Memorias de una Pulga VI

Una Pulga un poco fuera de lo normal.

CAPITULO VI

NO DE INCOMODAR AL LECTOR CON EL relato de cómo sucedió que un día me encontré cómodamente oculto en la persona del buen padre Clemente; ni me detendré a explicar cómo fue que estuve presente cuando el mismo eclesiástico recibió en confesión a una elegante damita de unos veinte años de edad. Pronto descubrí, por la marcha de su conversación, que aunque relacionada de cerca con personas de rango, la dama no poseía títulos, si bien estaba casada con uno de los más ricos terratenientes de la población. Los nombres no interesan aquí. Por lo tanto suprimo el de esta linda penitente. Después que el confesor hubo impartido su bendición tras de poner fin a la ceremonia por medio de la cual había entrado en posesión de lo más selecto de los secretos de la joven se-flora, nada renuente, la condujo de la nave de la iglesia a la misma pequeña sacristía donde Bella recibió su primera lección de copulación santificada. Pasó el cerrojo a la puerta y no se perdió tiempo. La dama se despojó de sus ropas, y el fornido confesor abrió su sotana para dejar al descubierto su enorme arma, cuya enrojecida cabeza se alzaba con aire amenazador. No bien se dio cuenta de esta aparición, la dama se apoderó del miembro, como quien se posesiona a como dé lugar de un objeto de deleite que no le es de ninguna manera desconocido. Su delicada mano estrujó gentilmente el enhiesto pilar que constituía aquel tieso músculo, mientras con los ojos lo devoraba en toda su extensión y sus henchidas proporciones. —Tienes que metérmelo por detrás —comenté la dama—. En leorette. Pero debes tener mucho cuidado, ¡es tan terriblemente grande! Los ojos del padre Clemente centelleaban en su pelirroja cabezota, y en su enorme arma se produjo un latido espasmódico que hubiera podido alzar una silla. Un segundo después la damita se había arrodillado sobre la silla, y el padre Clemente, aproximándose a ella, levantó sus finas y blancas ropas interiores para dejar expuesto un rechoncho y redondeado trasero, bajo el cual, medio escondido entre unos turgentes muslos, se veían los rojos labios de una deliciosa vulva, profusamente sombreada por matas de pelos castaños que se rizaban en torno a ella. Clemente no esperó mayores incentivos. Escupiendo en la punta de su miembro, colocó su cálida cabeza entre los húmedos labios y después, tras muchas embestidas y esfuerzos, consiguió hacerlo entrar hasta los testículos. Se adentró más... y más.., y más, hasta que dio la impresión de que el hermoso recipiente no podría admitir más sin peligro de sufrir daño en sus órganos vitales, Entre tanto el rostro de ella reflejaba el extraordinario placer que le provocaba el gigantesco miembro. De pronto el padre Clemente se detuvo. Estaba dentro hasta los testículos. Sus pelos rojos y crispados acosaban los orondos cachetes de las nalgas de la dama. Esta había recibido en el interior de su cuerpo, en toda su longitud, la vaina del cura. Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca y todos los muebles de la habitación. Asiéndose con ambos brazos en torno al frágil cuerpo de ella, el sensual sacerdote se tiraba a fondo en cada embestida, sin retirar más que la mitad de la longitud de su miembro, para poder adentrarse mejor en cada ataque, hasta que la dama comenzó a estremecerse por efecto de las exquisitas sensaciones que le proporcionaba un asalto de tal naturaleza. A poco, con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia adelante, derramé sobre el invasor la cálida esencia de su naturaleza, El padre Clemente, entretanto, seguía accionando en el interior de la caliente vaina, y a cada momento su arma se endurecía más, hasta llegar a asemejarse a una barra de acero sólido. Pero todo tiene su fin, y también lo tuvo el placer del buen sacerdote, ya que después de haber

empujado, luchado, apretado y batido con furia, su vara no pudo resistir más, y sintió alcanzar el punto de la descarga de su savia, llegando de esta suerte al éxtasis. Llego por fin. Dejando escapar un grito hundió hasta la raíz su miembro en el interior de la dama, y derramé en su matriz un abundante chorro de leche. Todo había terminado, había pasado el último espasmo. había sido derramada la última gota, y Clemente yacía como muerto. El lector no imaginará que el buen padre Clemente iba a quedar satisfecho con sólo este único coup que acababa de asestar con tan excelentes efectos, ni tampoco que la dama, cuyos licenciosos apetitos habían sido tan poderosamente apaciguados, no deseaba ya nuevos escarceos. Por el contrarío, esta cópula no había hecho más que despertar las adormecidas facultades sensuales de ambos, y de nuevo sintieron despertar la llama del deseo. La dama yacía sobre su espalda; su fornido violador se lanzó sobre ella, y hundiendo su ariete hasta que se juntaron los pelos de ambos, se vino de nuevo, llenando su matriz de un viscoso torrente. Todavía insatisfecha, la lasciva pareja continué en su excitante pasatiempo. Esta vez Clemente se recosté sobre su espalda, y la damita, tras de juguetear lascivamente con sus enormes órganos genitales, tomó la roja cabeza de su pene entre sus rosados labios, al tiempo que lo estimulaba con toquecitos enloquecedores hasta conseguir el máximo de tensión, todo ello con una avidez que acabé por provocar una abundante descarga de fluido espeso y caliente, que esta vez inundé su linda boca y corrió garganta abajo. Luego la dama, cuya lascivia era por lo menos igual a la de su confesor, se colocó sobre la corpulenta figura de éste, y tras de haber asegurado otra gran erección, se empalé en el palpitante dardo hasta no dejar a la vista nada más que las grandes bolas que colgaban debajo de la endurecida arma. De esta manera succionó hasta conseguir una cuarta descarga de Clemente. Exhalando un fuerte olor a semen, en virtud de las abundantes eyaculaciones del sacerdote, y fatigada por la excepcional duración del entretenimiento, dióse luego a contemplar cómodamente las monstruosas proporciones y la capacidad fuera de lo común de su gigantesco confesor.

Recuerden este relato no es mio.