Mensaje
A partir de un mensaje recibido, cambia el sentido de su existencia.
Cristina
Me había quedado como clavada al pavimento gastado de la oficina de correos, mientras leía esas palabras burdas, groseras e insolentes. Lo correcto habría sido destruir el papel y arrojarlo en el tiesto que para ese objeto estaba a pocos metros, pero no lo había hecho. Ni una sola de las palabras dejaba de ser una provocación procaz o una grosería. Era difícil reconocer en el texto un mensaje coherente, era mas bien un largo insulto como, si el escritor guardara para mi un rencor acumulado de años.
Algunas de esas palabras, yo las había escuchado por ahí al azar, aunque nunca las había pronunciado, no me habían sido dirigidas jamás, pero yo sabía que todas existían pues ellas eran la mención mas vulgar posible de partes de mi cuerpo, situaciones amorosas desmedidas y conductas procaces que incluso rara vez había visto descritas con tal crudeza en la literatura .
Guarde rápidamente el papel en mi bolso, sin terminar de leerlo, y me aleje del lugar, tan solo para darme cuenta, a los pocos minutos, que no sabía hacia donde me dirigía.
Ese papel, había cambiado el sentido de mi existencia, al menos en ese espacio de tiempo, y ese sentido no lo recupere sino cuando, cerca de las once de la mañana enfrentaba mi café habitual de los días viernes allí justamente frente a la plaza.
Dos cosas tenía claras respecto de ese estimulo conmovedor y secreto.
Sin duda que el mensaje estaba dirigido a mí. Si bien mi nombre no se mencionaba sino en el sobre, no tenía dudas que su autor me conocía pues al menos, de alguna manera, había averiguado el numero de mi apartado postal por lo tanto el mensaje no era una casualidad.
La otra cosa que tenía clara, era que ese mensaje vulgar, que debería haber despreciado, me había conmovido. Algo, en el interior de mi ser, que en ese momento no podía precisar, había sido tocado. Tímidamente al comienzo, pero con seguridad luego, recupere el papel desde el interior de mi bolso y lo expuse de nuevo a mi mirada. Me volvió a invadir la sensación de intimidad salvajemente mancillada. Sin embargo, me inquietaba el hecho de reconocer que ese sartal de groserías, guardaba, en la forma, de ser expuesto, una armonía, de alguna manera diabólica, que me impedía dejar de leer hasta la ultima palabra y una vez que lo hube hecho, me invadió la percepción de que el autor había querido llegar con su mensaje, de la forma mas burda y despiadada, a una zona de mi ser, que ni siquiera yo sabia que existía.
Esta sensación se me hizo mas real, cuando, horas mas tarde, tratando de sumergirme en la rutina diaria de mi departamento, trataba inútilmente de ignorar la negra presencia de mi bolso, por horas tirado allí en medio de mi sofá blanco, conteniendo esa vulgaridad radioactiva que parecía buscarme en medio de la niebla de mis inseguridades.
Estire mi brazo y con habilidad busque en su interior el sobre que ahora parecía quemar en mi mente y en mi mano y que por vez primera iba a enfrentar allí en el interior de mi intimidad.
Ahora lo mire con calma meditada, con pausa, sin la premura de la sorpresa desquiciadora de la oficina del correo o la curiosidad molesta del café.
Era como si por primera vez fuésemos a tener un encuentro real.
Fui reconociendo cada palabra. No había saludo inicial, ni identificación del supuesto receptor del mensaje, simplemente la primera palabra, ni siquiera con mayúscula, simplemente así, como si fuese algo que me hubiese dicho siempre, como si diera por supuesto que yo sabía quien lo había escrito.
Seguí leyendo, esa enumeración de insultos y definiciones descabelladamente inmundas, tan solo que ahora casi no me detenía en cada palabra, como en la mañana, sino que extendía la mirada suavemente, de una a otra, como deslizándome por un tobogán tapizado de irreverencias, sintiendo pequeños golpes de rubor en mis mejillas, releyendo algunas pseudo frases, construyendo algunas imágenes allí insinuadas y me daba cuenta que el rechazo brutal de la primera lectura se transformaba en una especie de compasión por la mente, seguramente enferma, de quien me había escrito eso, quizás en medio de una aterradora soledad que le impedía otra forma de contacto con una mujer.
Esta forma de comprensión novedosa, por lo que el papel contenía, me fue invadiendo sin poder evitarlo, y poco a poco, las palabras, sin dejar de ser groseras y procaces, me parecieron la expresión libertadora de una tensión infinita de su parte, tensión que de algún modo latía con fuerza en el mensaje y percibí que, de un modo muy extraño, me estaba comunicando con el y que la pasividad de mi lectura traducía una forma de ternura de mi parte.
Esta percepción me asustó, porque era evidente que un mensaje de esa naturaleza no era normal recibirlo de la forma como yo lo hacía pero a medida que seguía leyendo iba como descubriendo la alteración conmovedora de quien había escrito, imaginaba su mano temblorosa, el torbellino de su mente perturbada, sin duda abrazada por una pasión desmedida que el sabia expresar sin ningún recato, sin trabas, rompiendo todos los cánones y dejando fluir hasta sus palabras lo mas animal que su cuerpo y su mente seguramente sentían en ese momento.
Ese mensaje, sin duda, era lo más sincero que a mi me habían dicho, porque en su espantosa grosería no contenía ni un ápice de halagos perturbadores, allí simplemente estaba lo que el quiso decirme, un deseo casi esculpido en esas palabras sin otra posible interpretación que su grosera realidad.
Era yo, sin embargo la que estaba imaginando el momento de su construcción, su mente afiebrada buscando con seguridad cada palabra para encontrar la mas dura, la más cruenta, la mas caliente, su mano temblorosa de deseo escribiéndola en el papel, sin corregir nada, dejándose invadir por la satisfacción de por fin poder hacerlo, seguro del efecto que produciría, imaginándome absolutamente impactada en mi intimidad desgarrada.
Así, me invadió la sensación de poder decirle que era verdad, que ahora era yo la que temblaba, la que sudaba intensamente al terminar de leer su mensaje completo, que mi cuerpo se había revelado como si sus palabras indecentes hubieran roto una armadura de prejuicios y temores que me aprisionaba desde siempre y ahora era libre para dejarme tocar, para mirarme, para apreciar en mi todo eso que su mensaje decía desear y para compartir con el esta situación común situada en el centro mismo del deseo que en este momento latía en mi desesperado y que mi mano, sin dejar un momento de apretar su mensaje buscaba ansiosa, para poder, de algún modo, completar el tiempo que faltaba para correr mañana hasta el correo con la sensual esperanza de tener conmigo un nuevo mensaje suyo.