Melisa, Marisa, Ruben....¿fingimos?
Calló. Abrí los ojos. Continúo callando. Ambos nos dormimos abrazados, como colegiales, mientras por toda la casa, resonaba la bestial y estruendosa follada de nuestras respectivas parejas
Melisa, Marisa, Rubén…¿fingimos?
Melisa me miraba, utilizando esos maravillosos ojos grises, de semblante triste, atestados de nostalgia, de agradecimiento y sosiego.
Los mismos ojos que, unas horas antes, había utilizado para exhalar su placer, con aquella expresividad tan inocente tipo “no me puedo creer lo que nos está pasando” mientras, desde el otro lado del tabique, los gritos de mi mujer copulando con su marido, reclamaban más rabo, más lefa, más polla.
Ni Melisa ni yo, días antes, habíamos deseado llegar hasta aquello.
Ni Melisa ni yo habíamos nunca imaginado, que formaríamos parte de aquel juego tan peligroso como prohibitivo.
Pero lo estábamos.
Estábamos pringados hasta la pestaña.
Y por eso, en ese preciso segundo, mirándonos, sobre el lecho, desnudos, sucios, abrazados, todo mi pensamiento se desvió desde su insuperable atractivo, al que, meses antes, poseía la mujer que, hasta ese momento, había sido mi amor, mi pasión, la madre de mis hijos, el centro de toda mi existencia.
Melisa no llamaba la atención.
Tampoco lo hacía Marisa, mi señora.
Sus diferencias físicas no eran muchas.
Las emocionales, resultaban ser absolutas.
Estaba intensa, profundamente enamorado de la actitud vital, nerviosa, activa y dominante de Marisa.
Para mí, todo giraba en torno a ella.
Ni mi carrera como restaurador especializado en barroco italiano, ni los entrometimientos de mi madre, ni la lucha soterrada en el departamento del Servicio Nacional de Arte, ni la crisis económica del país, ni el tambaleante alicatado del cuarto de baño, ni la presentación de mi tesis catedrática.
Ella, solo ella, desde el preciso instante en que nos cogimos la mano, con veintiún años, saliendo de aquel pub atufado de nicotina y buena música ochentera…Glutamato Yeye…Malboro….Radio Futura….Ducados….Pegamoides….Winston.
Marisa era poco sutil, tajante, de ideas claras, decisivas e incisivas, con una desbordante capacidad para demostrar lo que quería, como lo quería y cuando lo quería.
Y yo, por culpa de esa naturaleza tímida, me vi inevitablemente avasallado por semejante hembra.
Dominado esa misma noche, mientras trataba de meterle mano con unas maneras delicadas, temerosas cuando, en realidad, ante mis tenues caricias, ella no se cortaba en responder con lujuriosas mamadas.
Si quieres follar Toño…!Hazlo ostias!
Cuando el sol se coló a través de las rendijas de aquella persiana perpetuamente estropeada, iluminó sutilmente el desbarajuste de ropa y sabanas arrugadas, la mesilla con cincuenta cigarrillos y dos copas, nuestros cuerpos en cueros, el dolor de mis riñones y un enamoramiento de aúpa.
Y en todos los años juntos, sumábamos casi una veintena, me seguían doliendo los riñones, sin desaparecer nunca, la sensación de haber dado con la persona adecuada.
Nunca sentía extrañezas.
Nunca dude.
Nunca cambiamos de maquillaje, rituales u horarios.
Para mi Marisa, era siempre MARISA y mi vida compartida junto a ella, discurría por los canales deseados hasta aquella mañana de abril, recién amados, con nuestros hijos disfrutando del sueño dominguero, charlando con el sosiego que da el orgasmo y la seguridad de disponer de toda una jornada sin otra obligación que la de decidir la hora de poner el pie fuera del lecho.
No estaría mal.
¿En serio?
Estaba sorprendido.
No enfadado.
Sorprendido.
No era un iluso.
Antes de aquella bacanal inicial de sexo, tabaco y Stones, Marisa había follado todo lo que se le cruzó por el camino; buen sexo con uno, buen sexo con dos, buen sexo con hombretones de pelo en pecho modelo David Hasselhof, buen sexo con esmirriados acobardados, buen sexo con iguales de género.
Pero, a esas alturas, a nuestra edad, con nuestro logro y posición…¿andar de nuevo jugando a la ruleta rusa?
Me gustaría probar. Nada más.
Eso que propones Marisa supone riesgos. Muchos riesgos.
Anda mozo, como que una no supo, sabe y sabrá separar alma y cuerpo.
¿Y si no sabes? ¿Y si resulta que el corazón te late más por la emoción de verlo que por el deseo de follarlo? En ese momento la hemos cagado ¿no te parece?
Marisa no quiso insistir.
Ella era así.
Sabía que tirando la piedra sin esconder la mano, se saldría con la suya más tarde o más temprano.
Incluso ante una proposición tan descaradamente antinatural como lo era la suya.
Durante unos días, sin obsesiones, estuve meditando.
Durante unos días hasta que, entrando como solía al baño, aprovechando que ella se duchaba para contemplar con devoción sus rellenitas cuarenta y seis primaveras, no pude evitar refrescar el asunto.
¿Alguna vez le pusiste un nombre? Al tío al que te ventilarías digo.
Ella continuó unos eternos segundos, enjabonándose el cuello.
Con naturalidad.
Sin esfuerzos.
Como si para ella, escoger esa opción, no significara absolutamente nada.
Porque en verdad no lo significaba.
Rubén – afirmó – Desde luego. Rubén.
Rubén; el antagonismo más puro.
Un año más joven, de existencia social expansiva, centro de cualquier evento, corpachón rustico, mandíbula ancha, pelo apenas canoso o decrépito, ojos muy negros y puesto de ingeniero matemático en una empresa de cálculo de riesgos con cinco mil mensuales, un chalet en Galapagar, un apartamento en Ibiza y una vida pública plagada de gomina y sonrisas.
Nada que ver con un técnico especialista en pinceladas de Tintoreto, de tendencia silenciosa y aspecto circunspecto a mil trescientos mensuales por el esfuerzo.
No era un mal tipo.
Caía bien a casi todo el mundo,
A mí el primero, agradecido como estaba por su permanente disposición a sacarte una muela careada, pagarte una factura u operarte de apendicitis el mismo.
Es…atractivo – reconocí.
Marisa que era mucha Marisa, que anticipaba y sabía, salió de la ducha como solo una fémina sabe hacer…como si actuara así todos los días, depositando sus pies desnudos y mojados sobre la alfombrilla, echándose el pelo hacia atrás alzando los brazos, alzando los pechos, derribando con semejante ariete erótico, cualquier postrera y desesperada resistencia.
Yo no pondría – me besó-…nunca…- volvió a besarme-…el corazón donde pongo el deseo…eso solo lo hago contigo. Además, tu podrías hacer lo mismo con Melisa – guiñó un ojo pícaramente – Sería tu derecho.
Aquella fue la primera vez que en todo este embrollo, la anodina mujer de Rubén fue mercadeada.
Hasta ese instante, la discreta esposa del común amigo había pasado completamente desapercibida.
Solo entonces recordé que me parecía bajita, de cuello siempre cabizbajo y un semblante distante, distraído, incluso alejado.
Melisa era un ser piedra que ni daba ni quitaba palabra, que pisaba flotando y por no discutir, callaba la mayor parte de sus propuestas.
Esta allí, podías verlos, pero ante ella se era ciego a menos que se tropezara y no quedara otra que reconocer su existencia.
Y en ese momento me tropecé con su cara.
Me parece increíble Marisa.
Bueno no te enfurruñes.
No me enfurruño.
Mira es solo una propuesta. Nada más – aclaró usando su tono más conciliatorio.
Estamos hablando de ellos como si no existieran, como si nada tuvieran que decir en todo este embr….
Entonces se iluminó el seso.
Entonces vi a Rubén, a Marisa, hablando, tanteando en conjunto las posibilidades.
Rubén, obvio era, olía a macho carnal y dominante, sobrecargado de ardor y testosterona.
La afinidad sexual con mi mujer, resultaba incuestionable.
No hemos hecho nada amor – confesó, sospechando hacia donde se dirigían mis sospechas – Tan solo lo hemos hablado. Nada más. Fantasías mutuas y punto.
¿Habéis pensado en Melisa? No sé, la recuerdo buena, algo mojigata incluso para acceder a una cornamenta consentida.
Ella lo sabe todo cielo. Rubén y ella son como nosotros. Un matrimonio que se quiere, bien avenido, con dos hijos, muchos años juntos y comprensivos.
¿Lo sabe?
Sin dramas. Lo sabe.
Sin dramas pensé.
¿Por qué no reaccionaba a la barroquesca?
¿Por qué no desenfundaba honor y espada, exigiendo una satisfactoria venganza a la luz de un amanecer entre tinieblas, con un ataúd preparado y dos padrinos juramentados?
Sin dramas.
Mientras nosotros nos conocemos…- propuso besándome el cuello – Tu puedes conocerla a ella. Por si te gusta – sonrió.
Yo no soy tu Marisa. Yo, desde que te conocí, solo quiero follar contigo. ¿Quieres hacerlo tú con Rubén? De acuerdo. Tíratelo. No quiero saber cómo. No quiero saber cuándo. Se la chupas en todas las posturas que te entren en gana. Pero si una vez, una sola vez – recalqué levantando el índice – le dices un te quiero, te sirves tu solita el divorcio en bandeja.
Marisa, conformada, deshizo el abrazo.
Luego me besó.
Luego me amo intensamente.
Corridos los dos, sin salir aun de ella, me esbozo un sincero te quiero.
Lo hizo con una dulzura tan inesperada como vera.
Lo hizo con tal magia, que me consolé en mi cesión, sabiendo que en aquella receta, sobre Rubén, no caerían ni cien gramos de enamoramiento..
Ocho días después, mareaba un café con leche frente a la estampa alicaída de Melisa.
Melisa, extremadamente tímida, hacía lo propio con una manzanilla con doble sobre de sacarina.
Ellos están juntos – dijo con aire apenado.
Lo se Melisa. Pero hoy no pasara nada. Estate tranquila.
¿Cómo puedes estar seguro?
Porque Marisa me lo aseguró. Mi mujer – traté de medir las palabras – es un ser humano con mucho…con mucho carisma. Para todo. Para la relación, para el hogar, para los hijos, el trabajo, el…
Sexo.
Sí. También para el sexo. Y ese carisma le lleva a cumplir siempre lo que dice. Es así. Recta. Pase por encima de donde pase.
Parece que me estás describiendo a Rubén.
Tal vez por eso se atraen.
¿Y no te duele? ¿No te rasca el pensar que tu mujer se excita pensando en, en, en el cuerpo de otro?
Recliné la espalda.
Ante mí, Melisa se ofrecía acobardada, temerosa pero no encelada.
Amaba a Rubén.
Si, lo amaba hasta su última célula.
Por eso aguantaba.
Porque temía más perderlo que ser una cornuda.
Amo a Marisa tal y como es. Con sus virtudes que son muchas, y con esos pequeños defectillos como que no sepa quién es Caravaggio que disculpas en alguien que salió de ciencias.
Ummmm el divino Caravaggio.
Mis cejas se alzaron.
La regla general que había dominado toda mi vida social, era la de no poder desplegar mis conocimientos artísticos y profesionales ante nadie que no fuera profesional o artista. Y los segundos solían ser tan snobs, solían buscar de manera tan obtusa la diferencia, que resultaba imposible estar de acuerdo ni tan siquiera en que el cianuro no es digerible.
En las reuniones sociales y familiares, el entorno me percibía como “ese que sabe mucho y siempre huele a barniz”
Toparme de repente con que Melisa era capaz no solo de esbozar admiración hacia el genio italiano, sino además de debatir sobre cuál era su obra favorita y hacerlo durante un largo rato, resultó ser….un instante inesperadamente mágico.
Mágico porque sus ojos, castaños y cansado, parecieron recobrar brillo, color y chispa.
Mágico porque su cabello, también castaño, pareció ofrecer canas de menos, ondulándose a un lado y otro mientras explicaba porque el clarooscuro reflejaba lo que ella sentía frente a su propia existencia.
Mágico porque sus mofletes, su cuello grueso, sus dos pecas excesivamente grandes justo al inicio de las clavículas resultaron no ser nada, en comparación con la sonrisa que exhibía recordando la peculiar biografía del gran pintor pendenciero y borracho.
Mágico, sobre todo, porque Rubén y Marisa, natural y súbitamente, desaparecieron y sobre nuestra mesa, solo se veía una manzanilla y un frío cortado.
Sonreí.
Me resultaba tan agradable observar a un ser humano tan normal y a la par, intelectualmente, tan bien proporcionado.
Nos despedimos ya de tarde muy avanzada, a la puerta del café, con dos sinceros besos en las mejillas.
¿Quieres a Rubén? – no sé por qué regresé al dolor. No lo sé. Ignoro por qué razón, mi instinto, me llevó a soltar semejante bofetada al rostro de la persona con la que tanto había disfrutado durante aquel par de horas.
Es el amor de mi vida – respondió, recuperando esa expresividad sensible y melancólica.
Los que amamos deseamos eso, la felicidad del amado por encima de la propia…¿no?
Melisa no dio respuesta.
Se ajustó la bufanda y marchó, calle abajo, meciendo unas caderas que se bamboleaban con la generosidad de los años y la proeza de la buena hembra.
Tal y como esperaba, Marisa llegó con los niños cenados y somnolientos.
Apenas tuvo tiempo de darles unos besos y recordarles que su amor sería eterno.
No hubo ni discusiones ni reprimendas.
Solo el pinchazo silencioso e interno que sentí al ver su pintalabios desaparecido.
Ummmm – Marisa pareció intuir mi desafuero, respondiendo con un colgamiento de cuello – No ha pasada nada más amor. Nada más.
Espero que fuerais discretos. No más porque este pueblo no llega a veinte mil almas y...
Fue en su coche. Dentro del garaje. Beso, beso y meternos un poquito mano. Como críos de instituto.
Respire hondo.
No sabía si deseaba saber hasta donde fue ese “poquito”.
Pero ahora tengo un problemilla que tú puedes solucionarme – dio dos pasos hacia atrás y, dejando caer las tiras de su vestido, puede comprobar que la ropa interior roja, se estampaba divinamente en el cuerpo de mi mujer – Rubén me dejó muy muy cachonda.
Los niños están mal dormidos – objeté.
Por respuesta se bajó las braguitas deslizándolas sutilmente entre los tobillos..
Lo que tapan estas – añadió lanzándolas contra mí – está bien despierto.
Al día siguiente, desperté escuchando el ruido de la ducha.
Los niños alborotaban el salón, la televisión tenía el volumen demasiado alto y el cabron del vecino, con su perro, le hacía ladrar a un grupo de gorriones aterrorizados.
Sabía que no tardaría demasiado en ser reclamado.
Marisa canturreaba, satisfecha tras una única pero larga y fogosa arremetida.
Una arremetida en la que nos amamos, acariciamos, sudamos, mordimos y corrimos como hacía mucho.
Una arremetida en la que, al menos yo, también anduve dudando.
¿Me deseaba exclusivamente a mí?
¿Pensaba en Rubén mientras era yo quien ensartaba la pompa de su culito con la cara de Marisa desplegando toda una oleada de placer y porno?
En todo caso, tal y como sospechaba, tuve que despejarme, incorporarme y, como buen hombre del segundo milenio, echar una ojeada al móvil antes de marchar a preparar el desayuno.
“Anoche Rubén me lo hizo de una manera extraña. ¿A ti también Marisa?”
Prefería no dar una respuesta que no fuera cara a cara.
Quedamos para un café rápido aprovechando quince minutos de descanso.
Yo de mis pinceladas sobre una talla churrigueresca de 1640.
Ella sobre una hipoteca al 3% TAE variable.
¿Era esto lo que quisiste ser en la vida Melisa? ¿Bancaria?
¿Por qué me lo preguntas? – ante mi requisitoria, pareció adoptar una actitud defensiva.
El otro día, tus conocimientos sobre pintura barroca…eran más propios de gentes….con otro tipo de inquietudes que las que suelen demostrar aquellos que equilibran planes jubilación con tasas de morosidad.
Melisa pareció hundirse en lo más profundo de su dosis de cafeína, tratando de descubrir una respuesta.
A los dieciocho te diría que librera. Una librería especializada solo en viajes.
Viajes…..-quedé algo ensoñado.
¿Te gusta viajar?
Si no es a Calpe, Torremolinos o Benidorm, seguro.
Ja, ja. Si, suena mejor Tokio, Alaska o Mejico DF.
La miré con cara divertida.
No me jodas que has estado en todos esos sitios.
Bueno en Mejico DF no exactamente. Fue en Cancún. Un visita satisfactoria para ambos. Marisa pisaba arena y se bronceaba mientras este humilde se daba un baño de ruinas mayas. ¿Qué te impidió tener tu propia librería?
Ay. Ay. No sé. Tal vez los miedos. Los perpetuos miedos. Una camina como temiendo caerse y un día, se encuentra con que es más fácil estampar el sello en una transacción que pelear por cuadrar cuentas en un negocio de libros que casi nadie compra.
No eres muy optimista. Algo que no comprendo en alguien con semejante mezcla entre cultura y buen físico.
Anda – apuro el cortado – Zalamero.
Te traje esto – le saqué una pequeña guía de iglesias barrocas romanas – Léelo tranquilamente en tu casa. Mezcla Caravaggio con viajar.
Ummm tiene buena pinta – se echó el bolso al hombro - ¿Vamos? Se pasaron los quince minutos.
La expresión agradecida de su mirada ante un piropo con regalo, ambos inesperados, quedó impresa en mi memoria.
Impresa durante el resto de la tarde.
Impresa durante la llegada a casa.
Impresa al entrar, saludar a mis vástagos, ducharme, ponerme el pijama y las zapatillas, llamar para pedir pizzas, mediar en una discusión de niños y recibir a Marisa.
Rubén quiere quedar. En un hotel. A solas.
Impresa hasta aquella petición.
Marisa lo liberó con franqueza, mientras llenaba un vaso con zumo de zanahoria, quitando, en su manera de expresarlo, peso al asunto.
¿Le dijiste que si?
No se me hubiera ocurrido cielo. Esto es asunto de los dos. Esto es mi morbo. No tiene que ser el tuyo. Esto o tiene tu consentimiento o no tira para delante.
¿No lo harías si me negara? ¿No buscarías la forma de salirte con la tuya? ¿Con la vuestra?
Marisa dejó de beber, depositando el vaso sobre el mármol de la encimera.
Su expresividad se tornó fría, elevada, casi soviética.
Escucha Toño – mejor era escucharla sin duda – Yo te quiero. Te quiero ahora más que nunca. Eres mi hombre. Un hombre generoso, paciente, tolerante, capaz de no montar dramas por algo que yo siento tan natural y para la mayoría de las parejas es motivo de divorcio. Todo lo que hasta ahora ha sucedido, ha sido con tu conocimiento y consentimiento. Todo lo que sucederá, será con tu conocimiento y consentimiento. Si dices no, será no. Y yo lo respetaré a la cara y a la espalda. Como lo hará Rubén por cierto.
Marisa volvió a beber.
Y yo volví a sus brazos.
Una semana más tarde, por incomprensible acuerdo, Melisa y yo habíamos escogido un discreto local alternativo en las barriadas más jóvenes y multiculturales de la ciudad.
El sitio ponía música dulce senegalesa y servía un delicioso te de hierbabuena que no tocamos, pues ambos optamos por una cerveza de importación africana.
¿Qué estarán haciendo? – pregunté mientras Melisa curioseaba la etiqueta en francés de su botella.
En ese preciso momento, Marisa y Rubén, estarían haciendo el check in en el motelito de autovía que escogieron para su adultero pero consentido encuentro.
¿No te lo preguntas? – insistí al ver que mi cita no respondía.
¿El qué?
¿Qué estarán haciendo ahora?
No sé – se encogió de hombros – Lo que verdaderamente me preocupa, es que aun con el inmenso amor que siento por Rubén, me resulta inquietantemente indiferente que en estos instantes se esté tirando a otra.
A Marisa no suelen gustarle mucho los preliminares.
A Rubén tampoco – suspiró reconociendo cierto disgusto – Besos, caricias y zalamerías solo las justas.
Imagino que durante el trayecto, habrá conducido con la mano de mi mujer sobándole la entrepierna.
A él se le pondría dura enseguida. Apenas le cuesta unos segundos tener una erección total.
Eso a ella la enloquece. Le gusta ver sin dioptrías el deseo de un hombre por ella. Mientras lo soba, se habrá tocado. Se apretará los pechos con fuerza casi dañina.
Le habrá costado concentrarse en la carretera. A Rubén siempre le apasionan los pechos grandes y firmes. Muy grandes, muy firmes.
Marisa los tienes bastante generosos, con el pezón muy extendido. Algo excesivo pero excesivamente sensible. En ocasiones, cuando se ducha y siente el agua caliente sobre ellos, la he descubierto cerrando los ojos, reteniendo la impresión.
Rubén habrá aparcado nervioso. Agresivo. Como siempre que conduce. Ocupará dos plazas y no pedirá perdón alguno. El que llegue después que se joda.
Esa actitud es mucho del macho que Marisa espera entre sus piernas. En la vida los busca dóciles, como yo, en el sexo, dominantes e imprevisibles.
Rubén es muy animal besando. Apenas habrá apagado el motor, se habrá abalanzado sobre ella con la boca abierta.
Espero que ensalivara bien la lengua. Marisa es mucho de sentir saliva ajena mezclada con la propia.
Su mano habrá aferrado el primer pecho que tuviera a su alcance. Sin finuras.
Marisa habrá suspirado, gemido, enrojecido de inmediato.
El la arrinconara contra el cristal.
Ella le pedirá que pare, que puede correrse antes de hora.
¿No es multiorgásmica?
No
Con Rubén lo descubrirá. Rubén es otra cosa. Rubén agarrará sus muslos ascendiendo bajo su falda. No parará. Nadie lo convencerá para que se detenga.
Ella se dejará. Tal vez este asustada pero no amilanada. Hará lo propio con el paquete de tu marido.
Rubén lo aguantara mordiéndole el labio. Es su contraataque habitual, para desconcentrar al enemigo, para no perder el dominio.
Marisa humedecerá. El volumen adecuado de dolor es su criptonita. Entrelazara sus dedos entre sus pelos, lo hará confiar y, cuando menos lo espere, apretará las uñas contra el cuero cabelludo.
Para entonces la habrá sorprendido. Le dolerán las uñas pero no desistirá. En el instante que él decida, se retirará con descaro, aferrándole con una sola mano el cuello. La presión adecuada, la intención adecuada. Con la otra, le enseñara burlonamente sus braguitas.
Habilidoso sin duda.
Con chanza se las llevará a las narices. Las olerá sonoramente. Reirá. “Chorreando. Como más me gusta”
No sé si eso enloquecerá o cabreará a Marisa. Se sentirá en desventaja. Abrirá la puerta, saldrá, se recompondrá, caminará tratando de no contener el temblor de sus muslos. Le dirá que salga para hacer la entrada.
No la harán. Rubén es previsor. Habrá enviado los datos previamente. Recogerán la llave sin apenas decir palabra, con la mano de mi marido sobando descaradamente el culo de Marisa.
Marisa tiene complejo de culona.
Mejor. Rubén tiene complejo de tener las manos enormes. Tal para cual.
Perfecto entonces.
¿Se besaran hasta la habitación?
No. Marisa es muy cinéfila. Le habrá gustado caminar con las gafas de sol puestas, tres pasos adelantada a Rubén, reteniéndose, como en una escena de Histchcok, plagada de tensión. De pie, como una viuda negra, aguardará a que él le abra la puerta.
Imagino el estampido que pegará. Imagino a Marisa arrancándose el vestido ella misma.
Sí, mi mujer rara vez gusta de que le desnuden.
Rubén se quitara el vaquero. Como buen hombre es muy torpe a la hora de desnudarse cuando hay prisas. El botón se le atascara, los tobillos se le enredarán. Será algo cómico.
Un zapato aventado a un lado, una cremallera rota, la camisa arrojada sobre la mesita de noche.
Besos, gemidos, suspiros, más besos…Rubén es muy sonoro.
Marisa también. Muy sensible aunque muy, muy bruta…
¿Qué le dirá?
A ver esa polla, airea lo que me voy a follar.
¿A ti te soltaba eso? – se rió – A mi marido lo enloquecerá. Lo sé porque me pide constantemente que las digas. Y a mí me cuesta mucho soltarme. Pero cuando una está enamorada….
Marisa le bajará los calzoncillos. Hará de su espacio el suyo.
¿Se arrodillará?
Por supuesto. Pero lo hará a su manera. Una manera nada sumisa. Lo hago porque me apetece. Nadie me dice como camino, como me arrodillo, como la chupo.
A Rubén le complace verme arrodillada, comiéndosela mientras le miro desde abajo, directamente a los ojos.
Ella lo hará. Pero la mirada no será de “estoy a tu servicio”. Marisa la chupa usando dientes, labios, manos, saliva y lengua. Se la mete en la boca hasta la garganta, la besa delicadamente mientras aprieta los testículos. Controlará el placer y dolor de su propietario.
Lo volverá loco.
Se despegara levemente, dejando un nada sutil hilo de preseminal alargándose viciosamente de la polla a la boca. ¿Cómo la tiene tu marido?
Rubén está muy bien dotado. No es cuestión de largura. En eso es normal. Es gruesa. Inusualmente gruesa. Sin embargo lo que le gustara a Marisa son sus venas. Venas gruesas y azuladas que la alimentan rodeándola como la hiedra a un tronco grueso, haciéndola palpitar de una manera que hipnotiza. Eso y el capullo, rosáceo y muy expandido.
Una polla cabezona.
Cabezona sí – reconoció - Ella la cogerá con una mano mientras con la otra aferra la cabeza de tu mujer para penetrar su boca más allá de donde ella sea capaz de aguantar la arcada.
Le gustar rozar los límites.
Superarlos. Le gusta superarlos.
Marisa la chupara gustosa mientras acompasará la felación con suaves caricias a su clítoris. ¿El gritara?
Gritara y dirá de todo. Cosas soeces por supuesto.
¿Ejemplo?
Chupa puta…
Ella lo castigará mordiéndole el tronco.
Devórala…
Ya lo habrá hecho.
¿Dejará que se corra en su boca?
No le importa. Me lo ha permitido varias veces. Pero no será en esta ocasión.
¿Por qué?
Porque tu marido es un desafío. No querrá desaprovecharlo.
Rubén no se arredra nunca. La alzara, la cogerá por la cintura con la fuerza de un toro. Bufará en el esfuerzo.
Ella lanzará un leve grito.
La arrastrará hasta el escritorio, apartando de una patada la silla. La sentará mientras Marisa avienta la carpeta, los papeles, los folletos.
Ella se verá reflejada en el espejo del cabecero. Sus ojos asomando sobre el hombro derecho de tu marido.
Vera la espalda de Rubén, vera sus piernas abrazando sus caderas, sentirá sus besos descendiendo cuello abajo, la succión de sus pezones, el disfrute de su ombligo.
A Marisa le acompleja su lorza. Solo tiene una pero…
A Rubén le enloquecen las chichas. Hasta me prohíbe las dietas. “La mujer…mujer y no fideo” suele decirme.
¿Entonces?
Entonces colocara su boquita entre los muslos, regando lo que tenga delante con un aliento plagado de deseos. Directo. Sobre sus labios vaginales.
Sobre su coño.
La puta de tu mujer se mirara nuevamente al espejo. Mojará de más gozando, contemplando como su cara se va transformando con cada lamida…abrirá la boca…morderá su labio inferior…dilatará las pupilas, jadeará cada vez más indisimuladamente.
El dará un largo y lento repaso, muy bien ensalivado. De abajo hasta arriba. La conozco. Le gusta empezar algo agresivo cuando huele un buen cunnilingus. Luego entrelazara los pies entre los omoplatos de Rubén. Para aumentar la presión sobre su clítoris.
Lo localizará rápidamente. El muy sabueso tiene un radar único para ello.
A Marisa le abulta. Demasiado. Destaca cuando se enrojece. Como una cereza jugosa y brillante.
Rubén lo besará cándidamente, intercalando leves juguetones con la punta de su lengua, salivadas, suspiros e incluso roces con la nariz. La nariz. No se cómo lo hace pero he llegado a correrme con ella.
O se para o terminará pronto. Marisa se corre como una posesa si le hacen algo así.
Pues lo hará. Mi marido sabe cuándo y cómo le viene el orgasmo a la mujer con la que folla.
Ella le insultara…como mínimo un hijo de puta.
Él se carcajeará, se levantará. La besará con pasión y sabor a flujos. A mí me lo hace casi cada vez. Lo detesto.
Marisa se sentirá ofendida, descenderá del escritorio, lo empujará hasta que caiga sobre la cama.
El aún se reirá más.
Eso la cabreará de lo lindo. Menuda está hecha. Lo montará a horcajadas, le estampará una sonora bofetada.
“Puta” le dirá.
Y le arreará la segunda del revés, más dolorosa aun si cabe. Antes de que tu marido reaccione, tendrá su polla en la mano, lubricándose a sí misma la entrada del coño.
¿Sin condones?
Marisa se hizo la ligadura.
Rubén detesta los condones.
Marisa detesta los condones.
Se llevan bien sin duda.
Y más se llevarán cuando, de una tacada, se empale voluntariamente.
Rubén estirará el cuello, doblará las rodillas, hincara los talones en el colchón para impulsarse aún más hacia ella.
Y ella gritará, clavando sus uñas en los pectorales de tu marido.
Y él las suyas en sus glúteos.
Se darán fuerte.
Muy fuerte.
El uno al otro.
Escucharan la carne golpeando.
El bamboleo de sus tetas.
El de sus testículos.
Los gritos.
Marisa grita desaforadamente cuando le viene una gorda.
El parece una bestia arremetiendo. Bufa, aprieta las mueles, crece la mandíbula, endurece el estómago, tensa el cuello.
Entonces dirá algo muy muy sacrilegio tipo “Caguen Dios Rubén me corro”
El no avisará. Nunca lo hace. Cuando Marisa quiera darse cuenta, sentirá un borbotón inmenso de semen bien adentro. Un espasmo generoso, exagerado que lo inunda todo. Los demás son menores en cantidad pero no en fogosidad.
Marisa clavara sus muslos para presionar más, rozara su cadera todo lo que pueda, cerrara muy fuerte los parpados, respirara entrecortadamente a una velocidad pasmosa.
Rubén caerá derrengado, hundido pero no agotado.
Marisa lo hará sobre su pecho dispuesta a una copa de vino y otra batalla.
Los dos estarán dispuestos.
Hace mucho que se tenían ganas.
Les merecerá la pena.
Si, les merecerá la pena.
¿Y a nosotros?
Nos merecería la pena?
Toño esto…esto no está bien.
Nuestras manos entrelazadas, se acariciaban sin rubor sobre la mesa.
Por suerte la zona no era frecuentada por nuestros conocidos, el local estaba completamente vacío y solo una antiestética cabeza disecada de ciervo daba fe de aquel desliz.
Lo se Melisa – respondí acariciando su moflete. Un gesto que ella recibió, lejos de echarse atrás, inclinando tiernamente el cuello para apresar mi mano entre su rostro y el hombro.
Por instinto, ambos nos fuimos lentamente aproximando hasta depositar un tímido y fugaz beso, retirándonos casi de inmediato, de regreso, nuevamente a nuestro respectivo y ético hueco.
Paremos, ahora que aún estamos a tiempo.
No me devuelvas el libro Melisa.
Es tuyo.
Prefiero que lo disfrutes tú. Prefiero saber que vas a recordarme.
Aquel propósito, el de perder todo contacto, conseguimos sostenerlo durante dos lánguidas semas.
Quince días durante los cuales, cien veces tuve el móvil en mano, acariciando con el pulgar la posibilidad de dar luz verde a su número.
Las taquicardias, hacía décadas desconocidas, aparecían a poco que mentara sus ojos castaños.
Quince días, quince noches de las cuales, dos invirtió Marisa al completo, en acoplarse lúbricamente con Rubén.
Un riego que, irónicamente, intensificó el rimo y calidad de nuestra propia vida sexual.
Marisa, revivida, parecía querer agradecer a uno su grueso falo y al otro, a mí mismo, el consentimiento para disfrutar de lo primero.
Ummmm cuanto te quiero cariño – me espetó tras uno de aquellos alardes en los cuales aparecieron prácticas nuevas, como el dogging, las felaciones de ascensor o el beso negro – Me tienes tan consentida.
Yo sonreí.
Sonreía respondiendo al beso.
Sin embargo, por vez primera, tuve que ejercer, sobre el gesto, cierto forzamiento.
Porque mi cuerpo, desde luego, había gozado con cada uno de sus arrimones.
Pero entre mis huesos, algo daba aviso de que no palpitaba correctamente.
Oye Toño…¿y si nos vamos los cuatro de fin de semana a una casa rural?
Tragué saliva intentando que no se me atragantara el pisto.
Puedes irte tú con Rubén– objeté – Me quedo yo encantado con los niños.
Los niños con tus padres. Sería genial. Los cuatro juntos. Podríamos pasear todo el día con las parejas intercambiadas – se rió – Incluso si os apetece…
Ni a mí ni a Melisa nos apetece nada eso de encamarnos. A mí me basta con tu trasero y a Melisa con el de su marido.
Ay…pero que sositos estáis hechos.
No me cupo duda, en ningún momento, de que Marisa se saldría con la suya.
Bastaron un par de días para que, sin resultar cansina, terminara accediendo, eso sí, bajo la condición de que no esperara de nosotros nada más que echarnos con Melisa unos buenos tragos de Ribera del Duero, mientras ella se dejaba cabalgar por el otro.
No, si Melisa tampoco parece estar por la labor – parecía incluso lamentarlo - Pero bueno, nos divertiremos igualmente ¿no?
En todo aquel desbarajuste mental, Calatañazor, parecía ser lo mejor.
Buena parada, buena fonda, buen pueblo, buen paisaje, piedra vieja, cocido lento.
Apenas llegamos, mientras Rubén y yo vaciábamos el maletero, nuestras respectivas iban visitando y calibrando la casa.
Marisa, tan lanzada como siempre, con esa voz saturada de firmeza, parecía imponerse a la manera cariñosa y apocada con que Melisa anunciaba su opinión, su presencia.
En ningún momento, durante el viaje o la llegada, nuestras miradas se entrelazaron.
Ambos, de común acuerdo, nos estábamos evitando.
En principio juzgué que la situación la avergonzaba.
Íbamos allí, arrastrados por nuestras enceladas parejas, incapaces ellas de retener las ganas de quedarse a solas para devorarse mientras nosotros, como auténticos gilipollas, soportábamos la cornamenta consentida, por el puro amor que nos arrastraba.
¡Toño chaval! ¡Cuánto tiempo sin hacer una escapada!. ¡No hay trabajo! ¡No hay hijos! Mira que vino me he agenciado.
Sintiéndome Melisa masculina, sobrepasado por la arrolladora autoridad de Rubén, no deseaba mucho adentrarme en nuestros colegueos de infancia.
No está mal – respondí, tratando de ocultar mis nulos conocimientos enológicos - ¿Saco vasos?
¡Venga vamos! ¡Cuatro vasos!
¡Cuatro, cuatro! ¡Y luego otros cuatro! – animaba Marisa.
Primer brindis de muchos posteriores.
Primero que, con cada sorbo, facilitaba comprender y aliviar la realidad de que, de veras, ese fin de semana, no habría obligaciones, ni pagos, ni horarios inflexibles, ni consejos escolares ni, sobre todos, vecinos, moral o juicios.
Tras un breve descanso tumbados en las hamacas del ajardinado, salimos a disfrutar del callejeo, de la piedra y cuesta, de la labranza de un lugar que llevaba siglos, parado en un tiempo de cruz, espada y Dios eterno.
Rubén y Marisa caminaban cogidos de la cintura, adelantados unos treinta metros.
Melisa y yo lo hacíamos con medio metro de distancia entre nosotros, absorbidos por un silencio que pretendía, inútilmente, separarnos kilómetros.
Porque como los imanes, daba igual la pretensión, la realidad física termina por arrastrarnos.
¿Estas incómoda conmigo Melisa?
Más bien conmigo – reconoció poniendo la vista en un escudo heráldico de traza pura datado a mediados del siglo XVIII - ¿Acaso tu no lo estás? ¿Acaso tu pensaste al casarte que acabaría arrastrado a una situación semejante?
No fue idea mía lo de este fin de semana – contesté – El pacto era jugar. No más. Jugar sin hacer daño. ¿Te hacen daño estos dos tórtolos?
No fue idea tuya eso ya lo sé – pareció no querer dar respuesta – Rubén andaba como loco con venir aquí y yo hace mucho que desisto de negarle algo. No sé qué pretenden. No sé dónde quieren arrastrarnos. Y las incógnitas no me gustan. Me dan miedo.
Déjalos solos. Ellos llevan su juego. Que sean felices tratando de revivir testosteronas del pasado.
¿Lo habrán notado?
No. Están completamente en celo.
No deja de resultarme curioso.
¿El qué?
El que no me importa nada verles el deseo impreso en los ojos. Lo que me dolería de veras, es que ellos descubrieran lo que está impreso en los nuestros.
Dulce y melancólico, dejé de lado el muro de silencio para estirar la mano, acariciando su meñique con la timidez de un ignorante quinceañero.
Incumpliendo mutuamente la promesa, Melisa hizo lo propio, devolviendo el gesto, agrandándolo para entrelazar todos los dedos, desviándonos de la mirada de nuestras propias parejas, quienes ya se besaban entre las centenarias ruinas de la fortaleza.
Volvimos a la casa hora y media más tarde.
Hora y media hablando del rococó, del impresionismo francés, de lo difícil que resultaba compaginar unos horarios demenciales con una crianza de vértigo, de la soledad de quien se cree acompañado.
La puerta estaba abierta.
Desde la cocina llegaba luz, ajetreo, ruido de cristal y cacharros.
Al entrar, topamos con Rubén tratando torpemente de pelar unas patatas mientras Marisa no encontraba el botón de potencia de la vitrocerámica.
Casi al unísono, Melisa y yo respiramos con evidente alivio.
Ambos esperábamos verlos ya sobre la mesa representando a Nicolas y Jessica, a un cartero llamando por duplicado.
Pero, por suerte, lo que encontramos, fue un torpe intento de cocinar una tortilla de patata.
Cenamos con sorprendente naturalidad, en confianza, olvidando las extrañísimas circunstancias que nos habían conducido hasta esa sobremesa.
Durante todo el convite, charlamos, bebimos, reímos y, bajo la tarima, dejaba que mi pie se enzarzara traviesamente con el de Melisa, quien no dejaba de responder a mis arrumacos podológicos.
¿Hace unas copitas junto al fuego?
La casa, como buen casón soriano, disponía de una chimenea castellana que, personalmente, me había encargado de nutrir durante toda la tarde.
Las mujeres nos prepararon unos combinados.
Un acto en apariencia banal que, sin embargo, ayudó y mucho a diluir los innatos resquemores entre dos mujeres tan diversas en carácter y en abierta competencia.
Estáis fantásticas – les dije, confieso que embelesado por la escena.
Ummm, gracias cielo – respondió Marisa sin mirarme, pues justo en ese instante, apareció Rubén con su enésimo cambio de camiseta, a cada cual más colorida y ajustada.
Melisa, en cambio, vestía un vestido sin aparato, algo ligero para la época, de falda hasta medio muslo, negro intenso, contraste sobre una piel aria, salpicada al capricho por innumerables pecas.
Así fue como la velada, iba lentamente deslizándose.
Yo me senté entre las orejeras de una gigantesca y dieciochesca butaca.
Melisa en su hermana gemela justo enfrente.
Marisa y Rubén optaron por el tresillo donde ella, descalza, mecía con una mano el gin tonic mientras con la otra, acariciaba el muslo del compadre.
La conversación, en principio nutrida y a cuatro fue, sin darnos cuenta, derivando a un diálogo de dos utilizando un tono retirado e íntimo.
Eran ellos.
Melisa y yo por contemplándonos en silencio, inmunes al sonido de zalamería y beso que llegaba desde el fondo.
Escuchamos suspiros, escuchamos respiraciones agitadas, escuchamos un “quiero comértela”.
Sabía bien que, en ese momento, Rubén había desabrochado la camisa de Marisa quien, sin sostén, ofrecía sus buenas tetas al devorador el cual, incapaz de resistirse, estampaba ya sus jugosos besos sobre ellas.
Marisa lanzó un gritito.
Un suspiro ronco cuando sintió sus pezones embutidos en aquella boca.
Mira la zorrita como le gusta.
Vamos arriba cabronazo. Estoy demasiado cachonda.
Se levantaron precipitadamente y, en cuanto pasos y doce peldaños, llegaron al crujiente pasillo de madera que marcaba el suelo del piso superior.
Ni ellos nos prestaron atención, ni yo, ni Melisa, hicimos el más mínimo esfuerzo por girar el cuello para despedirnos.
Yo y Melisa, solo teníamos unos ojos, el uno para el otro.
Esto está mal Toño.
Lo sé – reconocía mientras ambos nos levantábamos, acercándonos para salvar los escasos dos metros que nos estaban separando.
Muy mal – añadió justo cuando nuestros labios se encontraron y arriba se escuchaban los primeros gritos de puro degeneramiento.
Beso tímido aunque alargado, acompasado por un abrazo, cálido y entregado.
Toño, Toño, Toño…mi deseo.
Melisa cielo.
Con un ritmo procurado, mimado, acompasado, con esa pasión aterciopelada que los años traen consigo, sintiendo el crepitar de la llama, sabiendo que los momentos mágicos son efímeros, fuimos librándonos del jersey, de la camisa, de los pantalones, de los calzoncillos, del suje…del suje….del suje…del puñetero suje…
Nunca aprendéis – se rió, mirándome mientras, con ligereza, se libraba del sujetador – Me queda solo esto - añadió, estirando la goma de sus braguitas.
Déjame – la bese absolutamente embelesado.
Así fue como…”cuanto me he envenenado deseándote sin poder tocarte”….hice descender…”me he desesperado pensando en”….su última tela…”el olor de tu piel…de cada milímetro de tu piel”….hasta los tobillos.
Ohh cielo – ella respondió terminando de liberarse de ella con dos habilidosas alzadas de pies.
Deliciosa.
Melisa sonrió.
Anda vamos.
Vital y rejuvenecido, la tomé en brazos al modo recién casado, con ella asida al cuello, alternándonos en un juego difuminado de miradas, besos, besos, caricias, miradas, besos, besos, pausas para mirarnos.
Concentrado en disfrutar subía delicadamente, peldaño tras peldaño las escaleras.
Vas a quebrarte la espalda. Ya no somos unos chavales.
Pesas poco – no mentí – Pareces una pluma.
Za…- beso-…la….-beso-….me…..-beso, beso-….ro
Al pasar junto a la habitación de nuestros respectivos, nos llegaba perfectamente el sonido de una felación.
Pero no una felación pausada.
Era una chupada lubrica, mojada, inundada, atizada por interjecciones del dueño del agraciado miembro…”Chupa fuerte, duro, dale aprieta los morros sssssiiii”
Una situación para unos perturbadora, para otros excitante, para la mayoría inmoral y, para nosotros, inexistente.
Llegamos al lecho tal y como salimos del sofá…besándonos.
Deposité a Melisa sin retirarle la mirada, disponiéndome entre besos en uno de sus costados, acariciándonos cada vez más atrevida, descarada y apasionadamente.
Lamí su cuello de abajo a arriba, describiendo una línea recta entre el empalme de su tronco y el lóbulo de su oreja derecha. Un acto que le generó un espasmo tan inesperado como divertido.
¿Te hago cosquillas?
No…es…es algo extraño. Hacía tanto que no dedicaban tanto…uf…tanto tiempo a mi cuello.
Gozando de aquella situación, deslice mis manos de caricia en caricia desde la rabadilla hasta el cuello, trazando el arco de sus omoplatos, finalizando como mis dedos entrelazados en su media melena.
Melisa, por su parte, hacía lo propio conmigo.
Era un acoplamiento que, de no ser por la desnudez, hasta habría podido parecernos casto, como de dos quinceañero que no saben muy bien, cual es el siguiente paso.
Pero lo sabíamos.
E íbamos a seguirlo.
Los pechos de Melisa me parecieron aún más modestos de lo sospechado.
E, igualmente, también se presentaron con una firmeza mayor de la esperada, con esos pezones oscuros, tersos y empitonados con sabor a pura novedad.
Son preciosos – confesé mirando primero a los aludidos y luego a su propietaria.
Tonto. Cualquier teta os gusta.
Estas son las de Melisa. Me gustan el triple por ser las tuyas.
Ya te lo dije - me asió del cuello dirigiéndome directamente a ellos – Za…la…me…ro.
Sostenía con delicadeza el peso de las dos mamas mientras, alternativamente, satisfacía por un lado mi curiosidad por su sabor y, por el otro, la que igualmente tenía, por descubrir la reacción de Melisa ante mis arrumacos.
Melisa se inclinaba cariñosamente sobre mi cabeza, regalándome besos continuos y agradecidos entre la cabellera.
Tan concentrado me encontraba, que no percibí apenas como su cadera, guiada por el instinto, había comenzado a mecerse, rozándose eróticamente contra mi muslo..
Desde el otro lado del tabique resonaban los empentones de un colchón de muelles al punto de ser jubilado.
Chapoteo carnal incrementado por los gritos y provocaciones, por los jadeos desproporcionados y el “dame polla hijo puta” frente a los cuales, nosotros hacíamos el sordo.
Me gusta mucho como me lo haces – miraba tiernamente desde arriba.
El comentario me hizo sonreír.
Sonreír entre las maravillosas tetas de Melisa.
Sonreír y descender aún más.
Paro donde y cuando tú me digas.
Lo sé.
Descender mientras ella, sabedora, se dejaba caer pulidamente sobre la cama, permitiendo con una acompasada apertura de piernas, que mi cara quedara directamente frente al pubis y su corona.
Así, así, así ooogggg cabronaaazooooo…..
Marisa vomitaba su segundo o tercer orgasmo.
En cambio Melisa, puso el puño frente a su boca para ahogar el hipido placentero que la invadió cuando besé ese diminuto puntito rosáceo.
Iiiii
¿Te duele?
¿Dolerme? Toño mi vida sigue justo assssiiii
Continué en el mismo sitio y empeño durante un rato no muy largo.
Ella rogó parar y yo paré.
Incorporado de rodillas, pude contemplar con placidez, desnuda, respirando excitada, con un ligero temblor de muslos consecuencia de aquel cunnilingus breve pero sensible.
Su cuerpo de piel lechosa, de piel de naranja y estría, de ligera adiposidad ventral y cuello levemente graso se presentaba tan profanado por la vida como maravillosamente real y tentador.
Ella, retirando el brazo que instantes antes ocultaba la expresividad de su rostro mientras le devoraba el coñito, se hizo un lado para devolverme la mirada.
Ella vería la ausencia de músculo, la flacidez de los años torpemente contenida, mis glúteos carentes de diez kilómetros diarios, mis canas, mis dos entradillas alopécicas en constante progresión.
Melisa vería mi miembro, ya completamente excitado.
Modestos catorce o quince centímetros carentes de depilado.
¿Puedo tocártela? – inquirió con cara de niña traviesa.
Debería ser yo quien te rogara que lo hicieras.
Melisa se rió con semblante picaruelo.
Rió y la asió con firmeza.
Rió abarcando también los testículos.
Mirando mis ojos, apretó el conjunto hasta conseguir que los cerrara, tratando de asimilar el gigantesco placer que me dominaba.
Mientras su mano derecha trabajando, la izquierda acariciaba mi piel y sus labios, sus eternos labios, besaban sitios inesperados…clavícula…mentón….pezón….costillas…sobaco.
Es maravilloso sentir que te estoy dando placer Toño.
Dicho lo cual, se deslizó como una culebrilla hasta introducir dentro de su boca, todo el placer sostenido en mi falo.
¡Así, así Marisa móntame así ogggg agggg que gusto dan tu coñoooo!
Yo, contrastando con Rubén, apreté labios para no airear el gigantesco goce que la boca de su mujer me estaba generando.
De vez en cuando, podía escuchar tímidos sonidos de succión.
Melisa extendió su mano izquierda por mi tripa, por mis pectorales hasta llegar a la barbilla, donde la acogí con mis propias manos y labios.
Así, entrelazados, continuó felando con un sentimiento compartido de haber olvidado lo que era cometer semejantes y deliciosas locuras.
Melisa cielo…para o no aguanto.
Y ella respondió obedeciendo.
Así, de rodillas sobre el colchón, quedamos ambos frente a frente, con la vista puesta en todo lo que ofrecíamos.
Nos volvimos a abrazar.
Nos volvimos a besar.
Con esa ternura que solo una mujer buena y sensible sabe hacer, Melisa se echó hacia detrás sin permitir que yo alejara mis besos de los suyos, abriendo sus piernas mientras me ayudaba a colocarme en el sitio exacto.
Yo hice lo que supe, agarrando mi falo para ir apuntando a su vagina.
El primer roce, dinamita, me permitió descubrirla extraordinariamente húmeda.
Apenas mi capullo dejó impronta de su cercanía, Melisa se benefició de una estremecimiento acompasado de un gemido muy sutil y un ligero mordisco en mi hombro.
Ohhh Toño lo quiero, lo necesito. Te lo ruego, por favor, entra dentro de mí.
Vida mía…Melisa, corazón.
No puedo alardear de haber sido yo quien la penetrara.
Mi sensación cuando físicamente entré en su vagina, era que ella, a la par, penetraba dentro de mis tuétanos, aderezándonos el uno en el otro con un prolongado susurro de placer plagado de ruegos y caricias.
Hasta que toque fondo.
Quédate allí un rato – suplico.
Lo hice.
Un rato breve y cautivador durante el cual, Melisa dispuso sus piernas apoyando los pies en la parte trasera de mis gemelos.
Lo hizo habilidosa, firmemente pero sin causar dolor para así poder impulsar el movimiento de sus caderas.
No te muevas– añadió – Déjame un rato – y comenzó un vaivén muy muy lento, logrando sacar la mitad del miembro para luego, volver a introducirlo al gusto – Mmmmmm…mmmmmm
Así permaneció casi dos minutos hasta que…
Ay métemela, métemela rápido Toño.
Y lo hice.
En cinco o seis sacudidas Melisa alzo las piernas hasta apretar mi cintura con doble nudo, acariciando ya con presión, mis omoplatos.
Su rostro enarcaba cejas, su boca se abría, sus mofletes enrojecían.
Igual, imagino yo, a lo que sus ojos verían en mí mismo.
Porque yo…
Estoy en el cielo Melisa.
Y ella…
Toño cariño, cariño, dame así, así corazón. Dame que me vengo, me vengo.
Oggg Melisa me corro, me corro dentro de ti cariño
Y lo hicimos.
Lo hicimos juntos.
Corrernos, en apenas ocho minutos, completamente compenetrados.
Yo en ella.
Ella en mí.
Cuando ella apretó mis nalgas para extraer hasta el último jugo, entonces caí sobre sus pechos, comenzando entre ambos un lento juego de caricias en busca de apaciguarnos.
Sentí sus besos en mi cabello, ella los míos sobre el sudor de sus poros, mientras los últimos estertores de su vagina apuraban el orgasmo.
¡Párteme hijo puta párteme!
Al otro lado, llevaban media hora follando cuando nosotros comenzamos y todavía se pegaron otra hora más después de que nosotros hubiéramos acabado.
Lo siento Melisa.
¿Por qué hombre?
Yo nunca tuve una resistencia como la de tu marido.
Oh corazón. Si todo en este mundo fuera eso. No salgas de mí–rogó besándome el cabello – En este juego Toño, no todo es tamaño, aguante y porno. Esta ese algo más que….
Calló.
Abrí los ojos.
Continúo callando.
Ambos nos dormimos abrazados, como colegiales, mientras por toda la casa, resonaba la bestial y estruendosa follada de nuestras respectivas parejas.
Un estirado gemido nos despertó a ambos cuando el sol debía marcar casi el mediodía.
En ningún instante habíamos dejado de dormir abrazados.
El rostro casi cincuentón de Melisa, me ofreció un buenos días justo después de que Marisa le gritara a Rubén que le devorara el coño.
Sentí su mano dispuesta sobre mi mejilla. Sentí que estábamos los dos, al borde de la lágrima.
Toño….Toño esto no está bien y lo sabes.
Asentí con la cabeza.
Esta situación no es normal, no puede durar, no podemos alargarla.
Ambos tenemos hijos – continué – Responsabilidades. Si se enteran de lo que estamos haciendo….será el fin de todo.
Y sin embargo no puedo parar – reconoció besando mi frente – Soy incapaz de hacerlo.
No quiero fingir.
No quiero fingir.
Otro largo gemido indicó que Rubén había encontrado para su lengua el botón deseado.
Ni caso.
Melisa – la atraje aún más, dirigí su barbilla para que nos miráramos.
Si lo hacemos, vamos a hacerles mucho daño. A todos
Y si callamos, nos lo haremos a nosotros mismos.
Melisa me beso.
Esto no está bien – insistió.
Yo respondí a su beso.
No, nada bien.
Pero te quiero. Te quiero Toño. Te quiero.
Melisa mi amor, te quiero.