Mejor la puta de uno que de veintiuno

Unos presos fugados de la cárcel se replantean su orientación sexual durante la huida. Este relato contiene los fetiches HOMOSEXUALIDAD FORZADA, TRAVESTISMO y FEMINIZACIÓN.

Mejor la puta de uno que de veintiuno

Los cuatro fugitivos se encontraban apiñados entre los dos pilares de ladrillo que flanqueaban la verja de entrada al jardín. Después de abandonar en el bosque el coche con el que se habían fugado de prisión, habían tenido que andar más de cinco kilómetros hasta llegar a esa urbanización.

—¿Por qué esta casa, precisamente? —preguntó Toni.

—Los dueños están de vacaciones —soltó Diego, mientras intentaba abrir la cerradura con una ganzúa.

—¿Cómo lo sabes?

—Estamos en agosto... todas las persianas están cerradas... y en el buzón hay cartas —dijo Diego, con fastidio—. Ya está. Venga, entrad. Rápido.

Diego esperó a que los demás cruzaran la verja para cerrarla con cuidado. Y todos juntos se dirigieron hacia la puerta principal de la casa.

—Un momento —dijo Toni, cuando Diego se disponía a forzar la cerradura con la ganzúa—. ¿Y la alarma?

—Creo que no tiene.

—¿Crees?

—Sí. Y a no ser que alguien tenga otra idea, nos la vamos a tener que jugar. No podemos seguir paseándonos de madrugada como si nada por esta urbanización, y menos aún con un tío al que le han pegado un balazo. Podemos darnos con un canto en los dientes si hasta ahora no nos hemos cruzado con nadie y a ningún vecino se le ha ocurrido mirar por la ventana después de levantarse de la cama para ir a mear.

—Por favor, Toni —suplicó Fran, que a duras penas podía sostener al pálido y sudoroso herido—. Héctor ya casi no se tiene en pie.

Diego no esperó a que Toni se decidiera para empezar a manipular la cerradura. Al poco rato pudo escuchar con satisfacción el sonido que estaba esperando: ¡clac! Lentamente entreabrió la puerta no sin cierto temor a que saltara alguna alarma. Pero no ocurrió nada.

Llevaron rápidamente a Héctor a la cocina y allí lo tumbaron sobre el mármol de la isla central. Diego cogió el cuchillo más afilado que encontró y lo utilizó para rasgarle la camisa. Con la ayuda de los demás lo pusieron de costado. Héctor torció la boca de dolor, pero ya no le quedaban fuerzas para emitir sonido alguno. Diego, entonces, le vació media botella de agua sobre el abdomen para limpiarle la herida y poderla examinar mejor.

—La herida está en un lado. Puede que no haya tocado ningún órgano vital. Y tiene orificio de entrada y de salida —les comunicó.

—¿Eso es bueno o malo? —se interesó Fran.

—Podría ser peor. Pero ha perdido demasiada sangre. No creo que pase de esta noche.

—¿Y no podríamos llevarlo a un hospital?

—¡Cierra esa puta boca, ¿quieres?! —le espetó Toni.

Fran se asustó. Hijo de una buena familia, Fran era, de todos los presentes, el que menos merecía estar en la cárcel. No obstante, una mala decisión relacionada con un asunto de drogas lo había conducido hasta allí. Y una vez en prisión era cuestión de tiempo que un ternerito de 20 años como Fran cayera en manos de cuántos quisieran abusar de él. La “suerte” quiso que lo pusieran en la misma celda que Toni, pues lo primero que aprenden en la cárcel los chicos como Fran es que es mejor ser la puta de uno que de veintiuno, aunque ese “uno” fuera Toni, un cabrón sin escrúpulos que no dudaba en chulearlo a conveniencia. Es una cuestión de pura matemática elemental.

—Lo dejaremos en la puerta de un hospital y nos largaremos —se injirió Diego.

—¿¿¡¡Pero es que te has vuelto loco!!?? —exclamó Toni.

En otras circunstancias alguien como Diego no habría movido un dedo para salvarle la vida a un tipo que apenas conocía. Pero Diego odiaba a Toni, y eso era motivo suficiente para arriesgarse a que la policía lo atrapara. Y tampoco podía negar que la ingenuidad de Fran y su permanente condición de indefensión ante Toni le producían cierta conmiseración.

—Ve a ver si la familia se ha llevado el coche o lo han dejado en el garaje —le ordenó a Fran, haciendo caso omiso de Toni.

Acto seguido, Fran salió corriendo de la cocina. Diego, entonces, se dirigió hacia el comedor, con Toni siguiéndole los pasos.

—Tío, si quieres que te pillen ese es tu problema. Pero yo no pienso ir con vosotros —dijo Toni.

—Nadie te lo ha pedido —contestó Diego mientras encendía el televisor y ponía el canal de noticias 24H de Televisión Española.

—Y si quiero llevarme yo el coche, ¿qué pasa? —le desafió Toni.

Diego dejó lentamente el mando a distancia sobre la mesilla del televisor y se volvió hacia Toni.

—Pues que entonces tendremos un problema, ¿no crees? —dijo Diego, aguantándole la mirada desde una mayor altura.

En ese momento apareció Fran con unas llaves en la mano tendiéndoselas a Diego.

—Hay un coche en el... —empezó a decir Fran, pero enseguida notó la tensión entre ellos dos y se calló, quedándose paralizado con el brazo extendido.

Toni fulminó a Fran con la mirada, lo que hizo que a éste se le helara el corazón. Fran conocía bien a Toni. Dos años a su lado le habían enseñado a interpretar cada mínima expresión de su rostro y a anticipar sus ataques de ira. Por eso sabía que tarde o temprano acabaría pagando en sus propias carnes el orgullo herido de Toni.

Toni dio un paso atrás y, mostrándole las palmas a Diego, sonrió. Su sonrisa contrastaba con las ascuas que ocupaban sus cuencas orbitales.

—¡Sí! ¡Qué coño! ¡Vayamos al hospital! Pero antes, si no os importa, iré a cambiarme de ropa. No quiero que la bofia me trinque con la camisa manchada de sangre. Quiero salir guapo en la foto de la ficha policial —dijo Toni, y, acto seguido, se marchó por la puerta del comedor.

A los pocos segundos Diego y Fran oyeron un grito ahogado proveniente de la cocina, e, inmediatamente, se dirigieron hacia allí. Cuando entraron en la cocina se encontraron a Toni con un cuchillo teñido de púrpura en la mano y a Héctor tumbado sobre la isla central con la garganta cercenada y los ojos abiertos de par en par.

—Problema solucionado —soltó Toni, al verlos entrar, con una media sonrisa dibujada en los labios.

Diego se abalanzó sobre Toni y, agarrándolo de la pechera, lo estampó contra la pared.

—¡Pero que coño has hecho!

—Tú lo has dicho: no iba a pasar de esta noche. Sólo he precipitado los acontecimientos —explicó Toni, sin perder la calma ni la sonrisa.

—Eres un puto tarado —le dijo Diego, escupiéndole cada una de las palabras a escasos centímetros de la cara, para luego soltarlo después de un último empujón contra la pared.

Liberado de las garras de Diego, Toni se recompuso la camisa con sangre fría y se fue a lavar las manos al fregadero.

—Lo dicho: voy arriba a cambiarme de ropa. Estoy perdido de sangre —anunció Toni, secándose las manos en las perneras del pantalón y dirigiéndose hacia la puerta de la cocina.

Desde que Fran había entrado en la cocina no había podido apartar los ojos del cadáver de Héctor. Nunca había visto un muerto tan de cerca y aún era incapaz de asimilar que hubiese sido obra de Toni. Sabía que Toni era un tipo despreciable y violento, pero no hasta qué punto. En ese momento fue realmente consciente del peligro que corría a su lado. Los ojos abiertos y sin vida, los labios crispados... todo el rostro de Héctor ofrecía una imagen de terror. Hasta la cavidad que ahora se abría en su garganta parecía que estuviera gritándole «¡huye!».

La voz de Diego lo despertó de su ensoñación:

—¿No me has oído?

—¿Eh?

—Digo que me ayudes a buscar un mantel o algo para tapar a... Tú busca por aquí. Yo iré al comedor.

Después de cubrir a Héctor con un mantel también fueron al primer piso a asearse y cambiarse de ropa. Allí se encontraron el dormitorio principal totalmente revuelto y a Toni vestido con un chándal y unas zapatillas deportivas rebuscando en los cajones.

—¿Qué coño haces? —preguntó Diego.

—¿A ti qué te parece? Busco dinero, joyas, revistas guarras... lo que sea.

Diego se sacó una foto arrugada del bolsillo trasero del pantalón, la dejó sobre la cama y comenzó a desvestirse. Esa foto era la única pertenencia que se había llevado de la cárcel. Toni y Fran se la miraron unos segundos. En ella aparecía una mujer de unos treinta y tantos años cuyo rostro quedaba oculto en parte por una indómita cabellera, larga y ondulada, teñida de un intenso color cobrizo. Era lo más llamativo de una cara sin apenas maquillaje y de rasgos algo anodinos aunque armoniosos que le conferían al conjunto una belleza natural. La mujer miraba a la cámara y sonreía con una timidez no exenta de cierta coquetería. No era difícil percibir en ella esa felicidad que sólo irradian los enamorados.

—Está buena —dijo Toni—. ¿Quién es? ¿Tu mujer? ¿Tu novia? —Al no obtener respuesta, Toni desistió y continuó abriendo cajones y tirándolos al suelo tras examinarlos, mientras Diego, ya completamente desnudo, buscaba algo que ponerse entre la ropa desperdigada por doquier.

Fran no pudo evitar fijarse en el cuerpo de Diego. Acorde con la vellosidad de los antebrazos, su cuerpo estaba cubierto, desde el pecho hasta las canillas, por un manto piloso rematado en el bajo vientre por un espeso matojo azabache del que sobresalía un considerable miembro de tallo grueso y glande generoso. A Fran no le costaba nada figurarse a la mujer de la fotografía y a Diego juntos. Se imaginaba a aquella mujer delante de una humeante taza de chocolate caliente mientras Diego le tomaba la foto. También se los imaginó en la cama haciendo el amor. Ella debajo de él, con los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia un lado, rodeándole la cintura con las piernas y acariciándole la espalda, recibiendo con exquisito placer tanto sus embates como sus besos.

No era la primera vez que Fran se sorprendía mirando el cuerpo de otro hombre. En la cárcel ya le había ocurrido varias veces. Pese a reprochárselo internamente, no podía evitar echar un vistazo, aunque fuera breve y de soslayo, a algún que otro recluso haciendo pesas en el patio. Ya fuera propiciada por la ausencia de mujeres, ya lo fuera por un ambiente carcelario asfixiantemente masculino, la misma necesidad que había conducido a un tipo como Toni a abusar de él, a él lo impulsaba a recrearse en la virilidad de los demás convictos. Y eso era algo que le turbaba.

Toni vació el último cajón del armario dándole la vuelta de golpe y dejando caer al suelo todo su contenido.

—¡Ni un puto euro! Lo deben tener todo guardado en esa caja fuerte —se quejó Toni, señalando con el cajón la caja de caudales anclada a la pared del armario empotrado—. A ver si encuentro en el garaje una palanca o algo para abrirla.

Diego se volvió hacia el armario y, mientras se metía los faldones de la camisa dentro de los pantalones, echó una ojeada a la marca y modelo de la caja fuerte.

—Pues buena suerte —se mofó.

—Puta mierda —masculló Toni. Y en un arrebato de ira estrelló el cajón contra la caja de caudales.

—¡Pero qué coño haces! ¿Es que quieres despertar a todo el vecindario? —le recriminó Diego. Y a continuación se dirigió a Fran, que todavía estaba en calzoncillos revolviendo la ropa del suelo—: ¿Y tú a qué esperas? Escoge cualquier cosa y póntela. No es tan difícil, joder.

—Es que nada es de mi talla. Y se me van a caer los...

—Pues no te quedes aquí, joder, y busca en otras habitaciones. Puede que tengan hijos.


Diego bajó solo al comedor. El televisor aún estaba encendido. Se sentó en el sofá y se puso a ver la tele atento a lo que pudieran decir de ellos en el canal informativo.

Al cabo de un rato se presentaron los otros dos.

—Sólo tienen una hija —anunció Toni, nada más llegar—. Tampoco hay nada en su habitación. Cuatro baratijas. Todo lo deben de tener guardado en la caja fuerte. ¡Joder! ¡Menuda familia de desconfiados, coño! ¿Pero qué se piensan, que alguien les va a entrar a robar?

¡Ja, ja, ja!

—Toni se rió de su propia ocurrencia—. Joder, pero menudo pibón la cría esa. Mira, fíjate. ¿Tú cuantos años le echas? —le preguntó a Diego, enseñándole una foto de la chica. Pero aquél ni tan siquiera apartó los ojos de la pantalla del televisor, y Toni desistió—. Dieciocho los tiene. Seguro. Esos dos melones no pueden ser de una menor. Aunque, vete a saber. Hoy en día las niñas maduran muy rápido. Y además recuerdo que cuando estaba en octavo había una tía en mi clase que tenía unas peras... Joder, cómo me estoy poniendo. Suerte ha tenido esa de no estar en casa, porque si me la llego a encontrar me la habría zumbado, pero bien. Pim pam pim pam. —Toni azotaba un culo imaginario mientras movía las caderas adelante y atrás—. Venga nena. Así, así, joder. Mmmmm... Y seguro que le gustaba. Esta zorrita tiene una cara de vicio que... Te aseguro que la mía no sería la primera polla que se tragaba. Por esa boquita deben de haber pasado más pollas que por la consulta de un... de un... un... ¡Joder! Ahora no me sale el nombre. ¡Eh, Franny! ¿Cómo se llama el médico de las pollas?

—Andrólogo.

—¿Andrólogo? ¿Pero qué coño es eso? ¿Te lo acabas de inventar o qué? No, coño, un... un... Joder. Mierda. Un... un...

—¿Un urólogo?

—Sí, joder, eso. ¡Ves como lo sabías! ¡Qué lista es mi princesita! —dijo Toni, agarrando a Fran por el cuello y acercándoselo al cuerpo. Y luego, dirigiéndose a Diego, le preguntó—: ¿has visto qué mona está Franny con la ropita que se ha puesto?

En esta ocasión Diego sí reaccionó. Dejó de lado las noticias y observó a Fran, que llevaba unos shorts ceñidos de color verde pastel y una camisetita blanca que a la altura del pecho tenía escrito en grandes letras doradas «SuperStar». Vestido de esa manera Fran aparentaba bien poca cosa. De natural, tenía una constitución corporal que tendía a la delgadez, y aún se le había acentuado más durante su estancia en prisión. Y esa ropa no ayudaba a disimularla.

—No me digas que no le queda bien —continuó Toni—. Si vieras la ropa que esa zorrita guarda en el armario... mmmmm... te habrías puesto enfermo. Le he dicho a Franny que se vistiera con una minifaldita y un top, pero no ha querido. Sólo he conseguido que se pusiera esto. Es que es muy vergonzosa. ¿A que sí, Franny? —Fran agachó la cabeza—. Tampoco ha querido ponerse un tanga, pero ¡mira que monada de braguitas lleva! Venga, Franny, enséñaselas. Venga, no seas tontita, estamos entre amigos. —Viendo que Fran no se movía, Toni lo agarró por la nuca y lo empujó en dirección a Diego—. ¡He dicho que se las enseñes!

Sin levantar la cabeza, Fran se desabrochó los shorts y se los bajó un poco, lo suficiente para mostrar unas bragas de algodón de color blanco con corazones rosas y un lacito rosa cosido en la cinturilla.

—¿A que son una monada? ¿Qué me dices? ¿No te gustaría hacértelo con él?

Diego no respondió.

—Venga, hombre, no me digas que no te pone. Te aseguro que está toda depiladita. ¿No le ves las piernas? Le obligué yo: los pelos me cortan el rollo. Venga, Franny, desnúdate. Demuéstraselo.

Fran hizo lo que Toni le ordenó. Al acabar, Toni se puso a su lado y le acarició todo el torso, desde el pecho hasta el pubis, frente a Diego.

—Está más suave que el culito de un bebé. Y mira que pollita tiene. ¡Cu cu! —se burló Toni, retirándole con un par de dedos la piel del prepucio y dejándole al descubierto el glande—. Casi parece un clítoris. Deja que Franny te haga una mamada. No te arrepenti...

—No —le cortó Diego.

—Tío, estás muy tenso. Y no me extraña. ¿Cuántos años llevabas en la cárcel? ¿Cuatro? ¿Cinco? Aguantar todo ese tiempo a base de pajas... Joder, tío... eso no es sano. Un hombre necesita un agujero donde meterla. Claro, que si lo que prefieres es darle por el culo... ¿Qué me dices? ¿Culo o boca?

—Te he dicho que no.

—Oye, que si lo que te preocupa es... Mientras seas tú el que da y no el que recibe, eso no es de maricones, tío. Confía en mí, que yo no soy ningún marica de esos. Te aseguro que no vas a notar la diferencia. Y a Franny no le importa. Le gusta chupar pollas. ¿A que sí? Díselo, Franny.

Fran estaba asustado. Los ojos en llamas de Diego denotaban su creciente hartazgo. Y sabía que Toni no dejaría de insistir hasta convencerlo. No le sentaba nada bien que le llevaran la contraria (¡que se lo dijeran a Héctor!), y menos aún cuando lo que pretendía, a su particular y enfermizo juicio, era hacer un favor.

—Por favor... —suplicó Fran—. No me importa hacerlo.

—¿Lo ves? No le importa —remachó Toni, que agarró a Fran del brazo y le hizo ponerse de rodillas frente a Diego.

Cuando Fran fue a desabrocharle el pantalón, Diego le soltó un revés en plena cara, tirándolo a suelo. Y, desafiando a Toni con la mirada, dijo:

—¿Qué coño es lo que no entiendes de la palabra «no»? ¿La «N» o la «O»?

—¡Puto gilipollas! ¿Qué te crees, que la tía de la foto te estará esperando? ¿Que te habrá sido fiel todos estos años? ¡Tú lo flipas, tío! Todas son unas zorras. Mientras tú te matabas a pajas en la cárcel a esa seguro que se la estaba trincando su profesor de yoga. Y si piensas que la pasma no la estará vigilando ahora mismo esperando a que seas tan gilipollas de presentarte en su casa es que estás pallá. Puto imbécil de los cojones. Pues si no quieres follarte a la princesita, tú te lo pierdes. Ya lo haré yo.

Toni agarró a Fran del codo y, tirando de él de mala manera, lo llevó hasta la mesa del comedor, donde, con un empujón en la espalda, le hizo recostar el tronco sobre la superficie de madera.

—Abre las putas piernas —le ordenó—. Así. Buena chica. Mmmmm... Pero mira qué culito...

Toni le dio un cachete en el trasero. Luego se desabrochó los pantalones y se sacó el polla. Le aferró firmemente las nalgas con ambas manos y se las separó con los pulgares. De tanto uso, el esfínter fue abriéndose como una flor dejando al descubierto un agujero del tamaño de una moneda. Toni sonrió. Después de unos segundos de deleite ante semejante visión su polla empezó a apuntar hacia la oscura gruta, como si conociera el camino. Ya no se lo pensó más. Sin soltarle las nalgas, le empotró completamente el pene de un solo golpe de cadera. La polla se abrió paso como un cuchillo caliente en una terrina de mantequilla y, sin embargo, a Fran le pareció como si un relámpago le hubiera recorrido la médula espinal de punta a punta, crispándole todos los músculos del cuerpo. Tras esa primera embestida vino una segunda igual de profunda. Y luego una tercera. Y, así, una tras otra, como un martillo neumático, se sucedieron las embestidas, reduciéndose cada vez más el intervalo de tiempo entre ellas hasta alcanzar un ritmo regular.

Pese a la considerable laxitud de su esfínter anal, adquirida tras dos años de estancia en prisión, hasta que el músculo no se acostumbraba al antinatural movimiento de mete y saca, a Fran nada le ahorraba el dolor. Con los párpados cerrados y los dientes apretados, Fran aguantó el suplicio aferrándose con fuerza a los bordes de la mesa y presionando la mejilla derecha contra el tablero. Sólo cuando el dolor se mitigó lo suficiente pudo abrir los ojos. Se encontró entonces con los ojos de Diego mirándole fijamente desde el sofá. Fran no pudo aguantarle la mirada y volvió la cabeza en la otra dirección. Poco a poco se le fue haciendo un nudo en la garganta, y grandes lagrimones comenzaron a brotarle de los ojos y a escurrírsele por el rostro hasta llegar a formar un charquito junto a la mejilla izquierda. Lloró desconsoladamente, pero en silencio, como había aprendido a hacer en la cárcel. Para él su estancia en prisión había supuesto una sucesión monótona de acontecimientos dolorosos y humillantes que se repetían como un bucle sin fin, pero que nunca duraban demasiado. Por eso, aunque hacía tiempo que no lloraba así, sabía que esa sensación de rabia e impotencia que sentía en ese momento no tardaría mucho en desaparecer. Y así fue. Enseguida el pensamiento de Fran abandonó su cuerpo inerme a merced de Toni y se posó sobre un pequeño cuadro colgado en la pared: una marina. Se imaginó entonces en un velero, al atardecer, surcando un mar bañado por la luz de un gran sol anaranjado. Cada nuevo golpe de cadera de Toni era una ola que batía el casco del velero. Su pensamiento estaba lejos de aquella casa, lejos de Toni. Era como si su vida hasta entonces no hubiese existido, como si nunca hubiera estado en la cárcel y su vida real fuera la de un marinero zarandeado rítmicamente por el oleaje marino.

La última sacudida llegó sin avisar. Súbitamente, una cálida lengua de mar penetró en las entrañas de Fran. Y luego, la calma. Toni se desplomó sobre la espalda de Fran y permaneció así unos segundos.

—Buena chica —dijo Toni, finalmente, apartándose de Fran y dándole unas palmaditas en la nalga.

Fran se incorporó lentamente. Con una mano se tapó el ano y, sin levantar la vista del suelo, se dirigió así hacia la puerta del comedor.

—¿Adónde vas? —preguntó Toni, maliciosamente.

—A... a... al baño.

—¿Y no piensas limpiarme la polla?

Fran palideció. Miró a Toni y, a continuación a Diego, que no se había movido ni un ápice desde la última vez que se había fijado en él. Luego volvió a mirar a Toni.

—Toni...

—Venga —dijo Toni, y, agarrando a Fran del brazo, lo obligó a ponerse en cuclillas delante de él, lo que provocó que, sin nada que lo retuviera, un chorretón de esperma se le escurriera del recto y fuera a parar directamente al suelo—. ¡Venga! —insistió Toni, acercándole el pene a la cara.

Fran sujetó con tres dedos la polla morcillona de Toni. Se la quedó mirando unos segundos, fijándose especialmente en la mezcla de fluidos de distintas tonalidades que impregnaban el glande. Cuando se acercó el pene a la boca un olor indescriptible le golpeó la nariz, lo que provocó que una náusea le contrajera el estómago. Inmediatamente apartó la cabeza e inspiró una larga bocanada de aire para contener un conato de arcada.

—¡Métete la puta polla en la boca! —le ordenó Toni.

—No puedo... por favor... —imploró Fran, con los ojos empañados de lágrimas.

En ese momento Diego se levantó del sofá.

—Os espero en el coche —dijo, cuando pasó junto a ellos.

Nada más perder a Diego de vista, Toni abofeteó a Fran y, cogiéndolo por la nunca se lo acercó a la polla. Fran se resistió. Intentó zafarse sin éxito de la mano de Toni hasta que éste se hartó y le soltó otro sopapo.

—No te lo volveré a repetir: ¡abre la puta boca!

Finalmente, Fran se dio por vencido e hizo lo que Toni le mandó. Abrió un poco la boca y esto lo aprovechó Toni para meterle la polla.

—Pobre de ti que muerdas... Venga, chúpamela. ¡Te he dicho que me la chupes, joder!

Fran obedeció.

—Eso es... así... continúa... bien... Y ahora trágatelo... ¿¡No me has oído!? ¡Trágatelo de una puta vez!

Tras cuatro o cinco intentos, seguidos de sendas arcadas que casi lo conducen al vómito, Fran consiguió engullir el contenido de su boca. Aunque no lo retuvo mucho tiempo en el estómago, pues, en ese preciso momento, una violenta náusea se apoderó de él y vomitó aparatosamente en el suelo. Y lo habría hecho a los pies de Toni si éste no se hubiera apartado justo a tiempo dando un salto hacia atrás.

—¡Joder! ¡Qué asco! —exclamó Toni, mientras se abrochaba los pantalones—. Has tenido suerte de no potarme encima porque te habría... —Toni le dio entonces un puntapié a Fran que lo tiró al suelo— Nunca más vuelvas a ponerme en evidencia delante de Diego... ni de nadie... ¿¡me has entendido!?

Fran no respondió, por lo que Toni le soltó una somanta de patadas.

—¡Ay! —gritó Fran, procurando protegerse hecho un ovillo—. Sí... sí... lo siento... lo siento... perdona... por favor... no lo volveré a hacer...

—Más te vale —dijo Toni, finalmente, cuando se cansó de pegarle—. Me voy al coche. No tardes, si no quieres quedarte aquí.

Fran todavía permaneció un buen rato en el suelo, en posición fetal, a escasos centímetros de su vómito. Ya no tenía ánimos ni para llorar. Al fin, se armó de valor y se levantó con cierta dificultad. Recogió la ropa y se fue al baño.


Toni se encontró a Diego en el garaje, en el asiento del conductor de un Ford Mondeo, con la ventanilla bajada, fumando y escuchando las noticias en la radio.

—Quita esa mierda y pon algo de música —dijo Toni, después de cerrar la puerta del copiloto e intentando alcanzar la radio para cambiar de emisora.

Diego le apartó la mano de un manotazo.

RADIO: «[…] aeropuerto, procedente de Bogotá, con una docena de bolas de cocaína en el estómago. El segundo fugitivo, Héctor Alonso, cumplía una pena de 21 años de prisión por el asesinato por encargo de un empresario de la construcción. El tercero es Diego Álvarez, que fue condenado a 24 años de prisión por diversos delitos, entre ellos el homicidio de un guardia de seguridad al ser sorprendido intentando robar varios cuadros la noche anterior a la inauguración de una exposición. El cuarto y último de los fugitivos, Antonio Álvarez, fue condenado a 39 años de prisión, entre otros delitos, por el violento atraco a la joyería Hermanos Mistral que tuvo como resultado la muerte del dueño y la de uno de los clientes. Álvarez fue el único miembro de la “Banda de los Cuatro” que consiguió escapar con vida de la persecución de la policía, llevándose consigo un botín de más de 600.000 euros en joyas, que aún no ha podido ser recuperad...»

—¡Qué exagerados! —interrumpió Toni, nervioso, mirando a Diego de reojo—. ¡600.000 dicen! No llega ni a 100.000... Y todo muy difícil de colocar... Los de la joyería deben de haber timado a la aseguradora a nuestra costa inflando la cifra. ¡Y después dicen que los chorizos somos nosotr...!

Diego subió el volumen de la radio dejando a Toni con la palabra en la boca.

RADIO: «[…] mientras los cuatro fugitivos siguen en paradero desconocido, aún sigue en curso la investigación sobre los posibles errores de seguridad que facilitaron la fuga. Por otro lado, fuentes carcelarias nos han informado que Francisco Javier Romero y Antonio Álvarez compartían celda en el penal, y que todavía se está investigando la relación que pudieran tener con los otros dos presos fugados. Les seguiremos informando. En otro orden de cosas, hoy martes se inaugurará la Vigesimoctava Edición del...»

Diego apagó la radio y miró el reloj: faltaba un cuarto de hora para las cuatro de la madrugada. Justo en ese instante Fran entró en el garaje por una puerta lateral y se dirigió hacia el asiento trasero del conductor.

—¿Se puede saber qué coño hacías? Hace rato que te esperamos —le recriminó Toni, nada más sentarse.

—Perdona.

Diego puso en marcha el motor y miró a Toni.

—¿Qué pasa?

—La puerta —soltó Diego, lacónicamente, mientras señalaba la entrada del garaje con un imperceptible movimiento de cabeza.

—Ya has oído. Ve a abrir la puta puerta.

Fran salió del coche e hizo lo que Toni le había ordenado.


—¡Pero cómo se te ocurre venir aquí! —dijo el tipo rechoncho y calvo después de cerrar la puerta y de haberse asegurado, mirando nerviosamente a un lado y a otro del rellano, que nadie los había visto—. ¡Toda la puta poli os está buscando!

—¿Es que uno no puede pasar a saludar a un amigo? —contestó Toni, socarronamente.

—Ya puedes salir —dijo el tipo rechoncho en dirección a una puerta cristalera entornada que se encontraba a su espalda—. Lamentablemente los conozco.

En ese momento se abrió abrió la puerta cristalera y apareció un hombre de unos cuarenta años de aspecto patibulario con una pistola en la mano, seguido, al poco, de varias mujeres desgreñadas de edad indefinida y rasgos demacrados.

—Volver a habitación, zorras, si no querer paliza —les dijo, entonces, el tipo de la pistola a las mujeres, empujándolas hacia el interior de la vivienda y cerrando la puerta cristalera a sus espaldas.

El tipo rechoncho esperó a que no estuvieran las mujeres para hablar:

—¿Qué haces aquí? No podéis quedaros. Tenéis que iros, ¡y ya!

—Necesitamos papeles —dijo Toni.

—Yo ya no me dedico a eso. Ahora llevo un negocio legal.

—¿Legal? No me hagas reír —se burló Toni—. Esas putas tienen tanto de legal como mis huevos. ¿A quién se las has comprado? ¿A los rumanos? ¿A los ucranianos?

—¿A ti qué coño te importa? Y ya te he dicho que ya no me dedico a falsificar documentos.

—No es eso lo que se dice en el talego.

—¡Gilipolleces!

—Venga, Mojón. Te pagaremos bien.

—¡Que no, coño! ¡Y no me llames así!

—Que no te llame ¿cómo?

—Lo sabes muy bien.

—¡Ja, ja, ja! Joder, Mojón. Tantos años fuera y sigues siendo el mismo hijoputa gruñón de siempre. ¿Por qué no les cuentas a mis colegas por qué te llaman Mojón? —El tipo rechoncho se quedó callado mirando a Toni con rabia—. ¿No? Bueno, pues ya lo haré yo. Es muy divertido. Resulta que hace... mmmm... ¿cuánto hace?... fue antes de que llegarais vosotros... mmmm... Bueno, da igual. La cuestión es que este pequeño cabroncete era todo un capo cuando entré en el talego. Recuerdo que iba pavoneándose por todos lados, dándose aires de hombrecito, siempre acompañado de lameculos y putitas... hasta que le tocó los cojones al tío equivocado... ¡ja, ja, ja!... que le pegó una señora paliza y... ¡ja, ja, ja!... y este... ¡ja, ja, ja!... este desgraciao acabó jiñándose encima... ¡ja, ja, ja! Lo que os digo, tíos: cagándose patas abajo. ¡Ja, ja, ja! Joder... ¡ja, ja, ja!... cómo me gustaría haber estado allí para para verlo. Y después, pues ya os lo podéis imaginar, el hombrecito se quedó sin lameculos que le siguieran a todas partes y sin putitas que le afilaran el sable. ¡Ja, ja, ja! A ti que te gustaba terminar el día con una buena mamada para irte relajadito al catre... ¡ja, ja, ja!... tuviste que apañártelas el resto de la condena dándole a la zambomba. ¡Ja, ja, ja! ¿Qué? ¿No os he dicho que era divertido? ¡Ja, ja, ja!

—Siempre has tenido un gran sentido del humor, Toni. Y me alegra comprobar que en tu situación, con la pasma persiguiéndote y eso, no lo hayas perdido. Pero ahora, si no te importa... El día ha sido largo y... y, como ya te he dicho, ya no me dedico a eso. Ahora tengo un negocio...

—Sí, sí. Ya lo sé. Una casa de putas muy legal. Venga, Mojón, no seas así. Hazlo por los viejos tiempos.

—No. Y largaos de una puta vez o...

—¿O qué?

Mojón señaló con la cabeza al tipo de aspecto patibulario que aún sostenía la pistola en la mano.

—¿Y qué va a hacer tu amiguito? ¿Pegarnos un tiro aquí? ¿A las cinco de la madrugada?

Mojón permaneció callado.

—Está bien. Nos vamos. ¿Sabes si hay alguna cabina telefónica por aquí cerca?

—¿Una cabina? ¿Por qué?

—Creo que voy a hacer una llamada anónima a la poli para denunciar un antro donde se fuerza a inocentes chicas del este a prostituirse. ¿Ya sabes? La responsabilidad ciudadana me obliga. Y hasta puede que encuentren alguna menor de edad. ¿Quién sabe?

—¿Tú vas a llamar a la pasma? ¡Ja!

—No. Mejor. Llamaré a ese número que ahora anuncian por la tele para mujeres maltratadas... mmmm... ¿Cuál era? ¡Ah, sí! El 016.

—Vete a tomar por el culo.

—Está bien. Como quieras. Ya encontraremos la cabina nosotros mismos —dijo Toni, y, a continuación, se dispuso a abrir la puerta.

—Vaaaale, vaaaale. Tranquiiiiiilo, hoooombre. No hay que ponerse así —dijo Mojón, con una sonrisa forzada en los labios, agarrando a Toni del brazo— Os ayudaré. Para eso están los amigos, ¿no? Eso sí, espero que tengáis dinero. Porque los papeles cuestan una pasta.

—¿Cuánto?

—Diez mil por barba.

—¿¡Treinta mil!?

—Sí. A precio de amigo. No negociables.

—¿Y por que no cincuenta mil o cien mil? ¡Qué coño! ¡Que sean quinientos mil!

—Como siempre, tan gracioso... Pero si queréis un trabajo bien hecho, con un DNI y un pasaporte reales, vuestra nueva identidad tiene que constar en los ficheros policiales, así que no nos la podemos inventar, hay que suplantar la identidad de alguien real. A quien, por supuesto, habrá que pagar. Podríamos robársela a alguien, claro, y podría no llegar a enterarse nunca... O podría enterarse al día siguiente, y, entonces, una denuncia y tururú: vuestra documentación ya sería oficialmente papel mojado. Sin duda, lo mejor es comprarle la identidad a algún vagabundo de vuestra edad. Y luego están los documentos. Esto es lo más chungo... y lo más caro. Hay que untar a un madero para que nos los haga nuevecitos. Sólo hay que darle una foto vuestra y los datos del vagabundo, y ya está. Nada de falsificaciones cutres, todo original.

—¿Y el madero no dará la alarma?

—Si se le paga bien, no. Y, además, está metido hasta el cuello. Ya lo ha hecho otras veces. Es de confianza.

—¿Y cuánto de los treinta mil corresponde a tus honorarios?

—También puedes probar con una fotocopia en color. Te saldría más barato. A dos calles de aquí hay una copistería.

—Puta sanguijuela... Está bien. Tú ganas. Treinta mil.

—Bien. Pero hay un problema.

—¿Un problema? ¿Cuál?

—Vuestros documentos será fácil conseguirlos —dijo Mojón, señalando a Toni y a Diego—, pero los de él... eso ya es mas complicado.

—¿Por qué? ¿Qué le pasa a Franny?

—Es demasiado joven. Va a costar encontrar a alguien de su misma edad. Con tiempo se podría conseguir, pero...

—No tenemos tiempo, evidentemente. ¿Y tiene que ser un vagabundo?

—No, pero tiene que ser alguien a quien se le pueda comprar la identidad, alguien que necesite el dinero.

—Algo se podrá hacer, ¿no?

Mojón no respondió. Se quedó pensativo observando a Fran: su cara, su cuerpo, su ropa...

—Bueno, tal vez...

—¿Qué?

—No sé si al chaval le va a gustar.

—No te preocupes por él. Hará lo que yo le diga.

—En ese caso... Conozco a unas cuantas putas que venderían a su madre por un chute de heroína.

—¡Ja, ja, ja! ¿Has oído, Franny? A partir de ahora vas a ser una mujer —dijo Toni, dándole a Fran una sonora palmada en el culo—. ¡Cojonudo, tío! Sabía que eras un tío legal.

—Sí, sí, lo que tú digas. Pero supongo que tienes la pasta, ¿no?

—Claro que sí, tío. ¿Por quién me tomas?

—A ver, pues.

—Cuando nos des los papeles tendrás tu pasta.

—No, tío, esto no funciona así. Me tenéis que dar una parte para empezar a mover las cosas: la mitad del dinero.

—¿Es que no te fías de mí?

—¡Ja! Esa sí que es buena. ¿Has oído Goran? Pregunta si no me fío de él...

El tipo de la pistola hizo una mueca a modo de sonrisa y asintió con la cabeza. Estaba de pie detrás de ellos, junto a la puerta cristalera, con las piernas exageradamente separadas y las manos cruzadas por delante sosteniendo la pistola con la zurda. No dejaba de observarlos. O, más concretamente, no dejaba de escrutar a Diego, que, desde que entró en la vivienda, se había mantenido callado en un segundo plano, pero con todos los sentidos en alerta y sin quitar los ojos de Goran.

—La pasta está en un sitio seguro. Sólo tengo que ir a buscarla.

—Pues cuando la tengas me pondré a ello. Yo no fío ni a mi madre.

—Ahora voy a por la pasta, pero no sé cuando podré volver. Tú lo has dicho, tío, la bofia nos está buscando. Y tampoco querrás que me presente aquí a según qué horas y me cruce con algún putero en busca de diversión, ¿no? Nos corre prisa, tío. Enróllate. Y si no te fías pueden quedarse ellos dos como ga...

Diego interrumpió a Toni agarrándolo del brazo y tirando de él hasta casi tocar su oreja con los labios.

—No pienses que voy a dejarte ir solo —masculló Diego—. Si no fuera por mi plan de fuga ahora mismo estarías en prisión comiéndote los mocos. Así que voy a asegurarme de que no te largues con el dinero que me prometiste. ¿Te ha quedado claro?

Toni escuchó a Diego con los ojos en llamas y una media sonrisa congelada en la boca. Cuando Diego terminó de hablar, Toni se pasó la lengua por los labios y esbozó una sonrisa aún mayor.

—Puedes quedarte con Franny como garantía —apuntó, finalmente, Toni, señalando a Fran con un gesto de cabeza—. Y si no volvemos pues...

—¿Con éste? ¿Y qué coño quieres que haga yo con él?

—¿Tú sabrás? El chulo putas eres tú.

—Tú alucinas, tío.

—Venga, Mojón. Fíjate en él. No me digas que no hay hombres que pagarían un buen pico por follárselo.

—¡Pero de qué me hablas, tío! Aquí no vienen maricas.

—¡Joder! ¡Pues lo vendes, coño! ¡A ti te voy a contar cómo funciona este negocio! Seguro que conoces a alguien que te pagaría una buena pasta por él. Anda, ¿qué me dices? —Toni se fijó en como Mojón miraba a Fran y sonrió—. Si quieres puedes probar antes la mercancía. Te aseguro que hace unas mamadas que se te salen los ojos.

Mojón se relamió sin decir nada. Entonces Toni cogió a Fran del codo y le susurró al oído:

—Venga, Franny. Chúpasela como tú sabes. No me hagas quedar mal.

Fran miró a Toni.

—Anda, ponte de rodillas.

Fran se arrodilló frente a Mojón. Toni entonces le soltó el codo y retrocedió un par de pasos hacia su izquierda para tener una mejor vista. Los demás estaban expectantes. Fran levantó la cabeza y sus ojos se cruzaron con los de Mojón. Éste sonrió mostrándole una dentadura amarillenta en la que faltaban varias piezas. Fran bajó inmediatamente la vista y la colocó en la hebilla del cinturón, situada a pocos centímetros del esternón, muy por encima del ombligo. Fran le desabrochó lentamente el cinturón y el botón de los pantalones. Al descorrerle la cremallera aparecieron unos bóxers sueltos de color blanco y tamaño sábana. Tuvo que rodearle la cintura con ambos brazos para poder bajárselos por etapas hasta sus gruesas rodillas. Por debajo de la marca que había dejado la cinturilla de los calzoncillos se extendía una prominente barriga y, más abajo, un abultado pubis cubierto por una mata de vello ralo y grisáceo. En medio de esa masa de sebo apenas sobresalía el glande. Y se distinguía la piel rugosa del escroto por el cambio de textura con respecto al resto, pues de los testículos no había ni rastro.

Fran se fijó en los demás. Como siempre, la cara de Diego no transmitía emoción alguna. No era el caso del tipo de la pistola, que, por primera vez, había abandonado su hasta entonces aparente desinterés. Todavía sostenía la pistola con la zurda, pero ya no tenía los brazos cruzados, y su boca dibujaba una sonrisa maliciosa, dejando al descubierto varios dientes de oro. Finalmente, reparó en Toni, que, aunque intentaba mostrarse tranquilo, su expresión denotaba cierta impaciencia, por lo que Fran no juzgó oportuno demorarse más.

Fran tuvo que hundir con fuerza la cara en el pubis de Mojón y, con la mano, retraerle parte del bajo vientre para tener algo que chupar. Debía presionar tan fuerte para que no se le saliera el pene de la boca que desistió de intentar mover la cabeza adelante y atrás. Simplemente se limitó a succionarle el glande y a mover la lengua a su alrededor. No se puede decir que Fran disfrutara chupándole la polla a Mojón, pero no era la peor felación que había tenido que hacer en su vida. Fran odiaba las pollas grandes. El ligero sabor a orín del pene de Mojón y el hecho de tener la cara impregnada del sudor agrio de un hombre de más de sesenta años no era nada en comparación con la angustiosa sensación de ahogo que le provocaba Toni al empotrarle la polla en la garganta, pese a que, con la práctica, ya no sentía arcadas.

Mojón se corrió sin llegar a tener una erección completa. Por eso a Fran le cogió por sorpresa que, de repente, y cuando apenas habían pasado un par de minutos, Mojón le agarrara la cabeza con ambas manos y la presionara con fuerza contra su pubis. A menudo, a Toni le apetecía acabar en la cara. Era su forma de demostrar que era él quien mandaba. En cambio, Fran prefería, como en esta ocasión, que se le corrieran en la boca. Era lo más limpio. Una vez en la boca, sólo tenía que engullirlo o, en el mejor de los casos, cuando no miraban, escupirlo. No fue este el caso. Cuando Mojón terminó, Fran se tragó el semen.

La estancia se llenó de un silencio incómodo. Fran permaneció de rodillas con la cabeza gacha mientras Mojón se subía los calzoncillos y los pantalones y se abrochaba el cinturón. Fue Mojón quien finalmente rompió el silencio.

—Los documentos estarán a punto dentro de una semana. Tiempo más que suficiente para que consigáis el dinero. Si en una semana no estáis aquí con la pasta esta putita... —Mojón le acarició el pelo a Fran, dejando la frase sin concluir—. Ahora hay que haceros las fotos. Habrá que ponerle una peluca a este y maquillarlo. Goran, ve a despertar a Simona.


Diego volvió justo en el límite del plazo. Nunca explicó a nadie dónde había estado ni si su demora había sido expresa o forzada por las circunstancias. Tampoco explicó por qué no lo acompañaba Toni. Cuando Mojón preguntó por él, Diego se limitó a contestar:

—Tenía prisa por irse.

A Mojón no le habían pasado por alto ni los nudillos machacados de Diego ni su labio partido. Tampoco a Fran, que se había pasado la semana escuchando las noticias en un viejo transistor que le había prestado una de las chicas de Mojón. A medida que pasaban los días su inquietud se acrecentaba. La perspectiva de ser vendido a un chulo era menos halagüeña que pasar el resto de sus días junto a Toni. Es mejor ser la puta de uno que de veintiuno. Así que cuando vio regresar a Diego, una alegría inmensa le inundó el corazón, y aún se alegró más cuando se dio cuenta de que a Diego sólo lo acompañaba una gran bolsa de deporte negra.

—Me importa un huevo lo que le hayas hecho a ese hijoputa. Bien merecido se lo tenía. No es asunto mío mientras me pagues también su parte.

—Tranquilo. Te pagaré los treinta mil —dijo Diego, poniendo la bolsa de deporte encima de la mesa.


—Por favor, Diego, déjame ir contigo —le suplicó Fran.

—No te preocupes. Te daré una parte del botín de Toni.

—¿Y qué voy a hacer yo con un montón de joyas y relojes? No sabría cómo vender todo eso. ¿Y adónde quieres que vaya después? No conozco a nadie. Yo no soy como tú.

—¿Como yo? Un delincuente, ¿quieres decir?

—Perdona. Yo no quería...

—Sal de España por carretera cuanto antes. Y en el primer aeropuerto que encuentres coges un vuelo a cualquier otro continente. Con el nuevo pasaporte no tendrás problemas. Es fácil.

—Por favor, déjame acompañarte. Te puedo ser útil.

—¿Útil? ¿Cómo? Si se puede saber.

—La policía está buscando a cuatro hombres. Juntos o por separado. Pero no a una pareja, a un hombre y a una mujer.

Diego se fijó en Fran. Había salido vestido de la vivienda de acuerdo con su nueva identidad: Mari Luz Serrano. Las chicas de Mojón le habían cogido cariño y le habían llenado una pequeña maleta con ropa de mujer, además de proporcionarle una peluca y el atuendo que llevaba puesto: un sencillo vestido veraniego de tirantes de color salmón que le llegaba a medio muslo y unas bailarinas beis. Las chicas también le habían enseñado a maquillarse.


—¿Por qué a Marsella? —preguntó Fran desde el asiento del copiloto del Seat León que Diego acababa de robar.

—Conozco a alguien que me debe un favor. Nos encontrará un sitio donde quedarnos hasta que las cosas se tranquilicen

—¿Y después?

—No sé... Venezuela... Brasil...


De repente, Diego agarró por la cintura a Fran, pasándole el brazo derecho por detrás de la espalda, y tiró de él. Habían abandonado el coche en el aparcamiento al aire libre de un gran centro comercial próximo a la estación de trenes en la que se encontraban, y ahora estaban sentados en un banco esperando a que llegase el tren que los conduciría a Marsella.

—¿¡Qué ocurr...!?

—¡Ssshhh! —lo acalló Diego—. Se acercan dos gendarmes. No mires. Vuélvete hacia mí. Pon tus piernas sobre las mías y los brazos alrededor del cuello.

Diego entonces se colocó a Fran en el regazo y, cuando la pareja de gendarmes estuvo casi a su altura, lo besó en los labios. Esta acción cogió a Fran por sorpresa. Era la primera vez que un hombre lo besaba, y era también la primera muestra de algo remotamente parecido al afecto que Fran recibía de otro ser humano en dos años. Y, aunque sabía que ésta no era la intención de Diego y que este gesto estaba motivado por las circunstancias, Fran lo recibió con gusto, y se abandonó a él cerrando los ojos y abriendo la boca.

Diego también se sorprendió. Su “actividad profesional” lo había llevado a imaginar múltiples contratiempos y posibles planes de contingencia para solventarlos, pero nunca jamás se le había pasado por la cabeza que algún día tendría que besar a otro hombre para salir de un apuro. Pero lo que más le sorprendió es que no estaba siendo tan desagradable como habría podido suponer. Si se olvidaba de que era a Fran a quien estaba besando y no a una mujer, hasta podría llegar a resultarle agradable. A ello contribuyó, sin duda, la suavidad de sus muslos. Por un momento llegó a imaginarse, incluso, que lo que su mano izquierda acariciaba eran, en realidad, las piernas de su novia. Fue sólo un instante, pero suficiente para que un latigazo le sacudiera la entrepierna.

Cuando Diego finalmente decidió separar sus labios de los de Fran ya no había rastro de los gendarmes. Se le había detenido el tiempo.


Al llegar a la habitación del hostal propiedad del amigo de Diego ya era de noche. Desde entonces Diego no había dejado de mirar por la ventana como un animal enjaulado, fumando un cigarrillo tras otro, mientras Fran sacaba la ropa de la maleta y la colocaba alegremente en los cajones del armario.

—¡Qué tontas son! ¡Mira qué me han puesto las chicas en la maleta! —exclamó Fran, con una jovialidad contagiosa.

Diego se volvió y miró a Fran, que le estaba mostrando con cierta picardía el camisón corto semitransparente con el que iba vestido. Aún llevaba puesta la peluca. Diego no sabía que había sido precisamente Fran quien había escogido expresamente esa peluca, entre otras muchas, porque era la que más se parecía al cabello de la mujer de la foto.

Diego se volvió otra vez y apagó precipitadamente el cigarrillo en el cenicero que había dejado en el alféizar de la ventana.

—Me voy a duchar —dijo.

No sólo se duchó. De pie, bajo la alcachofa de la ducha, cerró los ojos y comenzó a masturbarse recordando la última vez que se acostó con su novia. Pero le costaba hacerlo. Igual que el agua de la ducha se escurría por el desagüe, sentía que también se le escapaba la imagen de ella. Y cuanto más intentaba aferrarse a sus recuerdos, más rápido éstos se desvanecían. Quería acordarse de ella, pero ahora lo único que le venía a la mente era Fran con la peluca y el camisón.

Frustrado, Diego empezó a soltar violentos puñetazos contra la pared de la ducha hasta que unas manos lo detuvieron delicadamente sujetándole los brazos. Diego se quedó paralizado. En ese momento Fran apoyó la cara en su espalda y lo abrazó. Y con las manos comenzó a recorrerle el tronco: primero los pectorales, luego bajó a los abdominales y, finalmente, le acarició el sexo. En la mano de Fran, esta vez sí, el pene de Diego se desperezó, aumentando poco a poco de tamaño. Le masturbó suavemente, deslizando lentamente la mano de una punta a otra del pene, al tiempo que lo besaba en la espalda y, con la otra mano, le manoseaba los testículos. Diego, simplemente, apoyó las palmas en la pared y se dejó hacer sin pensar en nada hasta que, de repente, una imagen fugaz de su novia le atravesó el cráneo como un balazo. Diego se sintió confuso. Apenas había sido un fotograma, una imagen tan efímera que era imposible que su cerebro hubiera tenido tiempo de procesar, y, sin embargo, tuvo la certeza que se trataba de ella. De golpe, Diego le agarró la mano a Fran y la apartó de su todavía erecto miembro.

—Dúchate tú. Yo ya... he terminado —dijo Diego, a trompicones, saliendo de la ducha precipitadamente. Acto seguido, cogió la toalla que le quedaba más a mano y se la anudó a la cintura mientras abandonaba el cuarto de baño sin tan siquiera cerrar la puerta a sus espaldas.

Fran tardó unos segundos en asimilar lo que había ocurrido. Un sentimiento de vergüenza se apoderó de él. Se sentó en el suelo de la ducha y, abrazándose las rodillas, se puso a llorar bajo el agua que caía de la alcachofa.

Diego se dirigió hacia la ventana y cogió la cajetilla de tabaco del alféizar. Tembloroso, sacó un cigarrillo y, tras varios intentos, lo encendió. Inspiró una larga bocanada de humo y lo expulsó lentamente. Eso lo tranquilizó un poco. Después de darle un par de caladas más, apagó el cigarrillo en el cenicero y se fue a sentar en la cama, llevándose consigo la cajetilla de tabaco y el mechero. Allí se encendió otro cigarrillo y se lo fumó mirando fijamente el cajón superior de la mesilla de noche. Hasta que no se encendió un tercer cigarrillo no se decidió a abrir el cajón y a sacar de él la foto arrugada de su novia. La observó atentamente. Todo tipo de pensamientos se le agolparon en la mente hasta que, poco a poco, uno tras otro, fueron abandonándola para dejar sitio a uno solo de ellos, concretamente una frase pronunciada por Toni:

«mientras tú te matabas a pajas en la cárcel a ella se la debía de estar trincando su profesor de yoga». «¡Ese puto gilipollas de Toni!», pensó Diego. Pero Toni tenía razón. No había pasado ni un año en prisión que ella ya se había buscado a otro. Y no sólo eso: estaban esperando un hijo. Esto es realmente lo que motivó su fuga de la cárcel: la vana esperanza de recuperar a su exnovia. «¡Puto gilipollas!», se dijo esta vez a sí mismo, «a quién quiero engañar».

Diego aún permaneció un buen rato mirando la foto mientras el cigarrillo se consumía en sus dedos. «¡Maldita hija de perra!», soltó finalmente en voz alta. Dio una última calada al cigarrillo y lo apagó aplastándolo con rabia contra el rostro sonriente de su exnovia. Luego, tiró la foto y el cigarrillo a la papelera y alzó la vista. En seguida se le fueron los ojos al interior del cuarto de baño, donde Fran, ajeno a todo, se secaba el pelo con una toalla frente al espejo. Lo hacía de una forma curiosa. Pese a no tener el cabello excesivamente largo, no se lo frotaba todo de golpe, sino que lo hacía por partes. Primero una sien, después la otra, a continuación la cima de la cabeza y la coronilla y, finalmente, la nuca. Luego volvía a repetir el mismo ritual con un trozo de toalla seco. Cuando ya terminaba el segundo repaso, se volvió distraídamente hacia la entrada del baño, con lo que, de repente, sus ojos se cruzaron con los de Diego. Fran se sobresaltó y, en un acto reflejo, se tapó el torso con la toalla. No obstante, en seguida le ofreció una sonrisa tímida y se dio la vuelta para continuar secándose. Aunque sólo fuera un instante el tiempo que lo tuvo de frente, Diego pudo fijarse perfectamente en el cuerpo pálido y menudo de Fran: en sus axilas sin sombra alguna de vello; en su torso enjuto en el que apenas destacaban el ombligo y unos diminutos pezones; en su pequeño pene arrugado y sin circuncidar y en su escroto sorprendentemente rosado bajo un pubis totalmente depilado; en sus piernas delgadas pero bien torneadas, etc.

Diego se levantó y tiró la toalla al suelo. Estaba completamente empalmado. Se acercó a Fran, que estaba inclinado secándose las pantorrillas, y, cogiéndolo de la mano, lo hizo incorporarse. Fran miró a Diego, extrañado. Pero en seguida comprendió lo que pretendía. Su mirada lo decía todo. Dejó caer la toalla y lo acompañó de la mano. Al llegar junto a la cama, Fran se soltó y se dispuso a estirarse boca abajo, como siempre había hecho con Toni y los demás, pero Diego lo detuvo. Le hizo darse la vuelta y colocarse boca arriba. Luego se puso encima de él y le abrió los muslos con los suyos, a lo que Fran respondió, de forma extrañamente natural, apoyándole los tobillos en los hombros. Recostado sobre un antebrazo y mirando a Fran a los ojos, Diego se asió el pene y, después de un breve tanteo, le introdujo la punta en el ano. Fran emitió un leve gemido de excitación. Diego apoyó el otro antebrazo en la cama y, de esta manera, lo penetró lentamente mientras lo besaba en la boca. Entonces, poco a poco fue incrementando el ritmo del vaivén de caderas sin que sus bocas llegaran a separarse en ningún momento ni sus lenguas dejaran de buscarse. Y así, abrazado a Diego, con su miembro en las entrañas y recibiendo sus besos, Fran empezó a llorar, deseando que no acabara nunca.

—Soy tan feliz —susurró Fran al oído del primer hombre con el que hacía el amor.

FIN