Memorias de un gigolo (02)

La primera vez. Mi primera experiencia cobrando por sexo.

"Memorias de un Gigoló (02): La primera vez"

Sentado en el sofá de casa de Gemma, la locutora de radio, recuerdo en silencio detalles de mi primer servicio como Gigoló.

Interrumpe mis pensamientos.

"¿Quieres tomar algo?"

"Un vaso de agua fría si puede ser". No estoy de humor para más. La situación me sigue teniendo a la defensiva.

Gemma debe ser bastante bajita, porque ahora que la veo ir a buscar la bebida me fijo en que, pese a los considerables tacones de sus botas altas, no está muy por encima del metro y medio.

Debe estar a la mitad de la treintena y, aunque su falda larga y nada ceñida no permite distinguir su figura, no parece tener mal tipo. Su aspecto general es bastante conservador, con esa blusa granate abrochada hasta el cuello, que ni siquiera ciñe demasiado unos pechos que no parecen muy grandes.

Me sorprendo a mi mismo haciendo instintivamente ese análisis sobre el aspecto de la clienta (aunque sigo sin fiarme de que sus intenciones sean solamente comerciales). Esa fue una cosa que aprendí bastante pronto: La ropa que lleva puesta la clienta al recibirte, casi siempre es un buen indicador de cómo va a ir la cosa. Siempre hay excepciones, como en todo, pero en general llegué a tener una buena idea de lo que me esperaba, casi a primera vista.

La mayoría te reciben con atuendos que pretenden ser atractivos, pero sin extremismos. Faldas cortas por encima de las rodillas, pero no micro-minis, escotes a los que les faltaría desabrochar otro botón para que fueran calificados como "de vértigo", pantalones o tops marcando formas, pero no ceñidos como si fueran una segunda piel. Ese estilo.

Suelen ser clientas que le han dado muchas vueltas a la decisión de si hacer eso de pagar a un hombre por sexo o no y, una vez decididas, tienden a no mirar atrás. Habitualmente nerviosas cuando abren la puerta, se relajan en unos minutos y nos ponemos a la faena.

Un caso extremo, muy pocas por fortuna (por lo complicadas que son para darles servicio), es el de las tigresas. Te pueden recibir de cualquier forma entre pelota picada y negligés o lencerías variadas. En este apartado no entraría otro pequeño grupito, el del cuero, que buscan cosas muy concretas. En ese grupo hay de todo, pero se aclara hablando las cosas antes y, si no hay acuerdo, generalmente no hay problemas.

Esas tigresas, siempre esperan cosas raras. Desde que les comas el coño al mismo tiempo que les chupas un pezón y les besas en la boca (como si uno fuese una hydra de siete cabezas… todavía sobrarían cuatro que a saber a lo que dedicarían estas ávidas clientas), hasta trancas que hagan sentir ridículo a Rocco Sigfreddi, pasando por que las cubras de leche de arriba abajo, cual si uno fuera vaca montañesa de gran premio. En general, si consigues no reírte al verlas por primera vez (algunos atuendos son como para retratarlos), lo mejor que se puede hacer con ellas es abrirse camino entre sus muslos tan rápido como se pueda, a base de lengua, hasta conseguir que te pidan que pares por agotamiento. Lo malo es que hay que ver lo que llegan a aguantar algunas. A partir de ese momento, no se ha terminado el trabajo, ni mucho menos. Tienen marcha para más. En general, hacen que te ganes hasta el último céntimo que te pagan.

Luego están las desarregladas. De estas hay un buen número. No tienen nada que ver con unas cuantas guarras impresentables (se pueden contar con los dedos de una mano) de las que huí despavorido en alguna ocasión. Las desarregladas no pueden acabarse de creer que ellas estén haciendo ir a su casa a un gigoló (en hoteles no recuerdo haber encontrado nunca a una). No suelen tener pareja estable en ese momento (yo no preguntaba nunca casi nada, pero si a un barman la gente le cuenta cosas, no se pueden Vds. llegar a imaginar lo que las clientas llegaban a explicarme).

Una vez en situación, son buenas clientas, no más difíciles que el grupo mayoritario de "arregladas". Requieren un poco más de sensibilidad personal, pero eso tampoco me costaba demasiado.

Otro grupo interesante, también relativamente abundante, aunque menos que el anterior, es el de las "vestidas para matar". Eran mis favoritas. Solían vestir como para celebrar una noche especial con el hombre de sus sueños, sin salir de casa (aunque de estas sí que encontré también en hoteles) y con la cama como parte principal del programa de la velada. Faldas cortas, escotes prominentes, vestidos ceñidos, peinados impresionantes. Parecía que no acababan de tener claro que, a mi, con pagarme lo acordado ya me tenían seducido para lo que hiciera falta. Entre estas estaba Pili, una divorciada de cabello rizado a la que tuve como clienta durante varios años y que perdí recientemente cuando se volvió a casar. Ya les contare cosas de ella más adelante.

El último subgrupo que me viene a la cabeza ahora mismo es el que representaba la locutora ese día. Las institutrices austro-húngaras. Esa imagen como la de Julie Andrews en la película esa en que cantan todo el rato y llena de críos. No me acuerdo del título, pero la tienen que haber visto por la tele, porque la ponen cada año en una cadena u otra. No sé por qué me viene a la cabeza como título "La mansión de los Plaff", pero ya sé que eso es otra cosa.

Si el oficio de barman tiene algo de psicólogo, lo de gigoló de tercera es más bien de psiquiatra (preferiblemente como cliente). Uno de los peligros que tiene es que acabas creyéndote que, con la experiencia, realmente conoces a las mujeres, como clientas (para creerse eso a nivel personal sí que hay que ser carne de frenopático), y que sabes como tratar a cada una.

Mi brillante teoría respecto a este grupo de Señoritas Rottenmeier, institutriz severa, basada a medias en la experiencia y a medias en que me parece que como teoría tiene su punto, es que llevan el sentido de culpabilidad de las "desarregladas" un nivel más arriba, pero al mismo tiempo tienen más ganas.

Una vez daban el paso, no eran muy difíciles. Lo habitual es que fuera necesario trabajarlas suavemente un poco antes de que ellas se permitieran participar activamente. Besos lentos en el cuello, mordisqueos en las orejas, abrazos por detrás, pegándome bien a su cuerpo, preferiblemente con una erección incluida, si era capaz de generarla y rozando sus pechos con los antebrazos. Esas y cosas similares eran las que derribaban las defensas de sus timideces.

La locutora, por su indumentaria, sin duda pertenece a esta categoría, pero sigue queriendo hablar.

Al volver de la cocina, se ha sentado otra vez junto a mí en el sofá. No sé si a propósito o por casualidad, en su cruce de piernas se ha levantado un poco la falda, dejando al descubierto sus rodillas. Lo poco que veo, me confirma la impresión de que tiene un cuerpo muy aceptable. Lástima que su cara no pueda calificarse como guapa, pero tampoco le iba a dar pesadillas a ningún niño pequeño.

Brindamos con sendos vasos de agua, aunque una clienta me dijo una vez que eso no debe hacerse. Me parece que tenía que ver con marinos que se ahogaban o algo así.

"Me has prometido que me contarías esa primera experiencia tuya con una mujer que te pagaba". Insiste.

"Bueno, vale, pero ni lo vas a comentar en tu programa, ni me vas a preguntar nada más luego, ¿vale?"

Asiente con la mirada un poco miope (fijándome, creo que lleva lentillas) clavada en mis ojos y una sonrisa.

Aprovecho el instante de complicidad para pasar una mano por su cintura, la otra bajo sus rodillas y atraerla hacia mí, haciendo que sus piernas, que descruza rápidamente, queden sobre las mías.

Su cara refleja sorpresa, pero no dice nada ni se aparta. Con la mano la acaricio hasta medio muslo, levantando su falda para dejar sus piernas más al descubierto. Lo que veo me resulta agradable.

A este movimiento reacciona como si le hubiese dado un calambre. Lanza la tela de la falda tan lejos como puede para cubrirse otra vez. No me aparta la mano, que queda paralizada en su muslo.

Mi mirada extrañada ante su reacción hace que se justifique.

"Perdona, es que no me gustan nada mis piernas y prefiero que no se me vean".

"Pues por el momentito que he podido verlas, no me han parecido nada mal" la tranquilizo.

No me dice que "eso se lo dirás a todas". No dice nada, pero me da a entender claramente con su mirada que prefiere no profundizar en ese tema. Debe ser alguna cosa personal. La clienta siempre tiene razón.

Mi mano sigue bajo su falda y sobre su muslo. No me atrevo a moverla para no provocar su rechazo, pero las puntas de mis dedos la acarician en lentos y brevísimos recorridos.

"Venga, cuenta" me repite como si de verdad le apeteciera conocer esa historia de mi primer servicio de pago.

Sigo sin saber si quiere que se lo cuente por morbo o por curiosidad periodística, pero yo ya he cobrado y, puestos a gastar saliva, me da igual hacerlo en un cunnilingus o contando esa primera experiencia como gigoló con aspiraciones.

Tomo un poco más de agua y empiezo a recordar

Hacía seis días que me anunciaba en un periódico local con una sección amplia de contactos. "Eduardo para señoras, a hotel o domicilio. Alto, musculoso, bien dotado, complaciente. 24 hrs. 10.000".

Las únicas llamadas que había recibido, habían sido el día anterior. Quien quiera que fuera la que llamaba, colgaba sistemáticamente el teléfono en cuanto yo respondía. Algo a lo que también me acostumbré con el tiempo.

Que esa primera clienta no me colgara, me cogió un poco por sorpresa.

"Llamo por el anuncio" dijo la que acabó siendo mi primera clienta.

Como decía en la introducción a este repaso de recuerdos (llamarlo memorias me parece una exageración, aunque lo use como título genérico), en el momento de recibir aquella llamada no lo sabía, pero las clientas más fáciles siempre "llaman por lo del anuncio".

Suelen ser tímidas, poco habladoras y sin grandes exigencias.

Tuve la suerte de que la mujer que se identificó como Carmen, se convirtiera además en una de mis pocas clientas habituales. Prefiero pensar que el escaso número de repeticiones constantes entre las clientas que solicitaban mis servicios era por sus circunstancias y no por la calidad de mis atenciones.

Tengo como consuelo que, una vez un poco establecido en el oficio, bastantes llamadas empezaban con un "Me ha dado tu teléfono … ". Todavía hoy, tras más de dos años de no poner un anuncio y oficialmente retirado, sigo recibiendo alguna llamada que otra, que me alegra el ego y no me resulta desagradable para el bolsillo.

Tras acordar honorarios por mis servicios, 10.000 pesetas de la época, que no estaba mal, también nos pusimos de acuerdo, sobre la marcha, en que si al verme ella decidía que no quería seguir adelante, me pagaría 1.000 ptas. por "las molestias" (desplazamiento y tiempo) y yo me iría sin crearle problemas.

Llegué a la dirección que me había dado. Todas las mariposas del mundo revoloteaban en mi estómago.

Llegando al portal del edificio que me había indicado Carmen, miré hacia arriba para hacerme una idea del lugar. Vi fugazmente como una cabeza de cabello claro se retiraba rápidamente de una ventana del… 1,2,3… cuarto piso.

Esa es otra cosa que sucede muchísimo cuando uno se dedica a eso. Las clientas que pueden, por cuestiones arquitectónicas, suelen estar esperando en la ventana. Además, en cuanto levantas la cabeza, desaparecen a la velocidad del rayo.

Llamé al timbre. El nudo del estómago se apretó un poco más. Al menos esa sensación de nervios, sí que puedo decir que acabó desapareciendo con la experiencia.

Se descorrieron dos cerraduras.

En el umbral de la puerta, una mujer madura, de presencia agradable, Carmen, me sonrió tímidamente.

Entré en su domicilio. Yo me fijaba en los detalles que me rodeaban mientras sentía sus ojos fijándose en mi cuerpo.

Pasé la primera inspección ocular.

"¿Quieres tomar algo?" me preguntó.

"Lo que tomes tú".

La respuesta me salió instintivamente y acabó siendo parte de mi repertorio habitual. Compartir una bebida crea un cierto sentimiento de complicidad que relaja las tensiones. Algunas veces me encontré con alguna pócima bastante repulsiva, pero fueron muy pocas y, si me pusiera a recordarlas ahora, me acabaría riendo de esas situaciones, aunque en esos momentos me produjeran alguna arcada. En general, es una buena actitud a tomar con las clientas.

Carmen desapareció en dirección, supongo, a la cocina.

Aproveché para fijarme en su físico.

Rotundo sería una forma benévola de describirlo. Entrada en carnes aunque sin grandes excesos la definía mejor.

Vestía una blusa blanca de seda semitransparente y una falda gris justo por encima de sus rodillas, muy ceñida.

De espaldas, sus pantorrillas resultaban más gruesas de lo que mi gusto dictaba. El culo, muy ceñido por la falda, también era claramente demasiado voluminoso para mis gustos.

No era lo que había imaginado en mis fantasías de gigoló de mujeres espectaculares.

Estaba todavía intentando asimilar los primeros detalles del físico de mi primera clienta, pero me interrumpió su voz alegre desde algún lugar fuera de mi campo de visión.

"¿Cava te parece bien?" fue lo que me llegó.

Ante una clienta, casi siempre me parece bien casi todo. También comprobé con el tiempo que el cava (o champagne, o champán, dependiendo de los ascendientes sociales) es la bebida que parece "glamourizar" mejor la situación para las clientas. Dije que sí.

Instantes más tarde, Carmen volvía a entrar con una bandeja conteniendo dos copas y una botella sin descorchar.

De frente resultaba más atractiva que de espalda. La blusa de seda blanca permitía ver claramente un sujetador que luchaba por contener sus pechos de gran volumen.

La falda no disimulaba el volumen de sus caderas, pero su cara madura mantenía un cierto atractivo surcado de arrugas cubiertas de maquillaje.

Yo le hubiese puesto entre 52 y 55 años en ese momento.

Bastante tiempo más tarde supe que cuando se convirtió en mi primera clienta tenía 58 años. Bien llevados.

Viuda, 4 hijos, conservadora (decía), nunca supo (decía) lo que la había llevado a llamarme y llevarme a su casa. Ni siquiera después de los bastantes años que llevamos manteniendo una relación cómoda para ambas partes, me ha dicho nunca por qué llamó esa primera vez. Yo he llegado a la conclusión de que es cierto que no conoce el motivo. Me parece además que a un buen porcentaje de clientas les pasaba lo mismo.

Pero ese primer día hablamos muy poco.

Bebimos nuestras copas de cava, que descorché yo, mientras ella, más segura o más descarada que yo, me acariciaba el cuerpo y buscaba besarme la boca.

Inicialmente (e inconscientemente), procuraba evitar sus besos. Pronto, su mano en mi paquete me hizo recordar para qué estaba yo allí.

"¿Y cual es tu especialidad?" me preguntó. La pregunta me cogió por sorpresa

"Déjame que te sorprenda" respondí con una mirada que aparentaba buscar complicidad pero sobre todo buscaba tiempo para reaccionar.

"Me abandono a tus cuidados" añadió Carmen, relajándose en el sofá casi hasta tumbarse por completo.

Tuve que reaccionar rápido. Todo lo que iba pasando sobre la marcha me tomaba por sorpresa. No es que no esperase "eso", es que no esperaba nada en concreto y me iba encontrando con la situación a medida que surgía.

Empecé a masajear sus pechos.

Bajo la tela suave de su blusa, mis manos sentían los bordados de su sujetador. El sujetador de lujo que se había puesto para ser deseada otra vez. La insistencia de mis caricias además hacían que sus pezones aparecieran puntiagudos tirando de la tela que los cubría en dos capas.

Le desabroché la blusa y fui recorriendo con mi lengua cada centímetro de su piel que quedaba al descubierto.

Los pezones puntiagudos y desafiantes, con sus amplias aureolas oscuras me cautivaron y quizás les dediqué más tiempo del debido.

Los gemidos de Carmen y su mano apretándome los huevos como si quisiera hacer una masa de pastel con ellos me hicieron reaccionar y seguí bajando por su cuerpo con mi lengua y dejando que mi mano, tras recorrer sus muslos, se introdujera casi por completo en su vagina caliente y húmeda.

Sofás grandes y cómodos son un gran aliado para un gigoló de tercera. Pasar del sofá del salón a la cama, sin perder ambiente, ha sido siempre mi asignatura pendiente. Con el tiempo llegué a manejar esa situación sin quedar muy mal (parece que a casi todas las mujeres les gusta que las lleven en brazos, aunque si no te indican muy claramente donde tienes que ir y acabas en el trastero en vez de en el dormitorio, se suele perder bastante feeling). Afortunadamente, ese día el sofá era perfecto.

Mis dedos en su coño no dejaban lugar a dudas de que Carmen estaba a punto para algo más.

La desnudé por completo y dejé que ella me sobara como quisiera mientras me desnudaba yo.

Las caricias de sus manos machacándome la polla nos proporcionaron la erección que requería el momento.

Esto de las erecciones es uno de los puntos más duros, con perdón, del trabajo de gigoló. No siempre es fácil, como ya pueden suponer. Se acaba aprendiendo a conseguirlas, tampoco hace falta ser neurocirujano para adivinar como, pero requiere su esfuerzo.

Por suerte, esa primera vez, el estímulo de las manos de la clienta me proporcionaba sensaciones lo suficientemente agradables como para mostrarle mi herramienta bien a punto para cumplir con la tarea encomendada.

Las manos un poco rugosas de Carmen quizás hubiesen tenido una piel más suave si hubiesen usado algún lavavajillas especial o la crema hidratante tal, pero la sensación de esos dedos apretando rítmicamente mi capullo y de su palma repasando mis huevos, me hicieron muy fácil lo que por su físico me hubiese podido poner en una situación difícil.

Rompiendo un beso húmedo en el que casi se había tragado mi lengua, me dispuse a comerle el coño.

Mis manos apretaban sus grandes pechos y mi lengua ya había sobrepasado su ombligo y recorría sus michelines en dirección al felpudo de entrada en su vagina. Me detuvo.

"Fóllame" me dijo mirándome fijamente a los ojos con lascivia.

Ya que la tenía dura, por mí, mejor.

No tardé mucho en aprender que el sexo oral era lo más cómodo, fácil y productivo para mi trabajo. Hoy en día, lo disfruto y la mayoría de recomendaciones que acabé recibiendo entre clientas fueron precisamente por esa habilidad que acabé desarrollando, pero en aquella época en la que prestaba mi primer servicio, no tenía un especial entusiasmo por líquidos ni olores resultantes de esa práctica. Follar me parecía más fácil.

"Espera un momento, tengo condones ahí" dijo Carmen.

No sé donde era "ahí", pero la dejé ir a buscarlos, masturbándome disimuladamente mientras esperaba, con el fin de mantener la erección. Yo también tenía condones, pero así ahorraba, pensé.

Eso de dejar que los condones los ponga la clienta y encima regocijarse un poco pensando que así te ahorras un dinerillo, fue un miserable resultado de la inexperiencia.

Me autojustifico, que es muy humano, diciendo que tras los días de pagar anuncios y sin ingresos, iba muy justo de dinero y cualquier cosa que me pudiera ahorrar valía la pena.

Con el tiempo, no mucho tiempo, llegué a la conclusión de que los preservativos son un elemento intrínseco del negocio con el que hay que ser liberal y generoso.

Esperar a ver si los pone la clienta, es una cutronada. Introducirlos tiene, además, sus ventajas.

Tras esa primera ocasión, no tardé mucho en darme cuenta y, muy pronto, llevaba conmigo un amplio muestrario, incluido en el precio del servicio.

Los más populares eran los de sabores. Especialmente, los de chocolate. Los de fresa también se probaban mucho, pero tenían menos éxito. Reconozco que el aroma de chocolate que me llegaba cuando alguna clienta me la chupaba con uno de esos preservativos puesto, me dio tentaciones de probar a qué sabían, como si fueran un chicle. Pensar en la imagen que se produciría si me daba por hacer globitos, me hizo desistir de ello.

También los llevaba con texturas. No tenían mucho éxito. Alguno con granitos de goma y unos con unas bandas de goma a intervalos fueron los que usé alguna vez. No puedo evaluar los resultados. No tuve quejas ni recibí propinas extraordinarias cuando los usamos.

Los de colores también eran elegidos muchas veces. Condones normales, de colores. Daban un toque de alegría al asunto, supongo. A mí no me producían ninguna sensación especial. Era curioso ver mi pene enfundado de naranja, lila o negro luto, pero nada más. Aunque mi color favorito es el azul, para eso, el que más me gustaba era el verde.

Los condones que trajo Carmen eran de los de toda la vida. Me lo intentó poner ella, pero casi se me baja del todo la erección.

La besé en los labios y mis manos hicieron que se tumbara en el sofá. Le coloqué un cojín bajo la cabeza y, separándole las piernas, me acomodé muy cerca de su coño.

Tuve que pajearme un poco para recuperar mi erección. Me coloqué el preservativo y la penetré lentamente.

Su vagina estaba muy mojada y me recibió bien. Apoyé mis manos en el brazo del sofá, por detrás de su cabeza, aguantando mi peso y empecé a moverme dentro de su coño.

Con los ojos cerrados, Carmen gemía de forma casi inaudible. Mantuve mi ritmo lento follándola hasta que su respiración empezó a ser más agitada. Aceleré un poco el movimiento de mis caderas.

Los gemidos casi inaudibles se convirtieron en exclamaciones ininteligibles de placer y su cuerpo buscó apretarse más al mío casi con violencia. Sus brazos alrededor de mi cuello me apretaban para vencer la resistencia que me mantenía separado de ella, aguantándome apoyado en el brazo del sofá. Su pelvis se clavaba a la mía a ritmo enloquecido.

Explotó de placer. Pude sentir esas vibraciones inconfundibles que acabaron siendo con el tiempo la señal de que había cumplido con mi trabajo.

Me relajé tanto, creo que porque no había estado del todo seguro de poder satisfacer a una clienta de pago, que mi erección desapareció tan rápido que casi pierdo el preservativo antes de retirarme del interior de Carmen.

Ella vio como lo recuperaba, vacío.

"¿ No te has corrido?" me preguntó con una voz entre sorprendida y dolida.

"Es que estaba concentrado en darte placer a ti" respondí sin mentir.

"Estas son cosas de dos ¿No?" me preguntó con una sonrisa que quería ser de complicidad.

A ella no le dije esto, pero no. En las relaciones en las que una mujer paga a un hombre a cambio de sexo, el placer y los orgasmos no son más "cosa de dos" que en las relaciones en que el intercambio de sexo por dinero es de un hombre a una mujer.

La diferencia es que a nosotros nos resulta más difícil fingir sin que nos pillen, por razones obvias.

Esas clientas que quieren que te corras, que son bastantes, nos harían un favor si se creyeran que de verdad en esas circunstancias a nosotros nos es más cómodo satisfacerlas y basta.

Incluso llegué a encontrarme con algún caso, que quizás les cuente más adelante, en que la clienta no quería que le proporcionara placer a ella, sino que yo alcanzara un orgasmo. Anécdotas que nada tienen que ver con lo habitual.

Melosa, Carmen me besó con pasión mientras sus manos me tocaban con vicio. Mi lengua luchaba con la suya, intentando sobre todo mantenerla fuera de mi boca, pero la combinación de masaje en los huevos y paja con la polla casi entera en su mano, me volvió a poner caliente.

Me lamía el pecho y seguía bajando. Sus manos no se paraban, excitándome. La detuve. Sin decirle nada, tomé otro de sus preservativos y me incorporé. Con mis manos la guié a ponerse de rodillas sobre el sofá. Me coloqué tras ella, me enfundé el condón y volví a penetrarla desde atrás.

A mi ritmo, bombeando dentro y fuera, dentro y fuera, pensaba en imágenes que me resultaran deseables y excitantes. Tenía que correrme. El que Carmen empezara a gemir y a acelerar su movimiento contra el mío, me apremiaba. Mi imaginación entró al rescate.

Con los ojos cerrados y las manos en el culo de Carmen, disfruté de mi primer orgasmo pagado, muy poco después de que ella gozara de su segunda corrida con mi polla en su coño.

A la locutora, ante su insistencia por conocer como había sido mi primera experiencia en ese negocio ni sórdido ni lujoso de vender placer a mujeres, todo esto se lo comenté de forma mucho más breve y más rápida:

"Fue una mujer madura. Llegué a su casa bastante nervioso. Me invitó a tomar algo y luego lo hicimos"

"¿Se lo pasó bien?"

"Aparentemente sí."

"¿Tú te corriste?"

"Sí."

"Cuéntame detalles, va". Su mano acaricia mi pecho. Me ha desabrochado la camisa.

Le hago un nuevo relato de la historia, con un poco más de información. No tanta como les he dado a Vds., pero esta vez si que incluyo los detalles más carnosos.

Al enterarse de que todavía sigo prestando servicios a esa primera clienta, veo en su cara que se sorprende, pero procura disimular.

"Cuéntame más experiencias"

"Ah, no. Ya hemos quedado antes en que solamente una historia. Ahora, si quieres otra cosa, estoy a tu disposición y si no, lo dejamos aquí y me voy."

Su lenguaje corporal y su mirada me acaban de confirmar que aunque tal vez su interés principal sea profesional, por su profesión de periodista, para conocer cosas de mi historia, mis servicios profesionales también la atraen.

Ella no me lo va a decir y no va a atreverse a pedirme sexo. Es una actitud que concuerda bastante bien con mi teoría sobre ese grupo de mujeres vestidas de forma severa, como una manera de compensar la trasgresión de contactar con un profesional del sexo como yo, que les comentaba antes.

Las velas que ardían cuando he llegado, ya están casi todas agotadas. No se filtra mucha luz a través de las cortinas. Debemos llevar más rato aquí del que pensaba.

Gemma no dice nada (por fin está calladita). Me arrodillo a sus pies y voy introduciendo mi cabeza bajo su falda.

Mis manos y mi lengua colaboran cubriendo sus muslos de besos y caricias. Cuando llego a su coño, mi nariz es la primera en recibir la agradable sorpresa de sentir un vello púbico al descubierto.

No lleva bragas. Tal vez sí que desde el principio haya actuado de buena intención.

El olor, es un gel que conozco aunque no soy capaz de concretar. Sin duda tiene aromas de manzana. Creo que es de Lux, pero no puedo asegurarlo. Si a alguno de Vds. les parece que lo conocen, les agradeceré que me lo digan, porque es de esas cosas que a uno se le quedan en la cabeza como obsesión tonta hasta que por fin acabas sabiendo de qué se trata.

El sabor no es de manzana.

Mi lengua se introduce sin dificultad entre los labios de su vagina. Son delgados, casi como los de su boca. La humedad que desprenden es un poco salada y se va haciendo más abundante por momentos.

Con los dientes atrapó su clítoris y juego a mordisquearlo. Siento como eso la excita y sus caricias en mi cabello piden más. No cambio mi ritmo ni nada de lo que le estoy haciendo. Se corre entre mis dientes con espasmos de placer.

No separo mi cara del coño de Gemma. Mi lengua ahora la trabaja en profundidad. Al principio casi no responde a mis estímulos, recuperándose todavía del orgasmo que acaba de tener.

Insisto de forma casi mecánica y no falla. Las manos de la locutora vuelven a apretar mi cabeza contra su coño y lamo su coño como si fuera un cachorro sediento. Mis manos aprietan firmemente su culo contra mi cara.

Vuelve a correrse entre suspiros de placer. Me quedo unos momentos arrodillado a sus pies, con la cabeza apoyada en el sofá, junto a sus piernas.

Tras unos instantes de recuperación, reacciona. Baja la tela de su falda para volver a cubrirse las piernas. Me incorporo y me vuelvo a sentar junto a ella.

No me toca, no me pregunta si estoy caliente y no busca hacer nada para excitarme o conseguir que yo también llegue al orgasmo.

Cumple de nuevo con dos características habituales más de ese subgrupo de "institutrices severas" por clasificación de atuendos: A la mayoría, no las llegué a ver nunca desnudas del todo y eran las que menos interés tenían en que yo me corriera para demostrarles que ellas eran deseables (que creo que es el motivo por el que la gran mayoría de clientas que me pedía un orgasmo, lo deseaba).

"Eres muy bueno" dice pasados unos instantes.

"Qué bien. Así este año Papa Noel me va a traer muchos regalos" exclamo. Es una respuesta que concebí en tiempos de mayor actividad ante halagos similares y que solía obtener buenas reacciones.

Esta vez tampoco falla. Se ríe.

"Cuéntame más cosas de tus experiencias, venga, no seas rácano".

"¿No habíamos quedado ya antes en que no?"

"No es por contarlo en ningún sitio, de verdad. Tengo curiosidad personal, no me interesa para la radio"

No me lo creo, pero me gusta que sea consciente de los motivos por los que desconfío de ella.

"Una historia más y ya lo dejamos por hoy, por favor". Insiste.

No sé que contarle. No es por falta de repertorio, más bien por falta de motivación. Será por historias

Cometo el error de decírselo así y eso hace que la periodista vuelva a lanzarse a ametrallarme a preguntas.

¿Mi mejor experiencia? ¿La peor? ¿Alguna vez te encontraste con alguien que conocías? ¿Dije que me había negado a dar servicios, por qué?... sus opciones cubren esas y muchas otras preguntas, la mayoría de las cuales aparecerán contadas en capítulos próximos. No eran para comentar en detalle en ese momento.

La dejo preparándose para su programa nocturno. Puede llamarme cuando quiera. No me acompaña a la puerta.

A esas preguntas formuladas de prisa, procuro responderme ahora. Para las dos primeras, creo que no tengo respuesta. Ni una mejor experiencia, ni una peor.

Encontrarme con alguien a quien conocía, si que me pasó. Un corte considerable. Me pasó tres veces, afortunadamente sin ningún resultado trágico. Les contaré la más relatable.

Lo de negarme a dar servicios, fue en casi todas las ocasiones por cuestiones higiénicas. Las dos veces en que fue por otro motivo, ya se las comentaré.

Esa madrugada el teléfono me despierta otra vez.

"¿Qué?" murmuro con los ojos cerrados sin intentar disimular mi enojo.

"¿Edu?" pregunta una voz de mujer (Edu, no. Eduardo)

"mmh" gruño sin afirmar ni negar.

"Soy Gemma. He acabado el programa ahora ¿Puedes hablar?"

¿A esas horas? Esta tía está como para que la encierren. Ni quiero ni podría hablar aunque quisiera. Lo resumo:

"No"

"Uy, perdona. Debes tener compañía, una clienta. No pasa nada, perdona por haberte molestado."

De otro planeta. Esta tía es de otro planeta. Me doy la vuelta y me pongo a dormir otra vez. Solo, que es como mejor se duerme (en compañía se hacen mejor otras cosas).

Al día siguiente, a media mañana, pillo el teléfono recién llegado de la calle, mientras suena.

Aprovecho para comentar que he mantenido desde mis inicios en el negocio del sexo la misma línea fija. En esos tiempos, ya existían los teléfonos móviles, pero ni eran tan habituales como ahora ni sus precios eran tan accesibles. También, como anécdota, puedo decir que no siempre es una ventaja estar localizable en todo momento para nuevas clientas. Lo probé durante una breve temporada y el resultado no fue precisamente un éxito. Alguna anécdota al respecto seguramente aparecerá contada en estos recuerdos.

"Hola" respondo.

"¿Edu?" (joder, Edu no. Eduardo)

"¿Quién es?"

"Soy Gemma, de la radio" "¿Te acuerdas de mí?" insiste tras unos instantes de silencio por mi parte.

"Si. Claro"

"Ayer te llamé por la noche, pero estabas con alguien. Perdona".

No le digo que no estaba con nadie. No digo nada. Emito un sonido gutural que indica que he oído lo que me ha dicho.

"¿Puedes venir a casa hoy a la misma hora que ayer?"

¡Uauh! Una repetidora después de tanto tiempo. Me siento enormemente orgulloso.

Aunque creo que ya he comentado anteriormente que el índice de clientas que se convertían en habituales era bastante bajo, el fenómeno de las repetidoras era bastante habitual. Mujeres que probaban una vez, con todas sus reticencias, pero que superados sus temores repetían en los dos o tres días siguientes, aunque más adelante no volvieran a contratar mis servicios.

"Como quieras. 200 Euros por adelantado al llegar, ya lo sabes"

"Vale. Me vas a contar otra experiencia tuya en detalle y luego lo haremos como ayer ¿Si?"

Si eso era lo que ella quería, así sería.

Al final la locutora esa que tanto me preocupaba que me metiera en líos, iba a acabar siendo una buena clienta.

Si le daba morbo que le contara alguna experiencia anterior, esta vez la iba a tener a punto. Mucho mejor que tener que improvisar sobre la marcha como hice en la ocasión anterior a base de pensar en mi primera clienta.

Recordando situaciones durante el trayecto hasta casa de la locutora, pensé que la historia con Joana era un buen ejemplo a contarle.

Joana fue un ejemplo bastante representativo de esas mujeres a las que he calificado anteriormente, sin ningún ánimo peyorativo, como "desarregladas".

Será en el próximo capítulo.