor que cuando dijo el sí quiero.

Mucho, mucho, mucho, mayor que la última vez que Tomás se lo había contemplado, con ella dentro de la ducha y el sentado en el trono, liberando su obligación diaria.

Él es bueno y justo, pero no sabe apreciarlo, reverenciarlo, loarlo, ensalzarlo, catarlo como lo hace su arquitecto.

Desde atrás, con una lengua viperina, maliciosa, apuntada pero bien ensalivada, deposita placer en la parte postrera de su vagina, dirigiéndola luego, deliciosamente manso, ascendiendo, hacia los glúteos que sus manos abren para facilitar la ruta.

Elisa se derrite.

Trata de no contorsionarse para favorecer las faena, para incrementar el roce, inclinándose hacia delante hasta hundir su moflete izquierdo en la pared más cercana, abriendo los ojos sorprendida, cautivada, justo cuando la lengua alcanza su orificio más prohibido.

Esos lugares tan indefinibles donde ni tan siquiera un arquitecto es capaz de diseñar.

Elisa oprime su trasero contra la cara ofensora.

Esta, experimentada, sabe bien cómo responder.

La mantiene a raya, lo suficientemente alejada como para no provocar un estallido imprevisto, lo sobradamente cercana como para que nunca deje de percibir el mimo del aliento.

Es entonces, tras tres o cuatro minutos de tenso jugueteo, cuando tira de artimaña.

Extiende la lengua en toda su amplitud, la moja de más y comienza a golpear sutilmente, palpando con agudeza, la zona del perineo, ese espacio prácticamente desconocido entre el final del coñito y el inicio del ano.

Los flujos de Elisa y la saliva del arquitecto se funden, produciendo un sonido acuoso y húmedo que los tímpanos de ella interpretan, incrementando su pasión y excitación hasta obligarla a girar la cintura unos centímetros.

Lo suficiente para aferrar el cabello de su amante y presionar su nariz contra los glúteos.

  • Aaaaa aaaaaa ostiasssss aaaa

Elisa está a punto.

Lo sabe ella.

Y él.

Como ambos también saben que no es multiorgásmica y que ninguno desea comer el postre cuando apenas se han servido los aperitivos.

La lengua se oculta dentro de una boca que, lenta, sube por la espalda besando cada peca, besando la arruga.

Casi la cagas.

Sé cuándo parar.

En todo ese rato, ni una sola vez sus ojos se han cruzado.

Ahora toca.

Porque ni tetas, ni culos, ni rabos venosos y pornográficos.

Nada puede excitar más a una pareja concebida para follarse la otra al uno y el uno a la otra, como el cruce de sus retinas en brasa.

Toca porque ambos se desean.

Toca porque cuando dos cuerpos se desnudan, nada hay mejor, que retarse cara a cara.

Toca porque Elisa anhela introducir su polla dentro de su boca.

Y para ello, es obligatorio comenzar desde arriba.

Con perspicacia.

Como solo sabe hacerlo una hembra estoica y paciente de treinta y tantos.

El no siente miedo.

La conoce.

No es la primera vez que va a recibirlo.

No será la última.

Hay demasiadas cosas que convierten, entre ambos, ese momento, en adictivo.

Demasiadas cosas para renunciar, para temer de más el qué dirán, la vergüenza, el peligro.

Él sabe muy bien como ella va a desplegar su juego.

Lo cual no resta su desespero.

Lleva media tarde encerrado en el apartamento, bajo aquella calefacción inmisericorde que se ha cargado media capa de ozono y que en una ciudad de interior que le tirita al invierno, es obligado si se quiere follar con la ropa desparramada por el suelo.

Elisa primero lo besa, baja hasta la barbilla, va encontrando reductos desconocidos en cuello, hombros, clavícula, pezones, costillas.

Ummm, aquí hay más materia que la última vez.

El ríe.

Si, ha engordado.

Le sobran más de diez kilos.

Pero le importa mierda.

Un hombre con metro noventa bajando de cien no es más que un fideo encorbatado.

Y pocos de ellos son capaces de tirarse a una mujer que, con sus holguras y defectos, sería el sueño del Cristiano Ronaldo más musculoso, rico, prepotente, regetonero y descerebrado.

No.

Pocos son capaces de asegurar que han disfrutado de la manera agotadoramente pausada con que Elisa, chupa una polla.

Su polla.

Primero la aferra, resaltando pausadamente cada movimiento de cada uno de sus cinco dedos, rodeándola, desde el pulgar al meñique, corazón, índice, anular…

Estaría mal presumir.

Pero siempre sobresale un grueso sobrante fuera del puño.

Elisa aprieta el lazo, mientras recurre a su otra mano libre para aferrar los testículos sin forzar la presión, molestando sin provocar dolor.

Lo tiene donde quiere, atrapado, entregado, sumiso.

Mueve la piel hacia detrás visibilizando el capullo.

  • Mírame – ordena.

Él obedece.

Como un tierno lechal.

A Elisa los ojos azules Mar Egeo del arquitecto la deslizan al abismo.

A él la falsa humillación de los suyos, negros tizoneros, lo arrastran al averno.

Aun arrodillada, nadie domina más aquella escena que Elisa.

Besa dulcemente el pene, la rosácea testa y, al hacerlo, un espeso hilillo de pre-seminal, se sostiene, cinco o seis lujuriosos segundos, uniendo labios y miembro.

Elisa saca la lengua, lo relame, lo recoge como si se tratara de un macarroni embadurnado en salsa de nata.

El respira agitado.

Ella incrementa el lazo hasta conseguir que el miembro bombee y el grosor de las arterias que lo rodean se multiplique por cuatro.

Palpitan asfixiadas, palpitan doloridas.

  • Aaaaagggg

Le duele.

Le mata de puro placer.

Sigue, sigue.

Sigue porque sabe que cuando Elisa fela, lo hace de todas, todas.

Abre la boca, se la introduce entera, y entonces, solo entonces, libera la mano para pasarla a los testículos mezclando la saliva de su mamada, el efecto de liberación, la sangre bombeada al sitio usurpado y la presión sobre las gónadas

  • Aggga agggga

Y lo hace tan acompasado y rápido que el arquitecto siente el mareo, obligándole a liberarse y retroceder unos pasos con el rostro enrojecido, sintonizando los inicios de un colosal orgasmo.

Pecho dislocado, barriga inflándose y desinflándose como un pellejo, manos temblorosas…intento de controlarse…esfuerzo.

Lo logra solo tras unos minutos.

Lo logra y la contempla.

Elisa permanece sobre el suelo, larga aunque incorporada sobre un brazo, con la melena cayendo sobre sus hombros y la expresión traviesa, exhibiendo los brillantes labios prueba del delito que acaba de perpetrar.

Sus pechos son muy grandes, levemente excesivos pero se sostienen aun con cierta soltura, sin evidenciar la lactancia y el poco gusto por el sujetador.

Sin mostrar todavía que, guapa o fea, el reino imperante sobre la piel, siempre es tiempo.

Su tripilla cae hacia un lado y bajo ella, asoma un matojo setentero que él siempre le ruega que nunca rasure.

Ella, inesperadamente, lleva todos esos meses haciéndole caso.

Sus piernas, aun recogidas son largas, concluyendo en pies hombrunos, embutidos en un enorme cuarenta y uno y finiquitados, curiosamente, en unas uñas anchas, grandes sí, pero artísticamente pintadas, con un color azul cobalto, pulido, brillante.

Antes del arquitecto, Elisa solo se acordaba de ellas para recortarlas.

Ahora incluso se obsesiona, pintándolas con la goma espuma separándole los dedos, sentada en el sofá con un Tomás concentrado en unas noticias que comenta sin que ella haga interés o gana.

A él le parece, como nunca, tan hermosa como atractiva, tan natural como corrupta.

Virgen y puta.

Elisa se incorpora.

Quedan ambos confrontados, desnudos no solo en el físico, retándose como si se tratara de una mala película de vaqueros.

Se acercan.

Son apenas cuatro o cinco pasos pero los salvan como dos perros rodeándose, buscándose la cola, catándose, calibrándose, olisqueándose.

Hasta que, inevitablemente, se besan.

Se besan con ternura.

Se besan suavemente.

Se besan y paran para volver a mirarse.

El acaricia su espalda con las yemas, hacia abajo, rodeando los omoplatos, incrementando lentamente el arrimo.

Ella lo hace hacia arriba, hacia el cuello, jugueteando dedo con cabello.

El beso evoluciona de tierno a dulce, de dulce a acelerado, de acelerado a apasionado, de apasionado a pecaminoso de pecaminoso a…no puedo dejar de besarlo.

Y lo hace en diez maravillosos y flotantes minutos.

Sus caricias buscan cada recoveco…los más comunes, los más conocidos, los adoctrinados, los prohibidos.

El trata de arrastrarla delicadamente hacia la alargadera del sofá.

Pero Elisa es de naturaleza mandona.

Finge dejarse transportar para, en el último segundo, girar y sentarlo a él, extendiendo una mano sobre su pecho para empujarlo y dejarlo cómodamente reposando sobre el mullido.

A ella nunca le hicieron gracia los hombres perfectos, los bollitos acaramelados sin un solo atisbo de atractivo de pellejo para adentro.

A Elisa le placen los hombres que sepan resaltar sus virtudes a través de sus defectos.

Y aquel arquitecto, tiene en su incontrolable barriga, su peor adversario.

Un adversario que no puede ocultar la enorme virtud de un infalible miembro.

Ella jamás suspende, jamás da la nota, jamás dice no y jamás se corre antes de tiempo.

Ella la contempla de pie.

La agasajada se retira la melena para enseñar los pechos.

  • Te los comerás ¿verdad?

Pone una pierna a cada lado.

-Enteritos ¿verdad?

Coge el falo.

  • Los morderás ¿verdad?

Y comienza a recorrer con él la entrada de su coñito, permitiendo que solo uno, dos centímetros entren para volver a sacarla de inmediato.

Loca controlada que a él, lo aproxima al borde de la demencia.

  • Me los apretarás con fuerza….¿verdad?

En ese instante, de una incisiva tacada, se penetra a si misma sin un atisbo, sin un mal cargo, sin miedo.

Hasta el nunca encontrado del todo…fondo.

Cuando sus muslos entrechocan con los suyos, el arquitecto estira las dos manos para apretar ambas tetas.

Una reacción que envía un inmediato mensaje al cerebro de quien es su dueña.

¿Duele?

¿Excita?

Sin la excitación que la corroe, aquello causaría gran molestia.

Pero su vagina lubricada y el instinto con que su cadera empieza a mecerse, la obligan a pedirle más.

  • Duro – le dice.

  • Apretar duro – repite.

  • Y follarme.

Por mucho que se encuentre debajo, sabe bien como ser el quien marque ritmo.

Aferra ambas caderas y las levanta.

Hunde su trasero en el cojín y, sincronizando, al tiempo que la hace descender, el avanza.

Elisa se hunde en un sonoro gemido.

Repite el gesto.

Lo hace cuarenta, cincuenta veces cada una más rápido que la anterior hasta que el loft se inunda con un concierto de chasquidos carnales, humedades acompasadas, ritmo de sexo y gritos.

Ambos agradecen, la ausencia de vecinos.

-¡Para para!

El vuelve a subir las manos para agarrar sus pechos.

Los aferra y se detiene dos segundos.

Elisa abre los ojos.

Lo vez con esa cara de sobrado.

Y por un instante, le da asco.

Sabe que por segunda vez, casi consigue que se corra a deshora.

También que nadie ha sido capaz hasta el, de conseguir que eyacule vaginalmente.

Y ese poder lo envilece, provocando que Elisa se sienta débil y desplazada.

Y eso le desagrada.

Por eso reacciona como mejor sabe a la hora de defenderse.

Planta sus pies en el entarimado, se alza sosteniendo sobre las rodillas a peso, subiendo lentamente sin permitir que su polla salga del todo.

Cuando eso está a punto de ocurrir, se empala.

El grita.

  • ¡Agggg cabrona!

Lo repite cuatro, cinco, seis, quince veces.

Con cada una el arquitecto se retuerce y ella aprieta muelas sintiendo el sudor de su espalda, la penetración intensa, el dolor de sus músculos sosteniendo aquel arrojo.

Cuando tras veinte arremetidas el amaga con agarrar sus caderas para detenerla, Elisa reacciona con violencia, estampando un sonoro bofetón en su rostro.

El chasquido resuena en toda la estancia.

Bajo el pómulo se abre brecha y surgen dos, tres, cuatro gotas de sangre roja y fresca.

Una herida que no impide al agredido lograr su objetivo.

Consigue detenerla mientras se alza hasta embutir su boca entre los pechos.

Lame sus pezones, los devora con besos a boca abierta.

Su sangre se mezcla, los tiñe y el aun abusa más para limpiarlos con devoción fanática.

Elisa siente un conato de desmayo al recibir aquella sobreexcitación con el quieto, pero muy adentro.

Parece que le están follando las tetas y el olor de su sangre, solo consigue enfervorizarla aún más.

No es capaz de controlar el pubis.

No van a penetrarse con la fogosidad de hace tres minutos.

En su lugar, abrazados, pegando sus mutuas barrigas, buscan rozar sus partes.

La panza baja acaricia el clítoris de Elisa.

Y Elisa utiliza de sus movimientos internos para atrapar el pene del arquitecto.

Se mecen.

Se sincronizan.

Las manos de él atrapan su culo para arrimarlo hacia su cuerpo.

Las de ella hacen lo propio.

Ninguno de los dos es capaz de dar más de sí.

Y lo saben.

Pueden que en la parte baja y nueva de la ciudad, resuene el jolgorio, las risas forzadas, los villancicos cutres.

Pero en aquel loft, lo que suena es carne.

Y la carne tiene límites.

  • No puedo más Elisaaaa. No puedo más.

  • Dale…dale…

  • ¡No llevó condón!

Elisa también va a correrse.

Y le importa poco quedarse embarazada.

Es su pequeño secreto.

Él ignora que ella toma píldora.

Y ella saber que al arquitecto, las corridas se le desbocan imaginando que puede dejarla preñada.

Y a ella le encanta.

Porque su amante no derrama con diez o doce declinantes arremetidas.

Su amante lo da todo en el primer chorro.

Cuando este, por fin, brota, sale en estampida, amplio, espeso, generoso, inundándola entera, obligándola a reventar ella misma, con su propio espasmo.

Eso la agasaja.

Demuestra que se ha estado reservando, durante varios días, solo para su coño.

Cuando el último estertor llega, cuando se han quedado secos, el cae largo arrastrándola a su lado.

Queda agotada, sudorosa, satisfecha sobre un agotado, sudoroso y satisfecho arquitecto.

Su orgasmo es el último tras un mes, tras su último encuentro.

Y es complicado que en el lecho, Tomás sea capaz de proporcionarle otro.

O al menos otro tan intenso.

Por eso, porque sabe que va a echarlo de menos, no consiente que se salga hasta que la flacidez retorna, haciéndolo de manera obligada y natural.

Para entonces él está adormilado.

Elisa en cambio, se siente tan apaciguada como tranquila.

Despierta.

Viva.

Con la cartografía aclarada.

Mira el reloj.

Apenas ha sido una hora.

Pero ha merecido la pena.

Aunque ahora arrastre algo de prisa.

Lamenta que no puedan tener más momentos así, en los que el universo entero se olvida de su existencia y quedan solo para ellos.

Lo lamenta mientras va encontrando la ropa y recuperando decencia, imagen pública y compostura.

Él está ya profundamente dormido, casi roncando, cuando suena el pestillo de la puerta.

En sentido inverso, Elisa va caminando con sus bolsas equilibradas, tres en cada mano.

Se siente levemente somnolienta.

Ni el aire frio consigue liberarla del sopor, aunque tampoco lo desea.

Deshace el camino subiendo por la alameda, escuchando un río adelgazado por las heladas, girando a la izquierda, para retornar al griterío de una ciudad y estafada.

Histeria colectiva.

Por los altavoces municipales, instalados para imponer el pensamiento único de la felicidad omnipresente durante dos semanas, resuena el “Tamborilero”.

Las tiendas rebosan con una decoración burlesca, ofensiva, excesiva.

Una pareja, joven y acaramelada, comparte castañas calentitas.

Elisa se pregunta cuánto tiempo tardará ella en pasear por la Zumalacarregui, sintiendo que por los muslos, le chorrea el semen de otro hombre que folla mejor pero anhela menos.

Es la desdicha de quien ama a Tomás, pero no se apasiona, de quien se complace cuando está cerca, pero no encima, de quien admira su integridad, su fiabilidad, su inteligencia, pero ya no siente atracción alguno hacia su erotismo, su falo, su lengua.

Amar pero no desear.

Y aun con todo, Elisa se siente algo más reconciliada con la falsa fiesta.

Sabe que se ha olvidado el tanga sobre el entarimado.

Y eso le genera una sonrisa etrusca.

Le gusta, aun rodeada de gente que más o menos la reconoce como ideal, previsible y confiada, saber que acaba de romper, efímeramente pero romper, con su propio estereotipo.

Absorbida por el ambiente, llega incluso a detenerse para adquirir turrones de almendra artesanos.

La dueña, saturada de clientes, aún conserva la simpatía de saludarla.

  • Felices fiestas Elisa. Que todo vaya bien.

“Todo empezó divino” – responde con la boca sellada.

Si, felices.

Ahora siente que puede caminar un rato más.

Como si su dependencia hacia las sustancias prohibidas, hubiera recibido su correspondiente dosis para las próximas dos semanas de dindong, jojojo y lotería.

Llega a casa.

Desde fuera del unifamiliar escucha la jarana del rebaño que es su familia.

Entra.

Tomás acude a saludarla con un beso cargado de significado.

La ha echado de menos.

Se sorprende al sentir, que también lo ha hecho ella.

No registra ningún cargo de conciencia.

  • Estás muy guapa Elisa.

Ella agradece el piropo porque sabe que es sincero.

Pero sigue sin sentirse culpable por algo.

Y eso la alivia.

Al menos, hasta que desde el fondo, aparecen sus dos hijos….!Mama!...que acuden a sus piernas raudos.

Entonces, si, necesita urgentemente la ducha que libra de todo pecado.

Voy a ducharme mi amor.

Y agradece el olor a ternasco que, surgiendo desde el horno, camufla el de su boca, el de sus cabellos, el de su ropa.

Solo se libera del arquitecto, bajo el chorro hirviendo.

El vaho y el gel acaban de borrar todo rastro.

Cuando por fin acaba, se maquilla levemente, se pone un vestido hermoso pero de color discreto sobre unas medias de rezar rosarios y desciende las escaleras observando como la saga se está empezando a impacientar en torno a la mesa.

Los niños han transformado la estancia en un chillar.

En la tele, un rey sin sal miente sin que sus mentiras interesen ya a quienes llevan mucho tiempo viviendo sin verlo.

Elisa contempla la escena.

Lo hace inesperadamente relajada.

Sabe bien que lo ocurrido es la escapada, lo necesario, el olvido, su narcótico.

Sabe, porque se conoce, que correrse en brazos de lo prohibido es el secreto, el débito para encarar aquella vida que le ha ido, en base a las obligaciones y arrastres de los otros, carcomiéndole los ratos propios.

No se siente mala, puta, corrupta, traidora o bruja.

Solo siente que tiene ganas de retornar al papel y preparar la macedonia.

  • ¿Qué hermanita, dispuesta otro año más al jolgorio?

El esqueleto movible que es su hermana aparece por la puerta de la cocina, con el que, seguramente, es el segundo o tercer vaso de vino quemado que le ha echado al hígado.

Elisa deja de cortar manzanas para saludarla con un guiño de ojo.

No puede evitar amarla a pesar de sus desacuerdos, de su mal carácter, del derroche vital que ha sido su existencia y de esa amargura congénita que se le ha ido apoderando.

  • Mama imponiendo jerarquía en el salón ¿no?

  • Efectivamente.

Da un trago largo hasta finiquitar el vaso y se sirve otro.

Es imposible que no pueda escuchar los gritos de su hijo.

Del único.

Del que será único.

No es un “enfant” consentido.

Solamente pretende llamar la atención de una madre menos preocupada por sus cinco años que por la solera del vino.

Elisa la mira.

Sabe que no es feliz

Al menos ella, ha sabido encontrar un recóndito equilibrio.

¿Dónde lo tendrá su hermana?

¿Habrá una buhardilla en el casco viejo aguardándola cada vez que no pueda más?

¿Buscará en otra bragueta, aquello que la vida le ha ido racaneando?

¿O ahogará su insatisfacción en vinos de dos euros el litro?

  • Mira este – señala con la barbilla hacia la puerta – ¡Que pintas traes macho!

El pintas de la puerta resulta ser Héctor, el sabelotodo que una tiene por marido y la otra por cuñado.

  • ¿Pintas de qué? – pregunta el aludido con semblante cohibido.

El muy imbécil siempre se arruga ante su mujer como papel de seda mojado.

  • Si me he puesto el traje que dejaste sobre la cama cielo.

  • Mírate la cara. ¿Tú crees que estas son trazas de presentarte en la cena de Nochebuena? ¿Dónde te habrás metido?

El infeliz palpa su rostro.

Bajo el pómulo izquierdo, la herida aún está fresca.

Diluye entre los dedos la sangre que ha palpado.

  • Ya sabes que vamos tras el solar de Huertas. Solo fui a medirlo para hacer oferta y terminé dándome con unas zarzas.

  • ¿Solo a ti se te ocurre inspeccionarlo cuando tenemos cena?

  • Mujer, cuando ves que hay fuego, debes apagarlo. ¿No?