Memorias del colegio

El espejo de los vestuarios me enseñó que las calzonas de gimnasia aprietan mucho más que las sotanas, aunque puede que sea al revés.

MEMORIAS DEL COLEGIO

Allá por los años setenta, cuando Franco daba ya sus últimas cabezadas, me enviaron de repente a un internado salesiano. Rondaba yo los trece años y estaba en plena ebullición sexual.

El internado era considerablemente grande: albergaba unos seis mil alumnos internos, comprendidos entre los doce y diecisiete años. Teníamos profesores curas, pero también seglares.

El complejo se componía de una treintena de edificios de ladrillo visto, unidos entre sí por corredores techados que serpenteaban entre las colinas de arenisca de la sierra levantina.

Teníamos una docena de profesores por grupo pero, haciendo memoria, a quienes más recuerdo son al profesor de Educación Física, Don Robustiano: un deportista forzudo que hacía honor a su nombre, aunque, lamentablemente, su carácter también era robusto; recuerdo a Don Higinio, nuestro profesor de Matemáticas: un hombre metódico donde los hubiera, que siempre se fumaba un purito antes de pasar a corregir los problemas y que siempre –recuerdo- hacía un atillo con el plástico del puro y la cintita roja que servía para abrirlos; Don Octavio, el de Ciencias, el típico profesor obeso que resoplaba al escribir en la pizarra, y con el que era muy fácil copiar en los exámenes, pues durante éstos se limitaba a leer el periódico.

En cuanto a los profesores curas, me acuerdo bien del de Historia, el Padre Ramón María, que explicaba los acontecimientos más cruentos siempre bajo el punto de vista religioso (decía que Hitler perdió la guerra por sus muchos pecados), y que tenía una voz tan melodiosa que costaba esfuerzo no caer dormido durante sus explicaciones; el de Religión, el Padre Abelardo, a quien desde lejos se le veía el plumero: se movía por el aula meneando la sotana como si fuera una bata de cola, y movía las manos como sui tocara las castañuelas (a menudo se le escapaban caricias "casuales" por nuestras nucas rapadas); el Padre Francisco, de F.E.N. (Formación del Espíritu Nacional) quien de verdad que era un tipo raro: tras su aspecto cuadrado de nazi se asomaba a veces la mirada ensoñada del místico anacoreta, y en más de una ocasión se quedaba absorto con los ojos perdidos en el aire; pero las correcciones que aplicaba a los insumisos eran las más severas de todas: una vez tuvo a un alumno de rodillas en el patio de gravilla durante cuatro horas en plena tormenta, y no levantó el castigo hasta que sus rodillas empezaron a sangrar, y sólo por habérsele escapado una ventosidad, eso sí, muy pestilente; y para terminar, evocaré también al Director del colegio, el Padre Augusto, un hombre nervudo y macilento, alto y fibroso, cuyo rostro pasaba en un segundo de inspirar ternura y santidad a reflejar cólera y, con mucho, era el que más respeto causaba... ¡respeto! ¡si hubiera sabido al principio lo que de él supe después!

Varias anécdotas pintorescas me vienen a la memoria al evocar aquellos días de reclusión: recuerdo a veces los dos incidentes con Don Robustiano, ¿o fueron tres? Este hombre musculoso, percherón y velludo, gustaba siempre de dar clase con el uniforme reglamentario, el mismo que nos hacían vestir a todos: camiseta roja de tirantas, calzona azul marino, botines azules con cordones blancos y calcetines igualmente blancos con dos rayitas rojas. Nos hacían hincapié en que no llevásemos calzoncillo bajo la calzona (sería para no sudarlo), con lo que el vestuario, al cambiarnos, era un despelote general: allí pude contemplar todas las fases del desarrollo masculino: desde el niño con su pirulí, pasando por el adolescente vergonzoso que intentaba esconder su salchicha con su pelusa, hasta el joven hombretón de nalgas peludas que, orgulloso, paseaba sus atributos ante todos con meneos de gallo o de pavo real. Había uno en especial, Tavero, creo que se llamaba, no muy alto, aunque sí fuerte, que siempre atraía mis miradas, de soslayo, naturalmente.

Pues vestía el profesor Don Robustiano el uniforme reglamentario, pero, o era demasiado corpulento, o no fabricaban calzonas de su talla, pues le quedaba la ropa tan ajustada que daba risa verlo: la camiseta se le clavaba alrededor de los hombros y marcaban tanto sus pectorales que los pezones sobresalían claramente bajo la tela, gordos y abultados, como los de una embarazada. Y la calzona no le iba a la zaga: si a la mayoría de nosotros nos bailaban los muslos en los perniles, él los llenaba con plenitud, con aquellas piernas musculosas cubiertas de pelos negros y rizados desde los tobillos arriba, perdiéndose bajo la prieta y cortísima tela azul de la calzona. Llevaba el taleguillo tan apretado que debía dolerle: bajo un miembro corto y grueso cuyo glande se delineaba a la perfección, se aplastaban sus pelotas como bolas de plastilina. Y, claro, así le pasó aquello.

En unas de esas tardes de gimnasia, haciendo el calentamiento de piernas (de pie, en cuclillas, de pie, en cuclillas, formando nosotros el círculo habitual y hallándose Don Robustiano en el centro del mismo, como solía hacer para ejemplificar el ejercicio), en una de aquellas agachadas se oyó un sonoro crujido seco, breve y rotundo. Ante mí, dándome la espalda y tan cerca como un metro, Don Robustiano me mostraba toda la longitud de la raja de su culo que, como era de esperar, era absolutamente peludo. Aún no se había percatado de que era él cuyas calzonas habían reventado, que era de él del que todos nos reíamos, pues era él cuyas nalgas como globos apretados pugnaban por salir entre la rota tela del pantaloncito. Muy serio y viril, caminó sin cubrirse hacia su vestuario, mostrando ante toda la clase sus rotundas nalgas negras, para volver al minuto con calzonas nuevas que eran, naturalmente, igual de estrechas y prietas.

En la siguiente clase de gimnasia nos llevamos una sorpresa: en lugar de la habitual calzona-faja Don Robustiano apareció con unas enormes calzonas azules que le llegaban por la rodilla y tan amplias que sus muslos de culturista parecían casi normales. Todos aguantamos la risa. Todos menos el pobre Zapata, cuya risita nerviosa se desató para su mal. El profesor se le acercó con cara de pocos amigos, pero más se reía Zapata.

-A ti te quito yo la alegría –le dijo Don Robustiano-, ¡venga, al suelo! ¡flexionando!

Allí lo tuvo arriba y abajo y cuando el pobre Zapata perdía el resuello y ya no podía levantarse, Don Robustiano le ayudaba con un cariñoso puntapié intercostal que era mano de santo.

Al fin le ordenó que se pusiera de pie y le preguntó:

-¿Qué? ¿Te queda alegría?

Zapata guardaba silencio, pero obligado por temor a mantener baja la mirada no pudo el desgraciado dejar de ver las elefantíacas calzonas de Don Robustiano; y Zapata volvió a estallar en carcajadas finas y contagiosas que nos obligaban a mordernos los labios y hasta pellizcarnos los muslos para cortarnos la risa. Claro está, Zapata pasó el resto de la clase bajo el chorro helado de la ducha, sin poder salir de él, pues a cortos intervalos, el profesor acudía para comprobar que así fuera.

No sé si fue ese mismo día u otro. El caso fue que, llevando sus nuevas y gigantescas calzonas, se puso Don Robustiano a explicarnos unos ejercicios nuevos frente a nosotros, en cuclillas, como solía, sin darse cuenta de que todo su aparato: testículo derecho, pene y testículo izquierdo, asomaban libremente por entre los pliegues de las generosas calzonas. Nosotros nos mirábamos compungidos al no poder soltar la risa. Tampoco podíamos avisarle de ninguna manera, ¡cualquiera se atrevía! Y él hablaba y hablaba, ajeno al espectáculo que estaba dando. Yo no me enteraba de nada de lo que decía pues, debo confesar, que aquella visión activó un resorte en mi imaginación que aún se dispara en mis momentos más sexuales.

Al terminar la clase, nos fuimos a las duchas, donde siempre me preguntaba por qué en un colegio de curas, donde la moral era tan tenida en cuenta, las duchas, sin embargo, carecían de puertas.

Y, claro está, yo me las apañaba para pasar varias veces por delante de la ducha que ocupaba Tavero. Y es que a mi adolescente curiosidad le llamaba mucho la atención aquel hombre hecho y derecho en medio de tanto imberbe.

Creo que una vez se dio cuenta de mis miradas; porque frente donde él se vestía había colgado un pequeño espejo que yo solía visitar para pasarme el peine y observar su cuerpo desnudo mientras se secaba y se vestía. Y en aquella ocasión, mientras miraba sus cojones balancearse al meterse los calzoncillos, nuestras miradas chocaron en el vidrio del espejo. Y me caló hasta los huesos. No obstante, yo seguía acudiendo a aquel espejito mágico que me brindaba tales maravillas; y él no se escondía de mis miradas. Creo que, lejos de incomodarle, mi curiosidad le hacía sentirse viril y, así, me mostraba orgulloso y sin pudor toda la plenitud de la hombría de su bien formado cuerpo. ¡Ay! ¡Qué tiempos!

En los dormitorios, abiertos a un pasillo, ocurría lo mismo que en los vestuarios. Teníamos que ponernos el pijama sin los calzoncillos. Y, claro, durante la desvestida se veía de todo. Luego, antes de que apagaran las luces había media hora de charlas, correteos, visitas a las habitaciones de los amiguetes, intercambio de haberes, y hasta discusiones y peleíllas. Dos compañeros de mi habitación iniciaron una vez una reyerta medio en broma, sobre la colcha de la cama:

-¿Te rindes?

-¡Me rindo, me rindo!

Al incorporarse, los dos estaban medio empalmados. Y es que estábamos en la edad.

Al apagar las luces, cada mochuelo a su olivo y bien calladitos: se nos exigía el más absoluto silencio. Un Padre celador recorría los pasillos acallando los susurros que por aquí y por allá brotaban como setas. Más de una vez sacaba el Padre celador a algún alborotador a las duchas (¡qué manía tenían estos curas de vernos desnudos!), y hubo alguno que contó que, mientras se duchaba, el celador lo toqueteaba diciéndole:

-Frótate por aquí, frótate por allá...

Una noche en la que el celador de turno era el Padre Francisco (el severísimo y pseudo-nazi profesor de F.E.N.), todos guardábamos sepulcral silencio, pues eran bien famosos sus crueles correctivos; dio el Padre unos sonoros paseos por el pasillo, arriba y abajo, y luego se retiró a su dormitorio. Mas quiso el infortunio que al "Peque" de nuestra habitación le diera aquella noche un dolor de apendicitis, o eso diagnosticó El Barbas, que siempre sacaba notable en Ciencias Naturales. Yo me presté voluntario para llevarlo a la habitación del celador, que ya se había retirado a dormir. Llegados a su puerta y alterados por la aparente gravedad del caso, la abrimos sin llamar. Lo que allí vimos nos dejó perplejos: el Padre Francisco apareció desnudo, a cuatro patas, flagelándose la espalda con un cilicio de cadenillas. Asustado, cerré la puerta y entonces, llamé. Al rato, se asomó el Padre todo colorado. Llevamos al "Peque" a la enfermería y he de decir que el Padre Francisco se comportó extraordinariamente con el enfermo, tal como un padre carnal lo hubiera hecho, haciéndonos olvidar la visión macabra que acabábamos de presenciar minutos antes en su habitación. Pero bien que nos reímos a su costa en la intimidad de nuestras habitaciones durante muchos, muchos días.

Cierta vez vino a buscarme a la habitación el jefe de sección (un pelota pegajoso donde los hubiera) para informarme de que me tocaba la entrevista con el Señor Director, el Padre Augusto. Casi todos habían sufrido ya la ignominiosa sarta de preguntas personales que el Director disparaba contra los tiernos infantes por riguroso orden alfabético. Y había llegado el turno de la "erre". La idea de meterme en aquel despacho con aquel macilento predicador me llenaba de temor y malas premoniciones. Aquel hombre me imponía respeto y, al mismo tiempo, repulsión. Pero entré, y me hizo sentar en una silla frente a él, tan cerca, que nuestras rodillas casi se rozaban. Me preguntó por mi familia, luego por mi opinión del colegio y, finalmente (no sé a cuento de qué), me preguntó si me masturbaba. Yo le confesé que, a veces, lo hacía en el retrete. Entonces, posando una mano en mi rodilla, añadió:

-Y ¿en qué piensas cuando lo haces? ¿En chicos o en chicas?

Aquello rompió mis defensas. Me puse colorado y, cabizbajo, contesté:

-En las dos cosas.

-¡Ah! –dijo él, apretándome la rodilla- y ¿has estado ya con alguno?

-¿Qué quiere decir?

-Pues... si os habéis tocado vuestras partes.

-No, padre.

-¡Ah! –volvió a decir-. Entonces... ¿no has visto nunca a un hombre desnudo?

-Pues... sí, padre, en las duchas.

-¡Ah! –respondió él-, pero no has visto nunca a un hombre en su plena virilidad?

-No sé, padre. ¿Qué es virilidad?

-Ya veo, hijo mío, aún no estamos perdidos.

Quedó callado unos segundos. Le brillaban los ojos y me pasaba la mano por el muslo, arriba y abajo. Me hacía cosquillitas.

-Verás, hijo mío, debes saber que el pene del hombre, con la excitación sexual, crece a más del doble de su tamaño y se hace duro y rígido. Cuando esto pasa entre dos hombres, hay que tener cuidado, pues ese pene enorme suele buscar una entrada en el cuerpo del otro.

-¿Una entrada? –dije yo.

-Sí, hijo mío, y hay que evitar a toda costa que suceda la penetración, pues es un grave pecado que Dios castiga con el infierno.

-¿Qué penetración? –pregunté yo.

-Para que lo entiendas mejor, hijo mío –y se puso de pie-, méteme una mano por el bolsillo de la sotana.

Y así lo hice.

-¿No notas nada?

-No, padre.

-Busca más adentro.

Y entonces toqué su miembro, hinchado y caliente bajo la tela del forro.

-Eso que tocas, hijo mío, es el pene erecto del hombre, que los curas también tenemos uno.

-Sí, padre.

-Pero así no lo apreciarás bien. Mejor, me quitaré la sotana.

Y se la sacó por la cabeza, quedando ante mis ojos desnudo como un sátiro. Era delgado y musculoso pero, aquel pene que sobresalía entre sus piernas llamó plenamente mi atención.

-Ya ves, hijo mío, cómo puede crecer el pene de un hombre. Tócalo sin miedo, aprecia su dureza y rigidez.

Y yo puse mi mano en su instrumento, aunque apenas podía agarrarlo, pues era grueso como un tronco.

-Y ahora te mostraré la entrada peligrosa que antes te mencioné, para que estés prevenido, por si alguna vez te ves en la situación.

Y, dicho esto, se puso a cuatro patas y abrió las piernas.

-¿Lo ves, hijo mío? ¿Ves el orificio entre mis nalgas?

-¿El culo, padre?

-El culo es, en verdad. Pero has de saber que cuando la lascivia se apodera de los hombres, el culo se transforma en nido para los penes inquietos y, aunque dicen que disfrutan con ello, tú aléjate de las penetraciones.

-¿Penetraciones, padre?

-Sí, hijo. ¿Qué podría hacer yo para que lo entendieras? A ver...

Y comenzó a toquetearme la entrepierna hasta conseguir que mi adolescente pene (por entonces de unos doce centímetros) se pusiera tan tieso como el suyo. Luego me bajó los pantalones y, dándose la vuelta, se lo colocó a la entrada de su ano.

-Empuja, hijo mío, empuja fuerte, y sabrás lo que es la penetración.

Lo que vino después se imagina fácilmente.

Desde entonces, más de una vez me llamó a su dormitorio con excusas variopintas y, aunque las primeras veces me daba un poco de asco, supe reprimirlo hasta conseguir disfrutar plenamente del culo angosto del padre Augusto

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También hubo malos momentos: estudio vigilado, sermones inmerecidos, castigos exagerados, madrugones inesperados...

Menos mal que el cuerpo es sabio y el olvido, cual bálsamo calmante, cubre los dolores y deja sólo...