Memorias de una pulga X
Casi es el final de esta fantástica pulguita
Capitulo X
DESDE SU ENCUENTRO CON EL RÚSTICO MOZUELO cuya simpleza tanto le había interesado, en la rústica vereda que la conducía a su casa, Bella no dejó de pensar en los términos en los que aquél se había expresado, y en la extraña confesión que el jovenzuelo le había hecho sobre la complicidad de su padre en sus actos sexuales. Estaba claro que su amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a juzgar por su observación de que "mi padre no es tan listo como yo" suponía que el defecto era congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el padre de aquel simplón poseía —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de proporciones todavía mayores que las del hijo. Dado su hábito de pensar casi siempre en voz alta, yo sabía a la perfección que a Bella no le importaba la opinión de su tío, ni le temía ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo tanto no me admiré lo más mínimo cuando al día siguiente, aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera. En un campo muy próximo al punto en que observó el encuentro sexual entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo entregado a una sencilla labor agrícola. Junto a él se encontraba una persona alta y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años. Casi al mismo tiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, y corrió a su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra de explicación a su compañero, mostrando su alegría con una amplia sonrisa de satisfacción. —Este es mi padre —dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y pélasela. —¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Bella más inclinada a reírse que a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje? —¿A qué viniste? —preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder? En ese momento habían llegado al punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacía el chico. Era fuerte y bien formado, y. a juzgar por las apariencias, Bella pudo comprobar que si poseía los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista. —Mira a mi padre, ¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡Deberías verlo joder! No cabía disimulo. Se entendían entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como un cumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca se había tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en sus ojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros. Bella comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar. —Me gustaría enseñarte la macana que tiene mi padre —dijo el jovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de su respetable progenitor. Bella se cubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó el paso, cortándole el acceso al camino. —Me gustaría joderte —exclamó el padre con voz ronca—. A Tim también le gustaría joderte, de manera que no debes irte. Quédate y serás jodida. Bella estaba realmente asustada. —No puedo -dijo—. De veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme así. No me arrastréis. ¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis? Había una casita en un rincón del campo, y se encontraban ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la había empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y asegurándola luego con una gran tranca de madera. Bella echó una mirada
en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno de pacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil resistir. Sería mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la pareja aquella no le haría daño. Advirtió, empero, las protuberancias en las partes delanteras de los pantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban de acuerdo con aquella excitación. —Quiero que veas la yerga de mi padre ¡y también tienes que ver sus bolas! Y siguió desabrochando los botones de la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo debajo que abultaba de manera singular. ~¡Oh!, estate ya quieto, padre —susurró el hijo—. Déjale ver a la señorita tu macana. Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la vista de Bella un miembro tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y tremendamente hinchada. La joven sintió el hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan grande como un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedía un fuerte olor. El muchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara. —¿No le dije que era mayor que el mío? -siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mío ni siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre. Bella se volvió. El muchacho había abierto sus pantalones para dejar totalmente a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto: no podía compararse en tamaño con el del padre. El mayor de los dos agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, así como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de un lado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Su falda no tardó en volar hacia arriba. El vestido de Bella era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien torneadas y blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones estaban caídos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegaba muy cerca del ombligo de Bella. Esta se abrió de piernas, ansiosa de probarlo. Pasó su mano por debajo y lo encontró caliente como la lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de Bella. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el campesino consiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad. Llegado este momento se vio abrumado por la excitación y dejó escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó con violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en el interior de la cual virtió parte de su semen. Me estás matando! —gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas en mi interior? —Es la leche, eso es lo que es —observó Tim, que se había agachado para deleitarse con la contemplación del espectáculo—. ¿No te dije que era bueno para joder? Bella pensó que el hombre la soltaría, y que le permitiría levantarse, pero estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que antes. El campesino empezó a moverse hacia adelante y hacía atrás, empujando sin piedad en las partes íntimas de Bella a cada nueva embestida. Su gozo parecía ser infinito. La descarga anterior hacía que el miembro se deslizara sin dificultades en los movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los mismos alcanzara las regiones más blandas. Poco a poco Bella llegó a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus piernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. De esta manera pudo favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentir las fieras sacudidas con que el sensual sujeto hundía su ardiente arma en sus entrañas. Por espacio de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se había venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosa cascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas. El individuo se levantó después, y retirando su carajo, que todavía exudaba las últimas gotas de su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el
jadeante cuerpo que acababa de abandonar. Su miembro todavía se alzaba amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a devolverlo, hinchado todavía por la excitación a que estuvo sometido, a la bragueta del pantalón de su padre. Hecho esto el joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que seguía acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes intimas de la muchacha. Esta vez fue el padre quien acudió en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó a pelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió rigidez. Era una formidable masa de carne que se bamboleaba frente al rostro de Bella. —¡Que los cielos me amparen! Espero que no vayas a introducir eso dentro de mí —murmuró Bella. —Claro que si —contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y me da gusto, y ahora voy a joderte a ti. El padre conducía en aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su vulva, todavía inundada con las eyaculaciones que el campesino había vertido en su interior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta que sus pelos rozaron la piel de Bella. —¡Oh, es terriblemente larga! —gritó ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir más adentro ya!
¡Con suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh, Tim! ¡Muchacho horrible! —Dáselo —murmuró el padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testículos y las piernas—. Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué coñito tan apretado tiene! ¿no es así muchachito? —¡Uf! No hables, padre, así no puedo joder. Durante unos minutos se hizo el silencio. No se oía mas ruido que el que hacían los dos cuerpos en la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su cara jo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no había expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad. —No puedo venirme —dijo, apesadumbrado. —Es la masturbación —explicó el padre. —Se la hago tan a menudo que ahora la extraña. Bella yacía jadeante y en completa exhibición. Entonces el hombre llevó su mano a la yerga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamente hacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se viniera sobre su cara. Después de un rato de esta sobreexcitación del hijo, el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la yerga a la vulva de Bella, y cuando la introducía un verdadero diluvio de esperma salió de ella, para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y terminó por mordería en el brazo. Cuando hubo terminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó de estremerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse. Sin embargo, ellos no tenían intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocar la tranca, se volvió hacia Bella para decirle: —Fue divertido, ¿no? —observó—, le dije que mi padre era bueno para esto. —Si, me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar. Anda, sé bueno. Una mueca a modo de sonrisa fue su única respuesta. Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de su camisa y sus zapatos, y en un estado de erección que hacía temer otro asalto contra sus encantos, todavía más terrible que los anteriores. Su miembro estaba literalmente lívido por efecto de la tensión, y se erguía hasta tocar su velludo vientre. La cabeza había engrosado enormemente por efecto de la irritación previa, y de su punta pendía una gota reluciente. ~¿Me dejarás que te joda de nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita por la cintura y llevaba la mano de ella a su instrumento. —Haré lo posible —murmuró Bella. Y viendo que no podía contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la masa de carne pardusca. Tras de algunas arremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda batalla no menos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de hora
completo. Al parecer, era el de mayor edad el que ahora no podía lograr la eyaculación. ¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella. —Frótamelo, querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del cuerpo de ella, todavía más duro que antes. Bella lo agarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato de esta clase de excitación, se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo había encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche irrumpió en su seno. Alzándose y dejándose caer sobre él alternativamente, Bella bombeó hasta que él hubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.
Al fin llegó el día; despuntó la mañana fatídica en la que la hermosa Julia Delmont había de perder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por una parte, y tan irreflexivamente se pierde por otra. Era todavía temprano cuando Bella oyó sus pasos en las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando un millar de agradables temas de charla dieron pábulo a tina conversación animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que Bella se reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una mas-cara quc escondía algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera. —Adivino que tienes algo qué decirme, Bella; algo que todavía no me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se trata. Bella? —¿No lo adivinas? —preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las comisuras de sus rojos labios. —¿Será algo relacionado con el padre Ambrosio? —preguntó Julia—. ¡Oh, me siento tan terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que él me dijo que no había malicia en lo que hizo! —No la había, de eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo? —¡Oh, si te contara! Me dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y me besó hasta casi quitarme el aliento. —¿Y luego? —preguntó Bella. —¡Qué quieres que te diga, querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llequé a pensar que iba a perder la razón! —Dime algunas de ellas, cuando menos. —Bueno, pues después de haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis ropas y jugueteó con mis pies y con mis medias.., y luego deslizó su mano más arriba.., hasta que creí que me iba a desvanecer. — ¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus caricias. —Claro que si. ¿Cómo podría ser de otro modo? Me hizo sentir lo que nunca antes había sentido en toda mi vida. —Vamos, Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahí, tú lo sabes. —¡Oh, no, claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después. —¡Déjate de niñerías! —exclamó Bella, simulando estar molesta por la reticencia de su amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo? —Supongo que no tiene remedio, pero parecía tan escandaloso, y era todo tan nuevo para mí, y sin embargo tan sin malicia... Después de haberme hecho sentir que moría por efecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomó mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenía él, y que parecía como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo que me indicaba, y luego miré hacía abajo y vi una cosa roja, de piel completamente blanca y con venas azules, con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a una ciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salía entre sus piernas, y que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y rizado. Julia dudó un instante. —Sigue —le dijo Bella, alentándola. —Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez. ¡Era tan larga, estaba tan rígida y tan caliente! No cabía dudarlo, sometida como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad. —Después tomó mi otra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el brillo que adquirían sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él me tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciara aquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara. —¿Fue todo? -preguntó Bella, en tono persuasivo. —No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero siento tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mí seno por algún tiempo, durante el cual latía y me presionaba ardiente y deliciosamente, me pidió que lo besara. Lo complací en el acto. Cuando
puse mis labios sobre él, sentí que exhalaba un aroma sensual. A petición suya seguí besándolo. Me pidió que abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre ellos. Enseguida percibí una humedad en mi lengua y unos instantes después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca y bañó luego mi cara y mis manos. Todavía estaba jugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abría en el otro extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me había confiado, porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacer". Sus modales eran tan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamente distinta a todas las demás muchachas. Pero dime querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias que querías comunicarme? Me muero por saberlas. —Primero quiero saber si el buen padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres que proporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó alguna de las maneras por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sin pecar. —Claro que sí. Me dijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituía un mérito. —Supongo que después de casarse, por ejemplo. —No dijo nada al respecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, y que en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial. Bella sonrió. Recordó haber oído algo del mismo tenor de los sensuales labios del cura. —Entonces, ¿en qué circunstancias, según él, estarían permitidos estos goces? —Sólo cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por los demás por sus cualidades anímicas, es dedicada a dar alivio a los servidores de la religión. —Ya veo —comenté Bella—. Sigue. —Entonces me hizo ver lo buena que era yo, y lo muy meritorio que sería para mí el ejercicio del privilegio que me concedía, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de aquellos otros a quienes sus votos les prohibían casarse, o la satisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza ha dado a todo ser viviente. Pero Bella, tú tienes algo qué decirme, estoy segura de ello. —Está bien, puesto que debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber, entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti sería que te iniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy. —¡No me digas! ¡Ay de mí! ¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tímida! ~¡Oh, no, querida! Se ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado como nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma como la ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutar de todas las bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni él te vea a ti. ~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces? —De ninguna manera; eso impediría darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse el gran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puesta su ilusión el querido padre Ambrosio. —Tus lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces, ¿cómo sucederán las cosas? —A plena luz —explicó Bella en el tono en que una madre se dirige a su hija—. Será en una linda habitación de mi casa; se te acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta de una habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo, totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante. —¡Desnuda! ¡Qué vergüenza! —¡Ah, Julia. mi dulce y tierna Julia! —murmuró Bella—, al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorría su cuerpo—. ¡ Pronto gozarás grandes delicias! ¡ Despertarás los goces exquisitos reservados para los inmortales, y te darás así cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad, cuyos goces estoy segura de que ya necesitas! —¡Por favor, Bella, no digas eso! —Y cuando al fin —siguió diciendo su compañera, cuya imaginación la había conducido ya a sueños carnales que exigían imperiosamente su satisfacción—, termine la lucha, llegue el espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de líquido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis, y hará entrega de su propia ofrenda. —¿Qué es lo que murmuras? Bella se levantó. —Estaba pensando —dijo con aire soñador— en las delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú. Siguió una conversación en torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontré oportunidad para oír otro diálogo. no
menos interesante para mí, y del cual, sin embargo, no daré más que un extracto a mis lectores. Sucedió en la biblioteca, y eran los interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que había versado, por increible que ello pudiera parecer, sobre la entrega de la persona de Bella al señor Delmont, previo pago de determinada cantidad, la cual posteriormente sería invertida por el complaciente señor Verbouc para provecho de ‘su querida sobrina No obstante lo bribón y sensual que aquel hombre era, no podía dejar de sobornar de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido. —Sí —decía el complaciente y bondadoso tío—, los intereses de mi sobrina están por encima de todo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el futuro, pero el pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres de mundo— por el pago de una suma suficiente para compensaría por la pérdida de tan frágil pertenencia. En este momento dejó escapar la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo entenderle. Al fin se llegó a un acuerdo, y quedaron por arreglarse Únicamente los actos preliminares. El señor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia cuando se le informó que la venta debía efectuarse en el acto, y que por consiguiente tenía que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad que durante tanto tiempo anheló conquistar. En el ínterin, el bueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que se encontraba en aquella mansión, y tenía lista la habitación donde estaba prevista la consumación del sacrificio. Llegado este momento, después de un festín a título de desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existía una puerta entre él y la víctima de su lujuria. De lo que no tenía la más remota idea era de quién iba a ser en realidad su víctima. No pensaba más que en Bella. Seguidamente dio vuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave calor templó los estimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción, ¡Qué maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él, recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era una belleza, pero se hubieran necesitado varios minutos para describirla en detalle, después de descubrir por separado cada una de sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de proporciones infantiles; con Unos senos formados por dos de las más selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos botones; las venas azules que corrían serpenteando aquí y allá, que se veían al través de una superficie nacarada como riachuelos de fluido sanguíneo, y que daban mayor realce a la deslumbrante blancura de la piel. Y además, ¡oh! además el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados labios en los que la naturaleza gusta de solozarse, de la que ella nace y a la que vuelve: ¡la source! Allí estaba, a la vista, en casi toda su infantil perfección. Todo estaba allí menos.., la cabeza. Esta importante parte se hacia notar por su ausencia, y las suaves ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no era inconveniente que no estuviera a la vista. El señor Delmont no se asombró ante aquel fenómeno, ya que había sido preparado para él, así como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar con deleite los encantos que habían sido preparados para solaz suyo. No bien se hubo repuesto de la sorpresa y la emoción causadas por su primera visión de la beldad desnuda, comenzó a sentir los efectos provocados por el espectáculo en los órganos sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento a las emociones que normalmente deben causarlos. Su miembro, duro y henchido, se destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de su confinamiento. Por lo tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca arma que apareciera sin obstáculos, y a su roja punta que se irguiera en presencia de su presa. Lector: yo no soy más que una pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son limitadas. Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y la forma cautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando gradualmente a su víctima. Sintiéndose seguro y disfrutando esta confianza, el señor Delmont recorrió con sus ojos y con sus manos todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la vulva, en la que apenas había florecido un ligero vello, en tanto que la muchacha se estremeció y contorsionaba al
sentir el intruso en sus partes más intimas, para evitar el manoseo lujurioso, con el recato propio de las circunstancias. Luego la atrajo hacia si, y posó sus cálidos labios en el bajo vientre y en los tiernos y sensibles pezones de sus juveniles senos. Con mano ansiosa la tomó por sus ampulosas caderas, y atrayéndola más hacia él le abrió las blancas piernas y se colocó en medio de ellas. Lector: acabo de recordarte que no soy más que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos, y no trataré de explicarte cuáles fueron los míos cuando contemplé aquel excitado miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda vulva de Julia. Cerré los ojos. Los instintos sexuales de la pulga macho despertaron en mi, y hubiera deseado —si, lo hubiera deseado ardientemente— estar en el lugar del señor Delmont. Mientras tanto, con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea demoledora. Dando un repentino brinco trató de adentrarse en las partes vírgenes de la joven Julia, falló el golpe. Lo intentó de nuevo, y otra vez el frustrado aparato quedó tieso y jadeante sobre el palpitante vientre de su víctima. Durante este periodo de prueba Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el complot gritando más o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones tomadas por el prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.
Julia estaba narcotizada. Una vez más Delmont se lanzó al ataque. Empujó con fuerza hacia adelante, afianzó sus pies en el piso, se enfureció, echó espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suave barrera cedió, permitiéndole entrar. Dentro, con una sensación de éxtasis triunfal. Dentro, de modo que el placer de la estrecha y húmeda compresión arrancó a sus labios sellados un gemido de placer. Dentro, basta que su arma, enterrada hasta los pelos de su bajo vientre, quedó instalada, palpitante y engruesando por momentos en la funda de ella, ajustada como un guante. Siguió entonces una lucha que ninguna pulga sería capaz de describir. Gemidos de dicha y de sensaciones de arrobo escaparon de sus labios babeantes. Empujó y se inclinó hacia adelante con los ojos extraviados y los labios entreabiertos, e incapaz de impedir la rápida consumación de su libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, y con ella un torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro, bañó la matriz de su propia hija. De todo ello fue testigo Ambrosio, que se escondió para presenciar el lujurioso drama, mientras Bella, al otro lado de la cortina, estaba lista para impedir cualquier comunicación hablada de parte de su joven visitante. Esta precaución fue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia, lo bastante recobrada de los efectos del narcótico para poder sentir el dolor, se había desmayado.
recuerden este es solo un capitulo que ya fue publicado en los 60´s