Memorias sexuales. Capítulo 3.

Como descubrí las feromonas masculinas. Un relato corto y muy “normalito”

Sigo con esta chorrada de escribir para vosotros cachos de mi vida. La dejé en dos viajes que hice a Valladolid. Fueron la consolidación de mi incorporación al mundo gay. Cosa de la que no me arrepiento.

Hoy sigo con la historia. Va algo que recordé por culpa de la poca suerte que tuve en mi último cruising, ayer mismo, con tres intentos de ligue. Volví a casa de vacío. A las vueltas de vacío siempre contesté con un “no pasa nada; mañana será otro día”. Pero de esta vez, no sé por qué,  me jodió bastante. De los tres intentos, uno apestaba a colonia. Otro a sobacazo en época de sequía. Se notaba a distancia y me limité a acercarme a ellos, oler y pasar de largo. El tercero fue peor. No se le notaba nada raro y le eché mano. Cuando me dispuse a echarle boca también, noté el olor a polla sucia. ¡Uag! ¡Apestaba! Es algo que no soporto; y me fui sin dar ninguna explicación. Lo que recordé fue por contraste con estos guarros. Bañarse en colonia también me parece una guarrada. Echarse un poco, bueeeno, se acepta. Bañarse ya es una guarrería. Vuelvo con mi recuerdo.

Vacaciones de verano en Madrid. Año difícil en el que no pude ahorrar ni un chavo.  Pelao de pelas para salir, tocaba aguantar. Un día de semana me desperté con ganas y decidí ir a pasar la mañana a una sauna. Allá me fui. Madrid estaba siendo una obra inacabable y pasé junto a una de las muchas zanjas que había abiertas por todas partes. Mi mirada se cruzó con la de uno de los obreros. De torso desnudo, como unos cuarenta años. Yo era bastante más joven. Bastó aquel cruce de miradas para que a mí me quedara todo muy claro. Pero el tío estaba currando… Seguí mi camino y en la sauna tuve un buen motivo para olvidar por completo al obrero de la zanja: un chavalote al que le eché un buen polvazo cara a cara, como más me gusta, con sus pies apoyados en mis hombros. Esa es la postura que más me gusta porque me permite ver lo que está sintiendo el compañero. Y, también, permite follar con la mirada. Disfrutamos como enanos. ¡Cómo estaba el chavea!

Camino de vuelta. Ni me acordaba del obrerote de antes. Pero, casualidad, la cuadrilla tenía el descanso de mediodía y estaban cambiándose en la caseta que tenían allí montada. Un escaparate y una parada de autobús próxima me dieron un pretexto para pararme a ver qué pasaba, aunque yo suponía que se iría a comer junto con sus compañeros… Pues no. Se fueron todos por un lado y él, solo, por otro. No me vio, pero yo lo seguí. Entró en un bar. Parece ser que su intención era comer de bocata. Bajó a los servicios y yo detrás. Cuando entré, él estaba lavándose las manos. Fui a las meaderas y me mantuve al tanto, con mucha discreción, porque allí había bastante gente; era hora punta. Cuando terminó con las manos, fue a mear también. Entonces me vio y lo acusó. A pesar de la gente, conseguimos hacer las comprobaciones de rigor y dejarnos claras las cosas el uno al otro. Subimos al bar. Él pidió su caña y su bocata calamares y yo estiré una caña con pincho para esperar por él. Salimos juntos a la calle.

Él tenía el tiempo muy justo. Imposible ir a mi casa que estaba demasiado lejos. Pero yo sabía de una pensión próxima en la que alquilaban habitaciones para desahogo sin que les importara nada el sexo de los miembros de la pareja. A él no le hizo mucha gracia la idea pero tenía urgencia y, aunque de mala gana, aceptó. La pensión ofrecía sólo catre. Olvídate de duchas y otros lujos. Él protestó. Decía que venía de trabajar (qué tontería; yo ya lo sabía). Al desnudarnos, él empezó a hacer comparaciones. Era un café con leche. O un sol y sombra. Moreno muy moreno, moreno agromán, moreno de zanja, de cintura para arriba. Blanco muy blanco de cintura para abajo (como si no hubiera visto el sol en toda su vida). Yo, en cambio, muy moreno de cuerpo entero (yo vivía en un ático y tenía una terraza en la que tomaba el sol en pelotas con toda tranquilidad). También debía de notar el contraste conmigo recién salido de la ducha de la sauna, porque volvió a decir, disculpándose, que venía de trabajar (¡qué perra con la ducha!). Empecé a alarmarme; se me estaba acomplejando. Para darle de hostias. Un tío con aquellos cacho pectorales y aquellos abdominales dibujados no podía acomplejarse por tener las patas blancas y estar sin duchar. Le noté la prisa por meterse en la cama y cubrirse bajo la sábana. No lo dejé. Lo abracé allí mismo, de pie junto a la cama, metiéndome su rabaco entre mis muslos, y le busqué la boca (de paso, también encontré su cara sin afeitar). Al arrimarme, entendí su perra con la ducha. Estaba sudado, muy sudado; estaba siendo un día de calor de verano madrileño y él trabajaba bajo el sol. Mi nariz también lo notó. Pero el tío no estaba sucio. Estaba sólo sudado. Olía. Pero no olía mal. Olía a macho limpio sudado. A macho de zanja. Por primera vez en mi vida reparé en aquel olor y lo agradecí y me excité con él. Él disculpándose porque venía de trabajar y yo excitándome con su olor. Tenía que hacérselo saber. Dejé de morrearme con él y busqué su sobaco con mi nariz y, gimiendo de excitación, pegué y refregué, todavía más, mi cuerpo contra el suyo. Ya en la cama, seguí buscando con la nariz más puntos excitantes. ¡Vaya si los encontré! ¡Y cómo subió mi excitación! Creo que a él, viendo como me ponía yo, se le pasaron todos los complejos. El agradecimiento fue mutuo y el revolcón que nos dimos, de los que no se olvidan. Yo, por lo menos, como podéis ver, no lo he olvidado. Su olor a macho hizo que yo adoptara un papel pasivo y me dejara encular. ¡Ooostia! ¡Cómo me sentí debajo de aquel cuerpazo caliente y sudado! Se me puso la piel de gallina, me arrugué, me repeluzné agarrándome a unos antebrazotes fuertes y peludos que estaban bajo mi pecho; sentí el roce de un vientre liso y duro, también caliente y peludo, sobre mis nalgas; y los golpes de unos cojonazos sobre la parte superior de mis muslos; y algo muy duro, pero a la vez suave, entrando y saliendo en mi tripa, llegándome hasta allá dentro, muy adentro, hasta los mismísimos hígados. Y el roce áspero de una cara de macho sin afeitar en mi cuello. ¡Ooostia! ¡Lo que me alegré de ser pasivo con aquel tío! Él, al ver como lo estaba pasando yo, lo alargó todo lo que pudo. Los dos jadeamos y gemimos de excitación y de gusto y, llegado el momento, hasta gritamos; los dos casi a la vez. Debió de oírsenos en todo el barrio.

Días después volví a buscarlo. Pero ya habían cerrado la zanja. Busqué por toda la zona. Pero nada. No conseguí volver a verlo.

Los que estáis al otro lado de la pantalla del ordenador, ¿os animais a valorar? Son dos pinchacitos de nada. Venga, hombre, que no cuesta nada. Aunque no os haya gustado.