Mercado laboral 01: tercer año
Hace tiempo que puse aquí la cuarta entrega de esta serie que está en el blog que Tumblr va a cerrar próximamente. Con esta empieza. Son cuentos sueltos, sin más conexión que el ambiente de abuso laboral.
- Pase, Virginia, siéntese.
Cada vez que llegaba la hora de renovar el contrato, entraba en el despacho de Don Jorge con la misma inquietud. Tenía que esforzarme por sujetarme las manos para evitar que apreciara el temblor y, cuando me invitaba a tomar asiento, recordar mantener los pies quietos, no taconear, no taconear, no taconear...
- Como sabe, el próximo mes vence su contrato…
Aquel trabajo, a los cuarenta y cinco, me parecía la última oportunidad. A mi edad, perderlo supondría casi con seguridad salir para siempre del mercado de trabajo, y la muerte de Pedro, mi marido, me había dejado en muy mala situación, con una hipoteca enorme, una pensión ridícula, y los chicos terminando las carreras y pendientes de poder estudiar o no los máster que parecían la única posibilidad de aspirar a algo en esta vida, por lo visto.
- He comentado el asunto con Recursos humanos. Me dicen que encadenamos tres años…
De sobra lo sabía. Tres años de contratos encadenados significaban la calle o la casi seguridad de un contrato fijo que podría solucionar la inquietud semestral que me causaba el fin de una nueva prórroga.
- Pero tranquilícese, criatura.
De repente comprendí que me había quedado absorta, enfrascada en mis pensamientos, casi sin escucharle, y golpeaba el suelo frenéticamente con los tacones de aguja. Temblaba como un flan. Don Jorge, de pie, a mi espalda, masajeaba mis hombros en lo que me pareció un comportamiento impropio, que hizo que me subiera a las mejillas un rubor de indignación.
- El caso es que hay que tomar una decisión definitiva.
Me faltaba el aire. Masajeaba mis hombros con firmeza, presionando con los dedos mis trapecios directamente sobre la piel desnuda. Me arrepentí de aquel vestido de tirantes.
- Yo no tengo queja alguna de su trabajo. Es usted una administrativa eficaz, y muy trabajadora, aunque claro, ya sabe que el mercado está difícil, cuesta tomar la decisión de incrementar la plantilla, por que nos resta flexibilidad… Bueno, usted me entiende… Es una decisión difícil…
Permanecía callada, sintiéndome violenta y asustada, escuchando al Jefe largándome aquella perorata vaga e imprecisa, tan en su línea, como si le costara centrar el foco, mientras me acariciaba…
Yo soy partidario de intentarlo, aunque me temo que voy a tener que pedirle un extra de dedicación, un poco más de entrega, ya me entiende…
Yo, don Jorge, estoy dispuesta…
Giró la silla de repente y me encontré sentada frente a él. Era imposible no reparar en la notoria erección que levantaba sus pantalones de paño. Me miró a los ojos sonriendo. Tras él, sobre la mesa de reuniones, descansaba un montón de papeles perfectamente ordenados. Reconocí el impreso del contrato, y supe que era el mío.
- Sé que estás dispuesta.
Me incliné un poco, alargué los brazos, tragué saliva, y bajé la cremallera de su bragueta. El corazón me palpitaba presa de una agitación desconocida, y tenía un violento zumbido en los oídos, como si la sangre se me agolpara en la cabeza. Con las manos temblorosas, manipulé bajo la tela apartando como pude los calzoncillos hasta encontrarla. La extraje con cierta dificultad. Era grande, muy grande, y muy dura. Dibujaba una curva ascendente y mostraba el capullo, ligeramente más grueso que el tronco, descubierto y brillante. Estaba húmeda. Una vena bien marcada la cruzaba por el dorso, y otras más pequeñas azuleaban bajo la piel oscura.
- No sea remilgada.
La agarré tímidamente y comencé a pelarla despacio. Tiraba de la piel, cubría con ella su capullo, y volvía a descubrirlo lenta y repetidamente. Aquel líquido viscoso y cristalino seguía manando, humedeciéndolo y haciéndolo brillar. Manaba hasta mojarme la mano, y formaba una espumita blanca al borde del prepucio que subía y bajaba con él. Fue poniéndose oscuro, tomando una coloración granate oscura. Cada vez estaba más dura. Bajo la piel, sentía la consistencia rugosa de aquel tronco grande y firme que parecía colapsar en mi mano. Al tensarse, el recorrido del pellejo resultaba cada vez menor. Mi mano resbalaba en el fluido, que formaba ya un delgado goteo continuo que la mojaba y se deslizaba por la muñeca hasta el brazo en un reguero brillante. Sus gemidos, el quiebro en su voz cuando me hablaba (por que seguía hablándome), me causaban una extraña excitación.
- La… la boca… métete… la en… la boca…
No me planteé siquiera la posibilidad de negarme. Ya no había orgullo, ni dignidad, ni nada. Solo una puta comiéndole la polla al jefe a cambio de un trabajo. Me incliné e introduje su capullo entre los labios. Lo alojé entre la lengua y el paladar y comencé a acariciarlo con ella, a apretarlo sobre el cielo de la boca, a hacerlo pasar entre los labios, sintiendo el borde grueso al traspasarlos, sin soltar el tronco firme y rugoso. Don Jorge, con las manos apoyadas en mi cabeza, movía suavemente las caderas, como ayudándome, y gemía.
Don Jorge, aquí le traigo… ¡Huy, perdón!
No… No te preocupes, Laura, pasa, pasa y cierra… la puerta.
No me detuve. Simplemente sentí que me subía el rubor a las mejillas, y seguí comiéndole la polla sentada en la silla, ante la atenta mirada de aquella niñata, su secretaria, que permanecía en pie, a poco más de un metro. Por el rabillo del ojo pude ver que esbozaba una sonrisa socarrona.
Poco a poco, su excitación aumentaba, y los movimientos de sus caderas se hacían más intensos, más violentos. Sujetaba mi cabeza con fuerza, y su polla entraba cada vez más a fondo en mi boca, hasta rozar la garganta. Se me saltaban las lágrimas, y una baba espesa se me escapaba por la comisura de los labios. Laura se acuclilló a mi lado y comenzó a desabrocharme los botones del vestido.
- Anda, idiota, que te vas a poner perdida y a ver con qué cara sales luego del despacho.
Me desnudó con eficacia. De repente me sentí ridícula: la única desnuda en una silla, tragándome aquello delante de aquella chiquilla, que no debía tener ni veinte años, babeando, dejando que mis babas cayeran sobre mi pecho. Me empujaba con fuerza, presa de un frenesí que, por otra parte, me excitaba, me hacía sentir deseable. En cierto modo… En cierto modo, no era culpa mía. No podía elegir. No había opción, y aquella idea parecía descargarme de culpa, me permitía… Me permitía… Ni siquiera me avergonzaba la idea de estar caliente mientras aquel animal me follaba ya la boca. Me clavaba la polla hasta la garganta ahogándome sujetándome con fuerza la cabeza con las manos.
- Tienes las bragas mojadas, puta.
-…
Fue Laura quien se dio cuenta. Antes incluso de que yo misma me percatara de ello. Don Jorge me ahogaba, me atragantaba clavándome la polla entera hasta el fondo mismo de la garganta y la dejaba ahí durante unos segundos induciéndome una asfixia que me mareaba, como si se me nublara la cabeza. A veces, cuando aguantaba un poco más, brillantes fosfenos de colores me cruzaban la vista.
Estás caliente, zorra. Te gusta comer pollas. Eres una ramera.
Gllllll…
¿Estas preparada?
Acuclillada a mi lado, junto a la silla, me hablaba de muy cerca. Mi cara casi tocaba la suya. Me insultaba mientras exhibía una sonrisa malvada y un brillo febril en la mirada que no parecían corresponderse con su aire cándido habitual de niña inocente. Apoyó su mano en mi nuca y empujó. Empujó con determinación, haciendo que la polla de don Jorge se clavara profundamente en mi garganta. La sujetó ahí con fuerza. Mi nariz tocaba su vientre y sentí la desesperación de la hipoxia, la angustia de sentirme morir de asfixia. De repente latió. Se tensó. Noté que sus piernas temblaban y escuché, como a lo lejos, un gemido hondo, ronco, casi un bramido. Latió en mi boca, en el interior de mi garganta, y sentí derramarse dentro una cascada de esperma. Me ahogaba. En el inconsciente afán por respirar, experimentaba convulsiones violentas que hacían que la apretara, y él respondía lanzando chorro tras chorro de aquel esperma templado que me veía obligada a tragar.
Cuando la sacó, caí en el suelo de rodillas, a cuatro patas en realidad, sujetándome a duras penas con las manos. Sentía arcadas y, con cada una, salía de mi un regúrgito de leche y de babas que formaban un charco en el suelo. Las lágrimas me nublaban la visión. Laura, a mi lado, muy cerca, parecía regodearse en mi humillación. Había algo malsano en el placer que le causaba degradarme.
¿Le hacías esto a tu marido, puta? ¿Te tragabas así su polla?
No… No, no…
Esto solo lo haces por dinero ¿No? Como las putas…
¡Vamos, chicas, por favor, no se peleen!
Don Jorge nos reprendía con aire satisfecho. Su suficiencia, el tono paternal que empleaba, me causaron una vergüenza profunda. De repente tuve conciencia de mi desnudez. Llorando, respirando agitadamente todavía, traté de cubrirme con las manos. Pensé que debí resultar patética, arrodillada, semidesnuda, babeando leche y con los ojos llorosos delante de aquellos dos, que me trataban como a un objeto, humillándome de aquel modo. Laura no dejaba de maltratarme, y Don Jorge, con parsimonia, se desnudaba plegando cuidadosamente su ropa sobre una de las sillas en torno a la mesa de reuniones.
- ¿Ahora te da vergüenza ser una puta tragona?
Agarrándome del pelo, me hizo levantarme. Me empujó hacia la mesa, hasta dejarme medio sentada. Sin comprender por qué, se lo consentía. No ofrecía la menor resistencia. No me resistí cuando me bajó las bragas hasta la mitad de los muslos. Ni siquiera lo hice cuando llevó su mano a mi coño y me clavó en él un dedo, que se deslizó con facilidad.
- ¿A quién quieres engañar, cabrona? Estás caliente. Ha bastado una buena polla corriéndosete en la boquita para que te mojes como Una perra. Mire, don Jorge, está caliente.
Comenzó a masturbarme. Me arrancó el sostén, y mis tetas quedaron al aire, a la vista de don Jorge, que casi había terminado. Mientras doblaba los pantalones con mucho cuidado de no arrugar la raya, observé que su polla apenas había perdido volumen, aunque no se mantuviera firme como cuando me obligaba a chupársela ¿Me obligaba? Los dedos de la bruja me arrancaron un primer gemido involuntario en el mismo momento en que limpiaba un goterón de esperma de mi cara con la lengua plana, procurando evidenciar con su gesto mi humillación.
Así que ahora quieres que te folle ¿no?
…
Vamos, puta, dímelo ¿Quieres sentir su polla en tu coño? ¿Estás caliente?
…
No me dirás que no te estás muriendo por sentirla… No puedes engañarme. Tengo un dedo en tu coño y puedo ver cómo se han puesto tus pezones… ¿Quieres que te folle? Dímelo.
Sí…
Me obligó a girarme poniéndome de bruces sobre el tablero. Seguía acariciando mi coño en esa postura, y yo ya no podía evitar jadear. Me maravillaba que, mientras todo sucedía, mantuviera aquella apariencia de calma, que su ropa ni siquiera se hubiera descolocado un poquito mientras mi cuerpo entero temblaba. Me sentía confusa, absolutamente superada por las circunstancias, abiertamente excitada, incapaz de disimularlo, exhibiéndome de aquella manera ante ellos. Don Jorge nos miraba sonriendo. Su polla trempaba ante mis ojos. Observé que se fijaba especialmente en mi cara, que se había colocado delante de mi y observaba mi cara, ignorando las maniobras de aquella hija de puta en mi coño. En un último esfuerzo baldío, traté de evitar que mis gestos delataran el extraño placer que sus caricias me causaban.
- Vamos, puta, díselo a él. Dile lo que quieres.
-…
Pídeselo.
Fó... lleme…
No parecía haber ninguna otra solución lógica. Aquella bruja me follaba con sus dedos. Notaba el modo en que se deslizaban en mi interior sin fricción, sin esfuerzo, resbalando en mi coño empapado, haciéndome jadear. Me masturbaba frente a él, que sonreía en silencio mostrándome su polla dura, y la deseaba. No había ninguna otra solución lógica. Ya ni siquiera podía contenerme. Ni siquiera podía evitar mover las caderas. Me debatía entre la vergüenza que la situación me causaba y la excitación que me provocaba el movimiento de sus dedos. Por alguna razón, aquella situación humillante me causaba un placer que nunca había experimentado.
- Nunca he comprendido por qué le gustáis las zorras con los culos tan gordos. Muévelo así, puta, ponle caliente.
Se inclinó sobre mi y, sin dejar de acariciar mi coño, me arrancó un gritito de sorpresa al comenzar a lamerme el agujerito estrecho del culo. Temblé de placer. Mis jadeos se hicieron notorios y evidentes. Don Jorge se había sentado en su sillón. Seguía observándome en silencio, atentamente. Su polla, firme y brillante, volvía a manar un hilillo de aquel fluido transparente. Comenzó a hablarme:
- ¿Sabe, Virginia? Desde el día en que llegó he estado seguro de que terminaría por verla así. Debo confesar que he soñado con ello. No se imagina cuanto me ha costado esperar estos tres años a que llegara el momento.
La lengua de aquella puta se introducía en mi culito como si lo besara. Sus dedos seguían taladrándome. Ni siquiera sabía ya cuantos de ellos giraban en el interior de mi coño. Sus caricias me enloquecían, y las palabras de mi jefe, el verle ahí, ante mi, con la polla dura y chorreando, hablándome con toda tranquilidad, como si no pasara nada, mientras su puta me conducía al borde del orgasmo, hicieron que mis jadeos fueran paulatinamente convirtiéndose en gemidos. Ya no me quedaba nada: ni la mínima dignidad de resistirme, ni un atisbo de pudor que me impidiera excitarle más, desearle más… Solo aquella vergüenza latente que, de alguna manera, parecía acrecentar la excitación.
Vamos, puta, dile lo que quieres.
Me he fijado mucho en usted. Tiene razón Laura. Me gustan las mujeres ampulosas, y los culos grandes, como el suyo. La miro ahí, frente a mi, con ese rictus en la cara, con las tetas aplastadas en la mesa, moviendo el culo mientras mi pequeña se lo besa, y casi podría correrme con solo la imagen y sus gemidos, aunque quiero más.
De repente, la lengua fue sustituida por uno de sus dedos. Di un respingo. Seguía acariciándome el coño. Comprendí lo que iba a pasar y tuve miedo.
No… Por… favor… Eso… eso… eso… no… Por favooooor…
No se preocupe por esto, querida. En realidad, usted no lo sabe, pero lo desea. Conozco a las mujeres como usted. Su marido no le hacía esto ¿Verdad?
No… no…
Ya… Ni siquiera llegó a chupársela ¿No es así?
Nunca…
Nunca ha gozado así y le sorprende el placer que siente. Es usted una puta, querida, pero no lo sabe.
Yo… no… ahhhhhhhh…!
Piénselo: está tirada en la mesa, dejando que mi pequeña ramerita le clave los dedos, gimoteando como una gata en celo, moviendo el culo… Es usted una puta.
Ahhhhhh!
Me enervaba. Sus palabras me enervaban. La humillación que sentía me enervaba. Me sentía indefensa. No comprendía por qué era incapaz de resistirme, por qué me causaba tal placer ser tratada de aquella manera vergonzosa y degradante. Laura acariciaba mi clítoris mientras hacía girar dos de sus dedos en el interior de mi culo. Escupía sobre mi para lubricarlo y me masturbaba, y yo no hacía nada por detenerla. Solo podía gemir, moverlo como si me poseyera un furor incontrolable, desearlo.
Dígalo. Reconózcase.
Soy… una… una… puuuta…
¿Lo ve? Es fácil. Déjese llevar. Vamos, dese la vuelta, túmbese en la mesa. Se que lo desea. Dígamelo.
Obedecí sin pensármelo. A aquellas alturas, ya solo podía obedecer. Solo podía hacer lo que fuera que me mandara con tal de que me follara. Necesitaba aquella polla. Quería que me la clavara. Como fuera, donde fuera. Quería aquella polla grande y dura en mi. Quería sentir la humillación y la vergüenza. Quería que me usara.
Quiero…
¿Sí?
Quiero…
!Vamos, dígalo!
Quiero… que me folle… Por favor…
Laura, a mi lado, me miraba con aire divertido, sonriendo con sorna. Había dejado de acariciarme y observaba cómo me tumbaba boca arriba sobre el tablero, abierta de piernas, empapada, con los talones apoyados en el borde, pidiéndole que me follara, que me clavara aquella polla grande y dura.
Don Jorge, sin prisa, bordeo la mesa hasta situarse frente a mi. Sin dejar de sonreír, se colocó entre mis muslos. Sentí el roce de su polla en mi vulva y gemí desesperada. Acariciaba mis tetas como valorándolas con el interés de un tratante de ganado, como quien va a comprar una yegua y la examina. Las amasó, las empujó para ver cómo se balanceaban, pellizcó los pezones… Todo ello sucedía sin que nada, salvo su polla erecta, diera a entender que sentía el menor interés por mí. Apoyó las manos en mis rodillas y las empujó hacia abajo, como si comprobara la resistencia.
¿De verdad lo desea?
Por… favor…
Me masturbaba ante él sin recato alguno. Acariciaba mi coño, lo abría para ofrecérselo, para invitarle. Tiraba de mi monte de Venus como una loca enferma de deseo.
Dígamelo.
Fólleme… Por favor… Fólleme…
Más duro. Dígame lo que quiere.
Quiero… quiero que me clave su polla… Quiero… Que me folle…
Sin dejar de mirarme con aquella sonrisa de desprecio en los labios, Laura escupió sobre sus dedos y comenzó a lubricar la polla de Don Jorge, que se dejaba hacer sin inmutarse, sin dejar de hablarme. De pronto me tuteó:
- Voy a follarte el culo, puta. Voy a rompértelo por que quiero oírte chillar como una cerda. Hace tres años que pago tu mierda de trabajo y quiero recibir algo que merezca la pena a cambio de mi dinero. Voy a partirte el culo para que llores como una puta empalada. Quiero ver cómo culeas y se bambolean esas tetazas tuyas. Quiero llenarte el culo de leche mientras chillas para que mi zorrita se ponga caliente. Hoy vas a empezar a ganarte el sueldo, puta.
Aquella retahíla de insultos cargada de desprecio, pronunciada en el mismo tono sereno de voz, sin un mínimo atisbo de pasión, cayó sobre mi como un alud. Sentí que me ruborizaba, pero mis manos no dejaron de acariciarme, ni mi culo de moverse. Lo deseaba. Necesitaba que me follara.
- Por… favor… Fólleme… Por favor…
La clavó de un solo golpe arrancándome un grito. La sentí perforarme como un hierro candente, quemándome, destrozándome. Comencé a llorar. Comencé a llorar desesperadamente. Me causaba un dolor intenso, un dolor punzante y agudo. Comenzó a moverse, a meter y sacar su polla de mi culo cadenciosa e implacablemente. Agarrada con fuerza al borde de la mesa, soportaba sus envites llorando. Laura acercó la mano a mi coño y, nuevamente, volvió a masturbarme sin dejar de sonreírme con desprecio.
- ¿No es lo que querías, zorra? Un trabajo fijo con solo dejar que te follen el culo como una ramera buena. Vamos, puta, relájate y disfruta de tu trabajo.
En cierto modo aquella humillación que me infligía, me ayudó a cambiar el foco. Nuevamente, su desprecio me excitaba. Su caricia me excitaba. No es que el dolor cesara, era que adquiría un nuevo sentido, se integraba en aquella corriente de vergüenza que, de alguna manera, tenía la extraña virtud de cegarme de deseo. Comencé a gemir de nuevo, a acompañar sus movimientos con los míos. Don Jorge se agarró con fuerza a mis tetas, engarfiaba en ellas sus dedos mientras su polla se me clavaba cada vez más deprisa, más fuerte. Oía el cacheteo de su pubis en mi culo, los insultos de Laura, y una nube de placer extraño se apoderaba de mí haciéndome gemir y jadear cada vez con más fuerza. Tenía los ojos nublados por las lágrimas, pero ya no lloraba. Suplicaba más, imploraba que siguiera, que me destrozara.
- Sabía que serías… Una buena… puta…
Aquella cabrona me masturbaba con fuerza. Su caricia directa sobre mi clítoris, frotándolo, apretándolo, retorciéndolo con movimientos rápidos, con fuerza, me causaba un calambre vertiginoso. Por segundos, me dejaba sin respiración. No podía dejar de moverme con tal violencia que la polla de don Jorge escapó de mi interior en el preciso momento en que empezaba a correrse. Mientras me parecía desmayarme de placer, estremecerme y contraerme en un orgasmo violento, sentí los chorretones de esperma con que me regaba salpicándome en el coño, en la tripa, en el pecho, en la cara... Se agarraba a mis tetas con tal ansia que parecía que fuera a arrancármelas, a clavar sus dedos en ellas. Me corría en un espanto de dolor y de placer, culeando como una perra, chillando y convulsionando mientras cada nuevo chorro de leche templada me causaba una especie de chispazo de placer, un pequeño orgasmo más en el interior de aquel orgasmo gigantesco, de aquella marea de orgasmos que agitaban mi cuerpo hasta dejarme exhausta, deslavazada sobre el tablero, presa todavía de convulsiones que, esporádicamente, sacudían mi cuerpo a intervalos irregulares, asíncronos.
- Laura, cielo, ayude a esta puta a recomponerse. No quiero que ande por la oficina con esta pinta.
En el aseo privado de su despacho, mientras me lavaba la cara, volvía a maquillarme, me arreglaba el pelo… Aquella pequeña bruja de aspecto angelical me humillaba. Parecía marcar su territorio, como si me demostrara que todo aquello era suyo, que ella era la reina y yo tan solo una distracción, un juguete que servía a sus deseos.
No vayas a pensar que esto ha acabado, puta.
…
Realmente, despedirte no cuesta nada, solo dinero.
…
Ahora tienes otro trabajo: eres una zorra.
Cuando salimos, don Jorge estaba vestido, ocupado con unos papeles sobre la mesa. Permanecí un instante quieta, frente a él, sin saber qué hacer ni qué decir, indecisa.
- Vamos, Virginia, aquí ha terminado por el momento, vuelva a su mesa, a lo que sea que haga normalmente. ¡Ah! Y no se olvide su contrato. Léalo y fírmelo. Hay que registrarlo mañana mismo.
De camino a mi puesto de trabajo, con el contrato en la mano, percibí las miradas maliciosas de mis compañeros, sus comentarios en voz baja, y comprendí que todos lo sabían. Al sentarme, Ana, que ocupaba la mesa junto a la mía, comentó con sorna:
- Así que fija… ¿No?
Sentí un rubor en las mejillas al forzar la sonrisa para asentir, y un temblor mientras mis bragas volvían a mojarse.