Memorias de una Pulga VIII

Memorias de una pulga muy especial

CAPITULO VIII

BELLA SEGUIA PROPORCIONANDOME EL MÁS delicioso de los alimentos. Sus juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar para obtener mi sustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no obstante que, a decir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido discutible y ligeramente irregular.

Una cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar satisfacción a sus deleites sexuales. Pronto pudo verse que la jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se le dieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en qué forma desempeñó su papel. No tardó mucho en encontrarse Bella en la mansión del señor

Delmont

, y tal vez por azar, o quizás más bien porque así lo había preparado aquel respetable ciudadano, a solas con él. El señor

Delmont

advirtió su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o estaba bien dispuesta a alentarlas. El señor

Delmont

había ya colocado sus brazos en torno a la cintura de Bella y, como por accidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma el varonil miembro de él. Lo que Bella podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo recorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Bella no dejó de experimentar otro similar de placer sensual. El enamorado señor

Delmont

la atrajo suavemente necia sí, y abrazó su cuerpo complaciente. Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y le susurró palabras halagüeñas para apartar su atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Bella sobre el duro objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que h excitación podría ser demasiado rápida. Bella se atuvo estrictamente a su papel en todo momento: era una muchacha inocente y recatada. El señor

Delmont

, alentado por la falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otros pasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligeros vestidos de Bella, y acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos por debajo para tentar su rollizo muslo. Bella lo rechazó. En cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y le hubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y desempeñó su papel perfectamente. —¡Oh, qué atrevimiento el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡No puedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí. En todo caso nunca antes de... Bella dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión boba. El señor

Delmont

era tan curioso como enamoradizo. —¿Antes de qué, Bella? —¡Oh, no debo explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos modales me lo han hecho olvidar. —¿Olvidar qué? —Algo de lo que me ha hablado a menudo mi tío —contestó sencillamente Bella. —¿Pero qué es? ¡Dímelo! —No me atrevo. Además, no entiendo lo que significa. —Te lo explicaré si me dices de qué se trata. —¿Me promete no contarlo?

  • Desde luego. —Bien. Pues lo que él dice es que nunca tengo que permitir que me pongan las manos ahí, y que sí alguien quiere hacerlo tiene que pagar mucho por ello. ~¿Dijo eso, realmente? —Sí, claro que sí. Dijo que puedo proporcionarle una buena suma de dinero, y que hay muchos caballeros ricos que pagarían por lo que usted quiere hacerme, y dijo también que no era tan estúpido como para dejar perder semejante oportunidad. —Realmente, Bella, tu tío es un perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera un hombre de esa clase. —Pues sí que lo es —gritó Bella—. Está engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y yo apenas si sé lo que ello significa, pero a veces dice que va a vender mi doncellez. —¿Es posible? —pensó

Delmont

—. ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen ojo para los negocios ha de tener! Cuanto más pensaba el señor

Delmont

acerca de ello, más convencido estaba de la verdad que encerraba la ingenua explicación dada por Bella. Estaba en venta, y él iba a comprarla. Era mejor seguir este camino que arriesgarse a ser descubierto y castigado por sus relaciones secretas. Antes, empero, de que pudiera terminar de hacerse estas prudentes reflexiones, se produjo una interrupción provocada por la llegada de su hija Julia. Aunque renuentemente, tuvo que dejar la compañía de Bella y componer sus ropas debidamente. Bella dio pronto una excusa y regresó a su hogar, dejando que los acontecimientos siguieran su curso. El camino emprendido por la linda muchachita pasaba a través de praderas, y era un camino de carretas que salía al camino real muy cerca de la residencia de su tío. En esta ocasión había caído ya la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias curvas pronunciadas, y a medida que Bella seguía camino adelante se entretenía en contemplar el ganado que pastaba en los alrededores. Llegó a un punto en el que el camino estaba bordeado por árboles, y donde tina serie de troncos en línea recta separaba la carretera propiamente dicha del sendero para peatones. En las praderas próximas vio a varios hombres que cultivaban el campo, y un poco más lejos a un grupo de mujeres que descansaba un momento de las labores de la siembra, entretenidas en interesantes coloquios. Al otro lado del camino había una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia allá, vio algo que la asombró. En la pradera había dos animales, un garañón y una yegua. Evidentemente el primero se había dedicado a perseguir a la segunda, hasta que consiguió darle alcance no lejos de donde se encontraba Bella. Pero lo que más sorprendió y espantó a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembro parduzco que, erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y que de vez en cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo de la hembra. Esta debía haber advertido también aquel miembro palpitante, puesto que se había detenido y permanecía tranquila, ofreciendo su parte trasera al agresor. El macho estaba demasiado urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo con requiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre la hembra y trató de introducir su instrumento. Bella contemplaba el espectáculo con el aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin, el largo y henchido miembro del caballo desaparecía por entero en las partes posteriores de la hembra. Decir que sus sentimientos sexuales se excitaron no sería más que expresar el resultado natural del lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; sus instintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó la mirada para observar con todo interés el lascivo espectáculo, y cuando, tras una carrera rápida y furiosa, el animal retiró su goteante pene, Bella dirigió a éste una golosa mirada, concibiendo la locura de apoderarse de él para darse gusto a sí misma. Obsesionada con tal idea, Bella comprendió que tenía que hacer algo para borrar de su mente la poderosa influencia que la oprimía. Sacando fuerzas de flaqueza apartó los ojos y reanudó su camino, pero apenas había avanzado una docena de pasos cuando su mirada tropezó con algo que ciertamente no iba a aliviar su pasión. Precisamente frente a ella se encontraba un joven rústico de unos dieciocho años, de facciones bellas, aunque de expresión bobalicona, con la mirada puesta en los amorosos corceles entregados a su pasatiempo. Una brecha entre los matorrales que bordeaban el camino le proporcionaba un excelente ángulo de vista, y estaba entregado a la contemplación del espectáculo con un interés tan evidente como el de Bella. Pero lo que encadenó la atención de ésta en el muchacho fue el estado en que aparecía su vestimenta, y la aparición de un tremendo miembro, de roja y bien desarrollada cabeza que, desnudo y exhibiéndose en su totalidad, se erguía impúdico. No cabía duda sobre el efecto que el espectáculo desarrollado en la pradera había causado en el muchacho, puesto que éste se había desabrochado los bastos calzones para apresar entre sus nerviosas manos un arma de la que se hubiera enorgullecido un carmelita. Con ojos ansiosos devoraba la escena que se desarrollaba en la pradera, mientras que con la mano derecha desnudaba la firme columna para friccionaría vigorosamente hacia arriba y hacía abajo, completamente ajeno al hecho de que un espíritu afín era testigo de sus actos. Una exclamación de sobresalto que involuntariamente se le escapó a Bella motivó que él mirara en derredor suyo y descubriera frente a él a la hermosa muchacha, en el momento en que su lujurioso miembro estaba completamente expuesto en toda su gloriosa erección. —¡Por Dios! —exclamó Bella tan pronto como pudo recobrar el habla—. ¡Qué visión tan espantosa! ¡Muchacho desvergonzado! ¿Qué estás haciendo con esta cosa roja? El mozo, humillado, trató de introducir nuevamente en su bragueta el objeto que había motivado la pregunta, pero su evidente confusión y la rigidez adquirida por el miembro hacían difícil la operación, por no decir que enfadosa. Bella acudió solícita en su auxilio. —¿Qué es esto? Deja que te ayude. ¿Cómo se salió? ¡Cuán grande y dura es! ¡Y qué larga! ¡A fe mía que es tremenda tu cosa, muchacho travieso! Uniendo la acción a las palabras, la jovencita posó su pequeña mano en el erecto pene del muchacho, y estrujándolo en su cálida palma hizo más difícil aún la posibilidad de poder regresarlo a su escondite.

Entretanto el muchacho, que gradualmente recobraba su estólida presencia de ánimo, y advertía la inocencia de su nueva desconocida, se abstuvo de hacer nada en ayuda de sus loables propósitos de esconder el rígido y ofensivo miembro. En realidad se hizo imposible, aun cuando hubiera puesto algo de SU parte, ya que tan pronto corno su mano lo asió adquirió proporciones todavía mayores, al mismo tiempo que la hinchada y roja cabeza brillaba como una ciruela madura. —¡Ah, muchacho travieso! —observó Bella—. ¿Qué debo hacer? —siguió diciendo, al tiempo que dirigía una mirada de enojo a la hermosa faz del rústico muchacho. —¡Ah, cuán divertido es! —suspiró el mozuelo—. ¿Quién hubiera podido decir que usted estaba tan cerca de mí cuando me sentí tan mal, y comenzó a palpitar y engrosar hasta ponerse como está ahora? —Esto es incorrecto —observó la damita-, apretando más aún y sintiendo que las llamas de la lujuria crecían cada vez más dentro de ella—. Esto es terriblemente incorrecto,

pícaruelo

. —¿Vio usted lo que hacían los caballos en la pradera? —preguntó el muchacho, mirando con aire interrogativo a Bella, cuya belleza parecía proyectarse sobre su embotada mente como el sol se cuela al través de un paisaje lluvioso. —Sí, lo vi. —replicó la muchacha con aire inocente—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué significaba aquello? —Estaban jodiendo —repuso el muchacho con una sonrisa de lujuria—. Él deseaba a la hembra y la hembra deseaba al semental, así es que se juntaron y se dedicaron a joder. —¡Vaya, qué curioso! —contestó la joven, contemplando con la más infantil sencillez el gran objeto que todavía estaba entre sus manos, ante el desconcierto del mozuelo. —De veras que fue divertido, ¿verdad? ¡Y qué instrumento el suyo! ¿Verdad, señorita? —Inmenso —murmuró Bella sin dejar de pensar un solo momento en la cosa que estaba frotando de arriba para abajo con su mano. —¡Oh, cómo me cosquillea! —suspiró su compañero—. ¡Qué hermosa es usted! ¡Y qué bien lo frota! Por favor, siga, señorita. Tengo ganas de venirme. —¿De veras? —murmuró Bella—. ¿Puedo hacer que te vengas? Bella miró el henchido objeto, endurecido por efecto del suave cosquilleo que le estaba aplicando; y cuya cabeza tumefacta parecía que iba a estallar. El prurito de observar cuál sería el efecto de su interrumpida fricción se posesionó por completo de ella, por lo que se aplicó con redoblado empeño a la tarea. —¡Oh, si, por favor! ¡Siga! ¡Estoy próximo a venirme! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien lo hace! ¡Apriete más. . ., frote más aprisa. . . pélela bien. . .! Ahora otra vez.. . ¡Oh, cielos! ¡Oh! El largo y duro instrumento engrosaba y se calentaba cada vez más a medida que ella lo frotaba de arriba abajo. —¡Ah! ¡Uf! ¡Ya viene! ¡Uf! ¡

Oooh

! —exclamó el rústico entrecortadamente mientras sus rodillas se estremecían y su cuerpo adquiría rigidez, y entre contorsiones y gritos ahogados su enorme y poderoso pene expelió un chorro de líquido espeso sobre las manecitas de Bella, que, ansiosa por bañarlas en el calor del viscoso fluido, rodeó por completo el enorme dardo, ayudándolo a emitir hasta la última gota de semen. Bella, sorprendida y gozosa, bombeó cada gota —que hubiera chupado de haberse atrevido— y extrajo luego su delicado pañuelo de Holanda para limpiar de sus manos la espesa y perlina masa. Después el jovenzuelo, humillado y con aire estúpido, se guardó el desfallecido miembro, y miró a su compañera con una mezcla de curiosidad y extrañeza. —¿Dónde vives? —preguntó al fin, cuando encontró palabras para hablar.. —No muy lejos de aquí —repuso Bella—. Pero no debes seguirme ni tratar de buscarme, ¿sabes? Si lo haces te iría mal —prosiguió la damita—, porque nunca más volvería a hacértelo, y encima serias castigado. —¿Por qué no jodemos como el semental y la potranca? —sugirió el joven, cuyo ardor, apenas apaciguado, comenzaba a manifestarse de nuevo. —Tal vez lo hagamos algún día, pero ahora, no. Llevo prisa porque estoy retrasada. Tengo que irme enseguida. —Déjame tentarte por debajo de tus vestidos. Dime, ¿cuándo vendrás de nuevo? —Ahora no —dijo Bella, retirándose poco a poco—, pero nos encontraremos otra vez. Bella acariciaba la idea de darse gusto con el formidable objeto que escondía tras sus calzones. —Dime —preguntó ella—. ¿Alguna vez has. .. has jodido? —No, pero deseo hacerlo. ¿No me crees? Está bien, entonces te diré que. .. sí, lo he hecho. —¡Qué barbaridad! —comentó la jovencita —A mi padre le gustaría también joderte —agregó sin titubear ni prestar atención a su movimiento de retirada. —¿Tu padre? ¡Qué terrible! ¿Y cómo lo sabes? —Porque mi padre y yo jodemos a las muchachas juntos. Su instrumento es mayor que el mío. —Eso dices tú. Pero ¿será cierto que tu padre y tú hacéis estas horribles cosas juntos? —Sí, claro está que cuando se nos presenta la oportunidad. Deberías verlo joder. ¡

Uyuy

! Y

rió

como un idiota. —No pareces un muchacho muy despierto —dijo Bella. —Mi padre no es tan listo como yo —replicó el jovenzuelo riendo más todavía, al tiempo que mostraba otra vez la yerga

semienhiesta

—. Ahora ya sé cómo joderte, aunque sólo lo haya hecho una vez. Deberías yerme joder. Lo que Bella pudo ver fue el gran instrumento del muchacho, palpitante y erguido. —¿Con quién lo hiciste, malvado muchacho? —Con una jovencita de catorce años. Ambos la jodimos, mi padre y yo nos la dividimos. —¿Quién fue el primero? —inquirió Bella. —Yo, y mi padre me sorprendió. Entonces él quiso hacerlo también y me hizo sujetarla. Lo hubieras visto joder... ¡

Uyuy

! Unos minutos después Bella había reanudado su camino, y llegó a su hogar sin posteriores aventuras.

recuerden este relato no es mio.