Mercado de Estremoz.

Fui con mi novia a Estremoz para olvidar. Terminé llevándome el más grato de los recuerdos. (Relato para Machi)

Cuando me recosté sobre el capó de mi coche quedé a contemplar el paso de las nubes ennegrecidas cortando de tanto en tanto el sol. Juraría que el pronóstico no marcaba lluvia. Pero pese a esa sensación que precede a la tormenta, el silencio y aire del campo a mi alrededor parecía tener una suerte de efecto relajador en mí tras las últimas semanas vividas; la pérdida de mi hermano mayor no era sencilla de digerir y bien que lo sabía Gertrudis, mi novia, quien cansada de verme alicaído se le ocurrió una escapada de Badajoz, rumbo a Portugal.

Y debo admitir que la idea estaba funcionando. Era como si el aire en mi pueblo arrastrase por todos los rincones ese aquello que me tenía desganado, pero su mórbida área de acción no alcanzaba hasta aquí, donde todo se sentía distinto. “Este sábado va a estar bueno”, pensé tirando el casete de Bonnie Tyler que trajo mi chica, hacia los arbustos que lindaban la ruta.

Gertrudis salió del coche, donde no había parado de acicalarse ante el retrovisor, y se sentó a mi lado, abrazando sus rodillas. La brisa mecía su larga cabellera dorada y el vestido revoleaba, levantando ligeramente la falda y revelando sus muslos manera sugerente. Miraba el horizonte con gesto pensativo.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Qué?

—Puedes regañarme si quieres, ahora que estamos solos. Sé que la idea es que íbamos a ser solo tú y yo.

Enarqué una ceja; apenas la entendía. No es que yo fuera un despistado… que puede que sí, pero a veces sentía que con Gertrudis necesitaba de luces de pista de aterrizaje para saber a dónde quería llegar.

—Ah, te refieres al enano… —concluí.

Asintió.

—Tu hermano me cae bien. Tiene desparpajo.

—En casa nadie lo quería cuidar y…

—Es un pilluelo, te repito que me parece fantástico haberlo traído —corté, dándole un codazo suave; ya había oído la excusa.

—Me alegra que te caiga bien. Tú sigue sumando puntos, que lo haces bien.

No estaba de humor para sumar puntos ni nada por el estilo. Aún así, Gertrudis desprendió un par de botones de su camisa, revelando un sugerente escote. Se colocó de cuatro patas, sobre mí. Se colocó de cuatro patas, sobre mí. La miré a los ojos y luego impulsivamente desvié toda mi atención hacia esos orgullosos senos meciéndose de un lado a otro, apenas contenidos por la ropa. Nos fundimos en un beso largo y de movimientos lentos; de por sí su lengua era capaz de despertar mis más bajos instintos, aunque fue su mano la que despertó mi sexo cuando empezó a acariciármela por encima de la tela de mi vaquero.

Una estela borrosa de color azulado pasó rápidamente cerca de nosotros, sobre la ruta, levantando polvo en el momento que prácticamente nos frotábamos el uno contra el otro. Era un coche y nos dedicó un par de bocinazos antes de perderse en el horizonte; me calenté con la idea de hacerlo allí mismo, al aire libre y con todo el riesgo que ello implicaba, pero Gertrudis me sacó de mis adentros pensamientos el pecho por encima de mi camisa.

—¡Auch! ¿Pero qué te pasa?

—Que traje a mi hermano, eso pasa. Si no lo hubiéramos traído, follaríamos aquí mismo.

—No me hagas odiarlo. ¿No podremos dejarlo en algún pueblo por un par de horas?

—¡Ja! Me delatará con mamá —se encogió de hombros e hizo la bocina con las manos—. ¡Juan José!

Una voz infantil surgió de entre los arbustos.

—¡Va!

Me reí a la par que una frustración crecía. Juan José era el hermanito menor de mi chica; vivió la pérdida de un tío, semanas atrás, y puesto que no se lo había tomado a la tremenda como yo ante la ida de mi hermano, lo veía como dueño de una positividad que necesitaba a mi alrededor.

Salió de entre los arbustos, con cara de pocos amigos mientras se ajustaba su cinturón. No desaproveché la ocasión para picarlo:

—En mi vida vi un ser humano tardar tanto para mear. ¿Te estabas distrayendo?

—Es que vi un águila y ya ves… Esto —achinó los ojos—. ¿Estabais haciendo actos impuros?

Su hermana dio un respingo de sorpresa.

—¿Q-q-q-qué has dicho? ¿“Actos impuros”? Suenas a mamá, ¿ella te habló de eso o qué?

A mí en cambio más que asustarme me hizo carcajear. Agarré a su espantada hermana del brazo y le sonreí al pequeño:

—¡Es un acto completamente puro, chaval!

----*

Uno de los mercados al aire libre más emblemáticos de la ciudad era el Mercado de Estremoz, que más allá de los estantes repletos de frutas y verduras poblando la vista, también tenía un mercado de ventas de baratijas y antigüedades cuya visita, según Gertrudis, era obligatoria si yo pretendía pasarlo bien.

Cuando bajamos del coche, cerca de la inmensa plaza del Rossío, volví a fijarme en el cielo. Lo cierto es que me estaba preocupando el condenado clima considerando que la idea era pasear por los mercados al aire libre, pero avanzamos por el lugar, entre los tenderetes de comida y aquella extraña mezcla arrastrándose por el aire, la de hierbas aromáticas y queso de ovejas alentejanas.

El gentío que solía arremolinarse hacia los puestos de anticuarios, donde relucían muebles de lejanas épocas en un casi perfecto estado de mantenimiento, así como cerámica, porcelana, cubertería y objetos antiguos despiezados que relucían en su color cobrizo.

El enano me ganó el pensamiento mientras él paseaba de la mano de Gertrudis.

—Vaya montón de trastos.

—¡Calla! —le regañó—. ¿No ves la belleza de todo esto?

—La verdad es que no…

Intercedí rápidamente. Me fijé que, además, Gertrudis se había olvidado abotonarse y por lo tanto tenía un escote bastante sugerente.

—Belleza, belleza. Hasta a mí me cuesta verlo. En cambio, sí sé reconocer otro tipo de belleza…

Mi chica puso sus ojos en blanco.

—Por Dios. ¿Solo piensas en eso?

—¿Y en qué quieres que piense si me dejaste a tope en la ruta?

—¡Hombres! —se abotonó la camisa—. Nunca os fijáis en lo verdaderamente interesante. Por ejemplo…

Gertrudis se inclinó hacia una mesa donde ofrecían cuberterías plateadas y, tras pedir permiso en portugués a una anciana que allí estaba apostada, se volvió hacia nosotros con una taza en mano. De porcelana blanca con algún diseño azulado.

—Esto podría haber formado parte del juego de café de alguna muchacha hace la tira de años, ¿verdad? Y pienso cómo sería la muchacha, si le haría ilusión casarse, la primera vez que sirvió café...

—Es solo una taza —protestó su hermano—.  Si está aquí es porque es un trasto.

—Pero, ¿cómo puedes decir eso? —extendió ambos brazos hacia los lados—. ¿No te alucina al estar rodeado de cosas tan chulas? ¿Qué me dices de esto, Juan José? —agarró ahora un candelabro de cobre.

—¿Es oro? —preguntó el pequeño.

—¡No, pero casi! ¡Ah! ¡Me los quiero llevar todos!

El niño se encogió de hombros.

—¿No hay tebeos aquí? Los del Trueno color.

—¡No, no los hay! ¿Y qué me dices tú, Ángel? —me fulminó con su mirada, como esperando que la apoyara. Pero lo cierto es que el enano tenía razón. Por lo visto visitar un mercadillo de antigüedades era, para ella, una magnífica idea de pasarla bien un sábado...

Pero los hombres procesamos las cosas de una manera bastante distinta.

—Estoy con el chaval.

¿Ya dije que no era muy listo en ese entonces?

Fue así como estuve paseando solo por los rincones del mercadillo con una calentura que no era ni medio normal. Gertrudis tomó de la mano a su hermano y se alejó. Dijo que sentía muchísimo haberme traído, que podría esperarla en el coche mientras ella paseaba y “educaba” a Juan José sobre la rica historia que podría esconder una condenada plancha del siglo pasado.

Me detuve cerca de una larga mesa exhibiendo infinidad de artículos de no muy gran tamaño: candelabros, estatuillas, relojes. Cogí de un mostrador lo que parecía ser un águila de cobre del tamaño de un puño, e intenté practicar aquello de ver su historia. Intenté imaginar a su dueño. Su lugar dentro de alguna casa y lo que pudo haber atestiguado desde el rincón donde se posaba. Tal vez su señora estaba muy buena e incluso practicaba “actos impuros” en distintas posiciones.

Era imposible concentrarse. Lo cierto es que las tetas de mi chica y esos muslos ocupaban toda mi mente.

Escuché una risa y levanté la mirada. Era un muchacho, diría de mi edad, al otro lado del mostrador. La chaqueta de cuero le daba un look bastante destacable considerando que estábamos rodeados de personas que en su mayoría triplicarían nuestra edad. Tenía la piel clara tirando a aceitunada, cabello lacio corto, castaño… y esos ojos grandes, verdes, penetrantes.

Me quedé paralizado.

Y era raro porque hasta ese entonces desconocía que alguien pudiera lograr estremecerme. Meneé la cabeza porque no quería que se me metieran ideas raras. “Actos impuros”, reí en mis adentros recordando la frase del chiquillo. Si para él estar con mi chica era un acto impuro, la idea de dos hombres juntos lo harían desmayar.

El muchacho señaló, con su mentón, el águila de cobre que yo sostenía. A pesar de manejarse bien con el español, tenía un marcado acento portugués:

—Es la mascota de Hug.

—¿Hug?

—Hug Hefner —señaló, con su pulgar, hacia el hombre al otro extremo de la mesa, quien charlaba con un grupo de clientes—. Ya sabes, el de la revista Playboy. Es solo un mote. En realidad, es mi tío.

Pues resultaba que el tío del chico tenía un parecido impresionante a Hug Hefner. Claro que este estaba rodeado de baratijas y un par de ancianas que querían comprarles algunas antigüedades, no de chicas despampanantes.

—Pues sí que se le parece…

—¿Te interesa el águila, menino?

La devolví a la mesa. Se había tomado demasiada confianza para referirse a mí de esa manera, pero me pareció gracioso.

—Tonterías —respondí—. Me dijeron que debía tratar de ver… las historias que tienen estos trastos.

—¡Shh! No digas “trastos”, me Deus —y miró hacia su tío—. Eso de ver las historias que contienen todas estas… baratijas —susurró la última palabra—. Pues eso es exactamente lo que dice Hug. Que el valor reside en los recuerdos. A los amantes de antigüedades no hay que llevarles la contraria, créeme, o la cosa se pondrá muy fea.

—Tanto drama por unos trastos —susurré y ambos tuvimos que atajar las carcajadas—. Dímelo a mí, que ya me enfrenté a una amante de baratijas.

Me giré para buscar con la mirada a mi chica, pero a saber dónde se había metido o por cuánto tiempo seguiría adentrándose en el mercadillo. Para colmo, cuando miré hacia arriba, el cielo azul ya había desaparecido completamente tras los oscuros nubarrones y un trueno se oyó a lo lejos. El muchacho se presentó en el momento que sentí la llovizna sobre la palma abierta de mis manos.

—Me llamo Fernando.

—Ángel.

—¿Viniste solo?

—Con mi novia.

—¿Y dónde está?

—Bueno… es la amante de barajitas que te mencioné. Resulta que fui sincero cuando me preguntó al respecto de estos trastos…

Ahora sí reímos sin temor. Me preguntó qué hacía allí, en la plaza del Rossío, a lo que le conté sobre mi chica queriéndome levantar el ánimo con una huida de Badajoz. Insistió saber más, así que, mientras ayudaba a guardar algunas de las baratijas a sus cajas, decidí confesarle el verdadero porqué de estar allí. Supongo me sentía en confianza además que, para ser sincero, en casa no tenía muchas personas con las que desfogarme.

—Mi hermano mayor —apreté otra figura de cobre. Miré a Fernando y fue como si, al verme desganado, supiese por dónde iban los tiros.

—Oh…

—Era mi mejor amigo.

—Lo siento mucho.

Era raro el solo decirlo porque en el pueblo yo aparentaba dureza, o al menos trataba de mostrarles que era algo superado; no supe cómo Gertrudis fue de las pocas que comprendía mi situación, algún sexto sentido tendría ella.

Y aparentaba dureza porque eso es lo que se esperaba de un hombre. De mí. Que llorase a los muertos pero que luego apechugase los días posteriores como si no hubiera pasado nada. Porque aquello era la idiosincrasia que flotaba en el aire de un pueblucho como el mío. Que dejar aflorar los sentimientos no era cosa de hombres sino algo innatural. Pero los sentimientos, las ganas de llorar y derrumbarse siempre estuvieron ahí.

Quiero pensar que, lejos de ese extraño aire en casa, ahora me sentía más libre. Más yo mismo. Por un momento pensé que reventaría la figura con la sola presión por lo que meneé la cabeza, devolviéndola a la mesa.

Me disculpé y, guardando las manos en los bolsillos de mi vaquero, me retiré y deambulé mientras a mi alrededor se había desatado un pandemónium debido a la llovizna. Nadie quería mojar sus valiosas antigüedades y todos desmontaban. Había un trajín intenso, gritos y algún que otro trasto cayendo y rodando por el empedrado. El cielo relampagueó y por un momento el gentío se convirtió en una masa oscura que iba y venía a mi alrededor.

Me senté en el borde de una gran fuente de agua, tratando de atajar ese ardor en los ojos. “Aguanta las ganas”, me repetí intentando calmarme. Fue cuando me di cuenta que, a mi lado, se sentó alguien con un paraguas para que la llovizna no nos siguiera cayendo encima.

Fernando me tomó del hombro.

—Has venido a olvidar, menino. Pero no se puede olvidar.

—Qué me vas a decir…

Lo cierto es que yo no tenía ganas de charlar, pero señaló el cielo sobre nosotros.

—El clima tampoco ayuda, ¿no es así? Pero tienes que pensar que tras los nubarrones el sol aún sigue brillando.

—Bonita frase. ¿Está grabada en algún trasto de tu tío?

—¡Ja! Claro que no. Lo que quiero decirte, Ángel, que has venido al lugar equivocado si pretendes olvidar.

—¿Por?

A vida serve para lembrar . Porque la vida sirve para recordar. Estremoz sirve para recordar, menino. Tal vez, aun así, te pueda ayudar.

Miré de reojo hacia el otro extremo de la plaza, hacia donde había estacionado el coche, pero mi novia y su hermano no hicieron acto de presencia en ningún momento. Empezaba a preocuparme, pero a la vez era un alivio que no me vieran así de derrumbado.

—Seguro fueron al Museo Municipal —me tranquilizó Fernando—. Es el antiguo Convento de los Congregados. No está longe, aquí a dois quarteiroes.

—A saber.

—¿Quieres ir ao lado de ella? Te puedo guiar.

—Bueno… —me rasqué la frente, realmente Gertrudis no se calmaba con facilidad y de seguro aún no querría verme—. Prefiero seguir por aquí. Y tú, ¿no deberías de volver junto a Hug Hefner?  Rumbo a la mansión Playboy…

—¡Ja! También prefiero seguir aquí.

—Como quieras.

El mercadillo estaba quedando despoblado en algunas zonas y ver su empedrado cabrilleando poco a poco de la llovizna funcionaba como una suerte de hechizo que conseguía apaciguarme. Cuando saqué las manos de los bolsillos sentí algo queriéndose caer. Era uno de los casetes de mi chica, de esos que planeaba tirar a la ruta porque detestaba sus canciones.

Era Abba.

—¿Escuchas Abba? —rio el portugués.

—Por favor. Es de mi novia.

Otro relámpago atravesó el cielo y la lluvia cayó con toda su fuerza. La gente corría desesperada para un lado y otro, cubriéndose la cabeza con lo que fuera. Pero, inesperadamente, Fernando me cedió el paraguas. Se quitó la chaqueta de cuero y luego la camiseta, que cayeron suavemente al suelo, y salió disparado nuestro cobijo. Asomaban los músculos en su cuerpo, pero era un muchacho delgado principalmente. Empezó a patear hacia todos los lados los charcos de agua, lo hacía entre risas y sin importarle la intensa la lluvia, y me pregunté por un momento si en realidad no me estaba amistando con algún loco. Pero para qué mentir, me hizo reír.

—¿Pero qué cojones estás haciendo?

—¡Ven, Ángel! —extendió ambos brazos a los lados—. ¡Para olvidar, amigo!

—¿Y pescar un resfrío?

—Pues mejor. Algo tendrás que llevarte de Estremoz.

Era extraño aquello, levantando mi camisa empuñada y hacerla revolear mientras pateaba los charcos de agua para salpicarlo a él, en tanto que él me los devolvía. Había como una música a nuestro alrededor que hacía que saltáramos entre risas, una música que nadie oía, pero retumbaba fuerte en mis oídos. Por un momento nos habíamos convertido en niños que todo lo simplificaban hasta su forma más básica. Por un momento me convertí en Juan José, y deseé tenerlo con nosotros para hacer travesuras en la plaza. A nuestro alrededor aquellas sombras oscuras ya iban menguando, siempre huyendo de la lluvia como si esta fuera ácido. Pero yo levantaba la mirada hacia ese cielo ennegrecido, y sonreía.

Era una excelente sesión de terapia.

—Tenías razón —le dije, llevando mi camisa sobre mi hombro—. El sol sigue brillando tras las nubes.

—Todos perdemos a gente importante, Ángel —dijo Fernando—. Tal vez tengan razón los amantes de baratijas y los recuerdos sí tengan un gran valor. Hasta ese casete de Abba puede tener un valor inigualable.

Lo saqué de mi bolsillo y amagué lanzarlo lejos, pero algo me detuvo.

—¿Valor inigualable? ¿De cuántos millones de pesetas estamos hablando?

—No —meneó la cabeza—. De un valor incalculable solo para ti. ¿Qué canción recuerdas del casete?

—“Fernando” —dije para hacer la gracia.

—¡Ja! Pues entonces ya tienes un recuerdo importante, ¿no lo crees? Solo falta sellarlo.

Fue cuando todo dio un intenso vuelco. Fernando me tomó de la barbilla y me dio un pico. Mi primera reacción fue dar un respingo. Era como si un relámpago hubiera caído al suelo y me electrocutara. Con mi reacción exagerada aquello no era precisamente la definición del erotismo, pero de alguna manera Fernando consiguió tomárselo todo con humor.

—Tus ojos —dijo él—. Yo también estuve así y deseé olvidar. Pero no se puede olvidar. Simplemente, que no te encadenen los recuerdos ni la amargura.

Pero yo aún trataba de encontrar mi mandíbula perdido en el empedrado, entre los charcos. Un hombre me había dado un beso. Eso sí era un condenado acto inmoral de los que hablaba Juan José. Me reí al imaginarme cómo reaccionaría el pequeño, o incluso mi novia, pero lentamente fui tranquilizándome para desvelarse ante mis ojos una verdad incómoda.

No me había dado asco. Es decir, aquello sería una reacción que se esperaría de todo hombre de pueblo que se preciara. Pero… ni siquiera hubo un súbito sentimiento de culpabilidad ni nada parecido.

Me había agradado. Era algo especial. Como que sus labios presionaron un botón dentro de mí que hizo que encontrara algo que no sabía que buscaba, pero sí necesitaba. Con algo así no se puede sentir incómodo.

—Eres guapo —me dijo mientras se pasaba la mano por su cabellera mojada, y aquello me hizo abrir los ojos como platos—. Espero que no te haya molestado, menino.

Encontré mi mandíbula. Estaba a dos metros de mis pies.

—No sabría decirte —respondí palpándome los labios—. Pero molesto no estoy. Confundido un rato…

Un repentino chillido se oyó a lo lejos y noté que Gertrudis corría torpemente bajo la lluvia, cruzando la calle del Convento para luego resguardarse dentro de mi coche. Creo que me vio porque inmediatamente oí bocinazos.

—¿Es tu novia?

—¿Dijiste que soy guapo?

Fernando no me hizo caso, sino que se acercó a la fuente y recogió tanto su camisa como su chaqueta.

—Estaré el próximo sábado por aquí. ¿Te gustaría volver a venir, Ángel?

Otro bocinazo.

—Puede —solté sin pensar—. ¿Sueles tratar a la clientela así?

Echó la cabeza hacia atrás y carcajeó, dándome la espalda y elevando la mano como señal de despedida.

—¡Me deus! A mí también me gustaría olvidar. Tal vez juntos lo consigamos, Ángel. Si vuelves, te prometo decirte por qué quiero olvidar.

----*

De camino a casa el ambiente dentro del coche era rarísimo. Al menos para mí. Temía que Gertrudis me hubiera visto desde lo lejos, pero la lluvia era realmente intensa y no podría ver con claridad. Estaba callada. Tal vez aún estaba molesta por lo que le dije sobre los trastos, o tal vez sí me había visto pero prefería mantener un silencio sepulcral antes que iniciar una batalla campal, no fuera que su hermano quedara aterrorizado.

—¿Y bien? —preguntó Gertrudis—. ¿Cuándo vas a disculparte?

—¿Disculparme?

—Por lo de los “trastos”. ¿Ya aprendiste algo de su verdadero valor?

—Claro —mentí—. He visto cosas muy chulas y casi me compro un águila de cobre. Pero estaba cara, eh. Tal vez… tal vez vuelva el sábado próximo y…

—¡Ah! —chilló mi chica, y lentamente esbozó una gran sonrisa—. No me lo creo. ¿En serio piensas volver?  ¿Me vas a comprar algo?

—¿Qué? ¿Tú no vendrás?

—No. Iremos a lo de mi tía Elvira, pero tal vez en la próxima te acompañe. ¿Qué me vas a comprar?

Juan José interrumpió nuestra conversación, aunque por el retrovisor noté que no dejaba de admirar el paisaje. La pregunta me sacudió por completo:

—¿Quién era tu amigo?

—¿Qué amigo?

—Es verdad —Gertrudis se acarició la barbilla—. Estabas con otro chico.

—¿Estabais jugando a los doctores? —preguntó el chico.

Por poco no di un volantazo mientras Gertrudis echaba la cabeza para atrás y así poder reventar a risotadas. Me pregunté fugazmente si, mientras su hermana lo sujetaba de la manita y miraba fijamente dónde pisaba, el niño me habría visto terriblemente cerca de ese portugués. O tal vez no, total la lluvia era torrencial y la vista sería demasiado borrosa.

Tragué saliva.

—¿“Jugar a los…”? ¿Pero dónde aprendes esas cosas, chaval?

Mi chica se recuperó del ataque de risa.

—Los que juegan a los doctores son los chicos y las chicas. Si Ángel jugara a los doctores con otro hombre, eso sí sería un “acto inmoral”. Ay, Juan José, lo asimilas todo mal…

Reí nerviosamente. Juraría que ese mismo tipo de risa se oyó salir del pequeñajo. Nos miramos por el retrovisor por un instante fugaz pero que se sintió incómodamente largo.

El cabroncito lo sabía.

----*

La semana de vuelta en el pueblo fue bastante difícil. En los primeros días el recuerdo de aquel beso estremecedor se había convertido, extrañamente, en una suerte de suceso lejano y sin ningún impacto significativo. Pero había cambios y si no era yo, era Gertrudis quien se encargaba de hacérmelo ver. Que ahora sonreía más, que ahora parecía verme renovado, de buen humor y con las pilas cargadas.

Y tal vez tuviera razón, es decir, sí me sentía bien, no porque olvidara lo que quería olvidar sino porque ahora tenía un recuerdo, extraño y sensual en cierta manera, que estaba empezando a atesorar como algo especial. Gertrudis decía que el causante del cambio era el viaje, pero yo sabía la verdad.

El causante debía ser Fernando. Porque entrada en la semana la lluvia volvió, y era escuchar el sonido de las gotas golpeando la ventana de mi habitación y sentir súbitamente mi pecho comprimirse al tiempo que palpaba mis labios con la yema de los dedos.

La lluvia se había convertido un recordatorio de aquel beso tabú. Y la sola idea de haber practicado algo prohibido me ponía. Como me ponía la idea de hacerlo al aire libre sobre el capó de mi coche. El que fuera un hombre o una mujer me resultaba indiferente, pero… era más tabú con un hombre, entonces una erección asomaba con más fuerza si cabe al pensarme en una situación así.

Gertrudis era la que usualmente se quejaba del clima cuando paseábamos, a mí en cambio no me molestaba, al contrario, me agradaba. Y era evidente el porqué. Una tarde de viernes estábamos sentados en las escaleras que daban a la entrada de su casa; abrazó mi brazo y reposó su cabeza sobre mi hombro. Me decía que el clima la ponía triste.

—Al menos tú estás mejor, ¿no? —preguntó.

Volví a recordar a ese chico y me pregunté si realmente su “terapia” había surtido algún tipo de efecto. Meneé la cabeza porque pensar en él no debería ser natural de mi parte, ¿o tal vez sí? O tal vez era el aire de pueblo que ahora volvía a entrar en mi sistema y sentía una imperiosa necesidad de encaminarme hacia lo que se esperaba que fuera lo correcto.

—Bueno… Puede que el clima no sea el más bonito. Pero el sol sigue brillando allá arriba, ¿no? Así que arriba el ánimo, Gertrudis.

—¡Jo! ¿Pero quién eres y qué has hecho con mi novio?

—Solo estoy intentando ganar más puntos a ver si los puedo canjear….

—¡Ja! Pues sí que has estado acumulando mucho últimamente. Pero en mi casa ni harto vino. ¿Dónde sugieres…?

Entonces nos levantamos y corrimos bajo la intensa lluvia entre risas, chapoteando los charcos que se habían formado, rumbo a mi coche. Y esperaba que con Gertrudis pudiera olvidar y enterrar esos recuerdos y sensaciones que súbitamente me asaltaban los pensamientos.

En el asiento trasero se sentó a horcajadas, llenando mi cuello a besos conforme yo escondía mis manos bajo su camisa. Pero ahora la sensación era otra; había como una frialdad en lo que hacíamos. Como si la sensación de nuestros cuerpos pegados no era lo que buscaba.  Las manos y los labios actuaban perversas sobre la otra piel, pero por más fuerte que cerrara los ojos, en mi mente relucían aquellos ojos de mirada profunda y ese pecho flacucho de un joven siendo azotado por la lluvia. En el momento que Gertrudis gimió sobre mí, la verdad se abrió paso como un haz del sol colándose entre los nubarrones oscuros.

Y la verdad era que había cosas que no podía olvidar. A vida serve para lembrar . La vida sirve para recordar.

Ni siquiera cuando, cansados y arrimados el uno sobre el otro, me pude librar de unos deseos que ya empezaban a aflorar dentro de mí. De verlo de nuevo. De sentir sus labios sobre los míos. Cuando sonó una canción de Abba, mi chica se inclinó hacia la radio para subir el volumen. Cómo no hacerlo si era una de sus bandas preferidas.

—¿No te molesta, no? —preguntó—. ¡Es mi preferida!

—Como quieras. Me está empezando a gustar, la verdad.

—¿Te está empezando a g...? A ver, te lo digo en serio, ¿dónde está Ángel y qué has hecho con él?

Y continuamos el uno sobre el otro. Gertrudis dibujó, con su dedo índice, figuras informes sobre mi pecho en tanto depositaba algún que otro beso. Afuera la lluvia aún azotaba con fuerza, pero adentro todo era tranquilidad y calidez. Tomó de la barbilla y preguntó:

—Entonces, ¿irás al mercado de Estremoz?

—Aún no lo sé.  ¿Por?

—Tráeme algo bonito.

—Ya veré. No te hagas muchas expectativas.

—Hmm —gruñó, resoplando—. A veces me pregunto si lo que dijo Juan José tiene algo de verdad. Ya sabes lo que dicen de los niños y su sinceridad.

—¿Que dijo qué?

La verdad empezó a flotar en el aire. Sospechaba fuertemente que el pilluelo me delató, si es que en verdad me vio besándome con un hombre.

—Déjame hablar. Sé lo que vi y lo negué porque la lluvia distorsionaba todo. Chillé y creo que me oíste… ¡Ja!

—¿Viste qué? No viste nada —las palabras me salían automáticamente, pero Gertrudis sabía perfectamente lo que decía.

—Cálmate… no estoy enojada ni nada por el estilo. Yo veo en tus ojos, ¿sabes? Y sé qué estás en otro lugar. Cuando te sientas a mi lado para hablarme. Cuando me tomas de la mano para pasear. Llámalo como quieras, pero fuera lo que fuera, lo acabo de comprobar mientras me besabas y mientras… bueno, mientras lo hacíamos.

—Me estás diciendo que yo estaba en otro lugar, recién, mientras follábamos —corregí enarcando una ceja.

—No te pongas así. Sé que me entiendes. ¿Es por él que quieres volver a Estremoz? —y apretó los labios—. Tu amigo. El que conociste allí.

—No tengo la más mínima idea de qué estás hablando, chica.

Pero yo sabía a pesar de la férrea defensa verbal que propuse. Y ella también. Acarició mi mejilla mientras mi corazón se me desbocaba. Sonrió.

—Yo te quiero ver feliz, Ángel. Solo sé que allí encontraste la felicidad. Lo envidio, en cierta forma, porque consiguió algo que yo no pude.

—¿Me estás hablando en serio?

—Al principio estuve enojada, no creas. Planeaba invitarte a casa para reventar un vaso en tu cara, ¡ja! Pero…

Me dio un beso en los labios, fue un pico más que otra cosa, y yo aún no sabía cómo responder a todo lo que me estaba revelando de manera tan súbita.

—Además, me gusta la idea de dos hombres intimando —y de nuevo mi mandíbula se perdió—. No se lo digas a nadie, pero creo que Juan José también tiene una extraña inclinación… ¿O tú no lo notaste? Al final quien lo entreveró todo fui yo. Pero yo pienso ser su hermana mayor hasta las últimas consecuencias. Veo en ti una prueba de lo que tal vez le depare en algún futuro. Por eso, aunque aún tenga ganas de estampar un vaso en tu cara, quiero mostrarte mi apoyo de la misma manera que se lo mostraría a él.

Y no podía responderle nada. Admiraba eso de ella, esa facilidad de expresarlo todo y sentirme avasallado por su extraña sinceridad. Quería pedir perdón por ocultarlo, por traicionarla, pero por alguna razón allí estaba ella invitándome a recorrer la ruta rumbo a Portugal y encontrar aquello que me había subido los ánimos. Suspiré; la tomé de los manos y enredé mis dedos entre los de ella.

—Soy lo peor, ¿no es así?

—¿Por ocultármelo? Puede —guiñó el ojo—. Pero lo importante es que soy la mejor.

—Eres una chica muy especial… El chiquillo tiene suerte de tenerte.

—Lo sé —rio—. Mañana iré a lo de mi tía. ¡Ah! Y no te olvides de traerme algo bonito de Estremoz.

—Gracias, Gertrudis.

----*

El sábado siguiente estaba de nuevo allí, en Estremoz, abriéndome paso entre el gentío que parecía ser más numeroso que en la otra ocasión. Ahora el pronóstico no falló y un calor bastante incómodo me había acompañado durante toda la trayectoria.

Noté cómo el corazón se me quiso desbocar súbitamente al ver la mesa donde Fernando y su tío Hug Heffner se apostaban.

Antes de que pudiera saludar, un par de ancianas llegaran antes que yo y observaron fascinadas el montón de trastos repartidos sobre la mesa. Se dirigieron a Fernando, pero este hábilmente las envió junto a su tío Hug.

—Bom dia, Ángel.

—Baja la voz —rogué, tomando la figura del águila para disimular.

—Solo estoy saludando a un cliente, me Deus.

—Mira, con respecto a lo del otro sábado…

Sonrió ampliamente.

—¿Quieres volver a intentarlo, menino?

—Tengo chica, ¿sabes? Qué digo. Claro que lo sabes.

—Pero, aún así, viniste a Estremoz.

—Hay un matiz importante. Vine no porque yo quería, sino porque debo comprarle algo a mi chica.

Obvié el hecho de que Gertrudis ya no era “mi chica”.

Interrumpimos la conversación en el momento que más personas se acercaban para curiosear. Obviamente no íbamos a entablar una discusión sobre aquella travesura y posterior beso, no era plan de darles sendos ataques cardiacos a todas las ancianas. Retrocedí lentamente conforme un nutrido grupo de personas se acercaban; Fernando no tuvo más remedio que atenderlas.

----*

Pasaron un par de horas hasta que volví al estacionamiento, rumbo a coche, cargando a duras penas la pesada figura de un gnomo que había comprado Gertrudis. Coloqué la figura en el suelo y abrí la compuerta trasera del coche.

Una repentina voz con acento portugués me tomó de sorpresa.

—¿Me vas a negar que no te ha gustado? Vi tu expresión y la tengo memorizada, menino.

Di un respingo. Me giré y era Fernando. No hice caso y me agaché para recoger al regalo.

—¿Que si me ha gustado? —cargué el gnomo y me senté en la moqueta del coche—. ¿Quieres saberlo, eh? Pues mira, no puedo dejar de pensar en ello, cabrón. ¿Qué cojones quieres que te diga? Pero… no sé cómo serán las cosas en tu país, pero en el mío me cuelgan de los cojones en medio del pueblo si se enteran.

Rodeé al gnomo con un brazo como si fuera una suerte de peluche en el que buscar apoyo, y lo traje hacia mí.

—Pero, por otro lado, siento que tengo que ir al fondo del asunto. Quería venir, sí, para verte. Pero tampoco quería venir porque temo descubrir algo que no debiera. ¿Me entiendes? Todo por un beso. Todo por un condenado b…

Y el grandísimo volvió a besarme sin siquiera dejarme opción a prepararme. Pero esta vez, más allá de la punta de su lengua palpando mis labios, sentí su mano acariciándome el paquete por encima del vaquero. Apretó y mi verga reaccionó naturalmente. O innaturalmente. De nuevo mi reacción fue más propia de la de un hombre siendo electrocutado que la de alguien en medio de un morreo. Porque eso es lo que se había convertido lo nuestro en aquel estacionamiento perdido en medio de la nada.

Cuando se apartó, lo cierto es que yo deseaba más.

Fernando carraspeó.

—Sinto muito. Tenía que hacerlo, Ángel. Porque yo también sentí algo especial contigo y lo vuelvo a confirmar.

No respondí, pero por todos los santos, mi verga crecía y crecía, y parecía que mi vaquero iba a reventar. Fernando se apartó unos pasos, guardando sus manos en los bolsillos de su chaqueta, pero continuó:

—Si alguien nos pilla, armamos la de Dios.

Empezamos a carcajear.

—¿Sigues con dudas, Ángel? —insistió luego de que nos calmáramos—. Puedo ir más lejos. Mostrarte cosas que te harán enloquecer. Solo  dame una oportunidad.

Ya no estaba para hacerme del remolón. La sugerencia me tenía interesado.

—No puedo decir que no a eso. Simplemente, no vayamos a uno de esos callejones estrechos o a cualquiera de esos museos y conventos.

—Nada de pousadas ni callejuelas, entendido. No te preocupes, tengo un lugar especial que te gustará.

Me había dicho que no me preocupara por él, que había pedido permiso a su tío; descubrí que lo ayudaba por gusto y no por obligación. Así que fuimos en coche y nos adentrábamos por las calles mientras él me guiaba. A veces me preguntaba fugazmente si sabía a dónde se dirigía o solo estaba jugando conmigo, pero cuando me pidió que detuviera el vehículo, salió disparado del coche hacia un murallón de mármol que, por su aspecto antiguo, parecía que se derrumbaría con una mínima brisa.

Saltó y empezó a caminar sobre el propio murallón, haciendo equilibrio. Luego me ordenó que viniera junto a él, que había algo que tenía que mostrarme. Me acerqué, pero no me atrevía a dar ningún salto. Asomé la mirada y quedé impresionado con la vista de los famosos campos de hierba que se extendían, diríase, hasta el infinito y ondeaban por la brisa.

Me invadió un súbito deseo de saltar el murallón y adentrarme; Fernando lo percibió y alargó el brazo para invitarme a recorrerlo.

Así fue como ambos estábamos sentados sobre la hierba, siendo acariciados por el viento fresco que apaciguaba el calor. Un castillo medieval rodeado de una larga y alta muralla adornaba el paisaje. Entonces me di cuenta de que tal vez estábamos sentados sobre el mismo terreno donde siglos atrás se libraron luchas, o tal vez un par de campesinos correteaban tomados de la mano en una noche negra. Había una historia allí y parecía flotar perezosamente en el aire para quien prestara atención. Recordé a Gertrudis y, por un momento, comprendí lo que quería decirme sobre el valor de los recuerdos.

—Pensé que vendrías con tu novia —dijo Fernando; apenas se le oía por el murmullo del viento.

—Ahora que lo pienso, parece que ya no es mi novia.

—Oh… ¿Entonces la garota nos vio?

—¿Pretendías que nos vieran o qué? Se lo tomó mejor de lo que hubiera pensado.

Rebuscó algo en el bolsillo de su chaqueta y luego levantó la mano, sosteniendo aquella águila de cobre que, una semana atrás, me atrajo hasta su mesa de ventas.

—Una de las ancianas la quería comprar —me la lanzó y la cogí al vuelo—. Le dije que ya estaba vendida.

La ladeé para verla mejor. Podría hacer una broma sobre los trastos de nuevo, pero empezaba a descubrir realmente su valor. No porque fuera antiguo ni fuera extravagante, sino porque ahora sí contenía una historia. Pero una historia solo conocida por mí. Sobre cómo conocí a esa persona que me hizo estremecer hasta cotas inimaginables, que sacudió mi mundo.

Y, tal vez, en algún futuro, alguien encontraría esa “baratija” y se preguntaría entonces cómo era su dueño y qué sucesos habrá sido testigo. Qué historia cobijaba.

Nos miramos, como preguntándonos qué hacer ahora que nuestros deseos se revelaban.

Cedí al impulso irrefrenable de acariciar su mejilla, en un gesto de ternura. Y se sentía bien. Se sentía natural. Pero para cuando me había dado cuenta, la tímida caricia se convirtió en un pico, que luego se transformó en un beso apasionado que hizo calentarme más; cuando mi mano se restregó hacia su entrepierna supe que él también estaba deseándolo.

Fui a Estremoz para olvidar, pero no encontré olvido, sino un recuerdo que me devolvió la vitalidad porque descubrí ese lado mío que no sabía que tenía, que despertaba en cada beso, cada tacto, que hacía hervir mi sangre cuando nos manoseábamos allí, perdidos en el medio de las hierbas que ondeaban al viento.

Salían disparadas nuestras ropas por el aire conforme los movimientos se hacían más desinhibidos. Me estremecí cuando agarró mi verga; corrió un mechón de su frente y se agachó para abrigar mi sexo con sus labios.

La saboreaba con devoción mientras yo apretaba en mis puños pedazos del gramado, echando la cabeza para atrás y dejándome llevar por la sensación. Bajó hacia mis testículos y no los libró tampoco de las repasadas de su lengua.

Entonces volvía y engullía cuanto podía. Ahora ya no reaccionaba como un condenado electrocutado, sino que ya lo estaba asimilando todo; cómo no si tuve una semana pervirtiéndome con la idea y el deseo de volver junto a él. Acaricié su cabellera mientras sentía la humedad producida por su saliva.

Yo tenía la certeza de que la estaba pasando bien, era más de lo que hubiera pedido; toda esa tensión liberada. Cuando se apartó de mí, con los labios brillándole, tuve el imperioso deseo de besarlo, pero en cambio había una cuestión más importante que me tenía en ascuas.

—Y tú, ¿qué querías olvidar?

Cuando iba a responderme se me ocurrió una malicia; acaricié de nuevo su cabellera y hundí de nuevo mi verga en su boca; sus pómulos se inflaron y, producto del roce y forcejeo, terminé corriéndome adentro; gotas de semen se escaparon de sus labios y en su semblante había una suerte de enojo.

Ahora sí se apartó, meneando la cabeza mientras sonreía y se limpiaba la boca.

—¡Filho da puta! —carcajeó—. La primera vez que lo probé me pareció asqueroso.

—¿Y ahora?

—¡Sigue siendo asqueroso, no creas!

Y se abalanzó de nuevo hacia mi verga para limpiarla de los restos de semen, acariciando mis más sensibles pertenencias. A veces apretaba y succionaba para que saliera lo que había dejado adentro, aunque la piel de la punta se me había hecho más sensible y no me agradaba tanto como al comienzo.

Cuando me acosté sobra la hierba, descansado y con una sonrisa imborrable, él se arrimó junto a mí. Juntos mirábamos las nubes pasear por el infinito azul sobre nosotros

—La hierba —dijo él—. En menos de una hora nuestros cuerpos nos van a picar.

—Mejor, ¿no? Otro recuerdo más para la saca.

Reímos de nuevo.

—Gracias —dijo él—. Porque yo quiero llevarme un recuerdo inolvidable también, antes de irme. En toda mi vida nunca me atreví a dar un paso, pero cuando te vi, cuando vi esos ojos tuyos, supe que tenía que besarte. Estaba perfectamente preparado para el rechazo, así que no te imaginas lo feliz que me hizo ver tu rostro luego de aquel beso bajo la lluvia.

—¿Irte? —enarqué una ceja—. Pensé que vivías en Estremoz. ¿De dónde eres?

—Lisboa. Pero no volveré allí. Allí están mis padres… No creo que ellos tengan muchas ganas de verme, no sé si me entiendes.

—¿Y Hug Hefner?

—Pues mi tío me dio cobijo aquí cuando me expulsaron de casa —echó una mirada a los alrededores—. La verdad es que aquí en Estremoz no es lo mismo que en la ciudad, pero al menos me siento mejor. Lejos del aire enviciado y de las miradas de desprecio.

Entonces surgía otra cuestión que me tenía en ascuas.

—Si no vas a volver a tu ciudad, ¿dónde es que te vas?

Y me miró con los ojos tristes mientras el viento mecía su cabellera. Entonces lo comprendí cuando me hablaba de “esos ojos”. Porque eran los míos. Ese mismo semblante desganado y desesperanzado con el que yo me reconocía a veces en el espejo.

—Cuando los doctores me dieron seis meses de vida, supe que tenía que vivir lo que quedaba. Vivir con intensidad. Y llevar conmigo un recuerdo imborrable que atesorar. No me pienses con lamentos, Ángel. Me iré feliz porque en un mundo que me castigó con el menosprecio, vi un ángel que me hizo sentirme especial.

No supe qué responder ante tamaña golpiza recibida de manera súbita. Me incliné para besarlo, susurrándole cuánto lo sentía. Y esta vez fui yo quien lo acostó sobre la hierba para llenarlo a besos. Fui yo quien se atrevió a acariciar con los dedos allí donde nunca me hubiera atrevido, meterlos y follarlo; ver su rostro torcido de placer y su cuerpo cedido a un temblor excitante ante mis manos inexpertas

Juntos, haríamos recuerdos que perdurasen durante siglos.

----*

A veces, cuando paseo por las callejuelas estrechas de Estremoz, levanto la mirada al cielo y deseo que caiga una lluvia que lo azote todo. Para bailar como un loco que vive la vida como si fuera el último día, para destensar los problemas de mi día a día. Con Fernando me encontré un par de sábados más, y ayudé con las ventas incluso.

El tercer sábado no lo volví a ver, aunque Hug me contó que volvió a Lisboa por un pedido desesperado de sus padres, quienes deseaban pasar sus últimos días con él antes del operatorio. No volví a saber más del muchacho, y los viajes a Estremoz se hicieron difíciles de hacer en los meses posteriores.

Pasó un año hasta que volví al lugar. No había cambiado mucho. El ajetreo, los trastos, el aroma. Llevé conmigo el águila cobriza como una especie de amuleto de la suerte, y la guardé en mi puño, avanzando entre el gentío, en búsqueda de aquella mesa donde el dueño de la mansión Playboy ofertaba sus reliquias a las ancianas.

Cerré los ojos porque temía encontrar la verdad. Que ya no habría nadie. Que ya no estaría alguien al otro lado de la mesa presto a romper tabúes de la manera más deliciosa. Había pasado mis ratos libres leyendo sobre aquella enfermedad que crecía como un tumor en la columna vertebral y los nimios porcentajes de supervivencia. Recordé mi promesa de no dejarme abatir por los recuerdos, de vivirlos y recordarlos con alegría, eso es lo que Fernando querría, pero era imposible sentir el dolor que oprime en el pecho y hace que uno tenga ganas de derrumbarse.

Pero seguí abriéndome paso, firme, esperanzado y desesperanzado a la vez. Pero quién sabría; tal vez decidió quedarse con sus padres y afrontar con ellos la dura y estigmatizada vida en la ciudad.

A vida serve para lembrar . Y su solo recuerdo de su cuerpo sobre el mío, de su sonrisa cautivadora y esos ojos que enamoraban de un chispazo, me daba fuerzas para seguir la mía.

Y cuando abrí los ojos…

FIN