Merche 04: doblar su ropa interior
¿Podemos llegar más lejos? Sí ADVERTENCIA: contiene escenas de sexo homosexual
Aquella abstinencia a que Merche me forzaba parecía proporcionarle un enorme placer. Tras el primer mes, y con solo el mínimo respiro del orgasmo vergonzante y miserable del dildo en el culo, decidió que íbamos a prolongarla, y continuó añadiendo al suplicio todos cuantos estímulos se le ocurría.
Yo, de alguna manera, seguía podríamos decir que fascinado por el nuevo juego de roles. Imposibilitado de obtener lo que hasta entonces habría llamado “placer”, privado de eyacular -por simplificarlo-, encontraba, sin embargo, un sustitutivo en aquella humillación a que me sometía y, sobre todo, en la permanente excitación, en aquel estar continuamente a punto de un orgasmo involuntario a que me inducía por una parte la abstinencia y, por otra, la continua provocación que Merche, que se iba desvelando como una reina malvada, procuraba proporcionarme.
Durante los dos meses siguientes, toda mi relación con el sexo consistió en asistir como espectador indirecto a sus escarceos; a veces, como víctima de los mismos: Merche salía de casa y regresaba a las tantas, me contaba a quien o a quienes se había tirado aquella noche; o se masturbaba por la noche frente a mi hablándome de sus fantasías mientras lo hacía, y tenía que soportar el dolor al ver su coño empapado, sus dedos hurgando dentro, y el rictus de su rostro al correrse, al tiempo que me relataba que estaba recordando tal noche anterior en que uno u otro de sus partenaires, que cada vez formaban un grupo más numeroso, la había sodomizado, o comido el coño hasta el orgasmo. Alguna vez, incluso, recurrió a mis labios, y fui yo quien lo provocó arrodillado ante ella, lamiendo su coño con las manos atadas a la espalda. Una noche, al llegar, quejándose de la eyaculación precoz del muchacho a quien había hecho follarla en el retrete de un bar, me obligó a comer su coño, todavía chorreante. Otro día, me llamó por teléfono mientras lo hacía, y se corrió a mi oído contándomelo. Los dos tipos que la follaban, al parecer al mismo tiempo, se reían de fondo, y bromeaban sobre mis cuernos.
En todas aquellas ocasiones, el sufrimiento que padecía, quedaba de alguna manera compensado, no sabría explicar de qué manera, por la excitación brutal, que había sustituido en mi vida a lo que podríamos llamar “la culminación” del placer.
Naturalmente, dormía mal. Me despertaba a menudo. Merche parecía estar atenta, y a veces era ella quien lo hacía de manera abrupta al escucharme gemir en sueños, supongo que temiendo que volviera a experimentar una nueva polución nocturna.
- ¡Despiértate, cochino! ¿Es que ni eso vas a ser capaz de aguantar por mi?
Pero no era solo la abstinencia. La abstinencia, de hecho, solo era una parte del proceso de absoluta sumisión a sus deseos, incluso a sus caprichos, a que me iba sometiendo: el vestirme de mujer, el dejar de quedar con los amigos, dejar de ver el futbol, sentarme a sus pies a ver comedias románticas en la televisión, doblar su ropa interior y cuidar de que sus cajones estuvieran siempre ordenados…
Yo lo asumía de manera voluntaria. No puede decirse que me gustara, no, no era eso, pero, de alguna manera, me entregaba a ello como atraído por una pulsión malsana. Incluso, podría decirse que me causaba alguna forma pervertida de placer.
Solo hubo un momento en que dudé. Solo una tarde, en casa, experimenté un cierto deseo de rebelarme que no cuajó en nada, que quedó tan solo en una idea sepultada por la brutal y perversa excitación del momento y por la absoluta y completa falta de voluntad que me imponía aquella ascendencia que había logrado sobre mí.
Mi hermano Sancho, el pequeño, había comido con nosotros. Hacía tres meses que se había separado tras un año desastroso de matrimonio que no había cuajado. Durante la comida, que yo mismo serví en silencio, tratando de aparentar normalidad, y que Merche se encargó de regar abundantemente con un buen vino del Priorato, estuvo relatándonos sus dificultades.
Tras los postres, a la sobremesa, se las apañó para sentarse en el sofá, a su lado, mientras yo preparaba el café y las copas. Yo tuve que ocupar uno de los sillones frente a ellos. Mientras le animaba a contarnos los avatares de un nueva vida, Sancho se bebió un par de copas de buen whisky de malta. Merche, muy cuca, le añadía un buen chorro cada vez que el contenido menguaba un poco. Cuando consideró que ya debía estar suficientemente achispado, fue dirigiendo la conversación hacia donde quería llevarla desde el principio. Yo lo observaba espantado, presa de una indignación que no se sustanciaba en nada.
Bueno, Sancho, pero ya te habrás buscado tú alguna novieta con que entretenerte ¿No?
Pues la verdad es que no. Hasta ahora todo han sido líos. Ya sabes que yo de la casa… Ando aprendiéndolo todo y no tengo tiempo para nada.
¡Huy! Entonces… ¿Llevas tres meses sin…?
¿Tres meses? Igual hace seis que no lo cato.
Pobrecito… ¿Y cómo te arreglas?
Mujer…
Sancho se ruborizó un poco, y Merche se hizo la contrita, como si se acabara de dar cuenta de que había metido la pata. La vi tejer su red alrededor de mi hermano espantado. Poco a poco, aprovechando su ebriedad, había ido literalmente echándosele encima. Su muslo rozaba el suyo evidentemente, y se había girado hacia él apoyando el brazo sobre el respaldo del sofá, a su espalda. En algún momento, se había desabrochado un botón más de la blusa, y sus grandes tetas blancas quedaban muy a la vista y muy cerca de él. Durante la conversación, cada vez que tenía ocasión, apoyaba la mano en su muslo con un aire cómplice que, a juzgar por el bulto en la bragueta que trataba torpemente de disimular, iba minando su resistencia.
¡Ay, perdona, cielo!
No, mujer, no te preocupes… Yo te agradezco que te intereses, pero…
Ya… Un poco incómodo ¿no?
Claro…
Si pudiéramos ayudarte… ¿Verdad, Andrés?
Ni siquiera asentí con un gesto. Me ardían las sienes de indignación. Merche, en aquel preciso instante, apoyó la mano en su paquete sin disimulo, mirándole a los ojos. Sancho me miró a mi, la miró a ella… Estaba rojo como la grana. Trató de apartarla, pero mi mujer se resistió con una sonrisa en los labios.
- No te preocupes, cielo… Andrés y yo somos un matrimonio muy abierto… Déjate hacer, que a él no la importa ¿Verdad, cariño? Siempre me ha dicho que a quien más quiere en el mundo es a su hermano pequeño…
Sentí el deseo de rebelarme, de gritar, de pegarle, de poner fin a aquella locura, de detener la que parecía estar a punto de convertirse en la última humillación que ni siquiera yo, ni siquiera en mis circunstancias, estaba dispuesto a soportar.
- No… Claro… Si a ti te parece bien…
Aquella frase titubeante constituyó el punto sin retorno de mi degradación. En aquel momento fui plenamente consciente de que era suyo, de que ya iba a ser suyo para siempre, y de que podría hacer para siempre conmigo cuanto quisiera. Andrés de Morón ya no existía. Ya solo era la puta maricona sumisa a quien su mujer ponía los cuernos.
- ¿Ves?
Sancho dejó de resistirse. La mano de Merche acariciaba por encima del pantalón su polla, que empezaba a dibujar una mancha húmeda en el tejido. Acercó los labios a su boca y comenzó a besarle ante mis ojos, delante de mis narices. Se dejó caer en el respaldo del sofá y devolvió sus besos. La dejaba manipular, bajar la cremallera, meter la mano dentro, desabrochar el cinturón, sacársela…
Pobrecito Sancho… No me extraña que estés así… ¿Verdad, Andrés?
No… claro… El pobre…
Ante mis ojos, comenzó a pelársela. Agarrándola, su mano empezó a subir y bajar, a cubrir y descubrir su capullo con la piel haciendo que la gota permanente de semen cristalino que manaba se extendiera haciéndola brillar. Las manos de Sancho no tardaron en agarrarse a sus tetas. Medio borracho, excitado, supongo que desbordado por la situación absurda, desabrochó los botones de su blusa para tocárselas. Merche ronroneaba a su oído. Le volvía loco.
- ¡Qué grande la tienes! ¡Y qué dura! Mucho mayor que la de tu hermano…
Permanecí en silencio, mirándolos, sintiendo la Vergüenza con mayúsculas, la gran Vergüenza, la humillación definitiva. Mi polla, constreñida en su cápsula, trataba de levantarse causándome dolor. Comprendía que aquella erección frustrada al ver a mi mujer masturbando a mi propio hermano ante mi, constituía la verdadera medida de mi hombría, expresaba con claridad meridiana la nada a la que Merche me había reducido.
Por favor… Voy… Voy a…
No te preocupes, cielo… Córrete… No te preocupes… A Andrés no le importa, de verdad… Córrete…
Su capullo amoratado palpitó y un primer chorro de leche se derramó mansamente sobre él goteando entre sus dedos. Gemía. El segundo fue una explosión que proyectó esperma por encima de su ropa salpicándole en las tetas; el tercero llegó a ensuciar la cara de mi mujer, que miraba a los ojos de mi hermano extasiada. Se corrió como podía esperarse de la larga abstinencia que había parecido, temblándole las piernas y salpicando al mundo entero a su alrededor.
- Pobrecito… ¡Cómo estabas! ¡Y no se te baja! ¿Qué vamos a hacer?
Coqueteaba con él como una auténtica zorra. Nunca la había visto haciendo aquel “trabajo” de seducción. Sancho, desarmado, efectivamente, mantenía una erección desafiante y rotunda, una erección tremenda que Merche procuraba fomentar. Sin levantarse, comenzó a desnudarse ante sus ojos, junto a él. Se sacó la camisa; le pidió ayuda para desabrocharse el sostén. Sus tetas, ya libres, dibujando aquella frontera blanca en contraste con el resto de su piel, bailaron ante la mirada atónita de su víctima. Se levantó para quitarse la falda y se dobló para desabrocharse la hebilla de los zapatos mostrándole la rotunda consistencia de su culo en primer plano. Volviendo a sentarse a su lado, se quitó las bragas y, con un mohín coqueto, las utilizó para limpiarse los goterones de esperma de la cara y de las tetas y las manos.
- ¡Cómo me has puesto!
Sonreía. Se movía como una gata en celo. Volvió a besar sus labios, su cuello. Sus manos, casi sin rozarle, recorrían su pecho y sus brazos. Mi hermano se dejaba hacer desconcertado. A veces, solo por un instante, me miraba asombrado antes de desviar la mirada avergonzado, sin comprender que era yo quien debía soportar aquella vergüenza espantosa, que experimentaba una erección dolorosa y brutal viéndolos, que me causaba un placer enfermizo e incompleto degradarme así ante él, que no era un hombre.
¿Cuantos años tienes?
Veinti… siete…
Claro… es por eso…
¿Qué?
Por eso tienes la polla así… A tu hermano cada vez le cuesta más… ¿Verdad, cariño?
…
Sus labios le recorrían entreteniéndose en su cuello. Le desnudaba despacio, acariciándole. Se recreaba en su pecho, lamía sus pezones mientras le quitaba la camisa. Sancho temblaba. Reprimía los gemidos como podía mordiéndose los labios. Cuando le tuvo desnudo, arrodillada frente a él, se inclinó entre sus muslos mordiendo suavemente su interior, lamiendo sus pelotas, besando intensamente sus ingles junto a ellas. Ya no pudo aguantar más y gimió. Jadeaba. Su polla trempaba, parecía botar desde el aire hasta su vientre chorreando.
¿Lo quieres?
…
¿Quieres que me la coma?
…
Dímelo.
Sí…
Dímelo.
Cómetela… Quiero que te la comas…
Exhaló un profundo suspiro cuando, al fin, introdujo su capullo entre los labios. Dejó caer su cabeza en el respaldo y suspiró. Merche se centraba en su capullo, lo succionada, lo hacía deslizarse entre sus labios, lo lamía. Parecía de piedra. Su verga mostraba unas venas marcadas, rotundas, azuladas, y el capullo aparecía oscuro. Cuando empezó a empujar, a deslizarla dentro entera, centímetro a centímetro, con la lengua asomando entre los dientes por debajo, haciéndola cruzar a través de su garganta, mirándole a los ojos con aquellos suyos, grandes y oscuros, la miraba con asombro.
- ¿Marga no te lo hacía así?
Poniéndose de pie le dio la espalda. Sancho, desinhibido ya por completo, loco de excitación, se agarró sus muslos, introdujo su cara entre las nalgas grandes, pálidas y mullidas, y comenzó a lamerla haciéndola gemir. Merche se reía.
Lámemelo así, corazón…
…
Dame tú lo que necesito…
Se sentó sobre él mirándome. Dejó que su polla la penetrara y comenzó a mover las caderas, a follarle ante mis ojos sonriéndome, ocultándole. Apenas la veía a ella, y la polla de mi hermano, brillante, entrando y saliendo de su coño. Gemía.
Fólla… mé… así… Así…
…
¿Sabes que Andrés… no… no…?
…
Tengo que… Ahhhh… Asíi… tengo… que buscarme… a otros…
…
Es… es un… cornudo… Ahhhh…
Quería morirme. Mi polla iba a estallar dentro de su funda. Me dolía de una manera horrorosa. Merche le follaba deprisa. Había apoyado las manos en el suelo, sobre la alfombra, y movía las caderas como una ramera. Sus tetas se balanceaban deprisa colgando bajo su pecho. Tenía los pezones como piedras. Jadeaba, gemía, hablaba a Sancho de mi hombría, le decía que yo era un maricón, que les comía las pollas a los hombres que la follaban, que les dejaba darme por el culo. Le hablaba con la voz entrecortada, recreándose en degradarme, en humillarme ante mi hermano, a quien había decidido enredar y convertir en la clave de arco de mi humillación. Estaba seguro de que lo pretendía, de que no era casualidad, de que conscientemente había buscado el encuentro con Sancho, de que quería terminar así con cualquier atisbo de integridad que pudiera pervivir en mí.
Y lo logró.
- ¡¡¡Síiiiiiiiii!!! ¡¡¡Síiiiiiii!!! ¡Dámelaaaaaaaa!
Se recostó sobre su pecho para facilitármelo, para que pudiera verlo. Se recostó sobre su pecho ofreciéndome la vista completa de su coño ensartado para que pudiera ver los goterones de leche que se escapaban por los bordes de la polla de mi hermano. Gimió apretando los dientes, mirándome a los ojos, y me mostró la imagen gráfica de mi hermano follándola, de mi hermano corriéndose en su coño empapado de ramera. Me hubiera arrancado la polla a tirones de haber podido. Mi respiración se agitaba, mi polla estaba a punto de estallar y el corazón parecía ir a salírseme del pecho. Gozaba como un cerdo del espectáculo. Me sentía depravado, degenerado…
¿Quieres verlo?
¿Qué?
No le respondió. Al ponerse en pie, el esperma resbalaba por su muslo. Me hizo un gesto. Algo en mi interior pareció desarmarse, pero no me resistí más allá de una breve mirada suplicante que se estrelló contra el muro de su entereza. Ni siquiera tuvo que amenazarme, ni siquiera hizo falta que endureciera su expresión. Simplemente, movió mínimamente su cabeza negándose a aceptar mi súplica sin dejar de sonreír, y me acerqué a él. Me arrodillé entre sus piernas y me enfrenté a su polla que, esta vez sí, había perdido su consistencia, aunque mantenía su volumen en muy buena medida. Comencé a chupársela ante la mirada atónita de mi hermano, que ni siquiera reaccionó. Sabía a ella. Comencé a chupársela, a tragármela, sintiendo cómo recuperaba su dureza entre mis labios, en mi paladar. Comencé a mamársela como sabía que Merche lo hacía, a presionarla con la lengua sobre el cielo de la boca, a succionarla. Ella, de pie junto a nosotros, nos observaba atentamente acariciándose. Se sentó a su lado. Desde mi posición, podía verla escarbando con los dedos en su coño, que rezumaba todavía esperma, mientras sentía las manos de Sancho en la cabeza. Gemía y le temblaban las piernas.
¿Lo ves?… ¿Ves por qué… tengo que… buscarme… a otros hombres…?
…
Es un… maricóoon…
…
Pero… pero… le quiero…
-…
Ahhh… ahhh… ahhhhhhhhh!!!
Aaaaaargggggg!!!
Sentí la presión de sus manos en la nuca empujando su polla hasta el fondo de mi garganta. Merche se corría gimiendo, pellicándose los pezones, y mi hermano se corría en mi boca, escupía su leche en mi boca a borbotones. Y aquello me causaba una excitación brutal, un remedo miserable del placer insatisfecho que, pese a todo, buscaba. Me bebía su leche ahogándome y mirándole a los ojos, sintiéndome morir por no poder correrme, destrozado de deseo.
Merche sirvió una nueva copa a Sancho mientras se reponían y me mandó a la cocina a por hielo. Era media tarde. Mientras se vestía, continuaba con su conversación como si no tuviera importancia, como si no pasara nada, como si yo no estuviera, o como si no importara…
Sufro mucho, Sancho, casada con este maricón. Sufro mucho…
…
No me atiende… Y yo tengo mis necesidades…
...
Tengo que salir para desfogarme…
…
Buscar otros hombres, hacer que me follen…
…
Quédate esta noche… Por favor…
Pasaron la tarde charlando, toqueteándose, como si quisieran entonarse para luego. Aquella noche me acosté en el cuarto de invitados. Por primera vez desde que aquello empezara, Merche tuvo un encuentro frente a mi, aquel tercer encuentro, y no me dejó correrme al terminar. Pasé la noche en vela, sabiendo que, en mi cama, mi mujer y mi hermano follaban, y yo ni siquiera podía escucharlos. Estuve tentado de tocarme, de manipular aquel casquillo maldito, quizás de hurgarme el culo con los dedos, de buscar la manera de correrme, de descargar aquellos dos meses de tensión, de aliviar la angustia que me causaba aquella falsa abstinencia que, a veces, me hacía sentirme enfermo. No me atreví. Desde la cama, escuché el sonido de la ducha, alguna risa suelta un poco más fuerte que las otras… Nada… Me hubiera conformado con verlos. Creo que sentía celos.