Merian primera parte

Merian, la hija del conde que parece una damisela recatada pero nada es lo que parece.

El mensajero había llegado casi al anochecer. Inmediatamente se hizo llegar la carta a su destinatario. Merian de Pruit, hija del conde Roger de Pruit de la comarca de Osona. La misiva llevaba el sello lacrado de la familia y en ella había un parco mensaje, algo típico de su padre que no era amante de florituras. Era un hombre de pocas palabras y de guerra.

Querida y estimada hija,

Pernoctaremos en la casa del comerciante que hemos ido a visitar en la ciudad condal, ya que está demorándose cerrar los tratos. Es mi deseo que vengas a la ciudad a hacernos compañia a tu madre y a mí. La casa está en el barrio de los gremios, pregunta por Miguel el Sevillano, comerciante de telas.

Releyó el texto y esbozó una sonrisa pícara. Aquella noche los condes de Pruït no volverían al castillo, así que tenía el camino despejado para avisar al joven caballero que se había incorporado al servicio de su padre y se había convertido en su amante secreto.

Merian no era la joven recatada y virginal que sus progenitores creían. Había ya perdido la virginidad hacía años con uno de los mozos de cuadra. Había sido doloroso pero en algún instante había disfrutado, persiguiendo en sucesivos intentos ese placer fugaz que había experimentado. El muchacho la había poseído de forma bruta y torpe, buscando la cópula tras unos pocos torpes besos. Al cabo de un par de meses se cansó de él y buscó un amante con más edad pensando que asi sabría como satisfacerla en la cama.

Espiando a los soldados de la fortaleza, un día siguió a uno de ellos al bosque y allí observó  como extraía de los calzones un miembro que doblaba en largura y grosor al del mozo. Merian no quitó la mirada mientras el hombre que frisaba los cuarenta años meaba y notó que su entrepierna empezaba a lubricar cuando el veterano sacudió su pene para quitar las gotas que pendían de su capullo rosado. Aquella noche su mano toqueteaba su sexo y recordaba una y otra vez esa escena del bosque hasta que llegó al clímax.

Unos días después tras unos breves ruegos y con la amenaza de pedir su despido si no accedía, se convertía en el segundo amante de la hija del conde.

Ya la primera noche se confirmó que había sido un acierto cambiar de amante, este no solo la llenaba más sino que también aguantaba más dándole tiempo a ella a tener orgasmos. Y estos fueron aumentando de número e intensidad con el tiempo. Norberto, el afortunado semental de la viciosa Merian era consciente de que un embarazo sería altamente sospechoso asi que siempre antes de llegar al final derramaba sobre el vientre de la muchacha su simiente. Fascinada por la cantidad que salía, más que su anterior conquista fue perdiendo la timidez y al cabo de algunas noches toco el fluido y se lo llevó a la boca. La casi ausencia de sabor no le dijo nada pero ese gesto la encendió y no pasaron muchas semanas cuando Norberto acababa en la boca de la joven, primero lo escupía casi todo y progresivamente lo fue bebiendo. Una noche el soldado sintió tal succión en su falo que todo el líquido acabó en la garganta de ella. Cuando la sacó estaba tan limpia que se sorprendió.

-Lo habéis hecho mejor que las furcias del lupanar, mi señora.

Un brillo apareció en los ojos de Merian y volvió a tragárselo haciendo que de nuevo suspirara Norberto con una mezcla de dolor pues ahora estaba sensible. La excitada noble desoyó tales quejidos y consiguió de nuevo levantar el estandarte del hombre y que de nuevo le llenara la boca. A partir de ese día alternaba la penetración que le realizaba que fue siendo cada vez más intensa en ritmo a petición de la caprichosa damisela y la succión del generoso atributo de Norberto.

Descubrió que si espaciaba los encuentros y le prohibía acudir a las prostitutas del lupanar su maduro semental aguantaba más y sus derramas eran más abundantes. Norberto pese a que vivía con el miedo de ser descubierto terminó gozando de su impúdica dueña y en las embestidas que la propinaba en sus encuentros descargaba su ira por no tener la opción de negarse. A veces agarraba sus cabellos cuando la colocaba a gatas pero lejos de quejarse pedía que entrara en ella con más brío.