Mediterraneo
Que bien lo pasamos ella y yo.
En primer lugar, quiero pedir disculpas a todos mis lectores por no continuar con la serie Laila. Con sinceridad, creo que me he estancado en esa historia, pero no desesperéis, algún día la pequeña Laila volverá a mi mente como la musa que es para guiarme en los últimos capítulos de sus romances adolescentes y peligrosos.
En segundo lugar, quiero que quede claro que la historia que voy a relatar a continuación es puramente fruto de la imaginación, no es una historia verídica y cualquier similitud con la realidad en personajes, lugares, actitudes, diálogos e incluso experiencias es fruto de la casualidad o de la inspiración en experiencias de la vida real que es inherente a cualquier historia que se cuente. Disfruten de lo que viene
Allí estábamos ella y yo, recién maquilladas y a punto de salir de casa. Listas para la "guerra" a las cinco y media de la tarde. Cada una con un tipo de belleza muy diferente, pero con ese punto felino tan de nuestras tierras: ojos pícaros, sonrisa fácil, formas llenas de gracia.
Ella, mi amiga, por llamarla de algún modo (porque somos mucho más), tiene una melena negra y muy larga, de película, una esbeltez casi de pasarela y una sonrisa traviesa pero ingenua que le llena casi siempre el rostro.
Yo ¿cómo definirse a una misma? En ese momento llevaba un recogido con tupé de los que llevan ahora las chicas para ir a las discotecas. Acentuaba mis ojos achinados con un maquillaje leve, pero oscuro y contundente. Mi expresión, orgullosa, seductora. A pesar de los muchos centímetros que me saca Sara, a su lado mi figura en nada parecía menos. Ambas en chancletas, ella con su estilo elegante y depurado, pero muy juvenil. Una camiseta larga de print animal y unos shorts vaqueros. Cinturón trenzado de cuero marrón. Aros gigantes. Yo, mucho más provocativa, aún sin caer en lo vulgar. Un mini vestido con la espalda al descubierto, no llevo sujetador. También llevo shorts (imaginen que mini es el vestido). Pendientes colgantes. Y nada más. Aún no ha caído el sol, estamos en pleno verano en una isla mediterránea y esto es agosto, señores.
Salimos de casa riendo, sacándonos fotos presuntuosas con el teléfono móvil, mirando por enésima vez dentro del bolso por si hemos olvidado cualquier cosa "importante", como el lápiz de ojos. Montamos en la moto sin el casco, no es mucha distancia y no queremos fastidiarnos los peinados. Juventud insensata.
Llegamos a la playa, sólo vamos a bailar, es lo que no paramos de repetirnos la una a la otra, intentándonos convencer internamente de que no vamos a hacer nada malo, lo cual al llegar nos parece una promesa imposible. Tenemos 21 y 19 años y estamos en la parte más efervescente de la juventud, hemos superado los tabúes con el sexo, somos conscientes de nuestra belleza apetecible y deliciosa para cualquier hombre. Y además, hemos olvidado los estúpidos complejos de adolescentes. ¿Cómo vamos a portarnos bien? Vamos a pasar una tarde de calor casi infernal en una playa, rodeadas de música que invita al libertinaje, de cuerpos jóvenes y bellos como los nuestros, de sudor, de sonrisas y miradas (la mayoría drogadas), en definitiva, de todo lo que invitaría a comportarse del modo menos adecuado si se tiene en cuenta que las dos tenemos pareja. Pero no nos importa, hemos salido a pasarlo bien, que sea lo que dios quiera.
Aún no hemos penetrado en la marea humana con la que deseamos mezclarnos y yo noto las miradas que despertamos entre todos los hombres que hay alrededor. Hay muchas chicas guapas, incluso preciosas, pero ella y yo tenemos el magnetismo de lo local, además del aplomo de saber que nos movemos en nuestro territorio. Las estrellas juegan hoy juntas y en su campo ¿enloquecerá la afición? Por supuesto. Antes de llegar a la barrera que componen los porteros se nos acerca un hombre. Mejor dicho, se nos acerca un maromo. Yo le he visto por el rabillo despedirse apresuradamente de otro chico con el que estaba hablando con un "espera un poco, ahora vengo" y le deja con la palabra en la boca. Se acerca como un depredador, rápido, silencioso y directo. Directo a mí. Yo le miro alucinada. Contando todo esto parezco una engreída, pero lo cuento como pasó. Y que conste que yo sinceramente me veo como una chica de lo más normal que sabe sacarse partido. Le miro alucinada, es tan grande que tengo que levantar la cabeza para verle bien la cara. Es fuerte, moreno, masculino y tiene una sonrisa totalmente convincente. Todo un macho alfa. Le calculo unos 36 años. Yo tengo 21, pero soy consciente de que ni siquiera aparento los 18 a pesar de toda mi producción. Y puedo asegurar que este hombre ha pasado la treintena de largo y hace rato. "Estamos rodeadas de pervertidos" pienso. Sólo la idea de que este hombre crea que soy menor de edad me indigna, pero también me excita muchísimo. La eterna fantasía de Lolita. Me habla. Creo que me pregunta mi nombre, me dice el suyo, me da dos besos, me pregunta si vamos a entrar a la fiesta, le digo que sí, me pregunta si soy de la isla, asiento, no me cree, le sorprende no haberme visto antes, intenta retenerme, le digo que voy a entrar, me dice que nos veremos dentro. Me despido con una sonrisa. Sara me dice, entre risas, que estoy loca. Es verdad. Aún no he hecho nada malo, pero mi voluntad se adivina demasiado débil. ¿Qué le voy a hacer? Soy una lindeza de 21 añitos y esto está lleno de morenazos cachondos. Es pura química.
Entramos. Nos sonríen los porteros mientras traspasamos el umbral que separa la luz de esa tarde soleada, de la oscuridad en la que nos está a punto de envolver aquel gentío que fluye con la melodía antinatural del techno-house. Nuestra entrada es triunfal, como la de dos princesas en una recepción muy especial. Las miradas masculinas nos acarician. Nuestros sentidos se abren a todo, nuestros ojos miran alrededor, a todo y nada. No quiero que mis ojos se crucen con los de nadie, no quiero que parezca que estoy interesada por nadie. Mi chico es muy superior a todos estos fiesteros, drogados, sudorosos y estupendos. Acabo de encontrarme con unos ojos verdes resplandecientes, más abajo unos labios carnosos me sonríen. Bajo la mirada, esto se me escapa de control. Alguien me empuja sin querer. Frunzo el ceño y los labios. La mano caliente de Sara me dirige más hacia el centro de la pista. Me pregunto cómo se siente ella.
La pista está abarrotada, pero es enorme y hay un montón de pequeños círculos vacios. Nos colocamos estratégicamente debajo de una tarima sobre la que hay un chico esquelético bailando como loco bajo los efectos de quién sabe qué. Seguramente se ha puesto hasta las patas de s peed , o de cualquier otra sustancia a base de anfetaminas. No deja de moverse, tiene los ojos cerrados y parece a punto de echar a volar en cualquier momento. Pienso en lo vertiginoso que será el bajón de ese subidón al que se aferra con toda su alma. La gente de alrededor que está menos perjudicada que él (la gran mayoría), le miran y se ríen. Y claro, nosotras también estamos en el punto de mira.
El volumen de la música nos hace vibrar de pies a cabeza. Yo empiezo a bailar. Sara apenas se mueve, sólo se contonea levemente, sin abandonar su sonrisa infantil. A mi el ritmo inconstante me lleva a un desenfreno de sacudidas y meneos sensualmente alocados. Se que me están observando y me encanta, no puedo evitarlo. De vez en cuando sonrío a alguno. Sara me lanza guiños de complicidad mientras señala a un cachas sin camiseta con la barbilla.
- ¿Le pedimos fuego?
"Solo estamos jugando"
Le digo que vaya ella solita, pero agacha la mirada y lanza una risita tonta. No se atreve. Sacudo la cabeza en un gesto que quiere decir "vamos", le cojo un cigarro de la cajetilla y me acerco decididamente pero sin mirar directamente al cachitas. Me paro a medio metro del chico y Sara se para detrás. Miro hacia todas partes menos hacia donde esta el susodicho y empiezo a bailar. Mi amiga ya sabes lo que me propongo y me sigue el juego. Bailamos juntas como verdaderas guarras. Cuando ella se lo propone es una verdadera bomba de relojería en todo, y puede sacudirse tanto o más bien que yo. Nos rozamos las caderas en movimiento, nos sacamos las lenguas, nos guiñamos lo ojos y nunca paramos de reír. Le digo en el mínimo volumen audible que vuelva a sacar la cajetilla. Cojo otro cigarro, el anterior me lo metí con disimulo en el megabolso de Sara. No llevo sosteniéndolo ni medio segundo entre los dedos y ahí esta el, presto con el mechero y una enorme sonrisa. Le doy las gracias en un susurro para que me lea los labios pintados, me guiña un ojo y se acerca a ofrecerle fuego a Sarita que ha sacado también un pitillo. Que poco ha hecho falta para que caiga en el engaño. A veces son tan simples que me dan hasta pena.
Continuará