Memorias de una azafata (1)

Aquella mata de pelos parecía un campo de trigo de Cornualles ondulándose bajo la suave brisa del verano. Varió después de dirección y envió el aire caliente directamente entre mis piernas.

Aquella mata de pelos parecía un campo de trigo de Cornualles ondulándose bajo la suave brisa del verano. Varió después de dirección y envió el aire caliente directamente entre mis piernas.

MEMORIAS DE UNA AZAFATA (1)

Esta serie de relatos amerita una breve introducción. Hace unos cuantos años apareció y se quedó a vivir en mi barrio en el pueblo una mujer de unos setenta años. Había enviudado recientemente de un estanciero de la zona y decidido quedarse con la tranquilidad bucólica del paisaje rural y permanecer entre nosotros. Su matrimonio de unos pocos años había sucedido poco después de jubilarse como empleada de Aerolíneas, después de recorrer varias veces el globo como azafata, incluso volando en otras compañías internacionales. No había tenido hijos y es una gran conversadora, muy afecta a los libros.

Enseguida congeniamos después de nuestro primer encuentro en la única librería del pueblo. Quedó maravillada de ver que podía encontrar gran cantidad de libros editados en los años sesenta y setenta, cuando aquel local tuvo su mejor momento, aun pensando que yo exageraba al recomendárselo. Nos volvimos muy buenos amigos y frecuentemente pasamos largas tardes donde me ha relatado gran parte de su vida, siempre consultándome sobre los libros de mi biblioteca y invitándome a su casa a compartir el té para agradecer mis préstamos. Y al confesarle yo que estaba escribiendo para publicar en este sitio, se entusiasmó muchísimo:

-¡No me digas que también eres adicto a la literatura erótica! ¡Es una de mis debilidades! -me dijo con una sonrisa pícara.

Y buscó rápidamente entre sus cosas unos papeles tipografiados que colocó en una vieja carpeta de cartón.

-Son cosillas que escribía mientras volaba por el ancho mundo, sólo para mí... -continuó, abrazando la carpeta-. Y ahora tú tendrás el privilegio de conocerlas. Y si decides utilizarlas, adelante, la única condición es que me muestres primero a mí los resultados. Quiero la primicia de tus relatos.

Este es el origen de estas "Memorias de una azafata", en las que como verán hay mucho de ficción, aunque mi amiga se niega a confesarme cuánto de verdad hay en sus historias. La primera que se me ocurre presentarles transcurre en Australia y comienza así:

"Perth era una ciudad bonita y tranquila a orillas del río Swan, si bien estaba un poco apagada por la noche. Como decidí que debía arreglarme el pelo, estuve vagando por ella en busca de una peluquería de aspecto relativamente moderno. Los vestidos que veía expuestos en los escaparates de las tiendas tenían un aire casi victoriano. Tengo plena seguridad de que, desde que estuve en esa ciudad, Perth habrá crecido mucho, pero entonces, después de haber visitado la mayor parte de las grandes urbes, la que me había gustado más fue Perth por su ambiente específico. Parecía una gran ciudad mercado de las que había en la vieja Inglaterra hace muchos años.

Di con la peluquería, pero en el momento de entrar estaban colgando de la puerta el cartel de "cerrado". Pasé por delante de la recepcionista y me dirigí a una muchacha bajita, bronceada, morena y tetona, que resultó ser la propietaria del salón. Le rogué que me arreglara el pelo. Me dijo que me peinaría ella misma y dejó a los demás que se fueran. Me puso un peinador y me condujo al lavabo. Yo estaba inclinada para atrás, con los pies levantados, mientras ella me enjabonaba el pelo con champú y me practicaba un excelente masaje en el cuero cabelludo con sus expertas manos. Me encanta que me den un buen masaje. Si quien lo realiza, sea hombre o mujer, lo hace a conciencia y lentamente, al tiempo que te enjabona la cabeza con champú, me produce siempre una muy rara sensación por todo el cuerpo. Nos dirigimos unas cuantas frases amables y a continuación volví a tenderme y a someterme a esta agradable sensación, casi tan buena como una lamida.

Como todas las cosas buenas, también tuvo su final. Tenía el cabello perfectamente limpio. Me hizo sentar entonces delante del espejo y comentó que las puntas de los cabellos necesitaban tratamiento especial. Una de las cosas negativas que acarrea el hecho de volar es la sequedad tanto de la piel como del cabello. Me pidió que me pusiera de pie puesto que, si a mí no me importaba, prefería aquella posición cuando de cortar el pelo se trataba.

Se me acercó y comenzó a ocuparse de las puntas, empezando por los lados y procediendo luego en dirección a la nuca. Era un poco más baja que yo, por lo que sentía el calor de su aliento proyectado en la nuca así como la suave presión de su cuerpo en mi espalda. Daba la impresión de que aquel contacto era accidental. Aunque una sabía que, de no serlo, la más mínima incitación sería acogida con los brazos abiertos...

Todavía me estremecía como consecuencia de los masajes de que había sido objeto. El contacto entre nuestros dos cuerpos me producía como una corriente eléctrica. El delicado corte de las tijeras en la nuca, acompañado de la sensación que me producía que levantase el pelo desde la raíz de mi sensibilísimo cuello, enviaba rápidas señales a mi sexo. Al situarse delante de mí para cortarme el flequillo, se me acercó unos cuantos centímetros y entonces fueron sus pechos, morenos y gordos, los que me produjeron rapidísimas señales.

Me hizo sentar y procedió al secado. Dejé que el peinador resbalara de mis hombros y me desabroché la parte delantera de la blusa para que me cepillara algunos cabellos que habían caído entre mis pechos desnudos. Desconectó el secador, dejó el cepillo y me ayudó en aquella tarea. Fue a buscar un cepillo de cerdas blandas y, tomando la iniciativa, me desabrochó varios botones más y, muy suavemente, comenzó a pasar el sedoso cepillo por encima de mis pechos y de mis pezones erectos. Apenas habíamos hablado una sola palabra, descontando las breves frases que habíamos cruzado al principio. Me eché para atrás en la silla y fui resbalando, como presa de un coma, hasta desplomarme en el suelo. Me abrió el resto de la blusa y me bajó los pantalones. Me dejó un momento pero volvió enseguida, provista de una bolsita de champú, que sostenía con la punta de los dedos y que derramó sobre mi pubis. Comenzó a tratarme la pelambrera del pubis como si de delicadísima cabellera se tratara, practicando masajes con el champú, sobándome, golpeándome, acariciándome con los dedos. Debo decir que mi pubis nunca se había sometido tanto tiempo a unos cuidados tan expertos. Llegué a pensar que, de puro placer, acabaría corriéndome. Por muchas cosas que pudieran faltarles a los australianos, había que reconocer que sus peluquerías eran las mejores del mundo.

Contemplé cómo sus manos finas y morenas jugueteaban con la espuma cada vez más densa. Volvió a dejarme un momento para regresar al poco rato con un pequeño cuenco de agua, con la que me aclaró. Se echaba el agua en el hueco de la mano y la dejaba caer sobre el pubis, entre mis piernas, y sobre mis ropas. Repitió esta operación hasta que los pelos de mi concha estuvieron totalmente libres de espuma. Entonces fue a buscar el secador y lo situó a una temperatura media. Lo colocó de tal manera que el aire caliente fuese proyectado en dirección a la parte superior del pubis. Aquella mata de pelos parecía un campo de trigo de Cornualles ondulándose bajo la suave brisa del verano. Varió después de dirección y envió el aire caliente directamente entre mis piernas. Fue moviendo el secador hacia arriba y hacia abajo, en movimientos circulares, de modo que el aire caliente me inundase por todas partes. Yo me mantenía muy quieta e iba corriéndome una vez tras otra. Ella, por su parte, no intentó siquiera una vez liberar sus vibrantes pechos del encorsetamiento que le imponía su vestido. Puso el secador en frío y lo pasó por todo mi cuerpo, por mi cuello, por las axilas, por mis pechos, por mi estómago, en torno de él, arriba y abajo de mis muslos. Dirigió una bocanada de aire frío directamente entre mis piernas, volví a correrme. Desconectó el secador, tomó el cepillo y un peine y procedió a cepillarme los cabellos. Me hizo la raya en medio y se puso a cepillarme, alisando suavemente los cabellos hacia los lados.

Se puso en pie con una sonrisa y me dijo que había terminado. Torpemente, me puse los pantalones y me abroché la blusa, mojada y apañuscada. Fui a buscar el bolso para sacar de él el monedero. Después de todo, me había lavado, cortado y secado la mitad del cabello.

-No hay nada que pagar, señorita -me dijo, abriendo la puerta e indicándome la calle.

Recorrí tambaleándome las escasas manzanas que me separaban del hotel. Aunque me sentía mareada, no podía dejar de observar las miradas que me dirigían los paseantes al observar el estado de mi pelo, completamente seco por un lado, totalmente empapado por el otro, unido todo ello al mal estado de mi ropa. Recorrí los últimos y escasos pasos que me separaban del hotel, me dirigí precipitadamente a mi cuarto y me senté en la cama para reflexionar sobre todo lo ocurrido.

Como todo el mundo, sea macho o hembra, me había preguntado a qué equivaldría hacer el amor con una persona de mi mismo sexo, pero nunca me había salido de mis cauces para tratar de descubrirlo. Tal vez porque siempre me han gustado mucho los hombres y siempre me han satisfecho tanto sus atributos como las sensaciones que mutuamente nos hemos provocado. (No todos ellos han sido fantasiosos, pero no es posible esperar siempre la perfección. Es indudable que no es posible mandar sobre el orgasmo). Consideré que, aun cuando las sensaciones obtenidas a través de esta chica habían sido maravillosas (y tengo la plena seguridad de que más de una mujer se ha dejado llevar por esta sensación de semicoma encontrándose en la peluquería), aquello me dejó con el deseo de algo que únicamente un hombre puede dar: una exhaustiva lamida de concha mientras mis chupadas se ocupan de la sabrosa verga, preámbulo del acto en que el duro y cálido pene se hunda en las profundidades de mi vagina, son maravillosas maniobras que sólo un hombre y una mujer pueden prodigarse.

En eso pensaba cuando mi compañera de cuarto, irrumpió en la habitación.

-¿Dónde has estado? Te busqué por todo el hotel.

-He ido a la peluquería.

-Bueno, sé perfectamente que en Australia las cosas son un tanto primitivas, pero estoy segura de que hubieran podido peinarte mejor y, además, sin mojarte la ropa.

-Lo he pasado formidablemente bien -le expliqué, satisfecha como el gato con un plato de crema.

Acababa de llegar nuestra tripulación de vuelo: cuatro hombre felices que nos traían la alegre noticia de que debíamos conducir el avión vacío a Singapur. Más adelante descubriría que, en el regreso desde Australia, se producen a menudo estos lapsos. Dado que se trata de vuelos de inmigrantes, el gobierno pagaba el viaje de regreso, de modo que si el avión no tenía pasajeros para conducir a Londres, regresaba vacío. Esto era una bicoca para la tripulación. En el curso del viaje nos dedicábamos de manera intermitente a dormir, leer y, en determinadas ocasiones, a practicar el coito."


Espero que disfruten de esta primera parte. Mi amiga parece tener otras para contar. Un saludo. R.