Memorias sexuales. Capítulo 1

Dos pequeñas historias de mis inicios en el mundo gay

Estas cosas del sexo empezaron para mí en el terreno hetero. Hubo un día que un gay me tiró los tejos  con el descaro suficiente como para que me diera cuenta. No hice caso, pero tampoco respondí con violencia. Después, cuando la necesidad de follar era incontenible, empecé a considerar que los tíos también tenían un agujero… Pero tenía bastante reparo en lo que pudiera encontrarme dentro de este segundo orificio. Ese reparo me contuvo por algún tiempo. Un día la polla estaba brava y se sublevó. La tenía bastante mal educada y siempre terminaba haciendo lo que le salía de los cojones. Decía que ya estaba harta de que yo llevara unos días tratándola como si fuera el palo de una zambomba y que ella estaba para otra cosa. Que la zambomba no le molaba. Aquel día, por más intentos que hice, fue imposible encontrarle el agujero suave y abundantemente mojado que yo quería para ella. La verdad es que yo me pirriaba por esas humedades. Pero ella decía que le daba igual, que cualquier hueco calentito le servía. Aunque estuviera seco. En esa discusión estábamos yo y mi polla cuando apareció otro gay insinuante con una bonita popa redonda. “¿Lo ves, lo ves?”, dijo ella, “a este lo hago feliz yo”. Yo terminé cediendo a las presiones del gay y de mi polla. Si os soy sincero, cedí con bastante miedo. Pero hubo suerte y mi polla volvió de su incursión relajada, feliz y… ¡limpia! El gay también se relajó y fue feliz.

Yo fui fiel y no abandoné a mis queridas mujeres. Aunque eso sí, si ellas no querían, peor para ellas. Ellas se lo perdían, porque yo tenía un recambio que no se ponía tan exigente, pijo y estrecho como ellas. Ellos eran más fáciles de ligar y siempre querían. Nunca había problemas. Y cuando ya no eran necesarios, desaparecían discretamente.

Pero, pero… ¡Siempre hay peros! ¿Cómo sería el mundo si no los hubiera? Los tíos tenían un por donde meter y, además, un que meter. Yo siempre dejaba las cosas claras. Yo doy, tú tomas. Y si no te gusta, no hay trato. Pero los había tercos. Yo también quiero dar, yo también quiero dar. Y ya sabéis que, de tanto ir a la fuente, el cántaro acaba por romperse. Un día, mejor dicho una noche, yo estaba compartiendo cama con un muy buen chavalote, muy majete él, cuando el cántaro se rompió.

Todo empezó en una tarde de sábado en la que unos amigotes y yo, todos con ganas de descargar, nos fuimos de ligue. Nos fuimos por la zona de mesones en torno a la plaza Mayor a cazar guiris o nancies. No hubo suerte. Éramos demasiada peña y nos pusimos lo suficientemente burrotes como para espantar a cualquier posible candidata. No había tema y me descolgué antes de llegar a cargarme demasiado. Caminando solo, hacia el metro de Sol, me salió un tío al encuentro. Me pidió fuego. Yo llevaba una carterita de cerillas que acababan de darme en un bar. Encendí una. Hacía mucho viento y se apagó. Esa fue la disculpa para que, al encender la segunda, él echara sus manos para ponerlas sobre las mías y hacer como una pantalla anti-viento. ¡Wau! ¡Me encantó aquel contacto! Mantuvo mis manos cogidas más tiempo del que era necesario y yo me di cuenta de que él estaba empalmado. Se le notaba mucho. Quedó ahí; su aspecto no me animó a más. Yo, de buscar, buscaría otra cosa con un toquecito, sólo un toquecito, algo más femenino. Aquel tío de femenino no tenía absolutamente nada.

El contacto con aquellas manos que me habían pedido fuego me había dado fuego a mí. Pasé de metro y me puse a callejear por los alrededores de la Puerta del Sol. Había tomate. Claro que había. Pero era el cuento aquel del fuego fatuo: “lo mismito es el querer; le huyes y te persigue, lo llamas y echa a correr…”. Le huía a algunos tíos empeñados en encamarse conmigo sin que a mí me interesaran. Llamaba al que no terminaba de aparecer. Me arrepentía de haber perdido a aquel que, al pedirme fuego y poner sus manos sobre las mías, se había empalmado. Me resigné y me puse en la parada del autobús nocturno que pasaba por delante de mi casa (el metro ya había cerrado). ¡Puta mala suerte! ¡Una noche de sábado que iba a pasar solo! ¿Mala suerte? No ¡Puta  indecisión!

Volvió a aparecer el mismo de antes, el que me había pedido fuego. Ahora ya nos conocíamos y empezamos a hablar con toda naturalidad. “¿Todavía andas por aquí?” ─ “Sí, pero ya me voy a casa. Ya van siendo horas de dormir” ─ “Sí. Yo tengo que buscarme una pensión. ¿Conoces alguna?” ─ “No. Pero por ahí arriba, por esa calle, tienes un montón”. Él no vio ningún porvenir y ya se disponía a marcharse. Iniciaba una despedida, cuando yo abandoné mi indecisión “si quieres venir a mi casa, tengo una cama libre”. Aceptó sin pensarlo. En el autobús hablamos de cosas intrascendentes, chorradas, qué se yo de qué. Desde luego, no de sexo.

En mi casa había dos camas. Abrí una mientras él hacía una pasada por el baño. Me sorprendió un poco la pregunta que me hizo él “¿en qué cama duermo?” Le contesté “yo duermo en ésta”. Me fui al baño y cuando volví, esperando encontrarlo metido en la cama donde le había dicho que dormía yo, me lo encontré en calzoncillos y abriendo la otra. No tenía sábanas. Los calzoncillos le sentaban muy bien al cabronazo. “Espera. Esa cama no tiene sábanas”. E intenté ir hacia el armario. “No, no, deja. No hace falta”. Como ya se había metido en la otra cama y se había tapado hasta las orejas, me desnudé, apagué la luz y me acosté. En pelotas, como he dormido siempre toda mi vida, desde que mamá había dejado de ocuparse de esas cosas. Acompañado o solo, pero siempre en pelota picada.

No había forma de dormir. Empalmado como un burro. Pero no me atreví a hacer ni a decir nada. Suerte que se atrevió él. “Yo pensé que íbamos a tener que dormir en la misma cama”. Contesté “siempre estamos a tiempo”. Silencio. “Anda, vente para aquí si quieres. Bien cabes. Y en esa cama no tienes sábanas. Además, hace frío”. No le costó decidirse y se pasó a mi cama. Yo tenía que ocultar mi polla de alguna forma porque se había puesto como una loca. Aunque la verdad, no sé bien para qué tenía que esconderla. Pero el caso es que, con aquel tío,  me daba vergüenza. Para esconderla, me tumbé boca abajo; él se echó a mi lado. Pero la cama no era tan ancha y al acostarse, creo que sin proponérnoslo, su pierna desnuda quedó encima de la mía. Hizo un amago de retirarla, pero como yo no me moví, allí la dejó. Me quedé quieto; no sabía qué hacer, aunque me estaba poniendo loco aquel contacto de pierna desnuda sobre pierna desnuda. Era demasiado. Estaba calentita. Noté que él se movía buscando mi mano con su polla. No hice nada por impedirlo ni por facilitarlo; y él terminó acertando. Como sin querer, rozó con mi mano aquella cosa dura y yo me dejé. Apretó más y entonces yo ya fui a por él y le quité el calzoncillo. Encendí la luz. No tuvo inconveniente en exhibirse totalmente desnudo. No le dio ninguna vergüenza. La falta de calzoncillo le sentaba todavía mejor. Era un tío fibrado y muy delgado, con una polla larga, tiesa, muy erguida y que, por contraste con su delgadez, parecía más gruesa de lo que realmente era…

No sigo. Ahora os imagináis vosotros el resto. Me gusta jugar con vuestra imaginación. Pero os advierto: por mucha imaginación que le echéis, os vais a quedar cortos. No podréis imaginar lo que fue aquella noche. Sólo os cuento que, ya perdida la vergüenza, pasó lo que nunca había imaginado que pasaría: el cántaro terminó rompiéndose. ¡A él no podía decirle que no! A mí me gustó y no fue ningún sacrificio. Lo agradecí. Dormimos muy poco porque no había forma de parar… hasta que terminamos agotados. Me desperté temprano, los dos tumbados uno junto al otro. Él de espaldas a mí. Lo primero que vi al abrir los ojos fue una de aquellas manos que habían cogido las mías para cortar el viento. Estaba puesta sobre su hombro. No pude evitarlo; la besé. Y eso llegó para que él se despertara también. Se dio la vuelta, me la dio a mí y, así de lado, me la enchufó otra vez. Ya descansados, los dos seguimos follando; teníamos muchas ganas.

Preparando el desayuno, me expliqué: “Ayer, contigo, yo estaba  demasiado cortado, ¿sabes?” ─ “Yo es que creí que no entendías.” ─ “No tenía las cosas claras. Ahora me las has dejado claras tú; y me alegro”

Vamos, casi casi como los amantes de Teruel. Pero el calentón que nos dimos por no atreverse él y por no decidirme yo creo que sirvió para que la noche fuera una noche de fuegos artificiales de verdad. ¡Qué gran noche! Pena que no le ofrecí mi teléfono ni él me lo pidió. No volvimos a vernos nunca.

Y así empezó mi deriva hacia lo gay. Y ya que parece que me he lanzado a contaros mi vida sexual, va otro momento clave.

Tarde en una sauna. Dos tíos mal enrollados en la sala de vapor. Un pijo en la sauna. No quise saber quién en el cuarto oscuro; pero alguien había, porque algo se oía. Nunca me gustaron esos cuartos, a no ser que supiera muy bien quien estaba dentro. Algunas cabinas cerradas, de las que salían ruidos que aumentaban mi hambre. Aquel día era mucha. Cosa rara, pero llevaba ya bastante tiempo de abstinencia. Un paseo por los pasillos desiertos. Nada. Me puse a ver la tele. (No era porno, no penséis mal)

La tele era un rollazo. ¿Habrá alguien nuevo por los pasillos? A ver.

Y fui a echar un vistazo. Un tío allí puesto, pegado a la pared. No era mi tipo ni de coña. Pero yo quería hacer el recorrido completo y no quedaba más que pasar por delante de él. Se apañó para avanzar las caderas y consiguió que, al pasar, mi brazo rozase la cosa dura que había debajo de la toalla en la que estaba enrollado. No era mi tipo, y en otras circunstancias yo habría reaccionado violentamente ante aquel roce imprevisto; pero tenía mucha hambre y mi hambre me hizo cambiar mi punto de vista. Entré en la primera cabina libre que encontré y dejé la puerta abierta. Como estaba seguro de que él vendría, me quité la toalla, la extendí sobre la camilla y me tumbé boca arriba. No me preocupé por esconder o disimular el tamaño que se me había puesto. Él no se hizo esperar. Entró, cerró la puerta, se quitó la toalla y se quedó, como yo, totalmente en pelotas y sin preocuparse por esconder nada. Se tumbó sobre mí. No era mi tipo, pero el contacto caliente y algo peludo de un cuerpo de macho rozándome la piel me excitó. Me dispuse a darme un buen revolcón con morreo. Todo iba bien; yo estaba empezando a disfrutar. Y mucho; aunque no fuera mi tipo. Él quiso cambiar de postura y se incorporó. Manteniendo mis piernas entre las suyas, se puso a horcajadas sobre mis muslos. Noté una mirada extraña, penetrante, clavándose en mis ojos. Y de repente, de forma totalmente inesperada, me cayó un lapo en la cara. “¡Maricona! ¡guarra!”. Y me llovió otro lapo. Éste me atizó en todo un ojo. Me revolví y quise quitarme de encima a aquella mala bestia y levantarme. Imposible. El tío me sacaba un palmo de estatura y un buen montón de kilos de peso. Una hostia en la cara (flojita, pero hostia al fin y al cabo) me dejó claro quién iba a mandar allí. “¡Puta!”. Seguí revolviéndome; hasta pensé en gritar. Pero ya estaba anulado física y mentalmente; ni pensar podía. Por instinto y por cansancio, fui tranquilizándome. Me acordé de aquel consejo bestia que había en una pintada en un muro cerca de mi casa: “Si te van a violar, relájate y disfruta”. En cuanto pudo, me dio la vuelta y se instaló encima de mí, separando mis piernas con las suyas. Sentí que me estaba manejando como si yo fuera un muñeco; había conseguido aflojarme por completo. No se anduvo con rodeos; escupió en mi culo  y me calzó la polla de un solo golpe. Y a pelo. Ahora sí que tuve que ahogar un grito, pero no pidiendo auxilio precisamente. Y entre repelones, cachetes e insultos, me folló como una bestia. Pasó algo raro. Cuando noté que la mala mula se corría, no sé lo que sentí. Si alivio porque aquello terminaba, si asco porque me estaba llenando el culo de leche, si pena porque ya no había más. No estoy seguro, pero creo que pensé todas esas cosas a la vez. De lo que sí estoy seguro es de que, cuando se fue de la cabina dejándome tirado sobre la camilla, yo tenía una buena dosis de cabreo. Estaba muy cabreado. El cabreo aumentó muchísimo más cuando, al ir a ducharme (¡lo necesitaba!), me lo encontré a él también en las duchas. Me cabreó la mirada que me dirigió. Mezcla de morbo, mezcla de superioridad. Parecía decirme con la mirada: “has tragado, maricona”. Me fui de la sauna cagando leches (nunca mejor dicho) y cabreado; muy cabreado.

También estoy seguro de otra cosa. Aquella noche, en mi casa, solo en mi cama, volví a “ver” a la mala mula en las duchas, enjabonándose la polla, y volví a “ver” la cara de morbo que había puesto al verme, y me casqué una paja acordándome de los insultos, los lapos y los repelones. Y, sobre todo, acordándome de su cara de morbo.

Días después volví a la misma sauna a buscar más. Pero ya no hubo.

Yo sabía, de oídas, algo del mundo BDSM, aunque nunca me había atraído.  Empecé a buscarlo y fue fácil encontrarlo. Lo exploré. Y así empezó otra etapa de mi vida. No fue muy larga, pero sí muy intensa. Entrega total. Esta etapa no os la cuento, tíos. Sólo os diré que la caña dura que me dio  en la sauna aquella mala mula no tiene nada que ver con el BDSM que terminé encontrando. Son historias distintas. Muy distintas. Pero me gustaron las dos y disfruté de las dos.

Seguiré contándoos. Hasta otra.