MEMORIAS DE UN SOLTERÓN.- Capítulo 1º
Yo, abocado ya a mis cincuenta que a mis cuarenta y muchos años aún era soltero... Solterón y sin deseo alguno de dejar mi particular celibato, pues era fijarme un par de veces en la misma mujer, yo ponía pies en polvorosa...
Yo, a mis ya más cincuenta que cuarenta y bastantes años, era lo que se dice todo un señor solterón; y no porque tuviera una especial afición al celibato, menos, porque tuviera, digamos, gustos “raritos”, que ni hablar de la peluca, que a mí, desde pequeñito, las “faldas”, y no, precisamente, las eclesiásticas, me han ido cantidubi, dubi, dubi, cantidubi dubidá; vamos, que mientras el trato con las “chorbas” se limitaba al bailoteo y ligoteo más o menos sabrosón, que de lo que era un “ligue” por “too lo arto” allá por los sesenta, a lo que fue en los ochenta, etc., etc., etc., van abismos profundísimos. Pero también sucedía que, tan pronto notaba que la nena de marras se me empezaba a meter donde no la quería, demasiado dentro de mí, en lo más hondo de mi alma, me entraba como un temblequeo de piernas, unos sudores fríos, un miedo que más era pánico, terror y crujir de dientes, que qué “quirís”, “ mes amís, mes amisas”, pues que al segundo ponía pies en polvorosa, deseando teletransportarme, al segundo, a las antípodas, cuando menos…
¿Qué me pasaba?... ¿A qué esos terrores a sentirme enamorado, unido a una chica, una mujer, tan íntimamente?... Pues, el recuerdo de un desengaño dolorosísimo, sufrido en mi casi más tierna juventud, mis veinte tres-veinticuatro años. La cosa fue que, allá en mi pueblo, un lugar de la huerta murciana, a mis dieciocho-diecinueve años me puse novio con una chica de allí, que me traía loco. Fuimos novios cuatro-cinco años, hasta fines de Agosto de 1963, casi un mes después de salir yo de la mili, con la documentación de la boda ya en marcha, partidas de nacimiento, bautismo y confirmación, amén de la fe de soltería dee amos, y la fecha del enlace, más-menos fijada, a falta sólo de la documentación completa en nuestro poder, para confirmarla, una mañana me desayuné con la noticia de que mi “palomita” había volado del “nido”; vamos, que durante la madrugada precedente, tras de que la noche anterior la dejara en su portal, como siempre, a eso de las 10, 30-11, ella se había fugado con un maromo, un “paleta”, esto es, un albañil, “guaperas”, con más labia que un sacamuelas, con el que me la venía “pegando” desde varios meses antes; al parecer, el “guaperas”, forastero en el pueblo que recaló allí por cinco o seis meses en las obras de unos bloques de viviendas que el ayuntamiento construyó para la gente humilde del lugar, en tal fecha, con la obra terminada, regresaba a su tierra y mi “nena” salió escopeteada tras él…aunque, más correcto, sería decir que con él… Nunca volvió por el pueblo y nunca volví a saber nada de ella
Como es fácil imaginar, yo me quedé hecho polvo, y con unos ánimos, que los de un suicida, eran la “alegría de laa huerta”, comparados con los míos. Así, en tal plan de plañideo, me tiré algún mes que otro, llorando por los rincones como un “gilipuertas”, hasta que medio empecé a serenarme, diciéndome que eso, estar como yo estaba, ni ella, ni mujer alguna lo merecía, por lo que me dije que tenía que superar el bache, salir de ese estado de casi absoluta postración. Pero también ocurría que el pueblo ya no lo aguantaba; que la vida allí se me hacía insufrible, pues todo, todo en él, me la recordaba a cada momento, y yo lo que quería, lo que necesitaba, era todo lo contrario, olvidarla de una vez por todas
Así que me marché del pueblo a Madrid, donde nadie conoce a nadie, donde todo el mundo cabe, es bienvenido, donde, enseguida, nadie es forastero. Así que, una mañana, a eso de las nueve-diez de la mañana, me presenté en la Capital de España, en la estación de Atocha, para ser más exactos. Un maletero de la estación me llevó a una pensión o casa de huéspedes, en la calle Atocha, casi esquina a la glorieta, junto a la estación. Un lugar un tanto cutre, con habitaciones que eran la mínima expresión de cuarto, una cama de 80cm. con su mesita de noche, a la que ni el bacín, u orinal, faltaba en su departamento más inferior y grande; una mesa, una silla y un escueto armario ropero de medio cuerpo, esto es, de 1,20 mt. de ancho… Eso sí, parecía limpia y, a los estables, los que vivíamos, viviríamos, allí, como yo, se les cambiaba sábanas una vez por semana
Solucionada más menos satisfactoriamente la urgente premisa de encontrar domicilio, se imponía, con no menos urgencia, arreglar la otra gran necesidad, buscar trabajo, que del aire nadie vive, y los pocos “cuartos”(1) que llevaba para muchos días, desde luego, no darían. Aquí convendría señalar que, a mí, como suele decirse, me habían crecido los dientes tras la barra de un bar, y entre las mesas de un restaurante, pues mis padres, al casarse, abrieron un bar que en unos años, diez doce, era todo un señor bar-restaurante, con cierto renombre en la región, incluso. Y, a tal circunstancia, uníase la feliz coincidencia de que los alrededores de la Glorieta de Atocha, era, es, una zona muy, pero que muy hostelera, con diversidad de bares, cervecerías, bares-restaurante o restaurantes sin bar. Y tuve suerte, pues en el tercer, puede que cuarto local en que probé suerte, resultó que precisaban un camarero. Estuve trabajando, a prueba, toda la mañana, pero al día siguiente, a las seis de la mañana, entré a trabajar, hasta las tres de la tarde, ya en plantilla. Y allí seguí trabajando, unas semanas en turno de mañana, otras en turno de tarde, hasta que me jubilé, algo más de cuarenta años después.
Pero, habitando en la pensión de la calle Atocha, sólo hasta catorce, quince años después, cuando a la dueña de la pensión, una señora con más años que Matusalén y viuda, por más señas, se le ocurrió “estirar la pata y arrugar el hocico”, aunque parece que no dijo lo de “adiós Perico”(2). Vamos, que se murió bien muerta; pero es que, a su muerte, sus herederos, sus hijos, mayormente, se les ocurrió que si cerraban la pensión y vendían la vivienda, más de doscientos metros cuadrados y mejor que bien situado, les reportaría, al instante, lo que en toda su vida la pensión les daría a ganar. En fin que, de la noche a la mañana, los huéspedes estables, como yo, nos vimos compuestos y sin techo bajo el que guarecernos.
Para entonces, los años ochenta estaban ya más que encima, corriendo ya el año que completaba la séptima decena de años del pasado siglo XX, esto es, 1980, con mis cuarenta “tacos de almanaque” al caer sobre mi cuerpecito serrano, lo que también significaba que la cosa de la vivienda, en Madrid capital, empezaba a ser asunto más que peliagudo, con los alquileres y la compra de vivienda por las nubes, para los sueldos de la época. En fin, que, también, era la época en que los madrileñitos que precisaban piso iniciaban la desbandada hacia el “Más Allá”, como humorísticamente se empezaba a llamar a las poblaciones del inmediato cinturón urbano de la capital de España, lugares como Leganés, Alcorcón, Móstoles, Fuenlabrada, Alcobendas, Coslada o Torrejón de Ardoz, por aquello de “No; yo vivo más allá, más allá”…
Vamos, que acabé sentando mis reales en uno de esos nuevos núcleos urbanos que se da en llamar “Ciudades-Dormitorio”, pues sus habitantes, en forma más que mayoritaria, en Madrid Capital, con lo que esos españolitos salían de casa bien tempranito, como mucho, las seis de la mañana, cuando no a las cinco, como era mi caso. En fin, que me vi habitando un barrio, en una de esas “Ciudades Dormitorio”, de eminente rango obrero, desde “paletas”, albañiles u obreros de la construcción, como ahora se dice, hasta mecánicos, electricistas, camioneros etc, sin faltar, tampoco, algún que otro, algunos que otros, “chupatintas”, esto es, oficinistas de distinto pelaje, empleados de banca y demás, en un edificio que daba a una plaza interior de casi perfecta forma rectangular, adosada, por un lado, a una avenida, la principal vía del barrio
Allí conocí a Antonio, tocayo mío, pues también yo me llamo así, que llegaría a ser un gran amigo mío; también, a su mujer, Mari Carmen, o Carmen, a secas. Ambos vivían, con sus dos hijos, chicos los dos, en el mismo edificio o torre que yo habitaba, ellos en el tercero, yo en el sexto piso o planta. Eran más jóvenes que yo, bastante, además, pues él tenía, entonces, treinta y dos años, en tanto ella era sólo unos meses más joven, seis o siete, con lo que si el marido estaba ya en los treinta y dos años, ella estaba casi a punto de cumplirlos, en tanto yo andaba ya más en los cuarenta que en los treinta y nueve, a semanas de tal cumpleaños. Antonio trabajaba en una empresa de de paquetería, de envíos exprés, urgentes, lo mismo cartas como paquetes no muy grandes, en tanto su señora era de esas mujeres que pasan desapercibidas, callada, muy, muy discreta, metida en su casa, como norma, metida en su casa, dedicada siempre a su marido y sus hijos, bajando a la calle lo imprescindible la diaria compra y poco, poquísimo, más.
Pero ocurrió que unos ocho años más tarde, a mi gran amigo le diagnosticaron un cáncer que, para más INRI, era de esos que acaban con uno en un sí u sí, de páncreas, nada más. Aguantó aún vivo algo menos de un año, durante el cual él bajaba casi todas las tardes y muchas mañanas, ya a última hora, a sentarse en la plaza esa a la que daba nuestro edificio, siempre con su mujer al lado, toda solícita, pendiente de él, pero tratando también de ser lo más animosa posible, de levantarle el ánimo, cosa que pocas, poquísimas veces lograba. Yo, cuando al llegar de trabajar, sobre las cinco, cinco y pico de la tarde, les veía allí, en la plaza, sentados a un banco, solía acercarme a ellos, sentarme con ellos, al lado de él siempre, y allí me pasaba la tarde, charlando, de las cosas más intrascendentes que puedan darse, buscando siempre alegrarle a él con mi cháchara insulsa, pero un tanto alegre, chistosa, con lo que, a veces hasta lograba arrancarle a él alguna sonrisa que otra…hasta, incluso, hacerle reír de vez en cuando. Fue entonces cuando, realmente, más la traté a ella, pues no se mantenía ajena a la conversación, a lo que hablaba, hablábamos, sino participaba en ello
Y así, hasta que, finalmente, el cáncer se llevó al que, sin duda alguna, fue el gran, el único amigo de mi vida. Yo, la verdad, ni me enteré, de momento, de su fallecimiento; simplemente, desde algo más de un mes antes del triste desenlace de lo de mi amigo, unas cinco, seis semanas precedentes a conocer yo la fatal noticia, dejé de verlos a ellos, a los dos, mi amigo Antonio y su mujer, Mari Carmen, hasta que, al fin, n día coincidí con ella en el portal, salí del ascensor y casi me di de bruces con ella; como es lógico, lo primero que hice fue preguntarle por él, mi amigo, su marido, y fue entonces cuando me enteré de su muerte, cando ella me dijo que hacía ya algo más de una semana que le habían enterrado… Yo, como fácil será imaginar, me quedé de piedra al oír la nueva, casi sin saber qué decir, para enseguida pedirle disculpas, excusándome con lo de llevar mes y medio sin saber nada de ellos dos; fue entonces cuando Carmen me dijo que hacia el mes antes de la muerte, él se puso mucho peor, de modo que lo llevó a Urgencias del hospital y allí ya se quedó hasta el final de todo. Incluso, me pidió perdón por no acordarse d mí en aquellos tistes momentos, pero que no lo pensó y por eso no me avisó de su muerte y entierro… Bueno, es que no lo participó a nadie del edificio, los vecinos más próximos… Ella no quería a extraños en el entierro de su marido, y, para ella, la comunidad entera del edificio era ente extraña…
Yo le testimonié mi franco pesar por el hecho
- De verdad, Carmen, que lo siento; no son palabras hueras, que se dicen por etiqueta, por educación y tal, sino, de verdad, muy sentidas, pues yo le quería; le quería a mi tocayo y amigo, muy a las veras… Verás, creo que es el único amigo, de verdad, que en mi vida he tenido… Y sí, le apreciaba mucho…pero mucho… Puedes creerlo
- Lo sé Antonio; lo sé… Y, que no le quepa la menor duda, de que él le correspondía en la misma medida… También él le apreciaba, le quería mucho…
Al momento me di cuenta de que, sin quererlo, sin ser premeditadamente, la cosa es que me había lanzado, y de cabeza, a una “piscina sin agua” al tomarme la confianza, no dada, de tutearla, situación que ella, muy diplomáticamente, salvó con ese tratamiento de usted, que restableció el tratamiento respetuoso entre ambos. Y no comenté nada al respecto, dejando así las cosas, como ella las quería, en el más, menos, distante “Usted” en nuestro trato, trato que se mantuvo así, un tanto distanciado, pero cordial, las pocas veces que coincidíamos, bien en el portal, en el ascensor, al entrar o salir ella o yo, bien al coincidir los dos al tomarlo.
En tales momentos, más bien profundamente efímeros, yo me interesaba por ella, por saber cómo seguía, si salía del “bache” que su viudez, desde luego, significó en su vida, a lo que ella me respondí con afabilidad, y ese así, así, respecto a su estado de ánimo. En fin, un trato muy formal hasta ser más que menos distante, a veces, pero siempre dentro de la mayor afabilidad, hasta de aprecio entre nosotros, diría yo. Y así, el tiempo fue pasando, transcurriendo semanas, meses, años, un par de ellos más que menos “chorreados”, esto es, alagados con la “propina” de no pocos meses a esos años… Y el tiempo también trajo cambios en su manera de ser, de comportarse, pues, poco a poco, se fue abriendo más y más a la vida, hablaba más, con las vecinas mayormente, hasta incluso bajar, a veces, a la plaza, a sentarse allí, en un banco, un rato cada tarde, entre las cinco y las siete, que se subía a casa para hacer la cena a su hijo menor, también de nombre Antonio, pues el mayor llevaba el nombre de su abuelo paterno…
Por cierto, que este vástago más joven, peri ya con dieciocho-diecinueve años, era ya el único que seguía en casa, con ella, pues el mayor, veintiuno, veintidós años por aquellas calendas, hacía ya lo menos cuatro que se marchara de casa, a convivir con una novia que se echó allá por sus dieciséis años… Tempranero que fue, el hombre, en asuntos del “cuore”, aunque no tanto como sus padres, que con unos catorce eran novios casándose cuando él acababa de cumplir dieciséis añitos y ella aún en los quince, por lo que a sus dieciséis años ambos, eran padres de un hijo, el que casi ahora acababa de dejar el nido paterno-materno… En fin, cosas que a veces pasan entre jovencitos que se quieren demasiado y acaban en el “casorio” por el “sindicato de las prisas”, que antes se decía…
En cuanto a mí, decir que, cuando regresaba del trabajo, en mis turnos de mañana, a eso de las cinco y pico de la tarde bastante más que a las 17 horas puntuales, y la veía sentada en ese banco al que parecía abonada, y, generalmente, sola, pues su apertura de carácter, al extremo de mantener contactos medianamente, digamos, íntimos, de verdadera amistad, ni de coña llegaba; saludaba a la vecindad cuando se cruzaba con ella, hasta, incluso, departir un poco con las vecinas, las mujeres, nunca con los varones, salvo, juraría, que yo, pues con algo de parloteo solía responder a mi palique, pues, sencillamente; me acercaba a ella, la saludaba, obsequiándola con los casi ya reglamentarios seis, ocho, minutos de cháchara, interesándome por ella, cómo le iba y tal
Esto se mantuvo así hasta que, una de tantas tardes, tras meses y meses de vérmela allí, en la plaza, sentada n su banco y sola, pues no me confirmé con la palabrería de rigor de aquellos meses, sino que me detuve bien detenido junto a ella, frente a ella, mejor debería decir, un rato que rebasó, en varios enteros, los habituales minutos de palique entre los dos, con lo que ella acabó invitándome a sentarme allí, en el banco y a su lado. Ni sé ya de lo que hablamos, chorradas mayormente, charloteo insulso, sin sentido, pero, ¡Dios!, y cómo nos reímos, cómo se rió, se reía ella más, bastante más que yo, con las mil y una payadas que por mi boca pude soltar aquella tarde… Se no fue la hora, se le fue a ella, mayormente, por lo que, en un momento que se le ocurrió mirar el reloj, aquella especie de remanso de paz en que nos sumimos los dos, se cortó, acabó, con ella marchando, más corriendo que deprisa, a su casa, mientras me decía
- ¡Hay Señor, y cómo se me ha ido el tiempo!... ¡Las ocho y pico, mi hijo a punto de volver del trabajo, y yo aquí, de charla con usted, sin prepararle la cena!... Lo siento, Antonio; de verdad que lo siento, pero debo marcharme ya…
Y, como antes de dice, salió escopeteada hacia nuestro portal… Y yo, qué iba a hacer sino salir tras ella a todo el gas que mis piernas permitían, de manera que entramos juntos en el portal, diciéndole yo
- No, si también a mí se me ha hecho muy tarde; se me pasó el tiempo sin sentirlo… Pero, también yo, debo ya subir a casa… Debiera haber subido hace ya un rato…
Mentira cochina tal afirmación, pues en mí, lo normal cuando hacía turno de mañana, era levantarme a esas horas, poco más o menos, de mi siesta; siestas que, como decía D. Camilo José Cela de las suyas, eran de “pijama y orinal”… Pero en fin, ¿quién no suelta, alguna vez, una mentirijilla de nada?... La cosa es que entramos juntos en el ascensor, haciendo juntos el viaje hasta el tercer piso, en que ella se apeó, pero diciéndome ella, Carmen, durante todo ese rato
- De verdad, Antonio, que me lo he pasado muy, pero que muy bien esta tarde. ¡Ay Dios santo!... En mi vida me he reído tanto como esta tarde… Tanto, como usted me ha hecho reír hoy… De verdad, Antonio, que ha sido una tarde muy, muy, especial para mí
- Pues…pues… También yo lo he pasado estupendamente… También, para mí, ha sido una tarde la mar de especial…
Yo estuve a punto de preguntarle si le importaría repetir la experiencia algún otro día…alguna que otra tarde… Lo tuve, incluso, en la punta de la lengua, pero, al final, no tuve valor para ello… Para permitirme tal atrevimiento… Las chicas, las mujeres, en general, no me imponían, no me sentía tímido ante ellas; antes bien, al contrario, era yo quien solía imponerme a ellas, a base de mantener con ellas, en todo momento, una cara de cemento “armao”, cual suele decirse; con una osadía, un aplomo, que las avasallaba, venciendo la menor resistencia en las titis… Pero con ella, con Carmen, me ocurría totalmente al revés, que siempre acababa “cortado”, tímido, casi asustadizo ante ella
A la tarde siguiente, conmigo todavía en turno de tarde, estaba allí, en nuestra plaza, desde muy pronto, desde antes, incluso, de las cinco, sacrificando, tal fin, algo que, para mí, era como un ritual litúrgico: Mis minutos, casi una hora, nunca, desde luego, menos de media, de treinta minutos y lo normal de cuarenta, hasta cincuenta, en la sobremesa que solíamos mantener los compañeros de tuno y yo mismo, tras comer, con nuestro cafelito y, los que así lo querían, como yo, la copa de licor con el café, ésta a gusto del consumidor, para unos, aguardiente, ara otros whisky, para los otros, como yo, coñac; o como ahora suele decirse, a veces, “brandy”, por la cosa de la “Denominación de Origen”, impuesta por los “franchutes”, los “gabachos”, respecto a su región de origen, la región del Cognac, de la que toma nombre la bebida. En mi caso específico, coñac o brandy, “ Magno”, de bodegas Osborne, aunque, a veces, me sentía espléndido conmigo mismo, costeándome una, dos y hasta tres copas, de Coñac/Brandy “Independencia”, también de Bodegas Osborne, más selecto, más caro también que el “Magno”
Bueno, y a lo que íbamos, que aquella otra tarde me presenté en el barrio, en esa nuestra plaza, antes, incluso, de que fueran las cinco, no ya deseoso, sino casi anhelante de volver a verla, a estar con ella, a pasar, de nuevo, la tarde a su lado, conversando y tal con Carmen, Carmela, como empezara a llamarla esa tare anterior, sin que ella se opusiera a esa nueva forma de nombrarla, a todas luces más familiar, más cercana, más íntima... Me senté en aquél banco en ella se sentaba, dispuesto a esperarla; y esperé, y esperé…y seguí esperando, esperando, esperando, hasta que se me hicieron más las siete y media de la tarde que las siete, siete y cuarto, pero en balde, pues ella no se dignó aparecer ni un segundo… Yo, la verdad, me cabreé con ella “canti dubi”, vamos, cosa fina, filipina, que ha años decíamos… Pero también yo mismo me decía, que sin motivo alguno; porque, vamos a ver, ¿qué obligación tenía ella conmigo; qué compromiso?... ¡Ninguna obligación, ningún compromiso!... Luego, si ayer estuvo conmigo, tan amable, tan afable, fue porque así ayer le apeteció…o yo mismo se lo impuse, al acercarme a ella y estar allí, ante Carmen, tiempo y tiempo, como un pasmarote… En cualquier caso, eso fue ayer, y si hoy eso mismo no le “molaba”, y por ende, no bajaba, ¿qué tenía yo que objetar a ello, porqué sentirme como me sentía, frustrado, muy, muy frustrado; cabreado con ella, muy, muy cabreado
Pero es que también sucedió que eso mismo, su no comparecencia, se repitió al otro día, al otro, y al otro… Y así, durante todos los días que se prolongó mi turno de mañana y, seguidamente, el fin de semana, que fue uno de los pocos que tenía libres en aquél entonces por el rotar de los camareros, que todos somos hijos de Dios y herederos de Su Gloria, en conjunto, uno de cada tres, dos de cada cinco, como máximo. Pasaron aquellos días con tardes libres y volví al turno de tarde, con lo que hasta más la una de la madrugada que las doce y media, llegaba, por fin al barrio… Y volví, de nuevo, al turno de mañana… Y fue el primer día de tal nuevo turno que, al llegar al barrio, a nuestra plaza, siendo ya las cinco y media, hasta pasadas, que las cinco de la tarde, la volví a ver allí, sentada en el mismo banco de siempre, y, también como siempre, sola; más sola que a una.
A mí, francamente, me dio un vuelco el corazón nada más verla, quedándome quieto como un poste, y con el corazón en la garganta, amén de, como suele decirse, sin apenas sangre en las venas… Me repuse al momento de tal “impasse”, diciéndome que a mí qué me importaba ya que ella estuviera allí o en las Chimbambas, pues había decidido no volver a preocuparme de ella, ni a mirarla siquiera, muy decidido a “pasar” de esa mujer tanto como de deglutir excrementos. Así que me dije que me llegaría hasta el portal de casa, pero sin evitar pasar junto a ella, junto a Carmen, Carmela, como en aquella otra tarde la llamara, con la cabeza bien alta y más orgullo que D. Rodrigo en la horca(3). Y así intenté hacerlo, enfilando nuestro portal, pero bordeando, en el viaje, el banco en que se sentaba Carmen. Pasaría a su lado, todo orgulloso, por no decir soberbio; la saludaría con toda corrección, que lo cortés no quita lo valiente, pero sin mostrar afectividad ninguna… Sí, esa era mi intención, lo que deseaba hacer, pero tal propósito me duró lo que las coplas de la zarabanda(4), pues tan pronto ella me divisó, de inmediato me hizo señas para que me acercara, y yo, cual manso corderito, fui a ella más que diligentemente.
- Hombre Antonio, mi querido amigo; precisamente le aguardaba. Pero venga, siéntese usted aquí, a mi lado
Y yo, sin demorarme un instante, fui allí, donde me llamaba, sentándome junto a ella, a su vera… “A tu vera,/ a tu vera, siempre a la verita tuya/ siempre a la verita tuya,/ hasta que de amor me muera”… Ella me empezó a hablar, y a hablar, y a hablar, pero yo no la escuchaba, ni una palabra… No podía, pues, podría decirse, que en este mundo no estaba. Ya acercándome a ella, a Carmen, Carmela, como aquél otro día la nombré, como, realmente, ya la llamaba, más en mi mente, en mi alma, que verbalmente, y desde entonces, su rostro, su sonrisa, ese rostro, esa sonrisa, que tanto, tanto, me gustaba, que, sin dudarlo ya, me embrujaba… Y ese su rostro, esa su sonrisa, me prendieron, me hicieron su prisionero… Prisionero en celda dorada, prisionero en prisión adorable, embriagadora, toda ella ternura, dulzura, que alegra la vida, que te hace enteramente feliz, aún siendo un prisionero… Y así seguí, una vez ya sentado, mientras ella habla que te habla… Pero yo no escuchaba nada, no nada veía, excepto ella misma, su rostro, su sonrisa… Pero también su figura, su cuerpo de mujer…
Para mí, el mundo, el Universo entero, habíase detenido, había desaparecido de mi alrededor, hasta yo mismo habíame esfumado, para sólo quedar ella, ella sola en toda la Tierra. Pero es que también ocurría otra cosa, la constatación de algo que me dejó de piedra: Que yo amaba, quería, a esa mujer, como un hombre ama, quiere, a una mujer. Sí; no me cabía la menor duda, Carmen, Carmela, se me había metido muy, pero que muy, adentro, hasta la trastienda de mis sentimientos de hombre. Vamos, que me había enamorado de esa mujer con toda mi alma, todo mi ser… Y no lo entendía; ¿cómo habíase producido eso?... No lo entendía, me parecía imposible… ¡Si apenas la había tratado!
Pero también recordé algo que, al instante, quise borrarlo, arrancarlo de mi mente, ignorarlo, negarlo, negármelo: Que, tan pronto la conocí, lo cierto es que me gustó… Y mucho, además. Pero, lo grande, es que tampoco Carmen era ninguna gran belleza, menos con un tipazo de esos que hacen volver la cabeza al tío más pintado que se le cruzara; ni mucho menos, pues era de una belleza que, como ella misma era, pasaba desapercibida en un principio. Era, más que nada, su rostro, su sonrisa, un rostro, una sonrisa angelical, con toda la dulzura, la ternura que podemos imaginar en uno de esos entes celestiales; y, añadido a eso, el aura de bondad que, digamos, la rodeaba, impregnando también a quién estuviera a su lado de una sensación de tranquilidad, de sosiego, que era, en sí misma, la felicidad más completa, más íntegra. Junto a ella, sentías que la vida es bella y merece la pena vivirla… Pero es que, también ahora lo veía claro como el agua clara, que sí, merecía la pena vivir la vida, pero con ella, junto a esa mujer. Y bueno, aunque tampoco su cuerpecito fuera, en absoluto, espectacular, tampoco carecía de atractivo, pues todo en ella era proporcionado, y en las justas medidas, para que no faltara un gramo, pero tampoco sobrara un adarme en ninguna parte de ese adorable cuerpecito de ella. Pero
Y comprendí también otra cosa, que explicaba, a las mil maravillas, esa increíble verdad de mi amor por tal mujer: Que eso venía de muy atrás, mucho; puede que desde el mismo momento en que la vi por vez primera. Sí, ahora lo reconocía, que Carmen, desde ese mismo momento, me impresionó, y no poco; y entendía, comprendía también otra cosa: Que una mujer de belleza, de cuerpo, espectacular, puede gustar a un hombre, volverle loco incluso, pero, en verdad, no genera amor en él; deseo, sí, qué duda cabe, pero amor no, pues el hombre, de lo que de verdad se enamora, lo que de la mujer verdaderamente se le mete dentro, muy, muy adentro, de su alma, de su ser, es la feminidad de la mujer, su sensibilidad, su capacidad, imaginada, sí, pero con plena seguridad de no equivocarse, de dar y recibir amor del hombre, de disfrutar de ese amor, ese cariño, lo mismo él que ella, y eso, en todos los aspectos, sin obviar, ni mucho menos, la intimidad, digamos, conyugal de la pareja.
Y eso, mismamente eso, es lo que vi, lo que aprecié en Carmen casi que al primer golpe de vista. Luego, según la fui conociendo más y más, con aquellas charlas que con ella y su marido mantenía cuando la enfermedad de él, sentados en la plaza, y luego, cuando en los inicios de su viudez, la veía por el portal, el ascensor, o las pocas que coincidíamos en la plaza, en la calle… De eso no es que no me enterara, sino que, en esos entonces, no quise enterarme; mi concepto de la caballerosidad, mi lealtad a la amistad, al buen amigo que era su marido, me bloqueó ese sentimiento que, sin duda, ya debía anidar en mí; lo bloqueó expulsándolo de mi consciente hacia el subconsciente, donde quedó dormido, para despertar ahora, la tra tarde, cuando me senté junto a ella al volver a casa del trabajo, por vez primera
FIN DEL CAPÍTULO
NOTAS AL TEXTO
- “CUARTOS”. Desde tiempo inmemorial, en España, sinónimo de dinero.
- Hago aquí referencia a una antigua canción infantil: “Ya se murió el burro/ Que traía la vinagre/ Ya le llevó Dios/ De esta vida miserable// Ya estiró la pata/ Ya arrugó el hocico/ Con el rabo tieso/ Decía, Adiós Perico”. Es una broma de las que, a veces, me gasto, pero que, si a algún lector, lectora, le disgusta, sinceramente, le pido todas las disculpas del mundo por ello.
- “Con más orgullo que D. Rodrigo en la horca”, es un viejísimo refrán español. Se refiere a D. Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, personaje muy famoso y poderoso del siglo XVII; protegido especialmente por el Duque de Lerma, valido de Felipe IIIº, llegó a ser secretario personal del rey, pero muerto éste, y sucediéndole su hijo, Felipe IVº, el valido del nuevo rey, el Conde Duque de Olivares, enemigo acérrimo del Duque de Lerma, se cebó en D. Rodrigo, logrando del rey su condena a muerte. La dignidad, el valor sereno, que D, Rodrigo mostró al ser llevado al cadalso y luego, durante la ejecución, de unos 45 minutos de duración, en los que llegó a besar y abrazar al verdugo que le quitaría la vida, originó que los que presenciaron la ejecución se admiraran tanto de tal valor, tal dignidad, que hasta llegó D. Rodrigo a ser una especie de héroe popular, que dio origen a este refrán. De todas formas, en el refrán hay una grave inexactitud, ya que D. Rodrigo, como noble que era, no plebeyo, no murió ahorcado, sino degollado a espada.
- La zarabanda era un baile o danza muy popular allá por los siglos XVI y XVII; el refrán tiene su explicación en que eta danza no tenía coplas, no se cantaba, sólo se bailaba; sus movimientos, en la mujer, eran sumamente eróticos, casi libidinosos, por las contorsiones que se hacían, hasta el punto de que fue prohibida en 1583, por obscena, pero sin éxito ninguno, pues la gente, el pueblo llano, la siguió bailando, desafiando la prohibición y sus consecuencias punitivas, con lo que acabó por anulare o, al menos, ignorarse. Es más, el escritor Sebastián de Covarrubias(1539-1613) en su monumental obra, “Tesoro de la lengua castellana, o española” un diccionario de la lengua, editado en 1611, dice que la zarabanda tiene su origen en la Edad Antigua, cuando Roma era dueña del mundo antiguo, siglo IIº A.C. a la época yaa plenamente cristiana, en las llamadas “Puellae Gaditanae”, literal, en latín, “Muchachas o Niñas Gaditanas”, aunque, en general, podían ser naturales de cualquier punto de la tola en la Bética hispana, la actual Andalucía, no exactamente de Gades, la actual Cádiz. Los literatos romanos, Marcial y Juvenal, hablan de ellas en sus escritos, señalando el segundo que, en sus danzas, muy, pero que muy sensuales, iban rotando cadenciosamente, bajando, poco a poco, hacia el suelo, hasta llegar a tocarlo, lo que encendía el aplauso de la gente que lo veía; y el primero, habla incluso de una de ellas, de nombre Telethusa, en estos términos: “ Experta en adoptar posturas lascivas al son de las castañuelas béticas y en danzar según los ritmos de Gades, capaz de devolver el vigor a los miembros del viejo Pelias, y de abrasar al marido de Hécuba junto a la mismísima pira funeraria de Héctor. Teletusa consume y tortura a su antiguo dueño. La vendió como sirvienta y ahora la ha comprado para concubina, por más del doble que cobró al venderla ”.