Merche 06: ¿Qué vamos a hacer contigo?
Un giro, ahora sí, completo a los acontecimientos
Pasaron varios meses durante los que comprendí que, comparado con aquello, el casquillo era una bendición. Por entonces, pese a que mi sumisión a Merche era ya completa y absoluta, la abstinencia forzada, que solo había roto con su permiso y en las escasas ocasiones que ya he relatado, comenzaba a ser un suplicio insoportable, y la posibilidad de interrumpirla que imponía la ausencia de aquel adminículo que me había constreñido, una carga que me desesperaba.
Me costaba pensar en nada que no fuera aquella erección prácticamente permanente. El mero hecho de caminar por la calle constituía un suplicio. Cada mujer que veía, incluso muchos hombres, se convertían en objeto de un deseo enfermizo, lo que, por si fuera poco, me causaba también un enorme sentimiento de culpa, como si el mero pensar en otras personas fuera una deslealtad imperdonable.
Merche, por su parte, continuaba con aquella vida desenfrenada en que se había embarcado. De una manera o de otra, era raro el día en que no disfrutaba de alguna experiencia que, o bien tenía lugar ante mi, o me contaba con todo lujo de detalles, o me tenía por actor pasivo, haciendo que fuera yo el encargado de hacerla gozar sin que, naturalmente, ello conllevara más compensación que la de asistir a su placer.
Y, por entonces, por la dinámica natural de la existencia, la muerte de su padre la convirtió en una mujer notablemente rica, y aquello transformó nuestras vidas definitivamente.
Hasta entonces, yo había ocupado un buen puesto de responsabilidad en una de sus empresas, muy bien pagado, naturalmente, por que don Jaime, pese a que no parecía que hubiera afecto entre ellos, procuraba que no faltara a su única hija el nivel de vida que correspondía a los de su clase, pero un empleo subordinado al fin. A partir de aquel momento, Merche se convirtió en la dueña del imperio. Nada podía impedir que se cumpliera su santa voluntad.
¿Sabes, putita?
…
Vas a dejar de trabajar. Ya no hace falta.
Me lo comunicó la misma noche del deceso, cuando terminó de correrse sentada sobre mi cara. Hacía meses que no conversaba conmigo. Se limitaba a decir lo que deseaba dando por descontado que iba a suceder, y yo lo asumía como natural. Aquella decisión no fue distinta. Ni siquiera respondí. Ella solía hacerme entender cuando quería una respuesta, y aquella, era evidente, no fue una de esas ocasiones.
Al día siguiente, durante el funeral y el entierro, fue la última vez que vestí ropa de hombre. Al terminar, fuimos, acompañados por Sancho, que había acudido a dar su pésame, a una boutique elegante del barrio de Salamanca y, ante la estupefacción de las dependientas, Merche empezó a elegir ropa para mi, dejando muy claro en todo momento que ese era su destino. Pasamos horas en los probadores durante las que el rubor no me abandonó en ningún momento. Me obligó a probarme toda clase de faldas, blusas y vestidos, bragas, sujetadores, camisones,… Me compró medias, pantis, zapatos… Yo todo me lo probaba, y ella seleccionaba lo que le parecía bien, dejándolo en un montón sobre la gran mesa central de la tienda.
Aquello era un entrar y salir del probador que no cesaba. En un momento, Sancho hizo ademán de abrazarla.
- No, cariño -le respondió-. Ya te expliqué con claridad en qué consistía esto. Fue tu decisión.
Supongo que debió compadecerse de él, aunque no lo suficiente como para acceder a sus deseos. De rodillas, en aquel angosto espacio, ante un espejo de luna de cuerpo entero, vestido con una falda de color crema y una blusa blanca de gran cuello, entallada, que lucía un bordado en el pecho en forma de flor, con medias de color carne, desabroché su bragueta, extraje su polla dura del pantalón, y se la comí deprisa, procurando terminar lo antes posible, succionándola fuerte, hasta que sentí que sus dedos se crispaban en mi nuca y su leche chorreaba en mi garganta.
Pagó por la ropa una cantidad indecente de dinero, mandó que se le enviase a casa y salimos de la tienda. Yo vestía aquel mismo conjunto con unos zapatos de medio tacón, redondeados, de color whisky con un picado elegante, como un zapato de golf, sobre una pieza de cuero color marfil que establecía un contraste interesante. Agradecí que llevara una peluca para mi en el bolso. Era evidente que lo había planeado. Me asombró que hubiera decidido aquello el mismo día de la muerte de don Jaime.
La llegada a casa, la necesidad de pasar frente al mostrador de Paolo, el portero brasileño, la seguridad de que me reconocía, el cruzarme con un par de vecinos y percibir en sus expresiones el desprecio y el asco al que, desde entonces, iba a enfrentarme para siempre, me causaron una desazón insufrible, una humillación patológica que terminó en aquel momento con lo que pudiera quedar de mí. Era “putita”.
Sustancialmente no cambió nada. Seguía siendo la sierva de Merche, su sumisa esclava. Era tan solo la exhibición pública de mi condición lo que diferenciaba aquel momento de los últimos meses. En cierto modo, era la conclusión lógica de aquello, y así lo asumía. Sencillamente, mi dueña había decidido que todo el mundo supiera que su marido ya no era un hombre, y aquello, de alguna manera, llevaba mi aislamiento a su cénit. En un momento, a la precisa hora en que entramos en aquella tienda de ropa, mi círculo social, mi estatus, mi vida anterior, habían desaparecido. De repente, a cara descubierta, mostraba al mundo mi nuevo rol, y con ello quedaba aislado, encerrado en ella. Ya solo encontraba incomprensión y desprecio, a menudo asco, entre aquellas personas que habían configurado incluso mi círculo cercano. Ya solo la tenía a ella, y a aquella extraña colección de gente con quien ella se relacionaba.
Aquella misma noche, mientras me encontraba haciendo mis tareas, Merche apareció con una muchacha preciosa.
Mira, putita, esta es Cintya. Tráenos unas copas, anda.
¡Huy qué mona!
Obedecí, claro. Al regresar a la sala con la bandeja, se besaban apasionadamente en el sofá. Procurando no traslucir mi inquietud, serví los vasos con hielo en silencio, sin atreverme siquiera a preguntar: dos vasos de whisky con tres cubitos de hielo.
- Está bien, cielo. Quédate ahí, por si necesitamos algo.
Como me había enseñado, permanecí en pie, erguida, con las manos a la espalda. Merche besaba a Cintya, acariciaba sus tetas, la iba desnudando despacio, desabrochándola entre besos. Ella hacía lo propio y, poco a poco, sus cuerpos iban quedando a la vista. Mi polla, incontenible, levantaba la falda diminuta que mi dueña había elegido para mí. Sabía que no debía hacer nada por disimularlo.
- Bueno, cariño, vamos a ver la sorpresa…
Cintya, de pie ente ella, dándome la espalda, se dejó quitar la falda. Realmente era preciosa: alta, delgada, morena, con aquel cabello corto, negro y brillante, muy corto en los lados y con un largo flequillo que a veces le cubría media cara. Tenía las piernas perfectamente torneadas y un culito divino, pequeñito y respingón. Su piel dorada dibujaba las marcas escasas de un bikini que debía ser diminuto. Todo su cuerpo parecía modelado, musculoso, aunque delgado. En conjunto, resultaba una muchacha preciosa.
Para mi, aquella novedad volvía a constituir un factor más de excitación. Nunca había visto a mi mujer con otra mujer. De hecho, nunca había tenido noticia de que pudieran atraerle.
- Gírate, cielo, enséñaselo.
Lo hizo sonriéndome. Al darse la vuelta, una polla pálida, de dimensiones más que notables, me apuntó directamente, como mirándome a los ojos. Tenía unos pechitos pequeños, de pezones esponjosos, pálidos y sonrosados, y me miraba con una pícara expresión de complicidad.
- Así que tú también…
Se me acercó contoneándose de una manera elegante y sensual. Mi polla, que había alcanzado aquel estado de rigidez especial en que me ponía contemplar a Merche, había escapado de las escuetas braguitas donde trataba inútilmente de contenerla, y asomaba ligeramente bajo la falda absurdamente corta. La rozó con la suya provocándome un respingo. Me besó los labios agarrando ambas con una sola mano, apretándolas juntas. Era mayor que la mía, y estaba dura, muy dura.
Anda, anda, no me la despistes, cielo. Ven.
¿Por qué?
Por que quiero follarte, cariño.
¿Te pongo muy caliente?
Cómo una perra.
La esperaba desnuda ya por completo, sentada en el sofá, con una de las piernas flexionada, el pie en el asiento, abrazada a ella, mirándola con un brillo en los ojos que traslucía su excitación y su deseo. Cuando Cintya llegó hasta ella, comenzó a lamer su polla, a juguetear con ella acariciándola, humedecerla con saliva y deslizar la mano abierta sobre su superficie, agarrarla a veces. La muchacha gimoteaba quizás un poco exageradamente, y se dejaba hacer con coquetería. Me sorprendía su feminidad. Por alguna razón, mi cliché defendía que debía haber algo masculino en ella, algo que hiciera notar que era un hombre afeminado. No era así. Solo, quizás, el tamaño de sus pies, no excesivamente grandes por otra parte.
¿Quieres que te folle?
Fóllame…
¿De verdad quieres que folle tu culito de ramera?
Me muero por que lo hagas…
¿Y tú qué harás?
Lo moveré para ti…
Anda, ayúdame.
Señaló hacia la mesita donde descansaba su dildo de goma y Cintya se dirigió hacia él con un contoneo felino. Tomándolo en sus manos, mirándole a los ojos, lamió su extremo con delectación antes de introducir entre sus labios la punta del capullo brillante de color carne.
- Pónmelo.
Arrodillada ante ella, introdujo en su coño el lado menor y comenzó a sujetar con firmeza las correas del arnés. Aunque intentaba mantener su actitud severa, Merche ronroneaba a veces sin poder evitarlo. Sus pezones endurecidos se movían al ritmo de su respiración agitada mientras la muchacha apretaba con todas sus fuerzas las cinchas, que se clavaban en su carne. Su polla grande y pálida, extrañamente rígida, palpitaba de deseo y goteaba. En su mirada brillaba la lascivia.
- Ven, putita, levántate.
Abrazándola por la espalda, la gran polla de goma parecía animada con vida propia. Resbalaba entre sus nalgas apretadas sin penetrarla, se deslizaba entre ellas mientras mordía su cuello, pellizcaba sus pezones, , la acariciaba entera evitando siquiera rozar aquella verga pálida. Ella movía su cuerpo como buscándola, como suplicando en una danza ansiosa su contacto. Cuando se deslizó entre sus piernas, y sintió la vibración en sus pelotas lampiñas, comenzó a gemir desesperadamente.
Fóllame… Clavame tu polla grande y dura…
¿La… la… quieres…?
Quiero sentirla dentro…
¿La deseas mucho?
Dámela…
Merche hablaba en un susurro entrecortado. El movimiento en su interior cuando Cintya aprisionaba aquello entre las piernas, parecía causarle un placer devastador. Jadeaba. Sus tetas se apretaban sobre la espalda de la muchacha, que comprendía el efecto de su danza y la cultivaba con esmero y entrega.
- Fó… lla… me…
Cuando la sintió apoyándose en el estrecho agujerillo de su culo, entre las nalgas, gimoteó mimosa. Mi mujer empujó un poco arrancándole un quejido. Chilló al sentirla atravesándola entera. Su polla parecía ir a proyectarse fuera de su cuerpo delgado y duro. Merche, sujetándola con fuerza, la follaba lentamente. Me sentía enfermo, dolorido. La mía iba a estallar. Babeaba un flujo inagotable y ni siquiera me atrevía a acercarme a ellas.
Había comido pollas de hombres por obligación, empujado por el deseo enfermizo de la abstinencia y la necesidad obsesiva de obedecerla, de ceñirme a sus deseos. Venciendo la teórica repugnancia que me causaba, había tragado hasta la garganta las pollas de los hombres que veían a casa a follar a mi mujer. Las había chupado enloquecido de deseo y de frustrado placer por sentir la humillación que mi dueña quería procurarme. Pero aquello era distinto. La deseaba. La quería tener por el placer de tenerla. Cintya era una mujer, y me moría por tomarla.
¿Así? ¿Así… la… quieres…?
Más… más… fuerte…
¿Más…?
¡Máaaaaas!
Cada “mas” parecía un desafío para ella, y se traducía en un redoblar el esfuerzo, en un acrecentar el ritmo a que la follaba. Escuchaba el cacheteo del pubis de Merche en su culo. Su polla chorreaba desplazándose en el aire como una prolongación rígida de su cuerpo delgado y menudo. Chillaba mientras las manos de mi mujer se aferraban a ella, le agarraban el pelo sujetándola sin dejar de perforarla de una manera brutal. Chillaba con su voz dulce y melosa. Me pareció ver una lágrima corriendo por su mejilla.
¡Tómala, zorra! ¡Tómala!
¡¡¡Ahhhhhh!!! ¡¡¡Ahhhhhhh...!!!
Sus palabras, si es que las pronunciaba, resultaban ininteligibles ya, un gorjeo incoherente y entrecortado, interrumpido por gemidos, por quejidos angustiados que no parecían mermar su excitación. Merche, con un gesto, me ordenó arrodillarme. Lo hice ante su polla. La perseguí en el aire hasta alcanzarla y, al darse cuenta, me sujetó la cabeza con fuerza. Cada empellón la clavaba hasta el fondo de mi garganta. Sentía en los labios la rugosa superficie suave de su piel pálida, y aquel flujo permanente, tibio e insípido, me excitaba más aun si cabe. Peleaba por sacarla, por juguetear a ratos, cuando las fuerzas parecían abandonarla un instante, presionando su capullo con la lengua sobre el paladar, y entonces parecía que le temblaban las piernas y se quedaba sin aire un instante, hasta que un nuevo movimiento de caderas volvía a empujarla dentro. Me dolía. Se me saltaban las lágrimas. Deseaba acariciarme, y me contenía. Soportaba aun en aquella circunstancia la voluntad de mi dueña.
- Me… me… ¡¡¡Ahhhhhh…!!!
Sentí en la garganta el primer chorro de leche de Cintya, que chillaba. Seguí mamándola ansioso, presa de una desesperación enfermiza. Me moría por beberla, por tragarme hasta la última gota que fuera capaz de darme. Merche había caído de rodillas en la alfombra. Aquel falo monstruoso vibraba en el aire de una manera infernal y ella parecía ahogarse con los ojos en blanco. Movía las caderas presa de convulsiones violentas. Sus tetas se balanceaban con violencia. La muchacha se corría descargando en mi garganta a borbotones. Cada chorro abundante y denso que vertía acrecentaba mi excitación y mi deseo más y más. Me moría por follarla, por follarlas, y me conformaba con tragar aquella crema insípida y templada.
- ¡Paraaaaa!
Literalmente me la arrancó de la boca jadeando y se dejó caer entre risas junto a Merche, que todavía temblaba en el suelo. Se abrazaron apasionadamente, se besaron. Su polla, que no había llegado a deshincharse, recuperó su dureza, y el juego fue poco a poco tornándose más caliente hasta convertirse en un girar entrelazadas sobre la alfombra. Mi mujer le comía la boca con ansia, mordiéndole los labios. Sus piernas se entrecruzaban y la polla de Cintya dibujaba regueros brillantes sobre su piel al resbalar. Yo permanecía de rodillas a su lado, contemplándolas. Cada gemido se me clavaba en la polla inflamada, casi entumecida.
¿Quien va a follar a quien ahora, puta?
¿Tú?
Voy a perforarte el coño hasta que grites.
Desabrochaba las correas apresuradamente, descubriendo las profundas marcas rojas que habían dejado en su piel para clavar los dedos en su coño apresuradamente, ansiosamente, haciéndola chillar.
- Voy a destrozarte el culo.
Su carne pálida temblaba entre los brazos de la muchacha, que la acariciaba, besaba y mordía como poseída por un ansia animal. Merche chillaba temblando. Separaba sus muslos como llamándola. Se dejaba estrujar, acariciar. La buscaba. Culeaba buscándola, y Cintya parecía rehuirla. Permitía a veces que su polla rozara el coño entreabierto y mojado, escuchaba su gemido como de gata, y se apartaba, volvía a morderla, a pellizcar sus pezones, a amasar con las manos sus tetas grandes, a arañar sus muslos con las uñas rojas y largas, a recorrerla entera en aquella caricia desesperante que no terminaba nunca.
Fólla… me… Fóooo… lla… meeeeeeee…
¿Así se piden las cosas, puta?
Por… por favor…
Me fascinaba verla así, ansiosa y suplicante, implorando que le clavara su polla grande y pálida que babeaba de placer solo de verla. Me asombraba el modo en que la dominaba, en que conseguía que la deseara a morir, que se volviera loca por ella. Sentí envidia. Fantaseé con ser yo, con clavársela y hacer que se corriera. La mía chorreaba. No me atrevía a intervenir. Ni siquiera a tocarme. Permanecía arrodillado, observando cada movimiento, cada gesto suyo; escuchándola lloriquear.
¿Por favor?
Sí… síiiii… Por… favor…
¿Por favor qué?
Por… favor… clávame… tu… polla…
¿Eso quieres, ramera?
Sí… síiii…
¿Una polla atravesándote el coño?
Una polla grande… rompiéndomelo…
¿Rompiendo tu coño?
Síiiii…
Sorpresivamente, comenzó a acariciarlo. Su dedo pulgar, sin precaución alguna, se apoyo sobre el clítoris de Merche, que asomaba magnífico y brillante entre los pliegues de su vulva. Lo presionó haciéndola gritar mientras comenzaba a acariciar con la uña su culito estrecho.
¿Y en el culo?
¡Ahhhhhhh…!
¿No la quieres en ese culo gordo y blanco?
En… en el… coño… Por… favor…
Su caricia se hacía más intensa. Merche se retorcía indefensa. Sus pezones, como piedras, danzaban sobre su pecho, en el centro de sus tetas, que se balanceaban. Su culo se apretaba, se levantaba del suelo, a veces como si huyera, otras buscándola. Comenzó a hurgar en su coño con los dedos, a penetrarla tímidamente con dos de ellos, que aparecían y desaparecían en su interior.
Eres una grandísima puta gorda, cariño, y yo sé lo que necesitas.
Dáme… loooooooo…
Necesitas algo grande y duro en este coño de ramera…
Síii… Por… favóooooor…
Algo enorme…
La follaba ya con cuatro de sus dedos, y Merche culeaba jadeando. Su carne temblaba, y su rostro se contraía en una mueca de placer. Ya no podía ni siquiera pensar en mi, ni siquiera mi polla dolorida me preocupaba. Tan solo la escena que se desarrollaba a mi lado me tenía fascinado: su deseo, su desesperación, la sumisa actitud con que suplicaba jadeando.
- ¿Algo así?
Merche chilló hasta quedarse sin aire. Agarrada a su muñeca, clavándole las uñas, miraba con los ojos muy abiertos, como si buscara, la mano entera perdida en su interior. Temblaba de miedo, respiraba agitadamente. Su frente se cubrió de diminutas perlas de sudor.
¿En el coño entonces?
¡¡¡Aaaaaaargggggg!!!
Comenzó a moverla dentro. Veía su muñeca dilatándola. Se movía apenas dos, quizás tres centímetros adentro y afuera y giraba. Merche resoplaba. Sin saber por qué, me arrodillé a su espalda y busqué su polla con las manos. Ante mis ojos, aquella muchacha había dominado a mi dueña y, de alguna manera, me sentía suyo y buscaba su aprobación. A medida que el movimiento de su brazo se hacía más rápido e intenso, Merche jadeaba, caída de nuevo de espaldas en la alfombra. Culeaba temblando. El puño de Cintya, a veces, parecía ir a salirse y asomaba entre los labios monstruosamente tensos para volver a sumergirse una vez más. El cuerpo de mi mujer se tensaba y contraía espasmódicamente. Se corría con los ojos en blanco y la respiración arrebatada.
- Muy bien… muy bien… maricon… ci… taaaaaaaa…
Extrajo el puño cerrado arrancando un último grito de sus labios mientras sentía su polla latiendo en mi mano y veía sus chorros de leche salpicándola. Su cuerpo se estremecía en un llanto violento. Su coño, monstruosamente dilatado, abierto e inflamado, subía y bajaba ante mis ojos presa de aquellas violentas convulsiones que se habían apoderado de ella.
¡Vamos, hazlo!
¿Qué…?
¡Hazlo, estúpida!
Pero…
¡Fóllala!
Ni… ni se te… ocurra,… maricón!!!
¡Fóllala, joder!
La abofeteó y sujetó su pelo con fuerza manteniéndola tumbada. Mi corazón latía desbocado. No podía… No podía negarme. Era tan solo una mujer llorosa, sin poder ni autoridad, y Cintya mandaba evidentemente, dominaba la situación sin dudas ni titubeos. Me arrojé sobre ella. Hacía más de un año que no sentía nada así. Me arrojé sobre ella, dejé que mi polla se deslizara sin esfuerzo en su interior, y apenas tuve ocasión de culear un par de veces, quizás tres, antes de empezar a correrme. Merche lloraba de rabia temblando todavía, y culeaba . Mi polla escupía su leche incansablemente, a chorretones enormes que la llenaban y me hacían sentir calor y humedad. Me corría como si nunca me hubiera corrido antes, mirándole a los ojos inflamados y lacrimosos, en silencio, profundamente clavado en ella, sin moverme.
- Creo que vamos a divertirnos los tres… Anda, zorra, ve a lavarte, que estas hecha un asco. Y ponte guapa.
Cintya, desde el sofá, me indicó con un gesto que me sentara a su lado. Mientras Merche, a duras penas, se levantaba para salir hacia el baño, comenzó a acariciarme. Sentí que era mi dueña y ronroneé de placer al sentir su mano en mi polla dura, como siempre.
- ¿Y contigo, nenita? ¿Qué vamos a hacer contigo?