Memorias de un bisexual (3)
A los once años, Sergio conoce a Fran. Con el tiempo, los dos se vuelven inseparables. A los dieciséis, Sergio comprende que sus sentimientos por Fran van mucho más allá de la amistad y descubre que es correspondido. A los veinte, se reencuentran y comienzan una tórrida aventura.
Sinopsis:A los once años, Sergio conoce a Fran, un sensible e introvertido niño extranjero, del que se hace amigo sin dudar. Con el tiempo, los dos se vuelven inseparables. A los dieciséis, Sergio comprende que sus sentimientos por Fran van mucho más allá de la amistad y descubre que es correspondido. Sin embargo, el miedo y los prejuicios los separan muy pronto. A los veinte, se reencuentran y comienzan una tórrida aventura, pero, en ese momento, las circunstancias no son las más propicias para que estén juntos. “Memorias de un bisexual” es una historia sobre el primer amor, la amistad incondicional, la sexualidad, los prejuicios y la madurez.
CAPÍTULO 3
Dejé el equipo de baloncesto poco tiempo después de que mi orientación sexual se airease a los cuatro vientos porque, en general, casi todos mis compañeros del equipo adoptaron una postura bastante homofóbica y el que no hacía comentarios hirientes, se limitaba a ignorarme en los entrenamientos como si fuese un ser invisible. Entonces, los mandé a todos a “tomar por culo” delante del profesor de educación física; luego, me volví hacia éste y le dije que me borrase del equipo, que no quería saber nada más de aquella pandilla de imbéciles, y salí del pabellón con la cabeza muy alta para hacerme el digno.
Recuerdo que llegué a casa con un nudo en la garganta, me encerré en mi habitación y, sentado en el borde de la cama, me quedé mirando a la pared durante lo que me pareció una eternidad. Es un poco difícil explicar la sensación que me invadía en aquel momento, tenía muchas ganas de llorar, pero era incapaz de derramar una sola lágrima, me costaba respirar, sentía una gran presión en el estómago y el pecho; estaba furioso por lo que acaba de pasar en aquel entrenamiento; indignado por lo hipócrita que era la mayoría de la gente; y muy triste porque estaba perdiendo a Fran y, cada vez que intentaba arreglar las cosas entre nosotros, sólo conseguía empeorar aún más la situación.
Un rato después, mi padre llamó a la puerta; luego, la abrió y se me quedó mirando, en silencio, desde el umbral; yo ni siquiera me atreví a levantar la vista, estaba avergonzado y un poco asustado; me imaginaba que, a esas alturas, él ya sabría todo lo que había pasado en el instituto y me aterrorizaba la idea de decepcionarlo y no ser el hijo que él esperaba.
– El profesor de educación física me ha comentado lo que pasó hoy en el entrenamiento y que has dejado el equipo –dijo él con un tono de voz tan sosegado que consiguió tranquilizarme un poco.
– Es verdad… –admití, encontrándome con su mirada preocupada– …que he dejado el equipo y que se meten conmigo porque soy… bueno, ni yo mismo sé muy bien lo que soy, la verdad… supongo que bisexual –añadí. Entonces, él me dijo algo que nunca olvidaré porque me caló muy hondo y se ha convertido en mi filosofía de vida hasta la fecha.
– Sergio, siempre te vas a encontrar con personas así, pero no debes darles demasiada importancia. La gente odia lo que no entiende. En realidad, son víctimas de su propia ignorancia y dignos de pena…
– ¿Estás decepcionado?
– ¡Por supuesto que no! A ti no te pasa nada malo. Estas cosas son más comunes de lo que crees y, aunque no fuese así, te querríamos igual porque somos tus padres… –al escuchar esas palabras, las lagrimas que hasta ese momento se habían resistido a salir, empezaron a brotar a chorros de mis ojos; él se sentó a mi lado y me pasó el brazo por los hombros, mientras yo lloraba igual que un niño pequeño entre los brazos de su padre.
Al día siguiente, volví al instituto con una fuerza inusitada, los comentarios despectivos dejaron de molestarme y me centré en terminar el curso con las mejores notas; de hecho, las calificaciones de ese último trimestre me sirvieron para subir considerablemente mi nota media de cara a Selectividad.
También, decidí terminar definitivamente mi relación con Fran, aquella no fue una decisión fácil, todo lo contrario. Probablemente, ha sido la determinación más meditada y dolorosa que he tenido que tomar en toda mi vida, pero él no estaba preparado para dar el paso que yo había dado, y estar juntos sólo nos hacía más daño a los dos. En ese momento, no lo admitió, pero estoy seguro de que, en el fondo, aquello fue un alivio para él, recuerdo que me dijo algo así como “¡Ojalá yo fuese tan valiente como tú, te admiro por lo que te has atrevido a hacer!” , a lo que yo respondí “Cuando estés preparado, igual tenemos una oportunidad de que las cosas nos salgan bien” , él asintió dedicándome una sonrisa melancólica y, luego, se alejó de mi con paso vacilante y la cabeza baja.
Los días que precedieron al final de curso y a la Selectividad fueron muy grises, estábamos asustados porque nuestros años de instituto llegaban a su fin y cada uno de nosotros tendría que emprender su propio camino en solitario, sin el apoyo del cuarteto eternamente inseparable. Afligidos porque nuestros amores de instituto se habían roto con la misma rapidez con que la efusividad de la adolescencia los unió. Todos nos lamentábamos de haber perdido nuestra oportunidad: Fran, como el mismo me comentaría muchos años después, se sentía como un completo cobarde que había dejado pasar la oportunidad de estar con alguien que lo quería de verdad por simple y puro miedo. Nerea se lamentaba de que su chico no fuese capaz de confiar en ella a pesar de que lo había dado todo en esa relación. Víctor estaba arrepentido de haber actuado como lo hizo y se sentía impotente porque ya no podía hacer nada por cambiarlo. Y yo tenía que soportar las burlas, los cuchicheos, las caras de asco, pasar de ser una persona muy sociable y abierta a un marginado; aunque, sin duda, lo más duro era ver a Fran todos los días y tener que fingir que no había pasado nada entre nosotros, actuando como si solo fuésemos simples amigos.
A pesar de todo, estuvimos los cuatro juntos hasta el último día y, en eso, tengo que decir que yo tuve mucho que ver; ellos se habían volcado en ayudarme en aquellos momentos tan complicados de mi vida; y a pesar de sus diferencias personales, unieron fuerzas para apoyarme y alegrar mis últimos días en el instituto. Esa fue la época en la que descubrí quiénes eran mis amigos de verdad, aprendí a vivir y a mostrarme tal y como soy, y supe lo que significaba querer de verdad a alguien y, después, perderlo.
Recuerdo con especial cariño el día que terminamos los exámenes de Selectividad y nos fuimos los cuatro a comer a la playa, mientras recordábamos con añoranza todas nuestras anécdotas de los dos años que habíamos pasado juntos, y hablábamos de nuestros planes de futuro con la ilusión que sólo se siente a esas edades.
Fran nos comentó que pensaba irse a estudiar a Madrid, los demás nos miramos entre nosotros sorprendidos, y yo sentí una punzada de dolor al comprender que se marchaba lejos de mi y que lo iba a perder definitivamente. Nerea nos anunció que ella se quedaba en Pontevedra; y Víctor comentó que, de momento, no pensaba ir a la universidad porque quería preparar oposiciones para la Guardia Civil, pero, para entonces, yo ya casi no los estaba escuchando; en mi interior, sólo podía repetirme una y otra vez “Fran se va… se acabó… lo he perdido…”
Algunas semanas después, en una calurosa noche de julio, Nerea y yo compartíamos una botella de whisky y un paquete de tabaco, recostados sobre unas toallas en la playa. Estábamos solos, como ya era habitual, puesto que con el fin de curso se había roto la alianza que Víctor y ella habían formado para apoyarme, y Fran había decido volver a marcar distancias entre nosotros, por lo que las ocasiones en las que volvimos a estar los cuatro juntos fueron contadas aquel verano.
– ¿No sabes nada de Víctor? –pregunté, apoyándome sobre un brazo para mirarla– Igual aún podéis arreglarlo si lo llamas…
– No. Aunque me pese, eso se ha terminado, Víctor es demasiado inmaduro para mi… –murmuró ella con tristeza– ¿Y tú con Fran? ¡No me pongas esa cara de póker que ya hace tiempo que me he dado cuenta!
– Igual. Lo nuestro es muy complicado y, además, ha decidido marcharse a Madrid, ya no hay nada que hacer…
– ¿Te has preguntado alguna vez qué habría pasado si tú y yo nos hubiésemos liado entre nosotros en vez de con ellos?
– ¡Seguro que nos habríamos ahorrado muchos problemas! –exclamé yo, entre risas.
– Pues fuiste el primero en el que me fijé, pero, como siempre te veía con una tía diferente, pensé que no eras capaz de tomarte a nadie en serio. Ahora, me doy cuenta de que me equivocaba…
– Siempre he pensado que Víctor era idiota por pensarse tanto lo de estar contigo… ¡Yo hubiese firmado al momento!
No sé si fue el alcohol, o la necesidad de contacto físico en aquel momento en el que los dos nos sentíamos solos, o porque aquello era lo más cerca que íbamos a poder estar de las personas que realmente queríamos, pero recuerdo que me la quedé mirando fijamente y le plantee un beso en la boca; sorprendentemente, ella me correspondió y lo demás pasó muy rápido.
Mientras la besaba, gatee por la arena hasta situarme sobre ella, acomodándome entre sus piernas. Mientras, mis manos se perdían bajo su vestido de tirantes, y acariciaban aquellos pechos pequeños y firmes con los que tanto había soñado el primer año que la conocí. Mi lengua se iba perdiendo en sus orejas; luego, en su cuello, para seguir descendiendo hacia sus pezones. Nerea, por su parte, se restregaba descaradamente contra mi erección, calentándome cada vez más.
– ¡Qué sencillo parece todo esto contigo! –me susurró al oído, mientras tiraba de mi bañador hacia abajo.
Me limité a asentir y sonreírle. No quería hablar de Víctor. No podía permitirme caer en la cuenta de que la única razón de que, en ese momento, yo estuviese chupando sus pezones y ella me estuviese pajeando a mi, era que él no había sabido conservarla. No quería recordar que estaba traicionando a uno de mis mejores amigos y a punto de perder al otro. No me apetecía pensar en nada de eso, así que simplemente seguí adelante.
Apenas unos minutos después, ya nos habíamos deshecho de casi toda nuestra ropa y entraba en ella con brusquedad, mientras Nerea me rodeaba con brazos y piernas, a la vez que jadeaba en mi oído y me pedía que lo hiciese cada vez más fuerte. Y, finalmente, terminó encaramada sobre mi, cabalgándome con unas subidas y bajadas tan súbitas que me cortaban el aliento, y con las que a duras penas conseguía mantener el tipo y aguantar las ganas de correrme.
Es extraño. Probablemente, fuese una de las experiencias más salvajes y extremas que había tenido con una mujer hasta aquella fecha y, a la vez, no estaba exenta de cierta ternura porque nos unía una gran amistad y mucha confianza mutua. Al terminar, nos dimos cuenta de que, desde hacía mucho tiempo, los dos habíamos estado necesitando aquello desesperadamente para poder liberar todas nuestras frustraciones. Pero, también, tuvimos muy claro que aquel había sido un incidente aislado y no volvería a repetirse. Así que decidimos seguir siendo amigos y no volver a sacar el tema y, por muy extraño que suene, lo que pasó esa noche, lejos de separarnos, nos unió todavía más y fortaleció nuestra amistad.
Al final del verano, Fran se marchaba a Madrid y organizó una cena de despedida a la que no quise asistir; estaba enfadado con él por haber decidido irse tan lejos, tenía la sensación de que yo no le importaba lo más mínimo y tampoco me sentía capaz de despedirme. Unos días después, cogió un avión, convencido de que yo ya no quería saber nada de él.
Después, cada uno siguió su camino: Fran comenzó una nueva vida en Madrid y perdimos el contacto; Víctor se enclaustró en casa para preparar las oposiciones y rara vez daba señales de vida; Nerea y yo proseguimos nuestros estudios en Pontevedra, por lo que continuamos viéndonos muy a menudo.
En mi primer año de universidad, conocí a Toño, quien aparentemente tenía todo lo que le faltaba a Fran, era un hombre muy seguro de sí mismo que no necesitaba esconderse porque le daba igual lo que los demás pensasen o dijesen de él y, precisamente por eso, me cameló tan rápido. Por aquel entonces, yo tenía dieciocho años y era un bisexual más bien teórico. Mientras que con las mujeres si que me había iniciado sexualmente bastante temprano (a los catorce años), mi experiencia con los hombres se reducía a lo que había durado mi corta e inocente relación con Fran, en la que nunca habíamos pasado de los besos y alguna que otra paja mutua.
Nunca olvidaré la primera vez que vi a Toño. Estaba sentado en una cafetería del centro de Vigo, esperando a Nerea que, como de costumbre, era impuntual. La puerta del local se abrió, levanté la vista esperanzado de que fuese ella y, entonces, lo vi: un hombre de unos treinta y pocos, más o menos de mi estatura, unos ojos verdes increíbles, enfundado en un traje azul marino, con una corbata roja, unas gafas con la montura a juego y un maletín. Nunca había creído en los flechazos, me parecía un cuento cursi para chicas, pero, esa vez, lo experimenté en mi propia piel. Me lo quedé mirando medio atontado, él me miró a mí, y así permanecimos unos segundos hasta que me di cuenta de que estaba resultando demasiado obvio y bajé la vista avergonzado.
Después, seguí mirándolo más disimuladamente, o eso creí yo en ese momento; se sentó en la barra, pidió una cerveza y le dijo algo a la camarera que la hizo reír; luego, se enfrascó en la lectura de un periódico. Por primera vez en mi vida, y aunque pueda parecer una soberbia estupidez, me sentí inferior a alguien, lo vi como una persona inalcanzable, demasiado mayor, demasiado guapo, demasiado sofisticado para mí. Luego, simplemente pagó y se fue.
Al día siguiente, regresé a la misma hora con la esperanza de volver a verlo y, poco rato después, apareció él, siguiendo la misma rutina del día anterior. No podía parar de repetirme a mi mismo que estaba haciendo el ridículo allí sentado, mirándolo disimuladamente como si fuese un acosador de pacotilla. Tengo que decir que nunca he sido tímido, más bien todo lo contrario, pero, con él, me superaba la vergüenza, a la vez que me atraía con una fuerza que jamás había experimentado antes.
En un momento dado, apartó la vista del periódico y se me quedó mirando fijamente, sentí sus ojos clavados en mi incluso antes de levantar la cabeza, me sonrió, yo dudé unos segundos y, luego, le devolví la sonrisa. Eso fue lo único que necesitó para acercarse a mi mesa y presentarse. Así de fácil.
Hablamos durante bastante tiempo. En esa conversación, me enteré de que se llamaba Toño, tenía 34 años, era relaciones laborales y vivía cerca; eso último me lo dijo justo antes de preguntarme si quería subir con él a su piso. Entonces, entré en pánico. De presentárseme ahora una oportunidad así, seguramente accedería sin pensármelo mucho, pero, por aquel entonces, estaba “muy poco rodado”, como llegó a decirme él más adelante, y le respondí que no. Creí que ante mi negativa se marcharía, pero no lo hizo; simplemente, cambió de tema y seguimos charlando. Antes de despedirnos, me pidió mi número de teléfono y quedamos en volver a vernos al día siguiente.
Y, al día siguiente, allí estaba yo otra vez, esperando a Toño, con un nudo en el estomago y preguntándome a mi mismo cuál era la razón de que me estuviese comportando de esa forma tan irracional con aquel hombre. Aún no había pedido cuando sonó mi móvil, era él; primero, me quedé mirando a la pantalla como un idiota; luego, tragué saliva y respondí. Al otro lado, un hombre completamente sereno y seguro de sí mismo me preguntó dónde estaba y me explicó que iba a pasar por su casa a cambiarse, por lo que se reuniría conmigo en 15 minutos, pero lo esperé casi media hora.
Apareció vestido con unos vaqueros y una camiseta que, además de rejuvenecerlo bastante, le daban un aspecto más informal y cercano. Me sonrió desde la entrada y se sentó a mi lado. Pasamos toda la tarde juntos; luego, me invitó a cenar y, de ahí, nos fuimos a un local de copas. A esas alturas, ya casi había vuelto a ser yo, sin la vergüenza del principio, pero con una calentura encima que me estaba volviendo loco. Finalmente, me acompañó al coche y me dejó completamente descolocado cuando se despidió de mí con un escueto “nos vemos” y dos besos en las mejillas. Creo que me pasé toda la semana preguntándome qué era lo que había hecho mal, pero, unos días después, me volvió a llamar para invitarme a cenar en su casa, yo accedí y anulé otros planes.
Tengo que reconocer que lo había preparado todo muy bien, un buen ambiente, música y una cena bastante elaborada. Después de cenar, puso una película a la que casi no presté atención porque me pasé medio film preguntándome si se decidiría a intentar algo de una vez y, lo que era peor, qué pasaría entre nosotros si al final lo hacía. Estaba asustado, pero no quería irme.
Mientras yo me debatía entre el miedo y la excitación que me producía aquel hombre, noté como una mano se posaba estratégicamente en mi rodilla, giré la cara para mirarlo y, entonces, me estampó un beso en los labios que logró dejarme sin aliento. Medio minuto después, ya me tenía acostado en el sofá debajo de él y podía notar su erección contra mi muslo. Se me quedó mirando unos segundos y sonrió, me imagino que mi cara de pánico debía parecerle bastante cómica, pero no me dijo nada; en lugar de eso, tiró de mi camiseta hacia arriba y empezó a acariciarme con aquellas manos seguras y experimentadas, yo inspiré profundamente y él volvió a sonreír.
Fundidos en un interminable beso, se deshizo del resto de mi ropa, acariciando cada centímetro de mi piel desnuda; luego, abandonó mis labios para besarme el cuello y lamer mis orejas, yo suspiraba bajo el peso de su cuerpo, aferrándome a su espalda. Su boca descendió despacio hasta mis pezones, chupándolos y lamiéndolos con esmero, deteniéndose tanto en cada caricia que casi conseguía hacerme perder la cordura. Bajó por mi estomago, se entretuvo unos instantes en mi ombligo y, después, sentí su boca en mi entrepierna, succionando, lamiendo y mordisqueando cada centímetro, sin dejar de mirarme ni un solo momento. Luego, simplemente se detuvo y, dedicándome una sonrisa lasciva, se subió sobre mi a horcajadas, frotando su culo contra mi entrepierna con un descaro que consiguió calentarme aún más si cabe. Me puso un preservativo, escupió en la mano para lubricarse el culo y descendió lentamente al principio, haciendo que me enterrase en él hasta el fondo, para luego ir aumentando el ritmo, hasta que nos corrimos, yo dentro del profiláctico y él sobre mi abdomen.
– No sé qué opinarás tú… –murmuró Toño, mientras se levantaba– …pero a mi me gustaría volver a verte.
– ¡A mi también! –exclamé, tratando de recuperar el aliento.
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