Merienda de brujas
Celebraciones Familiares (lV): Durante un año, fui el amante de María-Luisa y de su cuñada Piedad sin que la una llegara a saber lo de la otra. Sin embargo, al final se hizo imposible compatibilizar ambas relaciones. Había llegado el momento de lanzar los dados...
RESUMEN: Celebraciones Familiares (lV): Durante un año, fui el amante de Maria-Luisa y de su cuñada Piedad sin que la una llegara a saber lo de la otra. Sin embargo, al final se hizo imposible compatibilizar ambas relaciones con mi matrimonio con Teresa, que era a la postre prima de una de ellas. Había llegado el momento de lanzar los dados y esperar que la suerte estuviese de mi parte.
Merienda de brujas (lV):
La boda del primo Sebastián había tenido lugar un año antes. A pesar del opíparo banquete, hubo varias mujeres que se quedaron hambrientas.
(Ver Celebraciones Familiares l y ll)
Meses más tarde, toda la familia se reunió un frío mes de noviembre para celebrar el cumpleaños de Carla. Aunque aquel día la muchacha había sido la protagonista, también su madre tuvo su propia fiesta al caer la noche.
(Ver Celebraciones Familiares (lll): La fiesta de la madre de Carla).
Carla no se tomó demasiado mal que me negara a acostarme con ella, su única represalia fue rayarme el coche. Afortunadamente, la muchacha cumplió su promesa de no contar lo que sabía sobre la relación clandestina que mantenía con su Tita.
A mí no me preocupaba que se lo contara a mi esposa, ya que Teresa siempre había estado al tanto de mi relación con su prima. Lo que yo deseaba evitar era que Carla fuera a contarle a Paco que me estaba acostando con su mujer. Por eso, cuando la muchacha se ciñó a lo del coche, aquello me pareció una penitencia banal y casi infantil.
A mi esposa le preocupaba mucho más mi relación con Maria-Luisa, la esposa de su primo. Sí, también se lo había contado. De hecho, ella era consciente de que, esa era la relación más turbulenta que había mantenido con otra mujer hasta aquel momento.
Al principio Luisa y yo solamente nos acostábamos delante de Alfonso, puesto que esa era la condición que había impuesto su esposo. Durante un tiempo encontré muy excitante follar en presencia de su marido. Sin embargo, esas ocasiones eran tan escasas que Luisa y yo pronto comenzamos a tener encuentros por nuestra cuenta.
Mi atracción por la mujer de su primo era casi incontrolable. Nunca se lo dije a mi mujer con esas palabras, aunque seguramente ella debía intuirlo. Cuando finalmente optamos por prescindir de la presencia de su esposo, Maria-Luisa hizo algo insólito, se apuntó a un gimnasio.
El primer mes hicimos el amor a diario, pues aunque la esposa de Alfonso realmente asistía a esas clases de fitness, luego siempre se duchaba en mi casa. Luisa había escogido ese gimnasio precisamente por su cercanía a mi domicilio. De lo que no estoy seguro es de dónde sudaba más, si en la bici estática o encima de mí.
Dado el tamaño de mi miembro viril, jamás me había topado con una mujer que siempre quisiera que la follara por el culo. Al contrario, normalmente era yo quién pedía o exigía gozar analmente a las mujeres.
A Luisa no sólo le gustaba que la sodomizase, la obsesionaba. Esa mujerona siempre había sido muy religiosa y conservadora, de modo que sospecho que su conducta estaba relacionada con alguna especie de retorcida penitencia por ser infiel y engañar a su esposo. Luisa debía sentir que tenía que pagar por sus pecados de algún modo y se redimía dejándose encular.
Mi encuentros con su cuñada Piedad era sólo eso, encuentro esporádicos en absoluto premeditados. Que pueda recordar, siempre nos liamos aprovechando alguna celebración familiar: un cumpleaños, una cena, unas vacaciones…
Sin embargo, poco a poco comencé a considerar la idea de acostarme con las dos. Hasta entonces mi experiencia en ese sentido se limitaba a las dos veces que Teresa y yo habíamos invitado a mi amigo Róber a nuestro apartamento en la playa.
A mi esposa siempre le había excitado mucho la idea de montárselo con dos hombres. De hecho, ella me aseguró que esa era la temática favorita de sus fantasías a la hora de hacerse un dedito.
No obstante, fue idea mía darle aquella sorpresa a mi esposa. Cuando Teresa vio entrar y desnudarse a Róber en nuestro apartamento de Campello, su cara no podría haber mostrado mayor desconcierto. Bueno, en realidad, sí. Su expresión al cabalgar sobre mí y atisbar que éste se colocaba tras ella fue todavía mejor. Yo sabía que mi amigo poseía una de esas vergas que tanto le gustan a mi mujer: grande, dura y juguetona. Una verga perfecta para su primera vez con dos hombres a la vez.
Yo, en cambio, nunca había tenido esa fantasía. En mi opinión, las mujeres mejor de una en una. En fin, que esa opción de menage à trois, dos mujeres y yo, nunca me había parecido tan lujuriosa como la alternativa, no sé muy bien por qué.
Aquello era arriesgado. Existía la posibilidad de que, al confesarles que tenía otra amante, una de ellas, o ambas, no quisiera volver a saber de mí. Tras barajar todas las posibilidades concluí que, dado que tanto Piedad como Maria-Luisa seguían casadas a pesar de sus reiteradas infidelidades, era difícil que el hecho de saber que no eran mis únicas amantes fuera a cambiar mucho las cosas.
Otro tema muy distinto era que Piedad y Maria-Luisa estuvieran dispuestas a acostarse juntas conmigo. Es sabido que las mujeres son a menudo más aprensivas con su propio sexo que con el contrario. La mayoría de mujeres es ver una buena erección y empezar a salivar, pero ponles un coñito en la cara y darán un respingo hacia atrás.
De nada servía andar especulando sobre cuál sería su decisión. Yo no era tan necio como para creer que podría comprender la forma de pensar de una mujer, cuanto menos de dos. Tendría las mismas opciones de acertar lanzando una moneda al aire, pero hay momentos en la vida que la única posibilidad es lanzar los dados y esperar que la suerte esté de tu parte.
Evidentemente, debía proponérselo por separado. Divide y vencerás que decían en la antigua Roma. Estaba bastante seguro de que Piedad no pondría inconveniente. En apariencia, la prima de mi esposa era una mujer bastante modosa y prudente, casi cohibida. Piedad ejercía, de hecho, como catequista en la parroquia de su barrio. Con todo, una vez a solas, la voluptuosa primita de mi esposa no tenía reparos a la hora de ponerle los cuernos a su marido. De hecho, Piedad era una mujer fantástica en la cama, sobre todo con la boca.
Diferente sería con Maria-Luisa, con ella seguro que habría de negociar. La esposa de Alfonso era una mujer posesiva y con carácter que estaba habituada a decidir lo que había que hacer, no en vano estaba sacando adelante a sus cinco hijos, y todo sin dejar de trabajar como abogada en un organismo público.
Por si eso no fuera suficiente, también tenía por delante la compleja tarea de encontrar un momento y lugar apropiados. Un lugar donde no nos conocieran y un par de horas en las que los tres pudiéramos coordinar las coartadas con nuestras respectivas parejas. Quién me iba a decir que esa oportunidad se acabaría presentando por sí sola.
Un buen día recibimos un mensaje de Alfonso invitándonos a todos a merendar. Tenía intención de sacar a la abuela del asilo durante la tarde del domingo. Cuando Maria-Luisa y él acudieron a aquella institución católica, las monjas le advirtieron que tuviéramos mucho cuidado ya que la Señora Mercedes, como todos debíamos llamarla, estaba fatal de la artrosis y ya apenas era capaz de caminar.
Cuando la vejez se acerca, uno no sabe que es peor, si llegar a viejo o no llegar.
Después de enviudar por segunda vez a los cincuenta años, la Señora Mercedes decidió vivir los años de vida que le restaban en el más riguroso luto. La conservadora mujer pensó que eso sería lo correcto, tanto para ella como para sus hijas. La Señora arrastraba el peso de la opresiva sociedad tradicional del siglo XX, una sociedad muy violenta en la que el papel de la mujer era silenciado y secundario.
Como ya mencioné, otros de los rasgos que destacaban en la anciana era su fanatismo religioso, su preocupación por la rectitud y virtud de sus hijas, y la obligación de ocultar siempre la intimidad personal, de que todo lo bueno y lo malo que ocurriese dentro de su hogar nunca traspasase las paredes de su casa.
El único e inesperado signo de contemporaneidad por parte de la Señora había sido volverse a casar. Siendo una mujer que había conservado gran parte de su atractivo físico a pesar del luto, a Doña Mercedes nunca le habían faltado pretendientes. Supo, no obstante, elegir al que más le convenía. No escogió con el corazón, por supuesto, ni tampoco con los ojos, sino con el bolsillo. La Señora Mercedes se casó con Romano puesto que conocía de sobra el vasto patrimonio de aquel solterón, y porque intuía que no tardaría mucho en volver a quedar viuda.
No obstante, el tiempo no pasa en balde y, a sus setenta y ocho años, la Señora comenzaba a perder la cabeza, y apenas sí podía dar unos pocos pasos con su andador. Como las rodillas no la sostenían, la mayor parte del tiempo la anciana permanecía en silencio, sentada a solas en una silla de ruedas frente a uno de los muchos ventanales haciendo ganchillo como una autómata.
Aquel domingo se jugaba la semifinal de la Eurocopa entre Italia y España, de modo que en el subgénero masculino nos habíamos preparado a conciencia para disfrutardel encuentro: bandera, camisetas, cerveza, picoteo, etc.
En mi opinión, el partido estaba siendo malo. En las grandes citas suele ocurrir que las selecciones nacionales juegan de modo defensivo, juegan a no perder. El encuentro se estaba disputando en el medio campo, pues ni España ni Italia querían asumir riesgos en ataque.
Había trascurrido casi la mitad de la segunda parte y el marcador continuaba indicando empate a un gol. Mucho tendría que cambiar el juego de ambos equipos para evitar la prórroga. Justo entonces fue cuando llegó mi tan ansiada oportunidad.
— Alberto, ¿ayúdame un momento a subir a madre al coche? —me preguntó Piedad.
Miré fijamente a la prima de mi mujer mientras mi cerebro comenzaba a procesar las posibles alternativas. Piedad era una mujer recientemente casada de ojos inocentes y garganta profunda. Tenía las tetas grandes y cara de buena, nada hacía sospechar cuanto le gustaba a aquella mujer ponerle los cuernos a su esposo. Su piel era pálida y dulce como la leche condensada. Piedad poseía además esa boquita cálida y acogedora con la que sueñan todas las vergas. Además, su lengua era especialmente hábil y juguetona. De modo que, una vez que Piedad había logrado atrapar tu polla con la boca, era casi seguro que te haríaeyacular.
— ¿Vas a llevarla tú al “convento”? —bromeé.
— A ver que remedio —suspiró la prima de mi esposa— No creo que las monjitas estén viendo el fútbol.
— Okey, ya voy —asentí— Pero mejor que Maria-Luisa nos eche una mano, no vaya a ser que se nos escurra.
Al oír aquello, la aludida me dirigió una mirada suspicaz que no captó nadie salvo yo. Para entonces, Maria-Luisa ya estaba al tanto de lo mío con su cuñada, así como de mi manifiesto deseo de realizar un trío.
— Por mí no hay problema —acabó diciendo Maria-Luisa— Entre tres será más fácil que no tengamos que llevarla al hospital en vez de al asilo…
Mientras que Alfonso no despegaba la mirada del televisor, yo reí abiertamente la broma de su esposa. Mi intuición me hacía sospechar que en el transcurso de la siguiente hora los cuernos de aquel ingenuo darían otro estirón.
Antes de salir de la vieja casona, Piedad me agarró de la manga y me dijo que buscara una cuerda.
— ¿Y para qué quieres una cuerda? —inquirí sin disimular mi inquietud.
— Para atarte, para qué va a ser —respondió dándome un besito.
El coche era de Piedad, de modo que fue ella quien condujo. Esa fue la razón por la que no me di cuenta de que no fuimos al asilo a llevar a la abuela. En lugar de eso, Piedad detuvo el coche en la puerta de su casa.
Aquellas dos eran una caja de sorpresas, con ellas uno nunca podía estar seguro de nada hasta que no era demasiado tarde. Mientras que mi cara era de total incomprensión, el rostro de Maria-Luisa era serio como el de un verdugo. Por ello deduje que la rubia debía estar al corriente de lo que pasaba.
Entre ambas me convencieron para bajar a la abuela del coche sin darme más explicación que aseverar que no me arrepentiría de lo que íbamos a hacer. Después de eso y de lo de la cuerda, yo no lo tenía tan claro.
— ¿Qué pasa, niña? —preguntó la anciana.
— Es una sorpresa, madre —aclaró Piedad.
— Llévame al asilo y no seas boba —refunfuñó su madre.
— Será sólo un momento. Verás que bien lo vamos a pasar —esto último la prima de mi esposa lo dijo mirándonos a Maria-Luisa y a mí.
Por si no había tenido suficiente, nada más entrar a su piso, Piedad puso una silla en medio del salón y le explicó a su madre que esa silla no era para ella, sino para mí.
Sin prisa, Piedad y su cuñada comenzaron a desnudarme. Mientras que Piedad se encargaba de los botones de mi camisa, su cuñada me conmino a quitarme las zapatillas y procedió a soltarme el cinturón de mis jeans. No sé quien estaba más desconcertado, si la pobre anciana o yo.
Como es lógico, al estar delante de la anciana tía de mi mujer, mi verga colgaba completamente flácida. Estaba desnudo y azorado, nunca había hecho nada tan escandaloso en toda mi vida. Cuando subíamos en el ascensor, Piedad había insistido en que no me arrepentiría, pero lo cierto era que ya lo estaba.
Sentía la piel de mis mejillas ruborizarse por momentos. Puede que la ancianafuese una arpía, pero aquellas dos mujeres estaban totalmente chaladas. Y lo peor de todo era que yo había accedido voluntariamente a ser el cómplice de su locura.
Justamente me estaba preguntando cómo demonios pensaban aquellas dos que iba a tener una erección estando desnudo delante de la anciana, cuando un trozo de tela me cubrió los ojos.
—Son mis bragas —me susurró Piedad en la oreja.
Después de asegurarse de que no podía ver absolutamente nada, Maria-Luisa y Piedad me ayudaron a sentarme en la silla. Lo siguiente que sucedió fue, sin embargo, exactamente lo que yo me estaba temiendo. Aquellas dos locas me ataron de pies y manos a la robusta silla de madera.
Completamente inmovilizado y sin poder ver nada de lo que pasaba a mi alrededor, no era que estuviera arrepentido, es que estaba francamente asustado. Me hallaba totalmente indefenso, a merced de Piedad y Maria-Luisa, dos rencorosasque, sin decirme nada, habían preparado algún extraño espectáculo para la Señora Mercedes. Lo que no alcanzaba a entender era que, conociendo su mal temperamento, la anciana no estuviera dando voces. Supliqué que no la hubieran amordazado.
Pasaron unos segundos en los que creí oír que ambas mujeres se estaban desnudando. Con sólo pensar en eso, y como por arte de magia, mi miembro viril comenzó a cobrar vigor.
Ambas eran mujeres hermosas y voluptuosas. La diferencia más relevante entre ambas era sencillamente que Piedad era algo más delgada y bajita que su cuñada, nada más.
Aunque cada una de ellas me gustaba de un modo especial y distinto, podría hacer, no obstante, un cóctel de ambas. Sin duda, me quedaría con la boca y las tetas de Piedad. En cambio, la cara de Maria-Luisa me resultaba más sexy, y no digamos su trasero. Y es que hasta que no follé con Maria-Luisa, nunca había conocido a una mujer a quien de veras le gustase que la dieran por el culo.
Nadie lo habiera imaginado, una mujer que había sido educada de manera tan conservadora, a quien había educado en un colegio privado gestionado por la iglesia, que había llegado virgen al matrimonio y que había dado a luz a cinco hijos. Una mujer a quien no le habían follado el culo hasta los cuarenta y cinco años y que, a partir de esa traumática vivencia, sólo me permitía darle por detrás.
Así es, Maria-Luisa, la madre de Roberto, Míriam, Manuela, Fernando e Isabel, siempre llevaba lubricante en el bolso. Lo ocultaba en un botecito de quita-esmalte, y es que, para una mujer no importa cuantas veces la hayan enculado, siempre es como la primera vez.
Con todo, el sexo anal exaltaba a la esposa de Alfonso más que ninguna otra práctica sexual. Tanto era así que la obsequié con un plug anal con motivo de nuestro primer año como amantes. Lo estrenó ipso facto, ambos sabíamos que lo único que le proporcionaba esos fabulosos orgasmos múltiples era que la dieran por el culo.
El libidinoso divagar de mi pensamiento hizo que se me pusiera la verga como una columna de hormigón armado. Ahora sí que estaba preparado para el combate cuerpo a cuerpo, aun estando en inferioridad numérica.
Oí a la Señora Mercedes soltar insultos que hubieran hecho sonrojarse a la ministra más puta del Gobierno cuando, de repente, sentí como me agarraban la polla y, tras unas enérgicas sacudidas, la inconfundible tibieza de una cavidad oral envolvió en extremo de mi miembro.
Sonreí al reconocer el estilo de la felatriz.
—Luisa —dije sin pensar.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
La risa de Piedad, justo detrás de mí, me sobresaltó.
—Menudo sinvergüenza —dijo con despecho— ¿A cuántas te follas?
— A todas —contesté.
No mentí. Yo nunca le había dicho que no a una mujer.
La abnegada madre de familia numerosa me la chupó del mismo modo de siempre, con repetitivos movimientos arriba y abajo. A Maria-Luisa le gustaba mamar, igual que a todas. Sin embargo, como lo que realmente la ponía era que la follaran por el culo, la esposa de Alfonso nunca la chupaba de manera desaforada, sino sólo lo suficiente para ponérmela como un cayado de roble.
De pronto, me metieron algo el la boca. Succioné, pues se trataba de un pezón. Sin duda era la esposa de Paco, cosa que me confirmó la consistencia de aquellos senos.
La primita de mi esposa poseía unos pechos grandes y llenos que causaban fervor entre sus alumnos de Confirmación. Ella sabía que esos adolescentes libidinosos se pasaban toda la hora de catequesis en completa erección. Piedad, que tampoco era ninguna santa, hacía honor a su nombre y cada curso se apiadaba de uno de aquellos muchachos.
Ella misma me lo había confesado. El afortunado siempre era el más desarrollado de sus alumnos, ya que también sería probablemente quien mayor verga tendría. La madura catequista siempre encontraba el modo de hacer que ese alumno la ayudara a algo después de clase, normalmente, bajar los archivadores del estante más alto.
Como buena cristiana, Piedad se postraba y adoraba oralmente el miembro viril del muchacho. Siguiendo el sacramento de la eucaristía, la madura catequista y su fiel alumno entraban en profunda comunión, más allá incluso de las amígdalas de Piedad. Continuando con la liturgia, la devota cristiana guiaba a su joven feligrés hasta el éxtasis religioso, momento aquel en el que Piedad comulgaba ingiriendo la líquida ofrenda que manaba la verga del muchacho. Para la madura catequista, aquella transustanciación era un milagro divino, ya que, sin explicación aparente, la fe de su alumnose materializaba en su boca en forma de chorros y chorros dedelicioso esperma.
Eso precisamente fue lo que me tocó a continuación. Después de que una serena Maria-Luisa liberase mi verga, la recién casada se llenó la boca con mi gracia. Y es que en cuanto Piedad tenía una verga en la boca, se volvía la más guarra de entre todas las mujeres. Como de costumbre, la prima de mi esposa mamó y mamó mi verga, rogando por el fruto de mis testículos, los cuales masajeaba delicadamente en la palma de su mano.
Aquella víbora estuvo cerca de engullir mis dieciocho centímetros en varias ocasiones. Su lengua de serpiente se retorcía dentro de su boquita para poder lamer mi glande. Tuve que armarme de valor para no correrme en la boca de aquella pecadora.
La madura catequista parecía haberse transformado repentinamente en una joven bruja y, lo más irónico de todo, era que hubiera sido yo mismo quién la había aleccionado sobre como había de mamármela para hacerme eyacular.
No hubo tregua. Tal cual como Piedad dejó escapar mi miembro de su boca, la recién casada se colocó a horcajadas sobre mí y ensartó toda mi verga en su sexo. Mientras cabalgaba sobre mí, la muy desgraciada aplastaba mi rostro entre sus grandes tetas.
Por suerte, la esposa de Paco no tardó mucho en alcanzar un devastador orgasmo que la dejó muerta de gusto. La catequista siempre había tenido un coñito muy sensible, de modo que bastó con una corta galopada para que su henchido clítoris resplandeciera con el milagro del orgasmo.
Milagroso también era que yo aún resistiera sin haber eyaculado, así que resoplé con alivio. Yo me obstinaba en aguantar, puesto que aquella locura no podía durar demasiado. Todavía teníamos que llevar a la abuela al asilo antes de regresar con los demás y Maria-Luisa no había obtenido su parte de mí.
Durante el breve interludio transcurrido desde que Piedad se levantó de mi regazo a que su cuñada ocupó ese mismo lugar, pensé en la Señora Mercedes. Ahora la anciana guardaba silenció. Atado y sin poder ver nada de lo que ocurría a mi alrededor, supliqué porque aquellas dos locas no la hubieran amordazado.
De nuevo estaba entre las piernas de una mujer sin poder moverme ni saber a ciencia cierta lo que ella hacía. La rubia no tardó en tomar de mí lo que quería.
— ¡Mire, Doña Mercedes! —la oí decir— ¡Yo sigo siendo fiel a su hijo! ¡A los demás sólo les ofrezco mi culo!
— ¡Una furcia es lo que eres! ¡Una furcia impía que arderá en el Infierno!—le recriminó la anciana a voz en grito haciendo énfasis al referirse al Averno.
— ¿A los demás? —repetí casi sin percatarme de ello.
— ¡Se equivoca, Mercedes! ¡Dios nos impele a dar limosna a los pobres...! ¡Auxiliar al necesitado! Y eso es lo que hago, cumplir la palabra de Dios como una buena cristiana. Usted no se imagina las necesidades carnales que tienen los hombres, yo misma lo ignoraba hasta que Alberto me… ¡OGH!
La esposa de Alfonso dejó de hablar al introducirse mi verga en el ano. La rubia tenía que habérselo ejercitado de algún modo, pues, tras una leve resistencia, mi erección se deslizó entre sus nalgas con suma facilidad.
— ¡Yo misma lo ignoraba, Señora Mercedes! No sabía que hubiera tantos hombres, tantos indigentes a quienes podía consolar de esta manera.
— ¡¿A los demás?! —insistí alzando la voz.
— Sí, Alberto —respondió Maria-Luisa casi al mismo tiempo que empezaba a contonear sus caderas adelante y atrás— Yo notaba vuestras miradas, las miradas de los hombres. Las de mis compañeros del bufete, las del conserje del edificio… ¡Hasta al cura había sorprendido mirándome con lascivia!
— ¡No me irás a decir que…! —no supe como demonios concluir aquella frase, aquello era algo para lo que en absoluto estaba preparado.
De pronto, una vulgar infidelidad se había convertido en un asunto trascendental y potencialmente escandaloso. Si bien yo me resistía a dudar de la salud mental de Maria-Luisa, al escuchar lo que ésta confesó a continuación no tuve más remedio que ceder a la evidencia.
— Sí, Alberto —prosiguió ella con vehemencia— Yo pensaba que todos querían poseer mi santuario de fertilidad, el regalo con que Dios bendijo a las mujeres para que pudiéramos engendrar vida y esperanza. No sabía lo equivocada que estaba hasta que tú me mostraste el modo de dar placer sin mancillar mi virtud.
—¡Maria-Luisa! —exclamé para que aquella loca dejara de divagar— ¡¿Te estás follando al cura de tu parroquia?!
—Por supuesto —dijo ella como si tal cosa— Él también tiene esas necesidades, sabes. Es más, fue precisamente a él a quien pedí consejo después de lo que hicimos.
—¡¿Le contaste lo que hicimos?! —rugí con espanto.
—Sí, pero no temas, lo hice bajo secreto de confesión. De hecho él fue el segundo hombre que se alivió en mi culo después de ti. Luisete, el conserje, fue el tercero y el que más necesidad tenía, el pobre me contó que llevaba años sin probar mujer, y mi compañero Jaime ha sido el último. Es un muchacho así como tú, joven y apuesto, y muy impetuoso también.
Aquella insólita situación se parecía cada vez más a una comedia de sobremesa. Me hubiera echado a reír de no ser porque en ese preciso instante mi monumental erección estaba dentro del culo de aquella trastornada.
No obstante, lo cierto era que aquel delirio explicaba en parte la inusitada facilidad con que podía sodomizar a la esposa de Alfonso, y es que a la muy chalada la estaban enculando otros tres hombres, además del cornudo de su marido y de mí mismo.
Repentinamente furioso, pugné por liberarme de las ataduras que sujetaban mis muñecas al respaldo de la silla. No me costó lograrlo, la verdad, y enseguida pude deshacerme también de las bragas de Piedad, que aún cegaban mis ojos.
Miré entonces a Maria-Luisa, y poseído por una lujuria demoníaca, pasé mis antebrazos bajo sus muslos y, con un esfuerzo, la alcé en vilo. Se habían acabado las tonterías, yo iba a enseñarle a aquella santurrona quien era el mejor de todos sus amantes.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Sin mediar palabra, comencé a hacerla botar con mi rabo metido entre las nalgas. Tenía la certeza de que a Maria-Luisa no se le saldría, con mis dieciocho centímetros de verga disponía de margen de sobra para hacerla saltar.
Un golpe seco marcaba el ritmo con que mi polla entraba y salía del ano de aquella piadosa mujer. Ahora sí que daba la sensación de que Maria-Luisa estaba montando sobre un caballo, hasta su rubia melena formaba ondas con cada brusco subir y bajar.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Si la testosterona hinchaba mi verga a tensión, la adrenalina hacía que aquella mujerona me pareciera liviana como una muñeca. Mi verga entraba entre sus nalgas una y otra vez hasta la raíz.
La cochina debió perder el control de esfínteres porque de repente noté como se me mojaban las pelotas y al momento, aquella profusa inmundicia amplió la reverberación del traqueteo con que estábamos follando.
Frustrado por semejante desperdicio, me obligué a recordar que la siguiente vez que lo folláramos delante de su marido, haría que Alfonso lamiera el coño de Maria-Luisamientras yo la sodomizaba en esa placentera postura.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Ocurrió de repente, igual que una botella de champán que se ha agitado demasiado, el ardor anal de aquella mártirme hizoeyaculare, irremediablemente, el esperma comenzó a manara borbotones por el pequeño orificio que corona mi glande.
A pesar del placer que me proporcionó cada una de aquellas formidables descargas, mi ímpetu era tal que no cejé en perforar el ojete de Maria-Luisa.
¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!! ¡¡¡CLACK!!!
Percibí que algo resbalaba por mis testículos y supe que en esta ocasión se trataba del néctar de mi orgasmo. A aquella opulenta querubina se le estaba escapando mi esperma del culo. Sí, definitivamente Maria-Luisa iba a ir al infierno, y lo haría a cuatro patas.
Arrojé a aquella adúltera sobre el suelo entarimado y, de inmediato, la coloqué tal cual se merecía. El surco de sus nalgas rebosaba toda clase de fluidos, suyos y míos.
Me entretuve en contemplar aquella visión celestial. El culazo de aquella señora, casi completamente redondo, era imponente a más no poder. Aquel era el horizonte que todo hombre, que se precie de serlo, desearía tener ante sus ojos. Su piel, pálida como la luna, brillaba a causa de los efluvios. Por suerte, por aquel entonces yo ya había vivido lo suficiente como para saber que el paraíso se hallaba justo ahí, en el profundo desfiladero que separaba aquellas dos vastas colinas.
¡¡¡PLASH!!!
No pude resistir las ganas de propinarle a la rubia una buena nalgada con la mano abierta. Y ya no me demoré más. Apoyada sobre codos y rodillas, la evangelista aguardaba la estocada final, la estocada que resultaría mortal de necesidad y que nos acabaría llevando a ambos al infierno.
Al pensar aquello, me empecé a reír a carcajadas. Si aquella mujer iba a ir al infierno, yo iría detrás de ella, follándola por el culo como un endemoniado.