Memorias de un soldado (01)

La extraña bienvenida que el Comandante encuentra a su llegada al nuevo destino...

Memorias de un soldado (I)

Disculpe, pero creo que no nos han presentado. Soy el Comandante Sabattini. Serví durante la Guerra en el frente, dirigiendo una unidad de infatería aerotransportada. No creo que necesite usted saber más, al menos por el momento.

Al terminar la Guerra fui destinado a un campo de detención, para realizar tareas meramente administrativas. La Guerra había acabado, y los formularios tomaban el relevo de los fusiles. Llegué al campo una mañana soleada de Septiembre. Las instalaciones, recién construidas, brillaban bajo el sol. Además de las rutinarias torres de vigilancia, alambradas y puestos de control, el campo estaba compuesto de dos secciones de barracones, la más pequeña para el personal militar y civil, y la más grande destinada a albelgar a los detenidos. He de mencionar que al ser meramente un campo de detención, donde los sospechosos de haber colaborado con el enemigo eran retenidos hasta que su situación se aclarase , no contaba con especiales medidas de seguridad. No se esperaba resistencia por parte de los prisioneros, ni tampoco un trato especialmente duro por parte de los guardianes. O al menos eso creía yo.

Fui recibido por el Coronel al mando inmediatamente. Llamemósle Coronel H. Aunque nunca habíamos coincidido, el trato fue muy cordial, y salí de su despacho, además de con mis órdenes para el día, con una invitación para una pequeña fiesta de bienvenida esa noche. No sería nada formal, tan sólo una manera más de facilitar mi integración entre los demás oficiales, a los cuales no conocía aún.

Al caer la noche, y después de efectuar un reconocimiento del campo y de mis tareas, me aseé para la ocasión. Una vez vestido con mi uniforme de gala, me dirijí al despacho del Coronel, donde tendría lugar la fiesta. Me sorprendió un poco que ésta no tuviera lugar en la casa del Coronel (casado), pues aunque su despacho era bastante grande, estaba acostumbrado a ser recibido en la residencia particular, no en los barracones. Al llegar al despacho me encontré al Coronel y a otros ocho oficiales de menor rango, todos vestidos también de gala, charlando animadamente y bebiendo de sus copas, con una relajante música clásica de fondo. La mesa del Coronel había sido retirada a un rincón de la sala, y diez sillones, de apariencia bastante cómoda, estaban dispuestos en círculo en el centro. El único vacío era el contiguo al de H., e inmediatamente fui invitado a servirme una copa y ocupar ese sillón. Después de las presentaciones de rigor, la charla transcurrió animadamente, con las típicas preguntas acerca del historial de cada uno, y alguna que otra anécdota militar. Al fin y al cabo, todos éramos soldados. No merece la pena perder demasiado tiempo en recordar esa parte de la fiesta. Por el contrario, lo que sucedió después es cuando menos, digno de mención.

Llegado un momento el Coronel, levantándose de su asiento y pidiendo un momento de silencio, dijo:

-"Estimados caballeros, todos ustedes conocen, y creo que muchos realmente admiran, mi hospitalidad. En cambio, el Comandante Sabattini ignora aún lo placenteras que pueden llegar a ser estas pequeñas fiestas en familia. Creo que es hora de que se lo mostremos." -

Acto seguido, abrió una puerta lateral que hasta el momento había permanecido cerrada, dejando pasar a una mujer de unos 25 años, vestida con ropa civil, blusa y pantalón. Tras conducirla al centro del círculo que formaban los sillones, el Coronel volvió a ocupar su lugar a mi lado.

-" Creo que usted sabe, al igual que todos nosotros, que aunque la vida en este campo es relativamente fácil para los detenidos, no deja de haber "ciertas e inevitables" dificultades. La magnitud de estas dificultades viene determinada, en gran medida, por el más o menos amistoso trato por nuestra parte. Estando así las cosas, no creo que se sorprenda usted de que ciertos detenidos estén más que dispuestos a "colaborar" con nosotros para, digamos, mejorar ese trato. Por ejemplo, la Señorita E., aquí presente, es madre de dos hermosos pequeños, de uno y tres años respectivamente, que se alojan con ella en el pabellón C. Es nuestra obligación velar por la seguridad y buena salud tanto de ella como de sus hijos, pero la guerra es ciertamente algo horrible, y entre otras cosas, provoca una escasez casi total de productos infantiles. Aún así, yo personalmente, a la vista de la actitud francamente amistosa de la Señorita E., he conseguido una partida de alimentos infantiles para ella. Estoy seguro de que podrá usted imaginar la enorme gratitud de la Señorita E. hacia mí en particular y hacia los oficiales de este campo en general."-

Por el tono irónico del discurso,y por la mirada baja y cara de circunstancias de la susodicha Señorita E., deduje que se trataba, más que de gratitud, de coacción. En cualquier caso, no pude dejar de fijarme en E. Era ciertamente una mujer bellísima, y sus ropas, aunque bastante gastadas, no podían ocultarlo. Mediría alrededor de 1.75, con una larga y cuidada melena rubia hasta media espalda (algo realmente inusual, ya que en tiempos de guerra el cuidado del cabello era algo realmente secundario), nariz respingona, labios carnosos y ojos verde-azulados de un tono muy claro. Sus senos abundantes y redondeados delataban su maternidad, pero su forma física era excelente (la guerra tampoco se presta a la obesidad, aunque realmente no estaba en modo alguno desnutrida), con un estomago plano que se apreciaba bajo la blusa, y desde mi posición podía tan solo adivinar su culito respingón. Toda una belleza, sí señor.

-" Bien, Señorita E., realmente hace bastante calor aquí dentro, estoy seguro de que debe estar usted deseando ponerse más cómoda"- prosiguió H. tras una pequeña pausa, y ante mi cara de asombro la mujer comenzó obedientemente, aunque siempre con la mirada baja, a desabrochar su blusa, y una vez terminó de hacerlo, le alcanzó la blusa al Coronel, que la depositó junto a su sillón. Para mi sorpresa, E. no vestía nada debajo de la gastada blusa, así que unas preciosas, redondeadas tetas quedaron al descubierto. La verdad, aunque estaba francamente perpejlo y algo molesto con la rápida sucesión de acontecimientos, no pude evitar una lujuriosa mirada a esas dos maravillas. Los pezones, pequeños y rosados, se erguían desafiantes ante mí (a pesar de las palabras del Coronel, la temperatura era más bien baja en la sala). Entonces E. comenzó a desquitarse de sus pantalones, distrayendo mi atención hacia nuevos objetivos. Después de depositar los pantalones junto a la blusa, el Coronel le pidió que girase sobre sí misma, y entonces confirmé mi anterior juicio de su culo, ya que éste, respingón y de apariencia firme, estaba ahora a la vista, tan sólo cubierto por unas sencillas blagas brancas. Para entonces reconozco que la sensación de desconcierto iba dejando paso a la excitación.

-"Bien E., está usted tan apetecible como siempre... Sus hijos deben estar orgullosos de tener una madre cómo usted, tan bella y siempre buscando lo mejor para ellos."- las palabras, aunque amables, fueron pronunciadas en un tono bastante amenazador – "No dudo que usted querrá ahora mostrarle su gratitud al Comandante Sabattini, qué acaba de incorporarse al servicio, y qué por lo tanto aún no ha tenido ocasión de comprobarla."-

Acto seguido, y antes de que yo pudiera salir de mi asombro, E. avanzó hacia donde yo estaba sentado, y arrollidándose, comenzó a desabotonar ágilmente los botones de mi pantalón. Pude ver entonces su cara, una mezcla de vergüenza e inexpresión. Sin duda no era la primera vez que se le pedía que "mostrase su gratitud". Una vez hubo acabado con los botones, no le costó demasiado sacar mi polla, semi-erecta, de entre los pliegues de mis boxers, y sin más dilación comenzó a lamerla, desde la base hasta la punta, bajo la atenta mirada del Coronel. –" Confío en que se empleará usted a fondo E., no quisiera que el Comandante se llevase una decepción "- y tras esas palabras de advertencia, E. rodeó mi glande con sus labios, y comenzó a mover su lengua rápidamente en círculos. Para entonces mi erección ya alcanzaba proporciones considerables (no creo que una medida detallada sea necesaria, tan sólo aclarar que estoy bien proporcionado para mi 1.85 de altura) y cualquier sensación de sorpresa, irritación o confusión fue sustutituida simplemente por placer. Supongo que sería cuestión de motivación, pero E. sabía realmente lo que hacía. Su lengua recorría mi polla de abajo a arriba, deteniéndose en mi glande durante unos interminables segundos, para volver a comenzar otra vez el movimiento. Mientras tanto, el Coronel y los demás oficiales habían renudado la conversación, sin apenas prestarnos atención a mí o a la ocupada E., que ya había comenzado a aumentar el ritmo de la mamada, metiéndose cada vez una parte más grande de mi polla en su boca al terminar de lamerla. Mientras el Coronel rememoraba una vieja batalla, yo con los ojos cerrados soportaba las maniobras de E., que arrodillada frente a mí sillón, y ya con toda mi polla en su boca, le daba en ese momento un ritmo frenético a la mamada. Chupaba con ganas mi polla, sacándola y metiéndola rápidamente en su boquita, completamente, mientras con una mano acariciaba mis genitales y no paraba de mover su lengua rápidamente. Realmente estaba bien adiestrada, ¡vaya si lo estaba! Hacía bastante que no estaba con una mujer, así que no es de extrañar que no durase demasiado en las manos, o mejor dicho, en la boca de semejante profesional en la materia, así que tras quince o veinte minutos de esa grandiosa mamada, acabé corriéndome abundantemente, y sin poder evitar un gemido de satisfacción, en la boca de E., que sin siquiera cambiar la expresión de su cara, se limitó a tragar los chorros de semen (no dejo caer ni una gota) y ya más tranquilamente, limpiar a conciencia mi instrumento. Pero no me había yo recuperado todavía del fantástico orgasmo, cuando E. se levantó, para volver a arrodillarse inmediatamente, esta vez delante del Coronel, y empezar a desabotonar su pantalón.

(continuará)

Comentarios y sugerencias: rafaelsabattini@hotmail.com