Mereces un castigo

¿La infidelidad debe castigarse? ¿Y el abuso? Un abusón y una infiel descubren que las faltas siempre reciben un castigo. Aunque sea deseado.

Este relato lo publiqué hace tiempo con otro título. En quel momento duró varias entregas. Pero no quedé del todo convencido del resultado. Esta vez lo hice un poco más corto y le cambié el final y unas cuantas cosas más. Espero que te guste y te resulte de lo más excitante. A fin de cuentas lo he escrito para ti y para eso.

Mis amigos me llaman Nesto. El resto no importa. Pero si sientes curiosidad te diré que soy un tipo normal que se cuida. Tengo todo el pelo y aunque no estoy mal he de reconocer que ninguna mujer se daría la vuelta para mirarme si nos cruzamos en la calle. Tengo 35 años y llevo siete casado con Bea, una mujer bellísima y más puta que las gallinas.

Me casé perdidamente enamorado de ella y creí que ella también lo estaba. Fui, o al menos lo procuré, un marido cariñoso y atento. Mi trabajo me proporciona un buen salario a cambio de una jornada de ocho horas sin necesidad de hacer horas extras ni tener que viajar. Un salario que permite que Bea no tenga necesidad de trabajar y pueda hacer lo que quiera durante todo el día.

Hace un par de años me comentó que sentía la necesidad de trabajar. Hacer algo para no sentirse una rémora. Por supuesto yo la apoyé como siempre hice. Juntos buscamos ofertas de trabajo para ella y confeccionamos su currículum para que lo pudiese presentar con un mínimo de opciones. Finalmente al cabo de un mes encontró algo a media jornada en un despacho de abogados como telefonista y archivera. Yo también soy abogado y aunque podría haberle buscado sitio en el bufete en el que estaba, decidimos que no trabajaríamos en el mismo sitio. No ganaba mucho pero como decía ella, se sentía realizada. Ella era feliz, así que yo también.

En la cama nos entendíamos de maravilla. Al menos tres o cuatro veces por semana caía un polvo o a veces dos. Yo era feliz y según Bea, ella también.

Todo cambió una tarde cuando llegué del trabajo. Bea tenía un ojo amoratado y su gesto era de tristeza. Preocupado le pregunté qué había pasado y me dijo que había sido un estúpido accidente en la calle por ir pendiente del móvil. Por lo visto había tropezado con una farola y se había lastimado con la montura de las gafas. Por la forma del moratón me pareció extraño pero no dije nada aunque una duda comenzó a rondarme la cabeza.

Desde ese día se volvió más distante. Estaba como distraída, siempre con gesto serio. Cuando llegábamos a casa siempre dejábamos el móvil sobre la mesita de la sala y nuestro nivel de confianza era tal que incluso usábamos el mismo pin para bloquearlo. Pero de repente su móvil se quedaba en el bolso. Un día lo cogí y probé. Tal como temía, había cambiado el pin. Yo empezaba a tener la mosca detrás de la oreja y me temía que tuviese un amante.

Cansado ya de esa situación un día salí de casa como siempre. Pero en lugar de ir a trabajar llamé diciendo que me había surgido un imprevisto y que no podía ir a trabajar. No me pusieron problemas y me escondí en una cafetería desde la que veía el portal. Pedí un café y esperé. Poco después salió Bea, la seguí a distancia y vi que no iba en dirección a donde trabajaba. En lugar de eso a los diez minutos estaba esperando en la puerta de un hotel que tenía todo el aspecto de ser un picadero disfrazado de hotel. Me escondí para espiar y no tardó en aparecer un tipo medio calvo de traje que la abrazó bajando la mano hasta el culo mientras le daba un morreo. Ella correspondió al morreo y aunque sin abrazarlo antes de perderse cogidos de la mano en el interior del hotel. Era oficial: yo era un cornudo. Cojonudo.

Aquello no podía ser. Tenía que haberme confundido. Pero sabía que no. Era Bea entrando en un hotel para montárselo con otro. Con un viejo baboso. Estaba furioso y me daban ganas de entrar y estrangularlos a los dos. No sabía que hacer y estuve allí como un imbécil cinco minutos tirado, pensando que hacer. Al final entré en la cafetería del propio hotel sin pensarlo. Me tomé un café mirando hacia la recepción esperando verlos salir. Al final decidí marcharme y me llevé una servilleta con el anagrama del establecimiento como “recuerdo”.

Salieron al cabo de un par de horas. El tipo pasaba el brazo por los hombros de Bea como si ella fuese una propiedad suya. Bea bajaba la cabeza mirando al suelo y se dejaba conducir mansamente. Pagué y salí dispuesto a seguirlos. El destino resultó ser el despacho de abogados donde trabajaba. Al comienzo de la manzana el tipo soltó a Bea y entraron como dos conocidos que hubiesen coincidido de camino al trabajo.

Ahora sí que me había surgido un imprevisto y no estaba yo para ir a trabajar. Estaba indispuesto de verdad. Tenía ganas de vomitar después de comprobar como mi esposa, esa mujer de la que estaba perdidamente enamorado me corneaba a placer mientras yo bebía los vientos por ella. Me sentí el hombre más estúpido sobre la faz de la tierra. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?

Decidí volver a casa. De camino tenía la sensación de que todo el mundo me miraba admirando el tamaño de mis cuernos, partiéndose de risa al ver mi cara de gilipollas. Quería escapar de allí, perderme donde nadie pudiese encontrarme jamás. Cuando llegué a casa me derrumbé en un sillón y lloré como un niño. Me dije que yo no merecía ese trato. Había intentado ser un buen marido. ¿Había fallado en algo? ¿Había hecho algo que mereciese semejante castigo? Si no estaba a gusto conmigo, ¿por qué no decirlo a la cara? ¿Por qué no me mandó a paseo antes de liarse con otro? No. No era justo. Y estaba furioso. Tanto que me daba miedo mi propia reacción cuando la tuviese delante. Tal vez fuese mejor que cogiese mis cosas y me largase sin despedirme siquiera. Al menos así evitaría la tentación de golpearla hasta verla hecha un guiñapo a mis pies. Porque era así como yo me sentía en ese momento, un guiñapo de mierda, un pedazo de mierda.

Me agarré a una botella de licor. Que estupidez, ¿verdad? Ya sé que parece un tópico. Pero es verdad. ¿Qué tendrá el alcohol que cuando las cosas van mal acabamos recurriendo a el? El caso es que me bebí unos cuantos vasos seguidos hasta que mis sentidos comenzaron a embotarse un poco.

No me sentía mejor aunque eso ya lo sabía antes de empezar. Creo que pensé que sería un buen atenuante cuando me detuviesen por partirle la cara a mi mujer.

Curiosamente el licor me hizo pensar con más claridad. Decidí que me divorciaría. Al estar casados en régimen de separación de bienes ella se quedaría con una mano delante y otra detrás. Bueno, pensé, detrás puede tener la del calvo asqueroso, ya que tanto le gusta.

Cuando llegó la hora en que ella debería salir del trabajo y volver a casa yo seguía tirado en el sillón. Oí las llaves en la puerta a mi espalda. Oí como las dejaba en el mueble de la entrada y sus tacones en dirección a nuestro dormitorio. En ese momento me pregunté si también allí se había tirado al calvo y sentí asco.

Poco después la escuché salir del dormitorio en dirección a la cocina. Cuando pasó por mi lado me descubrió en el sillón, más tirado que sentado, esperando no sabía muy bien el qué. Soltó un grito por la sorpresa y se llevó una mano al pecho. Resultó hasta cómico.

—¡Nesto! ¿Qué haces en casa? ¿Ha sucedido algo? —preguntó angustiada.

—Dímelo tú —la miré con odio.

—No entiendo —su gesto de sorpresa era genuino.

—Pues a ver si esto te ayuda a entender —dije tirando sobre la mesa la servilleta del hotel.

Se llevó las manos a la boca para ahogar un grito de sorpresa. Su rostro perdió el color y sus ojos se abrieron como platos al comprobar que había sido descubierta.

—No te molestes en decirme que esto no es lo que parece. Esa excusa está ya muy gastada —más que decírselo, se lo lancé a la cara.

—Yo… yo… —no era capaz de articular palabra. Si antes se había venido abajo mi mundo, ahora era el suyo el que se derrumbaba.

—¿Tú? ¿Tú qué? Dilo claramente. Tú te estás follando a un tipo gordo y calvo porque por lo visto tu marido no te llega. ¿No es así?

—Nesto, no lo entiendes.

—¡Anda coño! Que no lo entiendo, dice la muy puta. Pues hazme un croquis, joder. A ver si así lo pillo. Porque para mi es muy sencillo: te estás follando a otro. Punto —yo no me había levantado del sillón. Pero mi voz sí que había subido un par de octavas.

Bea avanzó un par de pasos para intentar acercarse a mí pero se lo impedí.

—Ni te muevas —advertí en voz baja y pausada—. No intentes acercarte ni mucho menos tocarme. Porque no respondo de mis actos. En este momento me está costando mucho trabajo no levantarme y reventarte a hostias. Zorra asquerosa —le escupí.

—Perdóname Nesto. Sé que no merezco tu perdón, pero yo te quiero. Por favor te lo pido. Haré lo que quieras. Pero perdóname.

—¿Me quieres? —pregunté con sorna—. Hay que joderse. Bonita manera de demostrar tu amor. Apártate de mi vista o no respondo.

Ella reculó unos pasos cuando vio que me incorporaba. En su mirada vi el miedo a mi reacción. Sabía que nunca me había visto así y si he de ser sincero, no recuerdo haberme sentido igual en mi vida. Seguía llorando y tenía los brazos delante del cuerpo en un gesto típico de protección. Y hacía bien en tener miedo. Yo mismo no estaba seguro de ser capaz de contenerme. Así que en un momento de lucidez decidí marcharme de allí. Necesitaba enfriar mi cabeza o haría una locura. Y ni ella ni nadie valía la pena de acabar en la cárcel.

—Me largo —ella me miró como preguntándose si alguna vez volvería, pero se lo aclaré enseguida—. Cuando vuelva espero no verte aquí. En este edificio no se admiten animales. Y las zorras entran dentro de esa categoría.

Sin esperar respuesta salí de casa sin rumbo. Necesitaba despejar mi mente. Estaba dolido como nunca creí que podría estarlo. La persona en la que más confiaba, la que más daño podía hacerme, me había acuchillado sin compasión por la espalda. Vagando sin rumbo acabé sentado en un banco de un parque viendo como paseaba la gente. Parejas felices de novios que estaban empezando llenos de ilusión, matrimonios ancianos que seguían juntos después de muchos años a pesar de todas las dificultades que habían encontrado. Los ancianos me daban envidia y los jóvenes pena. Ya verían como acabarían sus vidas. Al igual que a mí, uno de los dos apuñalaría al otro por la espalda. Me daban ganas de gritarles que todas las promesas de amor eterno eran mentira. Y para mi desesperación, yo seguía amando a Bea a pesar de todo. Debía odiarla y de hecho lo hacía. Pero seguía enamorado de ella. ¿Se podía ser más desgraciado?

Comenzaba anochecer. Miré el reloj y vi que habían pasado más de cinco horas. Tiempo más que suficiente para que Bea cogiese sus cosas y se marchase. Si quedaba algo ya se lo enviaría a donde quisiese. Decidí volver a casa con miedo. Sí. Tenía miedo a no reconocer mi hogar cuando faltasen las cosas de Bea. Cuando viese su armario vacío o la ausencia de sus cepillos en el tocador. Pero tocaba enfrentar al futuro en soledad. Decidí que a partir de ese momento no quería a ninguna mujer en mi vida. Cuando tuviese ganas de sexo me buscaría una puta o me pajearía viendo porno por internet. Estaba decidido y más calmado.

Abrí la puerta de mi casa y la vi. No se había marchado. Seguía llorando, estaba arrodillada en el suelo mirando a la puerta, humillada, esperándome.

—Por favor, Nesto. Escúchame un momento y si después quieres me marcharé para siempre. Solo te pido un minuto. Solo eso. Por favor —su voz se convirtió en un hilo.

—De acuerdo. Tienes un minuto. Después cogerás tus cosas y te marcharás de esta casa. Lo que no te puedas llevar te lo mandaré a la dirección que me digas.

—Te lo prometo. ¿Pero me escucharás?

—Habla.

—Todo empezó hace un mes. Una compañera y yo estábamos hablando en los baños sobre sexo. Yo le confesé que me excitaba mucho ser dominada y golpeada. Creía que estábamos solas. Pero un minuto después de salir nosotras, vi salir a Don Antonio. Recé para que no nos hubiese oído...

—Espera —dije sin poder creer lo que escuchaba—. ¿Me estás diciendo que te gusta sentir dolor? ¿Que te pone cachonda?

—Sí —reconoció bajando la cabeza avergonzada.

—Joder con la mosquita muerta —dije asombrado— continúa.

—Por desgracia Don Antonio lo había oído todo. Al día siguiente me llamó a su despacho. Yo creí que se trataba solo de trabajo. Que me daría algún expediente para archivar o algo así. Pero me mandó sentarme ante la mesa. Yo lo hice y él salió de detrás y se puso delante de mí. Me agarró de los pelos sin decir nada y acercó mi cara a su entrepierna. Yo estaba aterrorizada pero reconozco que me calentó. Entonces se sacó el pene y me obligó a chupárselo. Prácticamente me lo metió en la boca a empujones.

—¿Te obligó? —pregunté escéptico.

—Sí. Debí negarme. Y quise hacerlo, pero debo reconocer que la situación me excitaba —dijo bajando la voz.

—A él casi no se le pone dura —continuó—. Necesita viagra para poder hacer algo, pero no puede usarla por culpa del corazón. Mientras me obligaba a chuparla me sacó una foto con el móvil. Cuando acabó me mandó volver al trabajo. Yo estaba asustada. Y me asusté más cuando me envió la foto. El siguiente mensaje era para decirme que me esperaba al día siguiente en el hotel o te enviaría la foto a ti.

—Ya. Por eso cambiaste el pin del teléfono —supuse mientras intentaba procesar la información que estaba recibiendo.

—Sí —reconoció ella llorando—. Yo esperaba que se cansase. Pero no fue así. Se convirtió en una rutina diaria. Cada día me hacía un par de fotos y luego me las enviaba para amenazarme.

—Quiero ver ese móvil —le ordené con voz ronca. No estaba muy seguro si de verdad quería ver las fotos. Pero necesitaba comprobar lo que decía.

Se levantó y cogió su bolso. Sacó el móvil y tras desbloquearlo me lo tendió. Abrí la galería de imágenes y ahí estaba, en la carpeta de archivos recibidos. Un montón de fotografías en las que aparecía desnuda. En alguna estaba siendo literalmente follada por la boca, en otras se veía de frente con la cara y la boca llena de lefa de su jefe. En varias incluso se llegaba a ver al satisfecho hijo de puta dándole con ganas. Sentí ganas de vomitar. Pero las seleccioné todas y las envié a mi móvil sin pensar. Después tiré el móvil en el sofá.

—Por lo que veo tú tampoco te lo pasabas mal —la acusé para humillarla.

Ella bajó la voz para contestar, hundido su amor propio, sin dejar de llorar.

—Sí —reconoció con un hilo de voz.

—¿Te gusta que te humillen? ¿Qué te peguen? —pregunté asombrado.

—Sí. Me excita mucho —confesó con voz apagada por la vergüenza.

—¿Y por qué nunca me lo dijiste? ¿No te parece que hubiese sido más honesto? Creí que no teníamos secretos entre nosotros —yo me iba calmando y mi mente estaba cada vez más despejada.

—Tenía miedo de cómo ibas a reaccionar. Me daba vergüenza. Tú eras… eres —corrigió— tan bueno que temía perderte. Te quiero demasiado y siento mucho haberte fallado. Sé que no merezco tu perdón —las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos, abundantes. Corrían por sus mejillas emborronando el rímel dándole un aspecto grotesco.

—Tengo una curiosidad. ¿Para qué te enviaba a ti. las fotos?

—Para humillarme más al mostrarme como me follaba y demostrarme que me tenía en sus manos. Siempre me amenazaba con enviártelas si me negaba a sus caprichos.

—Pero en alguna se le reconoce perfectamente.

—Dijo que esas antes las editaría para borrar su cara.

—Entiendo. Pues creo que ya ha pasado el minuto. De hecho ha pasado más tiempo.

Eso arrancó nuevos sollozos por su parte. Reconozco que en ese momento sentí pena por ella. Había ocultado su verdadera personalidad y un hijo de puta la había descubierto por casualidad y había aprovechado eso para convertirla en su puta particular. La tenía totalmente a su merced. Su llanto me partía el alma, pero quería, debía ser inflexible. Antes ella había roto mi corazón y no tenía derecho a que yo me apiadase de ella. Me levanté para marcharme. Ella seguía arrodillada en el suelo, sentada sobre sus talones. En cuanto me levanté se tiró acurrucada en el suelo, llorando sin consuelo después de haber perdido todo, su vida, su dignidad, su futuro.

Entré en la cocina para coger una cerveza de la nevera. La abrí y me apoyé en la meseta de la cocina a beber mientras la veía levantarse. Cogió su móvil y entró en el dormitorio para hacer la maleta. Dejó la puerta abierta y pude oír su llanto mientras guardaba su ropa y sus enseres de aseo. Abrí mi móvil y descargué las fotos. Estuve hojeándolas de nuevo y no pude evitar que mi miembro comenzase a ponerse duro. A fin de cuentas eran pornografía pura y dura. Cuando me percaté pensé que no debería ser ese el efecto, pero a fin de cuentas no podemos luchar contra las reacciones de nuestro cuerpo.

Acabé la cerveza y volví al salón. Me senté en un sillón y esperé a que acabase. Cinco minutos después, Bea salió del dormitorio arrastrando un troley con sus cosas. Me miró un instante y al ver mis ojos clavados en ella bajó la mirada. Yo me mantuve en silencio viéndola dirigirse a la puerta. Cogió sus llaves.

—Ya no las necesitas —le dije. Las soltó como si quemasen.

—Perdón —dijo avergonzada dejándolas de nuevo.

Abrió la puerta y se dispuso a salir, pero se quedó parada un instante antes de salir. Se giró hacia mí mirándome con una pena infinita en sus preciosos ojos.

—No te imaginas cuánto siento el daño que te he causado. Tú no merecías esto. Me he portado muy mal contigo y sé que no merezco tu perdón. Pero daría mi vida porque solo me comprendieses un poco. Por poder quedarme para intentar reparar el daño que te hice. Si así pudiese reparar el daño que te causé me quitaría la vida por ti. Porqué aunque ahora mismo no lo creas, te amo más que a mi vida.

Se quedó mirándome como intentando saber si sus palabras me habían conmovido tan siquiera un poco. Pero mi rostro era una máscara de piedra, aunque por dentro sí me había herido su discurso. Se giró para marcharse definitivamente.

—Espera —le ordené. Ella se quedó quieta en el sitio, sin girarse siquiera. Como si esperase un milagro. Si siquiera sé qué fue lo que me empujó a detenerla—. Entra un segundo.

—¿Sí? —preguntó con un brillo de esperanza en los ojos.

—¿De verdad quieres quedarte? Sabes que no puedo perdonarte.

—Lo sé. Pero aun así me gustaría.

—¿Y qué estarías dispuesta a hacer?

—Lo que tú me pidas —su voz decía que esperaba el milagro.

—¿Cualquier cosa?

—Lo que sea —aseguró mirando al suelo pero decidida.

—No te voy a pedir nada. Te lo voy a ordenar —amenacé para ver hasta donde estaba dispuesta a llegar.

—Incluso así.

La vi tan decidida que estuve tentado a perdonarla. Pero necesitaba saber si de verdad era sincera. Me puse en pie.

—Deja la maleta y ven conmigo —dije entrando en la cocina.

Me detuve junto a la encimera esperándola. Enseguida apareció enjuagándose las lágrimas. Encendí la cocina. Al instante el cristal de la vitro se puso al rojo vivo.

—Pon ahí la mano —ordené.

Me miró solo un instante. No vi odio en su mirada. Ni siquiera reproche por pedirle algo tan loco y salvaje. Bajando la mirada pero sin dudarlo adelantó el brazo dispuesta a poner la mano sobre el abrasador cristal mientras sus ojos volvían a llorar. Creí que iba a dudar o pedirme que le pusiese otra prueba, pero lo hizo tan decidida que casi no pude detenerla a tiempo. Agarré su mano y sentí como aun así seguía intentando hacerlo.

—Está bien —la tranquilicé—. No es necesario. No soy tan malnacido.

—Gracias —dijo bajando la mirada, aliviada.

—Pero no creas que las cosas volverán a ser como antes. Después de descubrir tu verdadera personalidad creo que te voy a hacer muy feliz. Pero que muy feliz. Ven conmigo —ordené apagando la cocina. Algo malvado empezaba a nacer dentro de mí. Y me daba miedo.

Volví al salón y me senté. Ella iba a hacer lo propio en el sillón de enfrente.

—No. Los animales no se suben a los sillones. Y tú eres una perra. ¿Está claro?

—Sí —dijo mirando al suelo.

—Sí, amo. A partir de ahora Nesto murió. Ahora soy el Amo. Y así te dirigirás a mi. ¿Queda claro?

—Sí, amo.

—Muy bien. Los animales no usan ropas. Desnúdate.

Obedeció inmediatamente. No intentó que resultase sugerente. Simplemente se desnudó como si fuese a darse una ducha. Cuando su cuerpo quedó totalmente desnudo intentó cubrir su sexo con las manos cruzadas delante.

—Las manos en los costados. No tienes necesidad de ocultar nada. No tienes derecho a ocultarme nada. Aquí solo estamos tú y yo. Así que a partir de ahora estarás siempre así en casa. La ropa solo la usarás para salir o si llama alguien a la puerta. Y mañana quiero ese coño sin un solo pelo. ¿Entendido?

—Sí, amo.

—Así me gusta, buena perra. Creo que tendré que ir a una tienda de animales para comprar unas chuches para darte tu premio cuando lo merezcas.

Me oía hablar y yo mismo no me reconocía. El día anterior yo era un tipo cariñoso que solo tenía palabras dulces para su mujer y ahora era un animal que la trataba como a un trapo. Peor que a un trapo. La humillaba y la denigraba y lo hacía a sabiendas. Y aunque me sentía mal por ello, me gustaba esa sensación. Así era como debían sentirse los señores feudales o los reyes de la antigüedad. En aquella casa yo era un dios.

—Ven aquí y lame mis pies. Una perra debe estar contenta de recibir a su dueño en casa.

Sin dudarlo, Bea se puso de rodillas y se acercó hasta mí. Inmediatamente comenzó a lamer mis zapatos. Aquello tenía que resultarle asqueroso, pero aun así lo hizo sin dudar.

—Vale. Ya está bien —dije al cabo de un minuto. No me quedaba duda de que lo haría durante todo el día si no le ordenaba detenerse.

Cuando paró se abrazó a mis piernas mientras me daba las gracias y me pedía perdón por el daño que me había hecho. La aparté bruscamente.

—¿Quién te ha dado permiso para hacer eso? Mereces un castigo —le dije. Ella, avergonzada, bajó la cabeza, sumisa.

La llevé agarrada por el pelo hasta la mesa de comedor que había detrás del sofá. Allí la obligué a echarse sobre la mesa apoyando sus tetas en el tablero mientras dejaba su culo expuesto. Saqué el cinturón dispuesto a castigarla. Esperé unos segundos mientras calculaba la fuerza que emplearía en al castigo. Tampoco pretendía lastimarla. Al menos no demasiado. Vi que su respiración de aceleraba esperando el primer golpe. Levanté el brazo y descargué la correa sobre sus nalgas que se estremecieron ante el castigo. De su boca salió un gemido que no tuve muy claro si era de dolor o de placer. Volví a golpear, esta vez un poco más fuerte. Su gemido fue más intenso esta vez. Sus puños estaban crispados aguantando el dolor. Volví a golpear aumentando la fuerza un poco más. Esta vez salió un grito de su garganta.

—¿Te gusta, zorra?

—Sí, amo.

—¿Quieres más?

—Sí, amo —su respiración era entrecortada.

Seguí golpeando su culo que pronto comenzó ponerse rojo por las marcas que el cinturón dejaba en su suave piel. Miré su vagina y vi que estaba encharcada. Pues resultaba que sí le gustaban los golpes. Seguí golpeando espaciando los golpes para que no supiese cuando llegarían. Su respiración era cada vez más agitada.

—¿Eres capaz de correrte solo con golpearte?

—No lo sé, amo. Nunca he probado.

—¿Te gustaría probar?

—Me encantaría, amo.

Yo estaba como un burro. Dudé si complacerla. Como siguiese un poco más acabaría levantándole la piel y tampoco quería herirla así que opté por parar. Me saqué el rabo y lo metí de un solo empujón en su húmedo coño que estaba tan mojado que no opuso resistencia a mi avance. Ese movimiento la pilló por sorpresa y no pudo evitar un grito de sorpresa que se transformó enseguida en gemidos de placer. La follé como un animal. De vez en cuando le daba una sonora palmada en las enrojecidas nalgas consiguiendo arrancarle nuevos gritos de dolor. La follé como un loco. Como si ella no estuviese allí. En realidad me estaba masturbando usando su cuerpo.

Cuando estaba a punto de correrme la tomé por el pelo y la obligué ponerse de rodillas ante mí.

—Abre la boca —ordené. Ella obedeció al instante.

Unos segundos después estaba vaciando mis huevos en su boca, en su cara, dejándola perdida de lefa hasta que no quedó nada dentro. No le había soltado el pelo ni un momento.

—Límpiala —le ordené.

Sin dudarlo se metió mi polla en la boca y chupó como si su vida dependiese de ello hasta que yo mismo la detuve. Me aparté un par de pasos y la miré desde arriba.

—Así va a ser tu vida desde ahora —le dije con calma—. Tú decides si lo quieres o no. Tu maleta sigue en la puerta. Eres libre de elegir. Yo me voy a acostar. Si decides quedarte, dormirás a los pies de la cama. Si tienes frío, ya sabes donde hay mantas. Buenas noches.

—Buenas noches, amo.

—Una pregunta —me asaltó la duda cuando iba a marcharme—. ¿Te has corrido? Me importa una mierda que lo hayas hecho o no, pero quiero saberlo. Sé sincera.

—Sí, amo. Mientras me follabas. Perdón por hacerlo sin permiso —confesó con la cabeza gacha.

—¿Y te gustó?

—Sí, amo. Mucho.

—Bien. Me alegro —dije sin pensar. Me di cuenta tarde, pero había arrancado un tímido asomo de sonrisa en su rostro.

No dije nada más. En silencio me marché dejándola tirada en el salón. Me acosté pero no lograba conciliar el sueño. No me reconocía en lo que acababa de suceder y dudaba si deseaba que viniese a dormir o prefería que se fuese. ¿Había sido una buena idea someterla como una esclava para que se quedase? Dos minutos después la puerta se abrió en silencio. Me hice el dormido, pero en realidad estaba en tensión. En cierto modo temía que me atacase para vengarse de la humillación sufrida. Sentí como tímidamente me besaba los pies por encima de la colcha y después se acostaba en la alfombra cubierta por una manta. No pude evitar sonreír.

Cuando desperté, Bea ya no estaba sobre la alfombra. En cambio un agradable aroma a café llegaba desde la cocina. Me desperecé sobre la cama y salí decidido a darme una ducha.

Lo sucedido el día anterior no se iba de mi cabeza pero la ducha me ayudó a tranquilizarme. Todavía no era muy consciente de que tenía una esclava a mi disposición para maltratarla como me viniese en gana. Pero me costaba asimilarlo. No acababa de ver a Bea como mi esclava, a fin de cuentas aunque la odiase todavía seguía enamorado de ella. Además recordarla dispuesta a poner la mano sobre la cocina encendida por no separarse de mí me ablandó un tanto el corazón. ¿Debía perdonar su infidelidad? No era capaz. Me sentía humillado por ella. Debía devolverle el daño que me había causado, aunque en el fondo estaba convencido de que me sentiría mejor devolviendo cariño y comprensión.

Entré en la cocina y allí estaba de rodillas en el suelo. Seguramente me había oído y se apresuró a humillarse por miedo al castigo.

—Buenos días, perra.

—Buenos días, amo —saludó obediente.

—No recuerdo haberte ordenado que me preparases el desayuno.

—Pensé que te gustaría, amo.

—Ven aquí —ella se acercó a gatas y cuando estuvo a mi lado le acaricié la cabeza. Noté como al contacto de mi mano se estremeció como si tuviese miedo de un golpe—. Bien pensado. Perrita buena.

Tal como esperaba, sobre la mesa había un solo cubierto. Desayuné con calma. Había que reconocer que se había esmerado, las tostadas estaban en su punto justo de cocción y el café estaba cargado como me gusta. Cuando acabé empujé el plato y me apoyé en el respaldo de la silla, mirándola. Ella seguía en el suelo, de rodillas y sentada sobre los talones con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

—Levántate y ven aquí —ordené. Bea se apresuró a obedecer para quedar al alcance de mi mano.

—Date la vuelta. Quiero ver tu culo.

Cuando se dio la vuelta vi que todavía lo tenía ligeramente colorado, pero no se veían heridas. Pasé la mano sobre ese culo que me tenía loco desde siempre. Recordé como me gustaba besarlo y las ganas que tenía de follármelo pero nunca me lo había permitido, según ella por miedo al dolor. Tenía guasa la cosa. Ahora me lo follaría siempre que quisiese. Al contacto de mi mano movió ligeramente el culo como si quisiese prolongar la caricia, así que la retiré a mi pesar. No quería darle ninguna satisfacción por pequeña que fuese.

—Gírate —lo hizo, obediente.

—Creo que te dije que hoy no quería ver ningún pelo en este coño. ¿O no te lo dije? —acusé agarrando unos cuantos vellos y tirando de ellos hasta hacerla gritar de dolor.

—Perdón, amo —contestó con gesto triste y una lágrima asomando.

—¿Te lo dije o no? —grité provocando un respingo por su parte.

—Sí, amo —contestó en voz baja, temblorosa.

—¿Y por qué cojones hay todavía pelos aquí? —insistí dando un nuevo tirón.

—No tuve tiempo aun, mi amo —gimoteó.

—Bien. Pues a lo largo de la mañana tendrás tiempo de sobras. Ya sabes. No quiero ver ni un pelo.

Pasé mi mano por su coño y me sorprendí al ver que estaba húmedo. A la muy zorra le habían bastado un par de tirones del pelo del coño para ponerse como una moto. Yo alucinaba. A esta tía la pilla la inquisición y moriría a orgasmos. Tenía un par de dudas y quería respuestas.

—Siéntate —esta vez se lo pedía, así que mi voz no sonó tan autoritaria. Aun así ella lo hizo en el suelo.

—En el suelo no. Siéntate en esa silla. Quiero saber un par de cosas y quiero ver tu cara al responder.

Me miró con miedo y obedeció. Separó la silla enfrente a mí y se sentó erguida, con el pecho amenazante. Me llamó la atención que los pezones estaban erguidos y duros.

—Quiero saber un par de cosas. Y quiero la verdad. O te marcharás de aquí. ¿Entendido?

—Sí amo —contestó con la cabeza alta pero mirando al tablero de la mesa.

—¿Te has excitado por los tirones de pelo que te acabo de dar?

—Sí, amo —bajó la voz, vergonzosa,

—Bien. ¿Te excita que te humille?

—Sí, amo —no tenía un gran repertorio de contestaciones pero a mí me bastaba.

—¿Me estás diciendo que ahora mismo estás cachonda? Tus pezones están duros, así que parece que sí.

—Sí, amo. Como la perra que soy —Vaya. Había aumentado el vocabulario.

—Eso quiere decir que eres más feliz ahora que antes. ¿Es así? Te fallé como marido.

—No, amo. Tú no me fallaste. Fui yo quien debía haberte dicho como soy. Pero te amaba tanto que temí perderte —sus ojos se llenaron de lágrimas. Sus hombros se estremecían al compás del llanto. La creí.

—Bueno. Tranquila. No pasa nada. Al menos ahora nos contamos lo que debimos habernos contado hace mucho.

—Tenía mucho miedo, amo. No quería perderte. Sin ti me moriría —su llanto parecía ir en aumento.

—Tranquila. Ven aquí —ella se apresuró a acercarse, cuando estuvo a mi lado se arrodilló obediente y yo tomé su barbilla para levantar su cara.

La vergüenza hizo que cerrase los ojos para no mirarme a la cara. Arrastré una lágrima con el dedo y me la llevé a la boca. Verla así, indefensa, llorosa ante mí me hizo desear abrazarla para decirle que todo estaba bien, que no me perdería. Pero las cosas habían cambiado. El estado de ánimo de Bea era real, sus pezones habían menguado de tamaño y ahora apenas sobresalían de la areola. Aun así era una visión excitante y mi virilidad lo advirtió.

—¿Quieres que te folle?

—Sí, amo. Si tú lo deseas —abrió los ojos para mirarme en los que vi el deseo y un amago de sonrisa.

—Entonces ven —dije tirando de ella.

La tumbé sobre el tablero de la mesa, boca arriba y acerqué su pelvis al borde. Abrí sus piernas hasta que la postura resultó incómoda y le ordené mantenerlas así con sus manos. Obedeció sin rechistar, con los ojos cerrados, esperando mi estaca en lo más profundo de su ser. Me deleité con la visión de su coño totalmente abierto esperándome. Vi que comenzaba a humedecerse con la simple tortura de la espera. Di un par de tirones más de su vello púbico que la hicieron retorcerse de dolor y placer. Se escaparon un par de gemidos de sus labios. Vi que se los mordía para no gritar. No sabía si de dolor o de gusto. Bajé el pantalón y el bóxer y apunté mi polla contra su raja ya totalmente mojada. Lo pasé a lo largo de sus labios un par de veces. En la tercera lo metí de un solo golpe hasta el fondo. Estaba tan húmeda que entró sin problemas hasta que mis pelotas chocaron con su culo. Me eché un poco hacia delante y agarré ambos pezones que volvían a estar duros como piedras.

Sin piedad tiré de ellos hasta que las tetas parecían querer despegarse del pecho. Eso arrancó un grito de dolor que murió convirtiéndose en un murmullo de genuino placer cuando aflojé un poco. No por eso los dejé en paz. Tiré, retorcí, pellizqué aquellos duros botones con ganas mientras bombeaba y ella se retorcía de placer sin dejar de gemir presa de un intenso orgasmo como nunca había logrado proporcionarle. Después seguramente se acusaría de haberse corrido sin mi permiso, pero en realidad no se lo había negado. Tenía que probar eso. Seguro que era un espectáculo genial. Tras varios minutos más bombeando con ansia me corrí hasta descargarme por completo. En cuanto recuperé un poco el aliento me salí de ella. Bea mantuvo estoicamente la posición esperando mis órdenes.

—Ven aquí y límpiame la polla.

Se bajó de la mesa enseguida para arrodillarse ante mi y chupar de nuevo con ansia. Como si quisiese arrancarme la polla chupando. La dejé seguir un rato hasta que sentí que perdía firmeza. Entonces la aparté de un empujón, como si no tuviese derecho a disfrutar de mi rabo.

—Ya está bien, puta. Puedes ir a ducharte y dejar ese coño más pelado que tu culo. Si no los próximos golpes serán ahí.

—Sí , amo. Gracias, amo —dijo retirándose de rodillas.

—Ponte en pie anda. Si no aún te caerás. Por cierto. ¿Por qué me das las gracias?

—Por follarme, amo. Espero haberte complacido.

—Si, mucho —contesté condescendiente mientras volvía a vestirme.

En ese momento sonó su móvil. Lo cogí y abrí el whatsapp. Era el hijo puta de su jefe. Le exigía estar en el hotel en media hora. Miré como contestaba normalmente y escribí “Hoy no puedo. Estoy enferma”.

Al instante apareció el mensaje de vuelta: “Que te pasa?”. Lo pensé un segundo antes de contestar: ”Gonorrea”. Tal como esperaba comenzó a sonar la llamada del cabrón. Rechacé la llamada. Volvió a llamar insistente, así que quité el volumen al aparato. Entré en la agenda y me envié a mi teléfono el número del cerdo asqueroso aquel. Después tiré el teléfono sobre el sofá.

Entré en el baño para advertir a Bea. Estaba bajo el chorro de agua. ¡Joder, que visión! Estaba tan espectacular que me daban ganas de mandar todo a la mierda y meterme vestido y todo con ella en la ducha. A duras penas aguanté las ganas de hacerlo.

—No volverás a ese despacho. Ya te ha enviado un mensaje el hijoputa reclamándote para dentro de media hora pero le he dicho como si fueses tú que no irías. Le dije que estás enferma. De gonorrea —añadí. Una sonrisa asomó a su cara pero se borró enseguida, de repente avergonzada—. No quiero que contestes ninguna llamada ni mensaje de ese cabrón. ¿Está claro? A partir de ahora tratará conmigo.

—Sí, amo —contestó. Creo que noté un cierto tono de alivio en su contestación.

Pues me voy. Hasta luego.

—Hasta luego, amo.

La mañana transcurrió con normalidad, si puede llamarse normalidad al vuelco que había dado mi vida en apenas 24 horas. Recibí un mensaje de Bea diciendo que tenía más de una docena de mensajes del hijoputa, los últimos amenazantes. Le ordené que los ignorase pero comprendí que erá lógica su preocupación, así que en cuanto pude me largué para casa. Mientras abría la puerta llegó el que esperaba. Al fin había llegado el mensaje del cabrón. Lo ignoré y entré. Bea estaba arrodillada en el salón esperándome.

—Hola —saludé—. ¿Está lista la comida?

—Sí, amo. Buenas tardes.

—Buena perra. Así me gusta. Levántate y ven aquí —quería ver su coño.

Se levantó sin hacerse de rogar y se acercó con la cabeza gacha. Se detuvo, con los brazos caídos a los costados en cuanto estuvo al alcance de mi mano. Podía sentir su aroma y me volvía loco. Mirándola a la cara acerqué mi mano hasta su sexo. Lo toqué con suavidad para comprobar que no quedaba ni un pelo. Su pecho se agitó al sentir el contacto de mis dedos. Dejé resbalar mis dedos por el exterior de sus labios. Vi que se mordía el labio inferior y su respiración se aceleraba. Su pecho subía y bajaba acompasado y sus pezones comenzaron a amenazarme. Enseguida su coño estuvo encharcado. Deseaba que la follase, pero decidí que debía esperar. La acaricié igual que a la perra que representaba.

—Buena chica. Vamos a comer.

Sobre la mesa solo había un plato tal y como yo esperaba. Adelantándose a lo que seguramente esperaba, había dejado un plato para ella al lado de la mesa, en el suelo. Pero quería hablar con ella, así que le ordené que lo pusiese sobre la mesa.

—Gracias, amo —contestó animada.

—Antes que nada, dame tu móvil.

—Si, amo —contestó mientras se levantaba para cogerlo.

Examiné los mensajes que le había enviado el cerdo mientras comíamos. Tal y como me había dicho empezó por impacientarse y los últimos eran de amenazas claras que iban desde la agresión física hasta enviarme las fotos a mí. El hijo de puta sabía que Bea los había leído pero no había contestado ninguno. Después revisé las llamadas. Tenía cinco llamadas perdidas de la misma sabandija y un par de mensajes en el buzón de voz del mismo estilo. Perfecto. Le hice un par de preguntas a Bea sobre el despacho y sobre el tipo. Quería saber cuanto poder tenía en la empresa y resultó ser el dueño. Por lo visto estaba casado y tenía un par de hijos aunque ni la mujer ni los hijos habían aparecido nunca por allí y nadie los había visto ni en foto. Ahora iría a por el hijo de puta.

—Ahora necesito estar solo. Recoge la cocina y luego puedes descansar un rato —le ordené a Bea.

Ella contestó como de costumbre y corrió a hacer lo que le había ordenado, obediente. Saqué el móvil y vi que tenía ya dos mensajes del tipo. Eran dos de las fotos que había visto en el teléfono de Bea. En la primera se la veía chupando una polla mientras miraba a cámara con los ojos llorosos y en la segunda se veía que era un selfie hecho contra un espejo mientras el tío parecía darle por detrás, aunque eso me parecía un tanto raro si, tal como decía Bea, era impotente y necesitaba viagra. No había texto ninguno. Decidí empezar la partida.

—Quien eres? —escribí.

—Eso no importa.

—Que pretendes con esas fotos? Dinero?

—No quiero tu puto dinero.

—De donde las has sacado?

—Eso no importa. Te gustan? Tu mujer es muy puta.

—Las he visto mejores. De hecho te voy a enviar una —contesté después de seleccionar una donde se veía perfectamente la jeta del picha floja.

Como me temía se hizo el silencio durante un buen rato. El tío no contaba con eso. Ahora estaría desesperado pensando qué hacer. En ese momento Bea salió de la cocina. Se arrodilló en cuanto cruzó la puerta y se quedó allí, mirándome con cara de preocupación.

—¿Qué sucede? —pregunté sorprendido por su actitud y su gesto.

—¿Puedo preguntar una cosa, amo? —su voz decía que estaba preocupada.

—Dime.

—¿Puedo saber que harás, amo? Tengo miedo.

—¿De qué? —le pregunté sorprendido. Ella parecía pensar como preguntar sin provocar mi ira­—. Contesta.

—Perdona, amo. Tengo miedo de que hagas algo que pueda volverse contra ti. Don Antonio es una persona muy poderosa. —debo reconocer que en ese momento su preocupación me conmovió.

—No te preocupes. Por poderoso que pueda ser siempre hay alguien con más poder. Cuanto más altos, mas dura es la caída. Anda ve a descansar.

—Gracias, amo —dijo como despedida.

—Y levántate del suelo, anda. O acabarás sin rodillas —decidí que andar todo el día de rodillas no sería bueno. La obligaría a humillarse ante mi de vez en cuando, pero no todo el rato. Ella pareció agradecerlo con una sonrisa.

Yo había vuelto mi atención a los móviles. No tardó en responder el tal Don Antonio.

—Que quieres?

—Un trato justo. Tú te has tirado a mi mujer. Yo me tiraré a la tuya. Y ese móvil.

—Para que quieres mi móvil? —por lo visto lo que menos le importaba era que pretendiese tirarme a su mujer. Eso era interesante.

—Para deshacerme de las fotos. No temas que no quiero ningún dato tuyo. Puedes borrar tus contactos y mensajes. Pero quiero el móvil.

—Y en caso contrario?

—Será tu mujer la que reciba las fotos. Las mías son mejores.

—Pretendes que le diga a mi mujer que se acueste contigo sin más?

—Hazlo como quieras. Tú verás. Pero tienes tres días. Cuando lo hagas avísame.

Apagué el móvil. Como sospechaba le envió un par de mensajes a Bea, pero también lo apagué sin hacer caso y me fui a dormir una siesta. Bea estaba tirada sobre una manta a los pies de la cama. Pasé por su lado ignorándola. Me desnudé y me eché sobre la cama con una manta ligera sobre el cuerpo.

—Quiero que me despiertes a las … —consulté el despertador—. Las cinco. Con una buena mamada. ¿Está claro?

—Sí, amo —respondió desde el suelo.

No tardé en quedarme dormido. Fue un sueño reparador y tal como esperaba, a las cinco sentí una boca envolver mi polla. Bea estaba arrodillada a mi lado poniendo todo su interés en complacerme. Envolvía mi polla con su lengua intentando que despertase. No tardó en lograrlo. Yo acerqué una mano a su lampiño coño. Cuando sintió mi mano se detuvo.

—Nadie te ha mandado parar. Chupa, puta.

—Perdón Amo. Creí…

—Encima respondona —reí. Le di una sonora palmada en el culo—. Calla y chupa.

Ella gimió de dolor y volvió a chupar. Yo metí un par de dedos en su coño. Como sospechaba comenzaba a humedecerse. Localicé su clítoris y lo agarré con los dedos y tiré de golpe. Bea soltó un alarido dejando de chupar. La obligué empujando su cabeza de nuevo contra mi miembro.

—Que chupes te digo —rugí en voz baja mientras le daba una nueva palmada en las nalgas.

Ella volvió a introducirse obediente mi rabo en la boca pero su cuerpo se retorcía cada vez que castigaba su clítoris. Estaba chorreando jugos. La muy puta se lo pasaba de miedo. Empujé su cabeza hasta que sentí como mi polla tropezaba al final de la boca provocándole una arcada, pero no protestó. Intentó tragarse ese pedazo de carne que cada vez estaba más duro. Aflojé la presa para que pudiese respirar. Siguió chupando hasta que estuve a punto de correrme.

—Voy a correrme. Quiero que te lo tragues todo. No desperdicies ni una gota —le advertí.

Ella intensificó sus esfuerzos para conseguir mi eyaculación que se produjo enseguida. Vi que le costaba trabajo chupar mientras tragaba toda mi leche, pero lo consiguió.

—Abre la boca. Quiero ver si has cumplido —ordené.

Ella obediente abrió la boca para mostrarme como efectivamente se había tragado hasta la última gota.

—Bien. Ahora límpiala —le dije empujando su cabeza de nuevo contra mi miembro.

No se hizo repetir la orden y se aplicó a limpiar cada milímetro de mi polla con dedicación. Cuando sentí que perdía firmeza la aparté de un empujón.

—Ya está, zorra. Puedes ir a hacer lo que te salga del coño hasta la hora de cenar. Quiero la cena a las ocho —dije mientras me levantaba.

—Sí, amo —contestó arrodillada todavía en la cama.

—Pues venga —la eché de la cama con una fuerte palmada en las nalgas que le dejaron mi mano marcada en rojo. Ella soltó un pequeño grito mezcla de placer, dolor y sorpresa y obedeció al instante. Cuando pasó a mi lado la detuve un instante y eché la mano a su coño. Seguía encharcada.

—¿Te has corrido? —le pregunté.

—No, amo —respondió bajando la cabeza como si temiese mi reacción.

—¿Quieres hacerlo?

—Solo quiero complacerte, amo.

—Eso no es una respuesta. ¿Quieres correrte, sí o no?

—Sí, amo —admitió.

—Bien, arrodillate en el borde de la cama.

Lo hizo al instante dejando su culo expuesto. Sin dudarlo metí dos dedos hasta el fondo en su chorreante coño arrancándole un grito de sorpresa. La follé con dos dedos hasta que su coño se aflojó tanto que metí un tercer dedo. Su cuerpo había caído hacia delante levantando más el culo. Ahogaba sus gritos y sus gemidos contra la colcha que sus dedos aferraban con fuerza. Con la otra mano agarré su clítoris y lo retorcí consiguiendo que la intensidad de sus gritos aumentase. Su cuerpo se estremecía en un delirio de placer y dolor.

—No se te ocurra correrte hasta que yo te lo ordene —la idea me la había dado ella misma y me apetecía ver en qué acababa.

—No, amo —contestó obediente.

—Abre más las piernas.

Sin responder hizo lo que le ordenaba. ¿Se había olvidado o me provocaba para que la golpease? Por si acaso le di una fuerte palmada en la nalga que todavía mostraba la marca del anterior golpe. Ella intentó reprimir un grito pero no lo logró del todo, así que lo ahogó contra la colcha.

—Avísame cuando estés a punto de correrte —le advertí al notar que llevaba ya más de un minuto retorciéndose de placer mientras se mordía los labios intentando no gritar.

—Hace rato que estoy a punto de venirme, amo —reconoció agitada.

—Pues te esperas hasta que yo quiera que lo hagas —en el fondo deseaba ver ese orgasmo retenido desde hacía tanto rato. Así que la masturbé durante un minuto más intensificando el movimiento de mis dedos y las “caricias” en su clítoris.

—Vale, puta. Puedes correrte.

No hubo que esperar respuesta. Su cuerpo se arqueó mientras sus piernas convulsionaban apretando mis manos mientras daba rienda suelta a su orgasmo. En ningún momento dejé de empujar mis dedos dentro de su coño aunque mi otra mano perdió la presa de su clítoris, sus gritos de placer morían ahogados en la colcha aunque yo creía que debían de oírse en todo el edificio. Estaba alucinado. Nunca en mi vida había visto semejante estallido de placer. Era el orgasmo más salvaje que había visto en mi vida. Parecía a punto de sufrir un ataque al corazón. Pero su cara de satisfacción decía que no le importaría morir así. El verla disfrutando tanto hizo que mi virilidad despertase de nuevo. Estuve tentado a follármela de nuevo pero tenía cosas que hacer así que lo dejé pendiente para después de la cena.

—¿Como se dice?

—Gracias, amo —contestó con la respiración entrecortada.

—Buena perra. Si te portas bien se repetirá.

—Gracias, amo —repitió desmayada.

La dejé y fui hasta el salón. Encendí los móviles y revisé los mensajes. Tal y como esperaba el hijoputa había contestado. Por la hora lo había hecho al minuto de leer mis exigencias. No parecía importarle demasiado que otro tío se zumbase a su mujer. Éramos muy distintos. De hecho yo no tenía pensado follarme a su mujer. La pobre no tenía culpa de tener un degenerado por marido. Le dije que debería estar en el hotel donde él se tiraba a Bea al día siguiente por la tarde. La contestación no se hizo esperar. Un simple ok y la conversación se acabó.

Me puse a planear cómo llevaría la entrevista con su mujer. ¿Le entregaba las fotos sin más en cuanto entrase? ¿Le explicaba con pelos y señales de qué iba todo eso? Decidí esperar a ver cómo se desarrollaba la entrevista. Un nuevo mensaje me sacó de mis pensamientos. Abrí la aplicación y a continuación los ojos como platos. Decía ser la mujer del cabrón.

—Me niego a que nos veamos en ese hotelucho de mierda donde Antonio lleva a sus putitas.

—Entonces? —pregunté tras pensarlo unos instantes.

—Hotel Condal. La hora la decide usted —contestó al instante.

—No es por nada. Pero no me apetece gastar tanto —se trataba del hotel más caro de la ciudad y aunque una noche me la podía permitir, era demasiada pasta.

—No se preocupe. Pago yo. Hay trato?

—De acuerdo —admití asombrado. ¿La tía estaba dispuesta a dejarse follar por otro y encima ella pagaría el hotel? Era increíble.

Llegué a casa y puse a Bea a al tanto de mis planes. No tenía por que hacerlo. Pero quería que supiese que me iba a encargar de acabar con el desgraciado que había abusado de ella. En cierto modo lo hacía por ella, no solo por mí. Por vengarla. Ella se había sentido humillada, violada, y había puesto en peligro su matrimonio por culpa de ese desgraciado. Lo mínimo que se merecía era ese pequeño acto de justicia.

—¿Te parece bien? —le pregunté cuando acabé de contarle mis planes.

—Sí, amo —contestó sollozando.

—¿Y ahora por qué lloras? —pregunté sorprendido.

—Porque eres demasiado bueno, amo —sollozó de nuevo.

—No entiendo.

—Tienes todo el derecho a acostarte con esa mujer, amo…

—Corta con lo de amo un rato, que no me entero —la interrumpí.

—Es que no puedo reprocharte que te acostases con esa mujer. Y Don Antonio tampoco. Y sin embargo eres tan bueno que no te quieres aprovechar de tu posición.

—Ella no tiene ninguna culpa. ¿Por qué habría de castigarla por el daño que haya causado su marido? Solo le voy a demostrar con qué hijo de puta está casada.

—Pero ella está dispuesta a pagar el precio que tú has impuesto. Y sin embargo no te quieres aprovechar. Cualquier otro lo haría —contestó sin dejar de llorar.

—Yo no soy cualquier otro —le dije levantando su barbilla para que me mirase a los ojos—. Yo no me aprovecho de las debilidades de los demás —en ese momento pensé que mentía como un bellaco.

—Lo sé. Eres demasiado bueno para mí y sé que no te merezco —reconoció rompiendo a llorar desconsolada.

—Venga. Deja de llorar. A partir de mañana te puedes olvidar de Don Antonio y de la puta que lo parió —dije acariciando su rostro con sincero cariño.

No me apetecía maltratarla más. Yo no era así. Dejé que la tarde transcurriese sin golpes ni maltrato de ningún tipo. Después de cenar vi un rato la televisión y le permití verla desde el suelo, acurrucada junto a mis pies como una perra obediente. Aunque me gustaría sentirla a mi lado, arrebujada contra mi cuerpo, había decidido que sería tratada como una esclava y me obligué a mi mismo a cumplirlo. Pensé que tal vez me había precipitado en mi decisión.

—¿Tienes frío? —le pregunté.

—No, amo —contestó. Su voz, si bien no demostraba alegría, sí que decía que se encontraba bien. Tal vez ella disfrutaba más de la situación al sentirse humillada que yo a pesar de ostentar el poder.

Al día siguiente, después de trabajar, comí algo en una cafetería antes de mi cita con la mujer del hijo de puta. La mujer me había enviado un mensaje con el número de habitación. Llegué a la hora acordada y llamé a la puerta. Enseguida abrió. Me sorprendió su aspecto. Era bastante más joven que su marido, aunque tenía al menos diez años más que yo. Abrió la puerta y me miró como evaluándome. Sin molestarse ni en saludar volvió al interior. Se acercó al mueble bar y sirvió dos copas. Yo entré y cerré la puerta a mi espalda.

La habitación era una suite enorme, todo maderas nobles y alfombras donde se habría perdido un explorador. En un lado había una cama enorme y al contrario habían hecho una pequeña sala de estar con un tresillo y una mesa al lado de un mueble bar muy bien surtido de las mejores bebidas.

Me quedé en medio de la habitación. Había planeado mi discurso pero la contemplación de esa mujer me había trastocado los planes. Me esperaba una mujer mucho mayor y me encontraba ante una mujer muy elegante vestida con un traje de falda con americana y una vaporosa blusa. Era casi tan alta como yo y tenía una hermosa melena casi rubia. El óvalo de su rostro era simplemente perfecto. Tenía un pecho no muy grande pero se levantaba orgulloso sin ayuda de sujetador tal y como mostraban sus pezones. Posiblemente fuese operado para salvar simplemente la fuerza de la gravedad. Sus caderas no eran demasiado anchas pero tenía un culo de escándalo al que seguían unas piernas perfectas.

Ella me sorprendió observándola. Sonrió y me acercó una copa.

—¿Le gusta lo que ve?

—Perdone. No es eso lo que miraba.

—Vaya—se quejó bromeando—. ¿Es qué soy poca cosa para usted?

—No me malinterprete —atajé—. Es usted muy bella. Pero me sorprendió su juventud. Su marido es bastante mayor que usted, creo.

El comentario le arrancó una sonrisa encantadora. Seguramente yo le parecía un hijo de puta, pero aun así le parecía una situación divertida. Se sentó en uno de los sillones. Tal vez para evitar que me sentase ya a su lado.

—Entonces mejor para ti. Perdona que te tutee, pero soy mayor que tú y creo que tengo derecho. Si tengo que chupártela te trataré como me dé la gana.

—Sin problemas —acepté sentándome en el otro sillón frente a ella. Una mesa nos separaba—. Si lo prefiere, mi nombre es Nesto. Un diminutivo de Ernesto.

—Tu nombre no me importa. Pero si quieres saberlo yo soy Amparo.

—Mucho gusto, Amparo —dije con una ligera inclinación de cabeza.

—Siento no poder decir lo mismo —contestó antes de tomar un nuevo trago e ignorarme.

Yo me quedé en silencio pensando en cómo afrontar la conversación. Cuando contaba con encontrar una mujer mucho mayor hecha un mar de lágrimas por la extorsión con que contaba tener que pagar la cosa parecía más sencilla. En cambio esta mujer parecía decidida y no parecía importarle lo que sucediese aunque claramente no era por sentirse atraída por mí. Fue ella quien rompió el silencio.

—Bueno. ¿Y cómo quiere hacerlo? —preguntó.

—¿Perdón? —me había pillado abstraído todavía.

—Pregunto que cómo quieres follarme. ¿Quieres que me tumbe en la cama abierta de piernas o prefieres que lo haga apoyada en el sofá para follarme por detrás?

—No será necesario nada de eso —aseguré recobrando mi aplomo.

—¿Acaso esperas que me arrodille ante ti y te la chupe? Puedes esperar sentado.

—Tengo una curiosidad. ¿Qué motivo le ha dado su marido para verse hoy aquí en esta situación? —pregunté dejándola descolocada.

—¿Y eso qué importa?

—Puede que nada o puede que mucho. ¿Puede contestarme?

—Sé que lo extorsionas por un caso en el cual digamos que “modificó” algunas pruebas para ganar. Espero que con lo de ahora esa presunta deuda quede saldada.

—Me temo que su marido no ha sido del todo sincero. No pretendo cobrar nada. Eso solo se lo dije a su marido para ver que tragaderas tenía. En realidad vengo a darle algo.

Amparo se quedó muda mirándome con los ojos achicados. ¿Quién era el tipo que tenía delante y qué pretendía? Había despertado su curiosidad.

—Me temo que no entiendo lo qué sucede —admitió.

—Es sencillo —dije pasándole el móvil con la galería de imágenes abierta. Después dejé un pendrive sobre la mesa.

Su rostro fue cambiando de color a medida que veía las fotos. Fue evidente que reconoció a su marido follándose a Bea pero todavía no acababa de entender que pretendía yo. ¿Dinero por las fotos?

—Ya veo que mi marido se divierte mucho. Eso no me sorprende —dijo dejando de nuevo el móvil en la mesa. Había visto el pendrive pero fingió ignorarlo.

—Y a mí no me importaría si esa no fuese mi mujer. Y el hijo de puta de su marido la forzó y la chantajeó para poder tirársela cuando le apetezca —esperé un alegato defendiendo al cabrón pero este no llegó.

—¿Y según entiendo usted exigió follarme a mi en compensación?

—Eso le dije, sí. En realidad solo quería verla para entregarle esas fotos —señalé el pendrive— para que sepa con que hijo de puta está casada. Solamente eso.

Me levanté dispuesto a marcharme. Ella se había quedado con la boca abierta y me pareció el mejor momento para abandonar la habitación. Cuando llegué a la puerta y estaba a punto de abrir su voz me detuvo.

—Espere un momento. Por favor —añadió en un tono de voz que había perdido toda su altivez—. ¿Podemos hablar un momento?

—Claro —dije tras pensarlo unos segundos. Su voz me decía que algo había cambiado dentro de ella. Ya no era la mujer altiva a la que no le importaba comportarse como una puta por salvar a su marido. Ahora parecía haber un ser humano dentro de ella.

—Siéntese por favor. Necesito que me aclare un par de cosas.

—Usted dirá —contesté tomando asiento de nuevo.

—Quisiera saberlo todo de este asunto —dijo señalando el pendrive que no había tocado. Su voz era suave. Casi suplicante.

Durante la siguiente media hora fui narrándole todo lo sucedido punto por punto. No le ahorré detalle por escabroso que fuese. Tampoco pretendí quedar como un santo, así que le conté las medidas que había tomado con Bea. Ella no pareció juzgarme y solo me interrumpió en un par de ocasiones para pedirme más detalles en algún momento. Cuando acabé ella se levantó en silencio y puso dos nuevas copas. Cuando me alargó una de ellas se dirigió a mi en voz baja. Casi con vergüenza.

—¿Y a pesar de todo usted no tenía pensado cumplir la amenaza que le hizo a mi marido? ¿Tal vez porque esperaba encontrar a una vieja?

—No. Es que yo no soy como su marido. Solo pretendía informarla porque creo que tenía derecho a saberlo. Y usted es una mujer muy hermosa. Por eso entiendo menos a su marido —añadí arrancándole una tímida sonrisa de agradecimiento por el cumplido.

—No sabe cómo lamento todo lo sucedido.

—Usted no tiene la culpa —le contesté con sinceridad—. Tanto usted como yo somos víctimas de las circunstancias.

—Y su esposa también, por lo que me cuenta.

—Sí. Pero tal vez ella debió ser más firme y nada de esto hubiese sucedido. En fin, no la entretengo más —me despedí dispuesto a irme.

—¿Puedo pedirle un favor? —preguntó con humildad en la voz.

—Si está en mi mano…

—Me gustaría conocer a su esposa —pidió mirándome a lo ojos.

—¿Y eso? ¿Para qué? —estaba sorprendido por la petición.

—Necesito verla. Conocerla. Si a usted no le importa, claro.

—De acuerdo —acepté—. Si así lo desea, no tengo inconveniente.

Ella había llegado en un taxi, así que la llevé en mi coche. Después ella tomaría un taxi de vuelta a su casa. No tardamos en llegar. Abrí el portal y la invité a pasar. Subimos en el ascensor en silencio. Pude sentir su aroma. Era sencillamente embriagador. No entendía como teniendo aquella pedazo hembra en casa, el gilipollas de Don Antonio se fijaba en otras. Aquella era una mujer que colmaría los deseos de cualquier hombre. Llegamos al piso y salí primero del ascensor para abrir la puerta.

Bea estaba arrodillada, tal y como esperaba, en medio del salón. Al descubrir a Amparo no pudo reprimir un grito de pavor mientras intentaba cubrir su desnudez.

—No te molestes —le ordené seco—. Quiero presentarse a Doña Amparo. La esposa de Don Antonio.

Bea se llevó las manos a la boca asustada. Dos lágrimas asomaron a sus ojos muerta de vergüenza al verse ante la mujer de su jefe. Ante la mujer a la que había corneado aunque hubiese sido en contra de su voluntad. Amparo se acercó y la miró con interés.

—Ponte en pie —ordenó. Bea no se movió.

—La señora te ha ordenado algo —amenacé con voz cortante.

Al oír mi voz Bea obedeció levantándose al instante. Se quedó en pie muy quieta, la cabeza hundida y las manos tapando su sexo por vergüenza.

—Las manos en los costados —ordené.

—No es necesario —cortó Amparo con voz suave mientras daba vueltas alrededor de Bea examinándola con interés—. Tienes una hermosa mujer, Nesto.

—Gracias —dije—. Lástima todo lo sucedido.

—Sí —coincidió ella—. Es una lástima. Pero tal vez salga algo bueno de todo esto.

—Dime una cosa, bonita —preguntó mirando a Bea mientras le levantaba la barbilla con un dedo—. ¿Alguna vez mi marido te folló el culo?

—No señora —admitió Bea—. Lo intentó un par de veces pero…

—...Pero el gusanito que tiene entre las piernas no vale para eso. Ni para nada —concluyó Amparo la frase.

—No señora —admitió Bea en voz baja.

—Pues creo que ya sé lo que haremos. Nesto —dijo alegre dirigiéndose a mi—. Quiero que me folles el culo. Quiero que me lo dejes lleno de leche.

—¿Perdón? —pregunté con los ojos como platos. Era la última cosa que esperaba oír.

—Lo que has oído. No creo que aquí tu putita tenga derecho a recriminarnos nada. Nos cobraremos lo que ellos han hecho y quiero enseñarle a Antonio lo que un hombre de verdad puede hacer. A él le encantaría poder follarse un culo, pero con la mierda de colgajo que tiene apenas es capaz de hacerlo por el coño —explicó.

—Pero yo… —no me salían las palabras por la sorpresa.

—¿A ti. te parece bien, putita? —preguntó Amparo a Bea.

—Sí, señora. Si mi amo lo desea puede hacer lo que quiera.

—No es eso lo que te ha preguntado —dije con voz neutra—. Te ha preguntado si te parece bien. Y mírame a los ojos para responder.

Bea levantó la mirada. Una tímida sonrisa teñida de tristeza asomaba a su cara. Me miró fija y decididamente a los ojos antes de contestar.

—Sí, amo. Me parece bien que le folles el culo a la señora —admitió dejándome sin palabras. Su voz decía que era sincera.

—Genial —dijo Amparo como si hubiésemos decidido jugar al monopoly—. Pues entonces os espero el próximo viernes a las ocho para cenar. Ya veréis cómo lo pasaremos en grande. Se me está ocurriendo una idea maravillosa.

—¿A cenar? ¿Estará su marido? —estaba intrigado.

—Claro que estará. El será… el invitado de honor, por decirlo así —una sonrisa malvada se dibujó en su rostro—. Y ahora debo irme, que he de preparar un par de cosas.

La acompañé hasta la puerta y abrí. En la puerta me dio un pico antes de decirme:

—Pronto tendréis noticias mías. Muy buenas noticias —añadió guiñándome un ojo como una niña traviesa.

Volví al salón. Bea me miraba con los ojos como platos como intentando saber qué iba a pasar. Parecía asustada ante la perspectiva de tener que cenar con su antiguo jefe. A mí tampoco me hacía ninguna ilusión tenerlo delante, pero algo me decía que podía confiar en Amparo.

Me dejé caer en el sofá dando vueltas a la cabeza. Bea se quedó a mi lado en pie, esperando cualquier orden por mi parte. ¿Tal vez Amparo pretendía que le follase el culo delante de su marido? Eso sería algo muy loco y desde luego sería algo digno de verse.

Pensar en eso me hizo recordar que nunca me había follado el de Bea y de repente me apeteció hacerlo.

Me puse en pie y me acerqué a ella que seguía inmóvil esperando mis órdenes. La rodeé y me quedé un momento detrás admirando sus nalgas. Ella debía esperar un castigo, pues su respiración se volvió más agitada. Cuando mi mano rozó una de ellas no pudo reprimir un respingo. Pasé un dedo a lo largo de su columna.

—Tranquila. No voy a pegarte. A no ser que lo merezcas. ¿Lo mereces?

—Sí, amo —respondió enseguida.

—¿Por qué?

—Por haber sido una zorra y hacerte daño, amo —respondió mirando al suelo. Su respiración era cada vez más agitada.

—Bien. Me gusta que reconozcas tus faltas —dije mientras le daba un cachete—. Pero tus faltas merecen algo más que un par de golpes en el culo. Merecen más… castigo. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, amo —su voz ahora indicaba un cierto temor a lo que podría venir a continuación.

La agarré por el pelo y la obligué a inclinarse sobre el respaldo del sofá. Ella tan solo soltó un pequeño grito fruto de la sorpresa. Seguramente estaba esperando que maltratase sus blancas nalgas. En lugar de eso las acaricié. Sabía que ella esperaba ansiosa el primer golpe. Con el pie la obligué a separar las piernas. Después pasé una mano por su sexo. Estaba ya húmedo. Metí sin consideración un par de dedos hasta donde pude y ella soltó un gemido mezcla de dolor, sorpresa y placer.

Me agaché tras ella y separé sus nalgas. Su ojete se presentaba ante mí como una delicia. Sin poder resistirme pase mi lengua a lo largo de toda la raja y tracé un par de círculos alrededor de aquel agujero que me pedía ser desflorado.

—¿Alguna vez te han follado el culo?

—No, amo —su voz ahora temblaba. Parecía saber lo que vendría a continuación.

—¿Lo deseas? —no contestó.

—¡Contesta! —exigí propinándole una palmada.

—Yo solo deseo complacerte, amo —parecía a punto de empezar a llorar.

—¿Quieres que te rompa el culo, zorra?

—Solo quiero complacerte, amo —ahora lloraba ya sin disimulo.

—No es eso lo que te pregunto. Contesta.

—Tengo miedo, amo. Nunca me han follado por el culo y me da miedo.

—Muy bien —decidí—. La mejor manera de perder el miedo es enfrentándose a lo que tememos. No te muevas de esa posición.

Fui a la cocina y cogí la tarrina de mantequilla. Sí, en ese momento estaba recordando el “Último tango en París”. Volví a su lado y tal como le había ordenado no se había movido. Levanté su rostro y vi que estaba surcado de lágrimas. Aunque no le dije nada decidí que sería cuidadoso. Tampoco quería convertirlo en algo traumático. Abrí la tarrina y cogí un puñado con la mano que unté en su ojete. Ella hizo el amago de cerrar las nalgas pero se lo impedí. Tras untarlo bien metí el índice poco a poco. Quería ver como se deslizaba. No costó demasiado aunque en un acto reflejo intentó cerrar el esfínter.

Metí y saqué varias veces el dedo hasta que sentí que se relajaba un tanto. Era el momento de meter un dedo más. Entonces comenzó a gemir aunque procuraba no hacerlo demasiado fuerte.

—¿Te duele?

—Un poco, amo.

—¿Y te gusta?

—Sí, amo —pensé que la respuesta se debía más a su interés en complacerme que al posible gozo que pudiese sentir. Pero en ese momento me daba igual. Me estaba convirtiendo en alguien completamente distinto. Me empezaba a gustar esto de humillarla y golpearla hasta hacerle sentir dolor.

Cogí un último puñado de mantequilla y me unté el rabo. Arrimé el glande a su esfínter y empujé. Bea arqueó la espala mientras soltaba un gruñido por el esfuerzo que le suponía amoldar su virgen ano a mi polla. Agarré sus caderas y empujé poco a poco. He de reconocer que aguantó como una campeona. Sus manos estaban crispadas agarrando el respaldo del sofá. Creí que le arrancaría un pedazo. Pero seguí empujando hasta que la mitad estuvo dentro. Ahí me detuve un momento esperando que su culo se amoldase al intruso. Su respiración parecía normalizarse. Volví a empujar. Esta vez me pareció que era ella quien empujaba su cadera hacia atrás buscando encularse con mi polla. Su espalda se puso más recta levantando el culo. Poco después había llegado al fondo. Me detuve de nuevo esperando que se acostumbrase a mi polla. Un minuto después estaba bombeando con ganas. Mi polla estaba deliciosamente apretada en aquel agujero por el que nunca había entrado nadie.

—Puedes correrte si lo deseas —le permití.

—Gracias, amo. Casi estoy —admitió mientras una de sus manos bajaba para colarse entre sus piernas.

Seguí dándole duro hasta que poco después un apagado alarido me indicó que Bea había alcanzado el clímax. Agarré sus tetas y tiré de sus pezones para alargarlo en lo posible mientras yo me derramaba dentro de ella. Cuando acabé me dejé caer sobre su espalda y la besé.

Cuando sentí que mi miembro perdía consistencia me retiré, la tomé por el pelo y la obligué arrodillarse ante mí.

—Limpia —ordené.

No hizo falta más. Se tragó mi polla que estaba apenas morcillona y la chupó con esmero mirándome a la cara. Me pareció ver una sonrisa en su cara y una chispa de felicidad en sus ojos. Al cabo de un rato le ordené parar.

—Gracias, amo —dijo bajando la cabeza y besando mis pies.

—¿Por qué? —me había pillado por sorpresa.

—Por todo. Por haberlo hecho con cuidado. Era mi primera vez y tenía miedo.

—¿Te ha gustado?

—Sí, amo. ¿Pero puedo pedirte algo?

—Claro. No sé si te lo concederé, pero no te voy a negar el derecho a pedirlo.

—La próxima vez… ¿Podrías golpearme en el culo mientras me follas? —preguntó mirándome. Ahí me pilló desprevenido. Joder que vicio tenía la muy zorra.

—Tranquila. La próxima vez te levantaré la piel de las nalgas a correazos —concedí. Me pareció ver una lucecita de deseo en su mirada.

Le ordené que hiciese la cena mientras me duchaba y tras la cena me senté a disfrutar de una copa mientras ella permanecía echada a mis pies como si se tratase de una perra. De vez en cuando le acariciaba la cabeza y le permitía que ella acercase su cara a mis piernas.

Cuando acabé la copa decidí que era buena hora para descansar, así que le ordené recoger todo mientras me iba a dormir.

Esa noche le permití elegir donde dormir. Me preguntó si me importaría que durmiese a mi lado. Por supuesto yo lo estaba deseando, así que lo hice. Cuando desperté seguía abrazada a mi, sonriente de felicidad por haber conseguido mi perdón. Le di una palmada en el culo y le ordené que me hiciese el desayuno.

Con la sonrisa de felicidad pintada en la cara se levantó y salió corriendo a la cocina. Cuando llegué un delicioso aroma a café salía de mi taza y ella seguía desnuda.

—¿Y tú? ¿No desayunas?

—Después de ti., amo —contestó bajando la cabeza—. Una esclava no debe comer con su amo.

—No quiero que seas mi esclava. Yo te quiero —le dije levantado su barbilla para ver sus ojos.

—¿No sirvo como esclava, amo? —preguntó con las lágrimas asomando a sus ojos.

—Claro que sí. Eres la mejor. Hagamos una cosa, si te parece bien.

—Dime, amo. Lo que desees —dijo abriendo los ojos esperando una buena noticia.

—¿Te gustaría ser mi sirvienta? Prometo castigarte si haces algo mal.

—Gracias, amo. Me encantaría —contestó sonriendo.

—De acuerdo. Pues entonces deja de llamarme amo y llámame… ¿Señor?

—Gracias, señor —volvió a sonreír alegre por el nuevo rol que disfrutaría—. ¿Y me castigarás si hago algo mal?

—Siempre que lo merezcas. O lo desees —añadí agarrando uno de sus pezones que estaban ya duros por la excitación que le provocaba saber que sería castigada. Lo retorcí un poco provocando que se mordiese el labio para no gritar.

—¿Lo merecía, señor? —me preguntó.

—No. Pero creo que lo deseabas —contesté sonriente.

—Gracias señor. No podría vivir sin ti., señor.

Esa confesión me desarmó. Me costaba castigarla. Yo prefería acariciarla y besarla. Pero precisamente por el amor que sentía por ella, por saber que era lo que prefería, me obligaba a mí mismo a castigarla. Por suerte poco a poco fui acostumbrándome y aunque me costaba golpearla, al menos disfrutaba penetrándola mientras lo hacía. Por si acaso decidí que tendríamos una palabra de control por si me pasaba en los castigos. Decidí que cuando no pudiese más debería decir “Antonio”. Lógicamente era una palabra que nunca hubiese pronunciado delante de mí.

Me despedí de Bea con un beso. Hacía ya varios días que no nos besábamos y yo no aguantaba más sin sentir la tibieza de sus labios en los míos. Pude notar que ella también lo extrañaba. Mientras lo hacía le agarré un pezón y tiré de el con fuerza. Su lengua se enroscó en la mía con más ansia agradeciendo el castigo. Una mano en su sexo me indicó que estaba chorreando. Pero por desgracia no me quedaba tiempo para follarla antes de irme a trabajar.

—Puedes coger uno de mis cinturones para castigarte mientras te masturbas en mi ausencia —le dije al oído mientras me despedía.

—Gracias, amo. Te quiero.

—Y yo a ti. Después te llamo —me despedí antes de marcharme.

Ella se quedó en la puerta mostrando su desnudez hasta que llegó el ascensor. Tal vez le daba morbo el que pudiese aparecer alguien y la descubriese así. Me fui a trabajar bastante animado. La mañana se me hizo eterna. Tenía ganas de acabar para darle una sorpresa a Bea. Cuando salí la llamé.

—Quiero que te vistas. Vamos a ir de compras. Ponte una minifalda pero no quiero que te pongas bragas. ¿De acuerdo?

—Sí amo. Como ordenes —contestó con voz cantarina. Obvié el hecho de que me llamase amo. Por lo visto ella lo prefería, así que decidí permitírselo.

Cuando llegué a casa ella me esperaba en el portal. Llevaba una minifalda sencilla con una camiseta blanca y una cazadora del mismo color que la falda. Unas botas hasta la rodilla completaban su atuendo. Estaba para follársela encima del capó del coche. Subió al coche y arranqué tras darle un piquito.

—¿A dónde vamos, amo? —preguntó ansiosa.

—Es una sorpresa. Espero que te guste —contesté sin descubrir mis intenciones.

Crucé casi toda la cuidad para encontrar el sitio. Nunca había estado pero conocía de su existencia por un compañero de trabajo. Se trataba de un sex-shop enorme. Cuando llegamos a la puerta sentí que a Bea se le aceleraba el pulso.

—¿Es aquí? —preguntó como una niña a la puerta de una juguetería

—Sí. Aquí es. Vamos a ver si encontramos algo para ti. —le sonreí.

La tienda la regentaba una chica joven. Era alta y vestía una falda de tul muy amplia. Encima llevaba un corpiño que parecía a punto de dejarla sin respiración. El corpiño levantaba un par de tetas que asomaban generosas a punto de desbordarse fuera de la prenda. Tenía el pelo negro rizado y la cara con apenas un toque de colorete y los labios y los ojos pintados en negro.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarles? —saludó sonriente en cuanto entramos.

—Verás —expliqué—. Estamos buscando algo para mi… putita. Un poco de ropa y algo para castigarla cuando se porte mal. ¿Me explico?

—A la perfección, caballero. Síganme, por favor —sonrió ella echando a andar meneando exageradamente las caderas.

La seguimos por la tienda hasta el fondo. A un lado del pasillo había una gran variedad de prendas colgadas en sus perchas. Al otro un montón de artículos de sado-maso.

—Espero que aquí encuentren lo que buscan —dijo sonriente antes de dejarnos solos—. Ahí tienen los probadores.

—Bien —dije abriendo los brazos—. ¿Ves algo que te guste?

Bea se deleitó mirándolo todo. Parecía deseosa de probar cada fusta, cada látigo, cada dildo. Mientas ella elegía una fusta yo miré un par de prendas. Vi un uniforme de chacha que me pareció divertido.

—Anda. Pruébate esto —le dije alargándole la percha.

Ella entró en el probador ansiosa. Cuando abrió la puerta me quedé sin aliento. El corpiño levantaba sus tetas mostrando un escote por el que parecían a punto de escapar. La falda no llegaba a tapar del todo su culo y por delante a duras penas escondía su sexo. Verla así me provocó una erección de caballo.

—¡Joder! —exclamé—. Estás para follarte aquí mismo.

—¿Te gusta, amo? —preguntó girando sobre si misma para mostrarme el conjunto.

—Ya te digo. Si te gusta a ti. nos lo llevamos.

Su respuesta fue colgarse de mi cuello para besarme. No hacía falta ser muy listo para ver que eso era un sí. Me llamó la atención una especie de corpiño hecho con tiras de cuero negro que exhibía un maniquí. En realidad no tapaba nada. Simplemente agarraba el cuerpo de tal forma que comprimía el pecho empujando los pezones hacia delante para exponerlos al castigo. Es resto de correas disponían de argollas para poder inmovilizar a la presa a placer dejando sus agujeros a disposición del verdugo. Decidí llevarlo también. La compra se completó con un par de fustas elegidas por Bea, unas pinzas para los pezones unidas por una cadena y un par de dildos.

Tras revisar una vez más el muestrario nos dirigimos a pagar. La encargada de la tienda elogió nuestra elección mientras evaluaba con la mirada a Bea.

—Parece que te lo vas a pasar de miedo —le dijo sonriendo con picardía.

—Estoy chorreando solo de pensarlo —reconoció Bea levantando un poco la falda para mostrar su coño. Era verdad. Sus muslos brillaban de la humedad. No me pude resistir y pasé mis dedos por la raja antes de llevarlos a la boca para saborear aquel dulce néctar.

—¿Puedo? —preguntó la encargada.

—Sírvete —la invité.

Bea mantuvo la falda levantada mientras la chica pasaba sus dedos lentamente por su sexo sin dejar de mirarla a los ojos. Después, lentamente y manteniendo la vista fija en la cara de Bea que comenzaba a teñirse de rubor por el calentón se los llevó a la boca y lo saboreó como había hecho yo.

—Mmmm… delicioso. Me encantaría participar —dijo mirándome.

—Tal vez otro día. Esta vez la putita es solo para mi —contesté guiñándole un ojo mientras me disponía a marchar.

—Si os animáis ya sabéis dónde estoy —invitó ella levantándose también la falda para mostrar un coño tan lampiño y tan húmedo como el de Bea.

—Lo tendremos en cuenta —respondí sonriendo antes de salir.

—Amo —preguntó Bea en voz baja—. No me importa si quieres compartirme. Si tu lo deseas lo haré.

—¿Y tú? ¿Lo deseas? —pregunté temiendo una respuesta afirmativa.

—Yo solo quiero complacerte. Si eso te hace feliz lo haré.

—Independientemente de eso. ¿Te gustaría? ¿O prefieres que sea yo solo el que te folle?

—Yo solo..

—No. Contesta a la pregunta. Sinceramente.

—Prefiero que me folles solamente tú. Me gusta ser tu puta. Pero si tú quieres que me folle otro lo haré sin protestar.

—Lo sé —dije acariciándole la mejilla—. Pero prefiero follarte solamente yo. No pienso compartirte con nadie.

—Gracias, amo. Eres muy bueno —yo ya había desistido de corregirla y dejé que siguiese llamándome amo.

Cuando llegamos a casa le ordené que se pusiese enseguida el vestido de criada y unos tacones de aguja. Parecía feliz cuando salió del dormitorio con su nuevo atuendo y la verdad es que estaba espectacular.

—Ven aquí —la llamé.

Se acercó hasta el sofá donde yo estaba sentado y se quedó de pie a mi lado.

—Date la vuelta e inclínate hacia delante.

Lo hizo mostrándome su turgente culo. En cuanto separé un poco una de sus nalgas ella misma las separó mostrándome su ano. Abrí un paquete que ella no había visto y saqué un plug anal con una graciosa cola de conejo en el extremo. Escupí en la punta para lubricarlo un poco y lo metí en el agujero. Bea soltó un gritito de dolor en cuanto se sintió traspasada por el aparato.

—Ya está —dije—. Ponte en pie para que pueda ver el efecto.

La imitación de cola de conejo asomaba justo por debajo de su falda dándole un aspecto muy cómico no exento de morbo. Le permití que fuese a mirarse al espejo. Al cabo de un momento volvió sonriente.

—¿Te gusta?

—Mucho, amo. Me gusta mucho.

—Pues quiero que lo lleves siempre. Así tu culo estará siempre listo para mi. ¿De acuerdo?

—Sí, amo —contestó obediente.

—Muy bien. Pues ahora ponme una copa y mientras me la tomo quiero que me hagas una buena mamada.

Corrió al mueble bar para servirme una generosa copa de licor y me la trajo dejándola sobre la mesa a mi lado. Después se arrodilló ante mi y me abrió el pantalón dispuesta a complacerme. Yo agarré una de las fustas que había quedado sobre el sofá y con ella tiré de su falda hacia arriba dejando su trasero descubierto.

A continuación, mientras ella se afanaba en hacerme una gran felación, de vez en cuando descargaba un golpe en sus nalgas arrancándole gemidos de dolor mezclados con placer. La muy puta disfrutaba de verse humillada chupando mi polla mientras yo la golpeaba o pasaba la fusta por sus nalgas acariciando las marcas que iban apareciendo. No me molesté en avisarla cuando estaba a punto de correrme. Me vacié en su boca a placer.

—No desperdicies ni una gota, puta —la advertí mientras descargaba un nuevo golpe en su enrojecido culo. Ella miró hacia arriba buscando mi mirada de aprobación. Sus ojos brillaban de felicidad y parecía sonreír con mi miembro llenando su boca.

—Puedes correrte si quieres —le permití. Vi que llevaba una mano a su coño para masturbarse mientras acababa de limpiar mi rabo.

Aparté su cabeza de mi polla para que pudiese acabar a placer. Dejó caer su cabeza en mi regazo mientras comenzaba a sentir los envites de su orgasmo. Acaricié su cabeza mientras se estremecía de placer. Me gustaba sentirla así, disfrutando de un intenso orgasmo a mis pies. Volvió a meterse mi polla en la boca mientras las última oleadas de placer la recorrían de pies a cabeza. Finalmente acabó rendida a mis pies, jadeante por el esfuerzo y el orgasmo. Quiso sentarse pero dio un respingo de dolor cuando el plug le recordó que seguía allí enterrado. Cuando su respiración se calmó un poco me miró a la cara.

—Gracias, amo. Eres muy bueno conmigo —dijo sonriendo.

—Gracias a ti, mi putita. Lo has hecho muy bien —le agradecí con una caricia en el rostro. Ella dejó su mejilla apoyada en mi mano un instante. Me gustó ese contacto.

Un rato después sonó el timbre de la calle. Indiqué a Bea que fuese a ver quien era y volvió corriendo a avisarme.

—Es Amparo —anunció con cara de preocupación.

—Pues abre —le ordené mientras me guardaba el miembro y me sentaba de nuevo.

Una par de minutos después Amparo entraba sonriente en el salón seguida de Bea que traía la cabeza gacha.

—Veo que tienes servicio doméstico —dijo Amparo a modo de saludo.

—¿Te gusta? Lamentablemente no puedo recomendarte la agencia. Esta es única —respondí mirando a Bea que sonrió con timidez, todavía intimidada por la presencia de Amparo.

—Me encantaría tener una así. O mejor un mayordomo. Con buenos atributos y un modelo acorde al que usa tu “criada”.

—De esos tampoco conozco. Pero dime. ¿A qué debemos tu agradable visita? Bea. Ponle una copa a nuestra invitada —ordené.

Bea no se hizo de rogar y enseguida dejó junto a Amparo un vaso de güisqui retirándose después un par de pasos.

—Traigo una historia, un plan y buenas noticias. Para los dos —dijo mirando a Bea también.

Guardé silencio esperando a que se explicase. Ella tomó un sorbo de su vaso antes de continuar.

—Cuando me contaste la historia de Antonio con Bea, debo reconocer que en un primer momento me importaba un bledo. Quizás por la argucia que habías tramado para verme. Lo que me hizo cambiar de opinión fue el hecho de que quisieses aprovecharte de eso. Cualquier otro lo habría hecho. ¿O es que ya no parezco atractiva? —preguntó girándose para sacar culo al tiempo que sonreía pícaramente.

—Por supuesto que es muy atractiva, Amparo —respondí sincero—. Pero yo no soy así.

—Tutéame cielo. A fin de cuentas en un par de días estaremos los cuatro cenando en amigable compañía. Desde que hablamos el otro día —continuó—, estuve haciendo un par de averiguaciones. Ya sabréis sobre qué. Y he trazado un plan para la cena del próximo viernes. Lo pasaremos en grande. Estoy deseando ver la cara de Antonio mientras me follas el culo —rió dando palmas como una niña pequeña.

—¿Estás segura de eso, Amparo? —yo no estaba todavía no lo acababa de ver tan claro.

—Y tanto que sí —sus ojos despedían un brillo malévolo—. Y ahora que lo pienso. Todavía no he visto tu aparato. Espero que estés a la altura.

—Por supuesto que lo está —saltó Bea indignada defendiendo mi hombría—. Mi amo tiene una polla como para dejarle el culo abierto hasta el día del juicio final.

—Eso espero, querida. Me gustan grandes —dijo pasando un dedo por la mejilla de Bea que bajó la mirada intimidada—. ¿Te importa?

Sin más preámbulos se paró frente a mí y sin apartar la mirada de mis ojos comenzó a bajar la cremallera de mi pantalón. A continuación soltó los botones y metió la mano bajo mi bóxer artapando mi polla todavía en posición de descanso. Acarició un momento mi polla sin dejar de mirarme. Mi polla comenzó a despertar a causa de las caricias de sus suaves manos. Amparo sonrió satisfecha y miró retadora a Bea que mantenía la mirada al suelo pero no perdía detalle.

—Cariño —Amparo llamo a Bea—. ¿Te importaría chuparla un poco? Quiero verla en todo su esplendor.

Bea titubeó un momento y se decidió en cuanto le hice una señal afirmativa con la cabeza. Se acercó y se arrodilló a mis pies. Bajó el bóxer y liberó mi polla mirando orgullosa a Amparo al ver que empezaba a ganar tamaño. Parecía ansiosa de demostrar que la polla de su amo era la mejor. Sin dudarlo ni un momento la engulló toda y jugó con su lengua alrededor para lograr que alcanzase su máximo esplendor.

Movió su cabeza adelante y atrás varias veces hasta que estuvo segura de que había logrado que mi rabo alcanzase el cenit de su tamaño. Entonces lo agarró por la base y tras un lametón en el glande lo mostró orgullosa a Amparo que se mordía el labio inferior evidentemente excitada.

—Guau —exclamó Amparo—. Estoy deseando tenerla dentro. Pero ahora cielo, por favor, acaba de chupársela mientras os cuanto mis planes.

Bea no se hizo repetir la orden y mirándome para pedir permiso volvió a chuparla con ansia. He de reconocer que me costó seguir el hilo del plan de Amparo mientras Bea me dedicaba una deliciosa felación, a fin de cuentas era una situación un tanto surrealista. Bea chupando mi rabo mientras Amparo desgranaba su plan sin perder de vista la actuación de Bea.

Finalmente me derramé en la boca de Bea. Ella ni intentó separarse en cuanto notó mi primera descarga. En lugar de eso siguió moviendo su cabeza adelante y atrás hasta que estuvo segura de que mi polla estaba impoluta.

—Entonces, queridos… ¿Estáis de acuerdo?

—Pero tu marido conocerá a Bea en cuanto la vea —dije yo.

—¿Ese? Que va. Le pondremos una peluca y ni se lo olerá. En lo único que se fija ese mierda es en el culo y las tetas. Creo que a veces piensa que las mujeres no tenemos cara.

—¿Es necesario que esté yo también? —preguntó Bea preocupada.

—Claro que sí cielo —la voz de Amparo era dulce mientras acariciaba cariñosa el rostro de Bea—. Tú también te mereces tu venganza contra ese hijo de puta. También eres su víctima. Siempre supe que era un putero. Y me daba igual. Pero lo que hizo contigo lo considero una violación. Y tendrás tu venganza. Te lo prometo. Aunque si lo prefieres puedes quedarte, si a Nesto le parece bien —concluyó mirándome interrogante.

—¿Quieres participar? —pregunté a Bea.

—Sí, amo. Me gustaría participar —contestó con voz ronca que demostraba el odio que sentía por su ex jefe.

—Perfecto. Estaba segura de que os gustaría. Por eso he traído ya esto —concluyó Amparo sacando una peluca trigueña de su bolso.

Amparo se marchó un par de minutos después tras concretar un par de detalles. Bea la acompañó a la puerta y al volver se colocó sumisa ante mí.

—Amo, creo que merezco un castigo —dijo. Noté un cierto tono esperanzado en su voz.

—¿Y eso? —pregunté intrigado.

—El licor que le puse a Amparo no era del bueno —confesó con una tímida sonrisa.

No pude evitar reírme. Que cabrona. Igual era un peligro que comenzase a hacer las cosas mal a propósito para que la castigase.

—Anda, ve a buscar la fusta que prefieras. Mereces que de deje el culo en carne viva por ser una maleducada con las visitas.

Se marchó corriendo feliz. Por supuesto la castigué a conciencia hasta que quedamos ambos satisfechos.

Y llegó el viernes de la famosa cena…

Llegamos a casa de Amparo a las ocho en punto. Tan pronto toqué el timbre Amparo abrió la puerta sonriente. La puerta daba acceso directo al salón. Antonio se levantó del sillón en que estaba tirado al oírnos llegar. Me costó trabajo no irme directo a partirle la cara. Pero la perspectiva de hacérselo pagar caro me hizo aguantar.

—Mira querido —lo llamó Amparo—. Estos son Juan y Sole, los amigos de los que te hablé. Verás que bien lo pasaremos los cuatro —habíamos decidido usar nombre falsos por si acaso.

El llegó hasta nosotros, o más bien hasta Bea y se apretó contra ella para saludarla con dos besos peligrosamente cerca de la boca. Creo que ni se fijó en mí. Por suerte Amparo tenía razón y por increíble que parezca no había reconocido a Bea.

Tras una copa hablando de cosas intrascendentes durante la cual Antonio no quitó ojo de las piernas de Bea nos sentamos a la mesa. La cena transcurrió amena. Amparo se multiplicaba para sacar temas de conversación y evitar que Antonio intentase monopolizar a Bea. Antonio trasegó copa tras copa que Amparo procuraba llenarle seguido. Al acabar la cena, Antonio roncaba como un becerro con la cabeza en la mesa.

—Nesto, ayúdame por favor —pidió Amparo levantándose en cuanto la cabeza de Antonio cayó sobre la mesa.

—¿No se habrá pasado, señora? —preguntó Bea preocupada. Desde luego no era nuestra intención matarlo.

—Tranquila querida. Solo dormirá como un tronco durante un rato. Y por favor, esta noche te ordeno que me llames Ama. ¿De acuerdo? —quiso saber mirando a los dos.

—Por mi vale —acepté encogiéndome de hombros.

—Como gustes, Ama —sonrió Bea.

Entre los tres llevamos a Antonio hasta un sofá. Lo echamos de bruces sobre el respaldo y lo desnudamos. Después Amparo sacó unas bragas rosas con puntillas horrorosas y se las puso a su marido hasta la rodilla. Estaba grotesco. Lo atamos para dejarlo inmovilizado y satisfechos de nuestro trabajo nos sentamos a esperar. Una cámara de vídeo lo filmaba desde un lateral para tener una buena imagen tanto de su cara como de su cuerpo.

Antonio no tardó mucho en despertar. Sacudió la cabeza intentando despejarse y miró alrededor. Al vernos mirándolo fue consciente de su desnudez.

—¿Qué demonios pasa aquí? Soltadme.

—Tranquilo, querido. Vamos a pasarlo muy bien los cuatro como te prometí.

—Joder, pero a mí no me gusta que me aten.

—Hoy lo haremos un poco distinto —contestó Amparo con un tono enigmático mientras se levantaba y acariciaba el rostro de Antonio—. Que pena que no se te empine. Pero aún así lo pasaremos bien. Prometido.

Mientras Antonio miraba sorprendido el panorama, Amparo comenzó a desnudarse sensualmente sin dejar de mirar a Antonio a los ojos.

—Zorrita, ven aquí y desnúdate —le ordenó a Bea. Yo seguía sus evoluciones desde el sofá con un vaso de licor en la mano. Bea se colocó ante Antonio de frente a Amparo y se desnudó. Parecía una diosa radiante de belleza. Amparo le quitó la peluca y la hizo girarse hacia su marido.

—¡Tú! Exclamó sorprendido.

—Si querido. Es ella, Bea. Ya veo que la recuerdas muy bien. Y este es su marido. Nunca lo habrás visto, pero sé que has hablado con él —yo levanté mi copa a modo de saludo, sonriente.

—Ahora, querida, quiero que me comas el chocho. Sé que a Antonio le gustará ver como lo haces.

Antonio tragó saliva ante la perspectiva del espectáculo lésbico que se se avecinaba. Yo dejé la copa y me levanté. Me acerqué a las dos mujeres y posando la mano en el culo de Amparo que gemía con los ojos cerrados la besé en la boca ignorando las protestas de Antonio. Amparo separó a Bea con dulzura.

—Ahora prepara la polla de tu amo para mí, querida. Mientras tanto voy a procurar un poco de silencio aquí.

Bea sacó obediente mi aparato de su prisión y comenzó a comerlo. Mientras lo hacía soltó mi pantalón y lo dejó caer al suelo para después hacer otro tanto con mi bóxer. Amparo había recogido su tanga del suelo cuando reparó en mi ropa interior. Sonriendo tomó mi bóxer.

—Esto será más adecuado —dijo mientras se acercaba a Antonio.

Sin dudarlo lo obligó a abrir la boca y le embutió mis gayumbos en la boca como si intentase cebar un capón sin hacer caso de las protestas de Antonio.

—Así, calladito estás más guapo —aseguró satisfecha antes de volverse junto a nosotros.

—Muy bien, putita. Veo que esa polla ya está lista. Ahora cariño, hazme el favor de preparar mi culo —ordenó a Bea abriendo separando sus nalgas con ambas manos.

Bea no se se hizo repetir la orden y comenzó a lamer el ojete de Amparo que disfrutaba de las caricias gimiendo cada vez más. Un par de gemidos más fuertes que los demás me indicaron que Bea le follaba el culo con la lengua. Yo tenía el rabo como el acero por la escena y Antonio peleaba contra sus ataduras inútilmente. Nunca lograría soltar los nudos.

Yo me senté en un sillón ante Amparo que disfrutaba del tratamiento de Bea con los ojos cerrados y mordiéndose el labio inferior. En un momento dado abrió los ojos y vio mi polla en todo su esplendor ante ella.

—Gracias cielo. Creo que ya está listo.

Bea se separó y Amparo le mostró el culo ligeramente abierto a Antonio. Después se volvió de frente hacia él y retrocedió de espaldas hasta llegar a mi lado. Yo pasé una mano entre sus piernas y acaricié su sexo que soltaba ya sus jugos como una fuente.

—Cariño, ahí detrás de ese eunuco verás una bolsa con un regalo para ti —le indicó a Bea que se giró buscando la bolsa. En cuanto la localizó miró el interior y una sonrisa lobuna apareció en su rostro.

—¿Puedo, Ama? —preguntó Bea mostrando un arnés con una doble polla de buen tamaño. Así podría follarse a si misma mientras se follaba a Antonio.

—Por supuesto cariño. Estoy deseando vértelo puesto. Y tú, Antonio. Mira como se folla de verdad un culo. Como tú nunca has podido —dijo mirando a su esposo con malicia mientras se sentaba sobre mí dándome la espalda.

Amparo colocó sus pies sobre mis piernas abriendo las piernas todo lo posible para que Antonio tuviese una inmejorable vista de nuestros sexos. Después se incorporó un poco y tomando mi polla con la mano la guió para embocarla en su ojete. Cuando comenzó a entrar su boca se abrió tanto como los ojos de Antonio. Se detuvo un momento para coger aire y enseguida siguió bajando hasta empotrársela toda hasta que mis pelotas tropezaron en su culo. Bea miraba embobada desde detrás de Antonio mordiéndose el labio.

—Cariño —invitó Amparo con voz entrecortada a Bea sin dejar de subir y bajar—. ¿Qué tal si pruebas ese regalito?

—Será un placer obedecerte, Ama —contestó Bea feliz con voz ronca.

Sin más preámbulos y sin avisar a su víctima, agarró las caderas de Antonio y le clavó la falsa polla hasta el fondo. Un gruñido de dolor se escapó de la garganta de su víctima a la vez que sus ojos parecían querer escapar de sus órbitas. Bea tenía los dientes apretados mientras lo follaba con saña cada vez más rápido. Se estaba cobrando el hecho de que aquel hijo de puta hubiese puesto en peligro nuestro matrimonio. Estaba desatada, culeaba al pobre infeliz sin descanso ni tregua mientras el pobre diablo gemía indefenso mordiendo su mordaza sin poder separar sus ojos del brillante sexo de Amparo que seguía subiendo y bajando sobre mi polla para ensartarse hasta el fondo y volver a mostrarle ese tronco de carne que la perforaba hasta lo más hondo.

Amparo gemía y gritaba de placer, yo hacía otro tanto al sentir aquel apretado agujero abrazando mi miembro y Bea gritaba como si estuviese experimentando el mayor de los placeres. Tal vez si lo estaba logrando, después de todo.

No sé el tiempo exacto que estuvimos bombeando yo el culo de Amparo y Bea el de Antonio, eso da igual. Al cabo de un buen rato yo estaba a punto de reventar. Amparo se había corrido ya un par de veces ayudada por su mano en su clítoris. En realidad parecía el mismo orgasmo alargado o encadenado uno con otro. Finalmente agarré sus caderas y tiré de ella hacia abajo para clavarme lo más profundo posible en ella al tiempo que me descargaba. Ella gritó de placer al sentirse aun más llena mientras se metía tres dedos en la vagina y se pellizcaba el clítoris con la otra mano. Después se derrumbó de espalda sobre mí, agotada.

Bea soltó un grito salvaje demostrando que también había acabado. Sus manos estaban sobre la espalda de Antonio donde había clavado sus uñas hasta hacerle una auténtica carnicería. Estaba desatada. Lo chocante fue el gruñido de Antonio amortiguado por la mordaza.

Amparo se levantó liberando mi polla y se subió al sillón dónde nuestra víctima permanecía atada. Le sacó la mordaza y de pie sobre el asiento le dio la espalda a su marido y se inclinó para abrirse las nalgas y pegarlas a la cara de su marido.

—Tómate el postre, hijo de puta —su voz ronca demostraba todo su odio y desprecio por aquel guiñapo—. Quiero que te tragues toda la leche que sale de mi culo. ¿Lo ves? Eso es un hombre que me ha sabido follar. Me acaba de regalar más orgasmos esta noche que tú en toda tu miserable vida.

—¡Joder! —exclamó Bea mirando al suelo.

—¿Qué pasa? —me levanté de un salto asustado pensando que le había desgarrado el culo a Antonio. Amparo preguntó sin moverse qué había pasado. Lo único que le importaba en ese momento era que su marido se tragases toda mi leche directamente de su ojete.

—El muy cerdo se ha corrido —dijo Bea admirada.

Efectivamente, debajo de su polla un charco de semen evidenciaba que Antonio se había corrido por la follada salvaje de Bea. Amparo se rió sin bajarse todavía del sillón. Apretó la cabeza de su marido contra su culo con más fuerza.

—Trágatelo todo cerdito. Que se ve que te gusta, maricona de mierda —ordenó antes de soltar una carcajada malévola.

Cuando estuvo satisfecha se bajó del sillón y nos llamó a Bea y a mí.

—¿No lo soltamos? —pregunté señalando a Antonio.

—Déjalo. Creo que disfruta y todo, fíjate lo que te digo.

Nos sentamos los tres en un sofá frente a Antonio. Amparo hizo que yo quedase en medio. De vez en cuando acariciaba mi polla u obligaba a Bea a chupármela un poco mientras hablaba.

—Esta noche es muy importante —comenzó con voz pausada—. Ninguno de vosotros lo sabe, pero esta semana he estado haciendo averiguaciones sobre Nesto. Sabía que era abogado y he averiguado dónde trabajaba. Después me he informado sobre él y los informes que me han llegado son de lo más halagadores. Nesto, vosotros no lo sabéis —dijo mirándonos a Bea y a mí—. Pero aquí el polla triste es un empleado mio. Una maniobra que urdió el muy ladino por un tema de impuestos y demás. Pero yo tengo mis propios abogados y sé que tengo el control total del bufete.

—Así que, Antonio, estás despedido —anunció sonriendo.

—No puedes hacer eso. Yo levanté ese bufete. Es mio —protestó el otro mientras peleaba con sus ataduras.

—Oh. Sí que puedo. Y lo hago. Bueno, en realidad eres tú quien renuncia. Ahora te pasaré los documentos para que los firmes. Y si no lo haces —se adelantó levantando un dedo admonitorio a la protesta que comenzaba Antonio—. Será un placer hacer llegar ese vídeo a todos tus amigos. Y por supuesto a tus enemigos. Estarán encantados de ver como te corres mientras te rompen el culo.

Antonio tragó saliva y supo que debía callar y tragarse su odio.

—Nesto, hay una vacante como gerente en mi bufete. ¿Te interesa?

—¿Yo? ¿Porqué yo? —estaba asombrado y Bea a mi lado más.

—Porque has demostrado ser una persona honrada. Cualquier otro hijo de puta hubiese aprovechado lo sucedido para follarme sin más haciendo que yo pagase por las perrerías de ese desgraciado —escupió mirando a su marido—. Tú, en cambio, has sido sincero conmigo sin intentar sacar provecho de ningún tipo. Sé que amas a tu mujer y has procurado salvar vuestro matrimonio. Sé también que eres un buen profesional y que nunca me la jugarías. ¿Te interesa el puesto?

—Claro que sí —gritó Bea alborozada. Después bajó la cabeza avergonzada—. Perdón, amo. Ha sido por la emoción del momento.

—Creo que mereces una azotaina por hablar sin permiso. ¿No te parece? —sonreí mirándola. Ella sonrió sin levantar la cabeza.

—Si me lo permitís, me encantaría hacerlo yo mientras ella te la chupa —dijo Amparo poniéndose en pie como una niña ilusionada con un juguete nuevo.

—Bea —dije señalando con la cabeza mi pantalón tirado en el suelo. Ella lo entendió a la perfección y sonriendo quitó el cinturón para dárselo a Amparo que se colocó tras ella mientras Bea se arrodillaba en el sillón ofreciendo su culo al tiempo que se metía mi ya dura verga en la boca.

—Como dijo el otro —anunció Amparo muy teatralmente antes de descargar el primer golpe—. Creo que este es el comienzo de una bonita amistad.