Memorias de una azafata (2)
La dama vestía de negro, cubierta sólo por una túnica semitransparente, (...). Con aire majestuoso, acompañada por un creciente tableteo de timbales, se recostó de a poco sobre un gran canapé de terciopelo negro.
La dama vestía de negro, cubierta sólo por una túnica semitransparente, (...). Con aire majestuoso, acompañada por un creciente tableteo de timbales, se recostó de a poco sobre un gran canapé de terciopelo negro.
MEMORIAS DE UNA AZAFATA (2)
En este segundo relato de las memorias de mi amiga trotamundos ella recuerda una anécdota de la época en que residió en la Ciudad Luz, mientras volaba entre París y Nueva York, trabajando para la Air France, y residía en un coqueto edificio céntrico, en departamentos contiguos con su amiga y compañera de trabajo Natalia, tan porteña como ella.
"Para comenzar les diré que Natalia es mi amuleto de la suerte. Cada vez que me viene con una sorpresa, sé que ninguna de las dos tendrá de qué arrepentirse (más bien todo lo contrario).
Esta historia comienza con la llegada de mi amiga, irrumpiendo de lo más alborotada en mi departamento, cuando me disponía a saborear un té con leche viendo un aburrido y crepuscular programa de TV. Hacía ya seis meses que ambas alquilábamos en aquel edificio, cerca de la plaza de Italia en la capital francesa. Planeábamos permanecer allí mientras durara nuestra pasantía por la compañía Air France.
-¡Andá vistiéndote, que salimos! -casi me gritó Natalia excitadísima, entrando a la sala como un ventarrón-. Si todo sale bien, desde hoy en adelante, vos y yo no pagamos más alquiler. ¿Qué tal la noticia?
Como se imaginarán, me quedé atónita y pedí explicaciones. Natalia no se hizo rogar, pero antes conviene que les informe que tanto mi amiguita como la que les cuenta esto, le alquilabamos nuestros respectivos departamentos (¡y bien caros!) a la insufrible Honoria de Belmont, una viuda avinagrada e implacable a la hora del cobro, que vivía sola en una mansión de la Rue La Fayette, con la única compañía de un caniche y un viejo mucamo, que también hacía las veces de chofer.
-Todo empezó cuando le pedí que me aguantara un par de meses el monto del alquiler del departamento, ya que el aumento que pretende imponernos, aunque pequeño, trepa más allá de mis actuales posibilidades. Y como la comunicación era telefónica, no encontró mejor argumento que cortarme. Como sabrás, ésta Natalia dificilmente perdona ese tipo de groseros desplantes -se señaló a si misma mi amiga-. De modo que, acto seguido, trepé a mi destartalado Citröen y rumbeé para la casona en cuestión. ¿Sigo, o ya te estás opiando?
A Natalia le gusta que le rueguen. Así que le sacudí unos cuantos pellizcos y prosiguió. Al llegar al lugar, vio salir de la cochera el lujoso Mercedes Benz azul de Honoria de Belmont y, sin vacilar, comenzó a seguirlo a una distancia prudente. Al rato estaban en la zona de Romainville y, algo más tarde, en la puerta de un boliche de turbia iluminación, con un cartel en inglés que rezaba "The Green Door". Y precisamente verde era el color de la puerta de ingreso, que se destacaba en la fachada rústicamente blanqueada y sin ventanas, un lugar absolutamente discreto.
-En efecto, queridita -prosiguió Natalia, cambiando el té por un whisky doble-. Tuve que golpear varias veces porque era un club privado. Cuando se dignaron a entreabrir la mirilla, de puro caradura, le di el nombre de nuestra benemérita patrona. Santo y seña admirable: se me abrió esa puerta y varias más. Un morocho de andar y mirada sinuosa me introdujo en un salón rococó, tenuemente iluminado y con una atmósfera de humo de tabaco y de alguna otra hierba de aroma inconfundible, donde entre los asistentes circulaban algunos efebos desnudos que se acariciaban acompasadamente, al ritmo casi etéreo del 'Preludio a la siesta de un fauno' de Debussy. Me ubiqué entre unos almohadones sin llamar demasiado la atención, y ahí nomás sonó un gong, se apagaron las luces, desaparecieron muy graciosamente los efebos, entre risitas nerviosas, y un foco naranja iluminó el fondo del escenario. De una puerta verde similar aunque más pequeña que la de la entrada, surgió una dama enmascarada, acompañada por una corte de doncellas.
Según el puntilloso relato de Natalia la dama vestía de negro, cubierta sólo por una túnica semitransparente, muy escotada en la espalda y los flancos. Con aire majestuoso, acompañada por un creciente tableteo de timbales, se recostó de a poco sobre un gran canapé de terciopelo negro, desnudando por primera vez sus muslos larguísimos y perfectos. Una de las muchachas se ocupó de entreabrir la túnica hasta la cintura (reitero que la dama no tenía nada debajo), mientras otras dos se encargaban de desprender el vestido a la altura de los hombros.
Ya sin nada encima, la mujer -delgada pero espléndida- comenzó a recoger sus piernas, a agitarse y a ronronear como una gata en celo. Las muchachas no tardaron en complacerla. Una de ellas la besó dulcemente, en tanto la otra jugueteaba con sus senos, deteniéndose un poco con la lengua en cada rosado pezón. De la cintura para abajo, la tarea decisiva estuvo a cargo de una rubiecita más joven y angelical. Su lengua se disparó impiadosa hasta el fondo de aquellos muslos que no paraban de abrirse.
-Me palpité que aquello era sólo el aperitivo. No me equivoqué. La audiencia estaba en vilo, con las proezas de la nena aquella y los corcoveos de la desconocida dama, cuando irrumpió en escena, desde la puerta verde, como correspondía, un negrazo de proporciones. El hombre vestía sólo una reluciente chaqueta de cuero blanco que terminaba a la altura del abdomen. De ahí en más, lo que te pueda contar es poco. A un paso feroz, avanzó hasta ese pandemonio de caricias, hizo a un lado a las chiquilinas de un manotón y acometió contra la señora enmascarada sin darle tiempo a recuperarse de los prodigios practicados por 'lengüita de oro'.
Para abreviar, me contó que la tuvo primero de frente, luego de perfil, un rato hincada sobre sus poderosos muslos, por último tumbadita y haciendo hico-hico no menos de tres cuartos de hora, sin hacer caso de sus gritos y súplicas. Cuando la abandonó era un trapo, pero de lo más dichoso.
Todo este relato apasionante, tuve el privilegio de gozarlo 'in situ', junto a mi audaz amiga Natalia, tras golpear la discreta puerta del 'Green Door', esa misma noche, pasadas las 23.
El show se repitió con ligeras variantes (la dama repitió su entrada con las doncellas y dejó jugar complacida a su ángel rubio, y tras el ingreso del negro hombretón, le practicó intensas y diversas 'fellatios', dejando que más tarde el moreno se esmerara en lo suyo) y a la hora de los aplausos y las hurras, nos escurrimos con Natalia por un corredor que ella ya había detectado la noche anterior. Al entrar en el camarín, la dama acababa de quitarse el antifaz y Honoria de Belmont nos observaba, incrédula, entre escandalizada y gozosa.
¿Hace falta decirles que hay pactos que cumplir en esta vida y el del silencio tiene su precio? Desde esa noche, ni Natalia ni la que aquí cuenta nos preocupamos por pagar el alquiler de nuestros coquetos alojamientos mientras duró nuestra estadía en la Ciudad Luz. Y además, hasta hoy seguimos siendo socias activas del 'Green Door' parisino."
Espero que les guste este segundo relato de la serie. Y creo que hay algunos más que nuestra amiga querrá compartir con nosotros. Un saludo. R.