Merche 05: uizás no hiciera falta...

Un mínimo giro en los acontecimientos

Aquello duró una semana eterna. Durante siete días completos, con sus noches, Sancho vivió en casa. Merche y él se comportaban como auténticos tortolitos. Ni me miraban, ni me hablaban. Era como si yo no estuviera. Sencillamente follaban, se besaban, se sentaban juntos… Yo me limitaba a ir y venir de mi trabajo y, mientras estaba en casa, a atender las cada vez más numerosas ocupaciones que Merche me tenía asignadas y que, naturalmente, incluían servirles la cena, hacerles la cama, y ocuparme de que no les faltara de nada.

Odié aquella sensación con toda mi alma. Durante una semana entera asistí a sus escarceos que, para mas inri, terminaban sistemáticamente en mi dormitorio, con la puerta cerrada. Comenzaban a los postres a hacerse cucamonas: besitos, risitas cómplices, caricias discretas, conversaciones en voz baja… Cuando se animaban un poco más, se besaban y comenzaban a acariciarse: Sancho amasaba sus tetas por encima de la ropa, ella hacía lo propio con su polla… Cuando resultaba evidente la excitación -los pezones de mi mujer comenzaban a marcarse bajo la blusa, y la polla de mi hermano formaba un bulto escandaloso-, se levantaban y se dirigían a mi habitación besándose por el pasillo para cerrar la puerta en mis narices.

Yo, como mucho, los días que me atrevía, me sentaba en el despacho tratando de escucharles y padecía el dolor de sus gemidos, de sus risas… Tenía que conformarme con aquella mínima satisfacción.

Al terminar, volvían a la sala en pijama, a veces desnudos, con cara de felicidad, como dos novios, y yo les servía la cena observando de reojo sus miradas cómplices hasta que, tras el postre, entre mimos y caricias, volvían a encerrarse dejándome solo una noche más. Alguna noche, en un arrebato incontenible, pude ver cómo Merche se arrodillaba bajo la mesa y le comía la polla hasta obligarle a correrse en su boca. En aquellas ocasiones, ni siquiera me fue permitido pararme a mirarles. Seguí quitando la mesa, recogiendo la cocina y, al final, bajo su atenta mirada, limpiando la mancha de leche que pudiera haber resbalado hasta el suelo.

Una noche más en vela, con la polla dolorida y sus imágenes girando en mi imaginación. En mi cerebro, dibujaba milímetro a milímetro a Merche… y a Sancho… Llegaba a desear su polla, la sensación de comérsela, de sentir su esperma resbalando por mi garganta…

Me di cuenta en uno de aquellos desvelos de que en ninguna escena, ni siquiera en mis fantasías, podía concebir ya la posibilidad de tenerla. Solo la veía a ella con otros, o a mi con otros, nunca con ella. A lo sumo, a veces, me imaginaba a mi mismo mirando y masturbándome, corriéndome mientras ella gemía con un hombre entre los muslos.

Incluso aquella mínima libertad me causaba un cierto remordimiento.

Por fin, un buen día, Sancho anunció su decisión de marcharse:

  • No es por ti…

  • ¿Y entonces?

  • Me ha llamado Marga…

  • ¡Vaya, apareció la puta!

  • No la llames así… Queremos intentarlo… Vamos a darnos otra oportunidad…

  • Ya…

  • No te lo tomes así, mujer…

  • No, claro. Aparece la zorra, te llama, y tú te vas moviendo la colita y corriendo a lamerle los pies.

  • Tenemos que intentarlo…

  • Pues aquí no vuelvas, cielo. No pienses que me voy a abrir de piernas para ti cuando te canses de esa gorda idiota

Me pareció que Merche fingía su enfado. Tuve la sensación de que se alegraba de su marcha, de que ya estaba aburrida y montaba aquella escena tan solo por torturarle, quizás pensando en usar el agravio en alguna ocasión posterior. No me atreví a preguntar.

Aquella tarde, me condujo al baño de nuestra habitación, calentó la cera y repasó con ella el poco vello que me había crecido, me hizo ducharme, y se entretuvo en seleccionar para mi un conjunto de lencería femenina de los que me había comprado, colocarme una peluca de pelo lacio y negro hasta los hombros, y maquillarme cuidadosamente. Mi propia imagen al espejo cuando terminó bastó para causarme una excitación enfermiza.

  • Ahora vete, nenita. Espérame en la cama.

Para depilarme, me había quitado la cápsula. Por primera vez en meses, mi polla estaba suelta. Experimenté una erección radical. No me atrevía a tocarme. La simple idea de que Merche, al salir, vería el modo en que humedecía mis braguitas gris perla me causaba miedo.

No sé cuanto tardó en abrir la puerta. Solo que se me antojó una eternidad, que tuve que mantener una pugna conmigo mismo para no masturbarme. Veía mi polla: firme, dura, magnífica, con las marcas que los respiraderos de la cápsula habían conformado en la piel, y sentía un deseo insoportable de correrme, de agarrarla y correrme. No creo que hubiera tardado ni un segundo en conseguirlo. Suponía que bastaría con tocarla para que escupiera la leche que pugnaba hacía meses por salir. Tres meses, una semana y dos días. No me atreví a comprobarlo.

Cuando, por fin, apareció saliendo como una diosa del baño, experimenté lo más parecido a una visión mística que recuerdo. Estaba magnífica: había recogido en un moño alto y severo su melena negra y vestía tan solo una bata larga de color café, transparente y apenas adornada por un ribete ligeramente más oscuro. La llevaba abierta, y exhibía un enorme falo de aspecto natural que sujetaba con unas correas negras de cuero muy ajustadas y parecía vibrar. Parte del adminículo se alojaba en el interior de su coño. Se detuvo a unos pasos de la cama mirándome con expresión severa.

  • ¿Te vas a quedar ahí pasmada?

Me arrodillé en la alfombra frente a ella. Ante mis ojos, aquella polla de goma tremenda, surcada de venas protuberantes, cabeceaba levemente, imaginé que debido a las contracciones que le provocaba la vibración. Quizás lo hiciera voluntariamente. La miré hipnotizado… hipnotizada, sin atreverme.

  • Chúpamela, puta.

Obedecí sin dudar. A duras penas, metí en mi boca algo menos de un tercio de aquel falo inmenso. La vibración me causaba una sensación extraña. Merche gimió suavemente. Pensé que el mínimo roce de las bragas en mi polla haría que me corriera y temí su enfado si tal cosa sucedía. No podía evitar, ni aun así, mover las caderas provocándolo. Sujetándome la cabeza con las manos, empujaba hasta ahogarme, me forzaba a tragármela hasta la garganta.

  • Cómetela entera, zorrita ¿No vas a hacer eso por mi?

Esforzándome por relajar la garganta, con las mandíbulas a punto de desencajarse, conseguí introducirme la mitad de aquella monstruosidad. Necesitaba pensar para poder, a duras penas, seguir respirando por la nariz. Los ojos me lagrimeaban y apenas tenía una visión borrosa. Empujó más.

  • Entera.

Me forzaba, y yo me sentía incapaz de resistirme. La gran polla de goma se deslizaba garganta adentro. Ya no podía respirar, los oídos me zumbaban. Sentí, como en sueños, mi nariz apoyada en su pubis. La oí reír a lo lejos.

  • Tragapollas…

Mareada, al borde de la hipoxia, comencé a correrme. Me corría abrumadoramente. Merche sacó su polla de mi boca riendo. Me convulsionaba en el suelo escupiendo chorros impensables de leche que salpicaban a mi alrededor, tosiendo, incapaz de contenerme, mareada. Mi mujer se burlaba de mi, me insultaba con dulzura en un tono mimoso y coqueto, casi un susurro, como si se compadeciera de mi estado, como si lo que me sucedía fuera un fenómeno natural ajeno a su voluntad.

  • Pobre mariconcita… ¡Qué manera de correrte!

  • ¿Cuanto hacía, mi amor? ¿Cuanto hacía que no se corría mi putita?

  • Ciento… ciento… once… días…

  • Pobrecita…

  • Tan caliente…

  • Y… ¿Quieres más?

  • Sí…

  • No te oigo.

  • Sí…

  • Anda, límpiate un poco, que pareces una ramera, cubierta de leche de esa manera.

Obedecía deprisa. Corrí al baño y me limpié con una toalla. El espejo me devolvía mi propia imagen como una máscara grotesca. Tenía el rimmel corrido, y el carmín formaba una mancha difusa alrededor de mis labios. Mi polla seguía dura. Terriblemente dura.

Al regresar, Merche me esperaba con un bote de gel transparente en la mano. Me invitó a inclinarme apoyando las manos en los pies de la cama. En el espejo, podía verme expuesto, rendido. Merche, humedeciendo sus dedos, acariciaba mi culo con ellos lubricándolo despacio. Me penetraba con ellos. Mi polla trempaba. Me pareció que gemía con la voz aflautada, como si estuviera poseído por mi rol.

  • Te voy a follar, mariconcita.

  • ...

  • Voy a clavar mi polla en tu culo.

  • Te voy a hacer una mujercita.

  • Te correrás con una polla en el culo.

  • Como Sancho.

Aquella última frase la pronunció en el momento mismo en que empujaba el instrumento causándome un dolor intenso. Aturdido por la imagen sorpresiva de mi hermano dejándose follar por Merche, recibí aquella tranca que parecía irme a partir en dos. La clavó sin delicadeza alguna. No es que empujara y entrara sin más, pero empujaba sin parar. La sentía llenándome, avanzando en mi interior, haciéndome daño cada vez que forzaba uno de mis esfínteres.

  • Relájate, putita… No chilles y relájate… Te voy a follar igual…

Pronto estuvo entera dentro. Merche la dejó ahí, quieta, permitiendo que la vibración causara su efecto antes de comenzar a moverse. Pronto me hizo gemir. Aquello me llenaba entero. El bamboleo, la presión en mi interior, se conjugaba con las vibraciones del motor, causándome un temblor intenso. Mi polla cabeceaba en el aire.

  • Mueve el culito así, puta… Muévelo…

No podía imaginarme más que cumpliendo sus deseos. Comencé a ayudarla, a acompasar mis movimientos a los suyos. La sentía dentro. Cuando la clavaba entera, como si se apoyara en la base, experimentaba un temblor, una caricia que hacía que de la mía manara un chorro continuo de fluidos que llegaban hasta el suelo.

  • Te… Te gusta… así… maricon… cita…?

  • Síii… sí… síiiiiii…

El temblor en su voz, la consciencia del placer que obtenía follándome, me causaba un gozo superior al propio de la situación en que me encontraba. Había asumido su placer como el mío, proyectado en ella mi voluntad, y asumía que mi misión era ser su juguete, y no aspiraba a nada que no fuera satisfacerla. Me moría por que me follara, por que gozara follándome. Quería oírla, sentirla correrse por mi, aunque fuera de aquella manera. Nos miré en el espejo. Agarraba con fuerza mis caderas y culeaba torpemente. Mi polla, que asomaba por el borde de la braga, babeaba rígida.

  • Putita… mi… pu… ti… taaaaaaaaaaaa…

Su imagen temblorosa, su gran polla clavada hasta el centro mismo de mi ser, sus gemidos, me arrastraron como una corriente incontrolable. Volví a correrme. Volví a correrme como si fuera la última vez. Chillando, aflautando la voz para satisfacerla. Mi polla escupía una tras otra sus cargas de leche tibia, extraordinariamente abundante, líquida. Manaba a borbotones, como si reprodujera los empujones que, ya sin sacarla, seguía propinándome. Me corría enloquecido, sintiéndome su puta, lloriqueando.

Aquella noche, volví a dormir en mi cama, en camisón. No quiso ponerme la cápsula, como premiándome. Sacó de un cajón del armario un camisón de mi talla, me instó a ponérmelo, y me invitó a dormir a su lado. No me atreví a tocarla.

  • ¿Sabes, putita?

  • ¿…?

  • Has sido muy buena estos días.

  • Si yo viera que sigues así…

  • Quizás no hiciera falta.