Memorias sexuales. Capítulo 2

Sigo con mis historias. Pasados mis inicios en el mundo gay, os cuento algunos episodios más que tuvieron gran significado.

Os conté en el episodio anterior como fui acercándome al mundo gay. En principio se trataba de resolver los problemas de la polla de un veinteañero. Por lo general los gays, cuando era necesario, me resolvían muy bien esos problemas. Y con mucha dedicación y cariño. Después, en una noche de sábado, descubrí, sin buscarlo, lo que significaba tomar por el culo. Una “violación” en una sauna, y cayeron todos mis prejuicios iniciales sobre la homosexualidad. La acepté plenamente.

Todo es aprender. Se empieza, se aprende, se sigue, se perfecciona... Y se aprende sobre todo a base de experiencias gratificantes. Recuerdo ahora una de estas experiencias gratificantes. Mejor digo muy gratificante. Fue la primera vez que un tío consiguió que yo me corriera apenas sin tocarme. Fue una corrida algo diferente. Una sensación muy distinta. A lo mejor, por diferente y nueva, fue mucho más gratificante y por eso la recuerdo a pesar de los años. ¿Queréis que os cuente?

Tuve que hacer un viaje a Valladolid. Yo tenía un coche que, más que coche, era un carromato de poco fiar y mucho beber. Me decidí por el tren. Llegué a Valladolid a la hora en la que debía de estar a punto de pasar otro tren, porque en el andén había bastante gente esperando. Y no podía hacerme a la idea de que me estuvieran esperando a mí. Más bien estaba seguro de que no, que no era eso. Pasé por delante de un tío. Cinco o diez años mayor que yo y de magnífica planta. Yo seguí de largo pero no pude evitar que mis ojos se dirigieran con insistencia a una prominencia que había en la zona en la que el vientre deja de ser vientre para convertirse en piernas. Piernazas, en este caso. Tengo grabado todavía el recuerdo de un pantalón beige claro, unas piernazas y un bulto. Aquello llamaba demasiado la atención. ¡Oh, mi obsesión con las piernas! Siempre las consideré la porción de anatomía humana más provocativa. Tenía un amigo que siempre me vacilaba. Decía que yo hacía al revés de todo el mundo. Que pasaba revista de pies a cabeza en vez de de cabeza a pies. ¿Cómo pasáis revista vosotros? Bueno, vuelvo a Valladolid que ya estoy enrollándome con lo que no viene a cuento. Seguí de largo dispuesto a coger un taxi. Pero el tío de las piernazas con bulto no estaba esperando ningún tren; por lo visto, él sí que estaba esperándome a mí. No sé como hizo, pero el caso es que volví a encontrármelo en el vestíbulo de la estación, cuando yo iba hacia la parada de taxis. No seguí. Me paré y lo miré. En su cara leí el deseo. Le sonreí y él me abordó. No recuerdo los detalles con exactitud, pero sí sé que el abordaje fue una abierta petición de sexo. Sin rodeos; a lo directo. Acepté. Se ofreció a acercarme hasta el hotel, que estaba próximo a la estación, y dejar allí mi equipaje, que no era mucho porque yo iba por pocos días. Después, fuimos en su coche a buscar un buen descampado que él se conocía.

Ya en el descampado, no bajamos del coche. No me preguntéis demasiados detalles porque no los recuerdo. Sólo puedo deciros que aquel tío me gustaba. Y mucho. ¿O eran las patazas velludas lo que de verdad me gustaba? No recuerdo si nos quedamos en el asiento de delante o nos pasamos al de atrás. Sólo me quedó una imagen: los dos a calzón bajado (o quizás sacado) y yo cómodamente sentado sobre él con su polla muy metida dentro. Hasta los huevos. Sólo hasta los huevos, porque más no cabía. Yo debía de estar volviéndome loco, porque recuerdo perfectamente que él me preguntaba “¿Qué te pasa, hijo?” “¿Qué tienes?” Y recuerdo que yo no podía contestarle porque era incapaz de hablar de tanto como estaba gozando. Y recuerdo que mi gozo terminó en una corrida. Bueno, no. En dos, porque éramos dos.

Y ya que estoy en Valladolid, va otro. Un viaje solo que me llevaba a pasar por Valladolid. Aburrido de coche y caliente, decidí desviarme un poco y entrar en la ciudad. Por lo menos estirar las piernas; y si podía estirar otra cosa, mejor. Sin saber muy bien por donde buscar, opté por eso tan socorrido de los servicios de la estación de ferrocarril. Supongo que en eso algo influyó el recuerdo de las patazas metidas en un pantalón beige. ¡Bingo! Una pieza magnífica. Saqué el arma, apunté y… ¡pieza cobrada! Y, hostia, qué pieza.

El buena pieza no tenia sitio. Yo conocía poco Valladolid. Su aspecto de cafuçu (cafusú) de poco fiar no animaba a meterlo en el coche. Me dejé guiar por él. La desconfianza fue en aumento cuando vi las callejas sórdidas y desiertas por las que me metía. Busqué los ojos de aquel tío mal encarado. Me mantuvo bien la mirada y vi, allá en el fondo, una chispa de sinceridad y de deseo. Me animé a seguirlo hasta debajo de un puente, aunque con los ojos bien abiertos. Allí se paró. Volví a buscarle la mirada y volví a ver deseo. Ya no dudé. Dejé la desconfianza y lo atraje hacia mí; lo pegué a mi cuerpo y busqué su boca con la mía. Él, a pesar de su aspecto de cafuçu, se entregó dócilmente. Le abrí la camisa y metí la mano por allí dentro. Me encontré con un cuerpo fibrado, cubierto por un vello no muy largo pero sí muy agradable de acariciar. A la mano, siguió mi boca. Busqué uno de sus pezoncillos pequeños. Lo lamí y lo mordisqueé. Noté que a él se le erizaban el pezoncillo y el vello y que casi se volvía del revés. ¿Tengo que deciros hasta donde subió mi excitación al notar esto? ¿Y hasta donde se estiró lo que yo quería que se estirara? ¿Y lo que me molestó la presión de gayumbos y vaquero? Estaba pidiendo libertad y yo se la di. El cafuçu, al verla, la cogió con su mano. Ahora el escalofrío lo sentí yo. Ella y yo notamos su deseo. Ella no podía hacer más que dejarse acariciar por una mano; yo podía seguir abriendo la ropa de él. Lo hice; y su pantalón y sus calzoncillos terminaron sobre sus pies. La sensación que había tenido hacía un momento al acariciar su pecho, la tuve ahora otra vez al poner las manos sobre sus nalgas duras. Lo atraje hacia mí apretando sobre las nalgas; pegué su cuerpo contra el mío, vientre desnudo contra vientre desnudo; busqué su boca con la mía y metí la lengua hasta el fondo de aquella oquedad que él mantenía abierta para mí. Sentí su respiración anhelante. El cafuçu era un volcán. Y estaba contagiándome su fuego. Si digo que él seguía entregándose dócilmente, no soy muy exacto. Entregarse tiene un sentido de resignación y de cesión de iniciativa. La suya no era una entrega resignada ni estaba dejándome a mí la iniciativa. En realidad, con su actitud estaba guiando mi comportamiento y diciéndome lo que yo tenía que hacer. Lo hice. Le di la vuelta y con mi dedo índice bien ensalivado peiné la selva que me entorpecía el camino. Allí, en medio de la selva peinada, encontré el punto exacto en donde yo debía de poner el extremo de la tranca. Le puse una camisinha, coloqué la punta en el sitio que había peinado y presioné. Encontré resistencia; el paso era estrecho. A base de capullazos en el sitio justo, fui abriendo puertas hasta que conseguí entrar. Entré despacio y hasta el fondo. Uaaaau, ¡lo que sentí, tíos! ¡Y cómo respiraba él! ¡Y cómo se me pegaba! Desde detrás, busqué su polla con mi mano. La encontré rígida, viva. Como él había hecho antes con la mía, la acaricié suavemente mientras la mía hacia viajes de ida y vuelta. No duró mucho. Su polla disparó. Lo noté en la mano y en sus jadeos. Sobre todo lo noté en las contracciones de su esfínter presionando sobre mi polla. Yo estaba todavía lejos de llegar a la última estación y temí que el viaje terminara antes de haber llegado. Con mi brazo izquierdo, lo sujeté fuerte por la cintura para evitar que se me separara y con mi mano derecha, en la que había quedado parte de su corrida, cogí su polla. La unté con su propia leche y di, con la palma de la mano, un masaje circular en su capullo para evitar que le bajase. Noté como se estremecía, como recuperaba y como volvía a entrar en celo. Seguí tranquilamente mis viajes hasta llegar a la estación final. Ooooag. Él volvía a estar hecho un volcán. Quería más. Pero yo tenía una cierta prisa en volver a la carretera y sabía que iba a tardar algún tiempo en recuperar porque era ya mi segundo polvo del día. Sin desclavarme, le hice una paja, lo corrí por segunda vez y le bajé el calentón.

Le dije cuando iba a hacer yo el viaje de vuelta. Exploré la posibilidad de pasar la noche juntos. La había, y quedamos. Cuatro días sin correrme, guardando todo lo que fabricaban mis huevos para dárselo al cafuçu. Quería dárselo a él, sólo a él, que bien lo merecía. Debían de estar produciendo mucho porque yo estaba sin quitarme de la cabeza que una noche con el cafuçu, juntos en la misma cama, tenía que ser la mismísima hostia.

Joder. No salió bien. Dificultades de última hora me retuvieron en León más tiempo del esperado y no pude salir a la hora prevista. Llegué a Valladolid con dos horas de retraso. Ya me había hecho a la idea de pasar la noche allí y llegar a Madrid a la mañana siguiente. Pero el almacén estaba muy lleno y vaciarlo solo no molaba. No me di prisa en irme a dormir. Callejeé hasta hacerme un ligue. Un soldado catalán haciendo la mili en Valladolid. Hablando con él en la calle, a la distancia normal a la que se hablan dos tíos en público, me llegaba su olor a sudor. No era olor rancio; era olor a sobaco abandonado por el desodorante. Atractivo añadido. Nos buscamos una pensión donde “dormir”. Me di mucha, muchísima prisa en desnudarme y meterme en la cama y, desde allí, contemplar como él terminaba el despelote. Ya sin ropa, el olor subió de intensidad. Ya desnudo, yo pensé “¡que cuerpo voy a tener en mi cama!”. Pero él no vino hacia mi cama. Caminó en sentido contrario, hacia un lavabo que había en la pared. Allí se lavó los sobacos. Yo prefería que no lo hubiera hecho, pero, bueno, el olor no era lo esencial. Lo esencial eran otras cosas… Ahora sí. Ahora vino hacia mi cama diciendo “ahora viene lo bueno”. Tenía razón. Vino lo bueno. No era el cafuçu, pero era bueno y yo vacié, a plena satisfacción, y bien vaciada, la tensión de cuatro días. Él no era un volcán, pero casi. Y también lo pasó bien.

Y algo que no os he contado todavía. No me gusta el sexo mudo. Hablarlo antes, durante y después lo enriquece mogollón. Es otra cosa. También llegué a la conclusión de que la lengua que se use en el sexo no es indiferente. La mejor para mí es el portugués. Parece una lengua especialmente hecha para el sexo. ¡la leche! “Cafuçu” y “camisinha” son dos palabras brasileiras de las que creo que no hará falta que os diga el significado. ¿A que no?