Medieval (4: la compra)

Las tareas diarias de Alberto incluyen la compra de esclavas, castigar a los morosos sodomizando a sus hijas y el adiestramiento de su esposa.

La compra

Esa misma noche, volviendo de la cena, la cabeza de Alberto no paraba de dar vueltas. Era el momento de poner en marcha la parte central del plan: esa noche empezaría a sumir a Ana en el más total y profundo desconcierto.

Primero de todo debía enseñarle lo grande que podía llegar a ser el sexo. En segundo, debía tratarla como a una reina sin razón alguna, así ella pensaría que quedaba una brizna de esperanza de cambiarlo.

Hacerla disfrutar no sería fácil, la había violado por ambos agujeros y debía estar muy dolida, y además era aún demasiado estrecha para su enorme miembro, así que cualquier intento de penetración resultaría en fracaso.

Sin más dilación abrió la puerta y atravesó el umbral. Ella estaba sentada frente a la ventana, mirando hacia los campos. Al oírlo entrar se dio la vuelta, temblando de terror.

-Ven –le ordenó él suavemente.

Ella, demasiado aterrorizada, no consiguió moverse de la silla. Pudo ver brillar el pánico en sus ojos, sabía que le esperaba un castigo terrible por no poder obedecer.

Pero éste no llegó.

En vez de eso Alberto se acercó a ella y la besó en los labios, diciéndole que se calmara, que no le haría ningún daño.

La cogió de la mano y la levantó, ella parecía no entender nada.

La llevó al baño y empezó a desabrocharle la camisa, a lo que ella volvió a temblar.

-No te asustes, no voy a hacer nada que tú no quieras, sólo quiero enseñarte algo.

Poco a poco, con gentileza, la desnudó por completo y la observó. Realmente estaba como un tren. Le dijo que se sentara frente a él, de espaldas, y la chica lo hizo con dificultad, pues esa misma mañana habían tenido una sesión de sexo anal que sin duda la había destrozado.

Él cogió un frasco de aceite y se sentó detrás de ella, empezando a masajearle la espalda. Poco a poco abarcó mas zonas de ella, hasta que finalmente, pasando sus manos por debajo de las axilas, empezó a estrujarle suavemente los pechos, y se sorprendió gratamente al ver que tenía los pezones duros: realmente le estaba gustando. Siguió así durante un rato, besándole la espalda y mordiéndole suavemente el cuello, a lo que ella correspondía con suaves gemidos.

Bajó una mano hasta su pubis y ella volvió a ponerse tensa de golpe.

-No te preocupes, párame si te duele.

La chica se relajó un poco, y él, con la mano untada de aceite, la acarició con suavidad, empezando a separarle los labios y pasando un dedo por en medio. Poco a poco notó como se iba mojando, y una vez estuvo lo bastante lubricada, se levantó.

-Ven, vamos a la habitación, así estarás más cómoda.

Se notaba que la chica no podía creer lo que le estaba sucediendo, el chico que había entrado por la habitación distaba muchísimo de la bestia de la noche de bodas que la obligó a tragarse su corrida o del monstruo de esa misma mañana que la había enculado y empalado con fiereza. "Si tan sólo pudiese ser siempre así..." pensó ella.

Él la acostó, poniéndole cojines detrás de la espalda para que estuviese más cómoda, y se arrodilló en el suelo.

Fue besándole primero los muslos, insinuante, dándole pequeños lametones luego, aunque sin llegar en ningún momento a la zona más íntima de ella. Notó como la excitación de ella iba en aumento, pues empezó a levantar la cadera, acercándola a su boca. Alberto ya mordía y lamía justo la ingle, y pasó a la otra dando un buen lametón a sus labios, y la oyó suspirar fuerte.

Después de unos momentos más dejándola con las ganas, atacó directamente, y empezó a lamerle los labios una y otra vez, arriba y abajo, separándolos con la lengua, sorbiéndolos y mordiéndolos con mucha delicadeza. Ella no podía más.

Con toda seguridad, y como correspondía a una doncella de alta alcurnia, nunca había tenido ningún amante (se la entregaron virgen) y nunca se había masturbado, por lo que ese iba a ser su primer orgasmo.

Notó cómo asomaba el clítoris y se dedicó a él, dándole intensos lametones mientras metía dos dedos en su interior y empezaba a moverlos.

Ella, ya gimiendo como una loca, se contrajo sobre sí misma cogiéndole la cabeza y acercándole más a su coño, y tardó pocos segundos en correrse abundantemente, gritando de placer.

Alberto no dudó en tragarse todos sus fluidos, y cuando notó que ella se relajaba, volvió a lamer directamente su zona más sensible, provocándole otro orgasmo casi inmediato.

Se sucedieron dos más, y finalmente un quinto, tras el cual Ana quedó absolutamente exhausta, con una enorme sonrisa en la boca.

-¿Qué te ha parecido? –le preguntó él, sonriendo.

Ella lo miró con admiración, sin poder siquiera contestar y, reclinándose sobre la cama, le dio un ardiente beso.

Él se lo devolvió y, sin buscar satisfacerse, le dio las buenas noches y se tumbó en la cama, de espaldas a ella. Al cabo de poco notó como la chica se abrazaba a su cuerpo para dormir, y así cerró los ojos.

Le despertó la luz matinal cuando... no. No había sido la luz matinal lo que le había despertado. Una agradable sensación le llamó la atención, y se dio cuenta, por fin, de que Ana le había sacado el miembro y le estaba haciendo una muy inexperta mamada. Le daba besos y tímidos lametones con los que él apenas sentía nada, y luego intentaba ponérsela en la boca, aunque a duras penas pasaba del glande. Al ver que estaba despierto, esbozó una sonrisa, seguro de que así lo complacería.

Él la saludó con un fuerte bofetón que la tiró de la cama. La chica lo miró con ojos llorosos, resentida.

-¿Se puede saber a qué ha venido eso? Sólo intentaba com...

La calló otro bofetón en la misma mejilla, que recibió con un chillido.

-Primero, ni te atrevas a hablar si no te he dado permiso. Segundo, ¿he oído bien? ¿Te estabas quejando por un castigo? Si te castigo es por tu puta culpa, pedazo de imbécil, así que lo aceptas con gusto. Tercer error: aquí se folla cómo y cuándo yo digo, a menos que yo lo disponga de otro modo, no te tomes la licencia de mamármela por tu cuenta. Lo que me lleva al cuarto punto... ¿a eso le llamas mamada, zorra inútil? Me da más placer tenerla en los calzoncillos –paró un momento para ver cómo brotaban las primeras lágrimas, mezcla de dolor, impotencia e humillación-. Y me dijeron que hacía buen negocio casándome contigo. Obediente y servil, me dijeron. ¡Inútil y estúpida, les respondo yo!

Llegado este punto, ella lloraba desconsoladamente, lo que le divirtió bastante.

-No creas que te quedarás sin castigo y sin aprender a mamar como es debido. Ven aquí –dijo mientras buscaba en un cajón. Ella se acercó con miedo-. De momento te quedarás el resto del día en la habitación, y hoy no comerás.

Ella lo miró con los ojos como platos, sin lograr, o sin atreverse a decir nada. Rápidamente le puso un collar metálico en el cuello y lo cerró, atándola violentamente mediante una cuerda a un asa de hierro que sobresalía de una pared.

-Así –le dijo-, como la perra en la que te voy a convertir.

Y sin más, se marchó. Ese día aún tenía muchos asuntos que atender, debía disponerlo todo para la reunión del día siguiente.

Bajando por las escaleras de la torre se cruzó con Sandra, que le lanzó una mirada provocativa y una media sonrisa de confidencia: sin duda iba a poner en marcha su parte, convertirse en el salvavidas de Ana.

-Hola, Ester.

-Señor –respondió ella, respetuosamente.

-¿Qué asuntos importantes hay en el día de hoy? –era el momento de su agenda diaria, a la que esos días había desatendido a causa de su reciente boda.

-Ha venido un hombre de San Joaquín –una población pequeña y cercana- a ofreceros a su hija como sirvienta.

-¿De San Joaquín? –Alberto quedó pensativo unos instantes- Entonces o es una zorra muy fea, y por eso no la quiso el señor de la ciudad, o es una belleza y quisieron sacarle más partido que la mermada fortuna de aquél tonel con patas. ¿Dónde están?

-Siguiendo vuestras órdenes, los he alojado en las casas de cerca de la fragua, como me dijisteis que hiciese con este tipo de demandantes.

-Bien, me ocuparé de ellos luego. Sigue.

-Tenéis unos arrendatarios en la zona oeste que este mes no han pagado los impuestos.

-Iré a verlos antes de la hora de comer, avisa a José y la guardia personal para que estén listos a las once.

José era el jefe de su guardia, además de su amigo, un cuerpo especializado de élite de veinte hombres cuya única misión era proteger su vida a costa de la suya propia, si hacía falta. Ester terminó de apuntar.

-Después de comer –prosiguió- iréis de caza con Ramón de Galoza, que llegó ayer por la noche, de regreso a sus propiedades.

-Bien, excelente –ella quedó en silencio, dubitativa- ¿Algo más?

-Sí... ha llegado una misiva urgente de la señora de Ovejera.

Alberto se puso tenso de golpe, y notó unas gotas de frío sudor en la espalda.

-Bien –logró articular-. Déjala en mi despacho y ciérralo, no quiero que nadie entre en él, esta noche la leeré.

Una misiva urgente de la señora de Ovejera. Eso sólo podía significar dos cosas. Una muy mala... la otra peor.

Se levantó y se fue, sin acordarse siquiera de hacer que Ester se despidiera según sus costumbres.

Intentando despejar sus pensamientos se dirigió a las casas de madera situadas al lado de la fragua. Eran confortables y lujosas, lo que hacía que se corriese la voz y le hiciesen más proposiciones, y el ruido del trabajo del metal ahogaba todo lo que allí dentro tenía lugar.

Al entrar en la casita, las dos personas allí presentes se pusieron de pie, iniciando un saludo respetuoso. Alberto recuperó de inmediato la terrible erección que arrastraba desde la noche anterior y que había perdido con la noticia que le había dado Ester. El hombre, de cuarenta y tantos, hizo una profunda reverencia y empezó a presentarle a su hija, Gema, según anunció, un ejemplar increíble. Dejó de escuchar al hombre, que calló al ver que el joven señor inspeccionaba atentamente a su hija.

Era una chica alta, casi tanto como él. Sus ojos marrones cautivadores lo observaban directamente, y su boca esbozaba una provocativa sonrisa. Una cascada de cabellos de color rubio oscuro le caía hasta la altura de los pechos, firmes, altivos y duros, grandes aunque no excesivos, que la muchacha lucía con orgullo. Una cintura redondeada que dejaba paso a una ancha y proporcionada cadera, para luego descender en dos sinuosas y largas piernas.

Alberto volvió a levantar los ojos, y aunque su rostro estaba entregado al arte de la seducción, notó un punto de tristeza, odio y resignación en su mirada. Él se acercó he hizo las comprobaciones de rigor: le miró los ojos, los dientes, y comprobó en general su buen estado.

La hizo desnudarse y le observó bien el cuerpo. Sus pezones duros le apuntaban directamente, su pubis depilado lo invitaba, y sus bien torneadas nalgas le suplicaban que se adentrase en ellas. Ni una sola mácula ensuciaba su blanco cuerpo. Era simplemente perfecta.

-¿Edad?

-Tiene diecinueve, mi señor.

-¿Cuánto pedís por ella? –preguntó, fingiendo despreocupación. Hablaban como si la chica no estuviera.

-Cien dineros –respondió el padre, con voz seria.

Alberto no movió ni un músculo. Era un precio absolutamente desorbitado. Su último caballo de guerra le había costado veinte, y era un ejemplar magnífico. Los soldados cobraban un dinero y medio al mes, y era una paga muy generosa. Un artesano normal ganaba un tercio de dinero. Ester le había costado ocho.

-Te doy… -fingió pensarlo un momento-, cinco.

-Noventa.

-Trece –por la forma en la que había empezado a bajar, estimaba que la conseguiría por cuarenta.

-Me ofendéis, señor, no venderé a mi hija por tan poco.

-Diez, por la impertinencia –el hombre se puso nervioso, contaba con la inexperiencia y la fogosidad del joven señor para sacarle una suma increíble, y había topado con un gran regateador.

-Dejémoslo en ochenta. No bajaré más.

-Esta furcia no vale eso, tú lo sabes, así que no te rías de mí. Quince.

-No pretendo ofenderos, señor, pero vine a vos porque pensé que tendríais buen ojo, puedo venderla en otras partes. Bajaré hasta setenta y cinco.

-Te estás buscando unos azotes e irte de aquí con las manos vacías y sin hija, con ese tono. Veinte.

-De acuerdo, cincuenta y listos –Alberto tenía fama de cruel y el hombre lo sabía, por lo que también sabía que la amenaza era más que un simple farol.

-Veinticinco, es mi última oferta.

-Señor, mi hija vale mucho más que eso. Por vos serán cuarenta y cinco.

-Treinta y cinco.

-Cuarenta.

-No, treinta y cinco.

El hombre, abatido, asintió.

-Treinta y cinco entonces, señor. Me quitáis una hija a cambio de muy poco.

-No finjas estar triste, con esta cantidad puedes comprar una buena parcela de tierra y comprar siervos y esclavos. Vivirás bien el resto de tu vida, así que no finjas decepción. La avaricia rompe el saco, si no querías perder a tu hija, no haberla vendido.

Alberto los llevó hasta la torre e hizo que su administrador sacara de las arcas la cantidad estipulada.

-¿Hay algo que deba saber y no me hayas dicho? –le dijo, sosteniendo la bolsa con el dinero frente a él.

-No, señor –dijo con franqueza-. De poco me serviría.

-Sabias palabras, porque si lo hay, te encontraré y te haré sacar los ojos por pérfido, la lengua por mentiroso y te sajaré las manos por ladrón. Vete.

El hombre se deleitó un momento abriendo la bolsa y contando las monedas doradas, y luego se fue, contento. Alberto dirigió una intensa mirada a la joven y despidió a su administrador.

-¿Qué piensas de haber entrado a mi servicio?

-Estoy muy contenta, mi amo –contestó ella, con una voz grave y una sensualidad forzada.

-Tus ojos y tu voz dicen lo contrario. Sé sincera –Alberto hablaba severamente. Quería saber la verdad, pero no quería que lo viese como alguien amable.

-Bueno… señ… amo. Yo no quiero ser esclava, dudo que alguien quiera serlo. Cierto que prefiero ser vuestra esclava a la del gordo de San Joaquín o el viejo de Castillana, por poner un ejemplo. Pero no me gusta ser un juguete sexual.

Alberto quedó sorprendido por la franqueza de la chica, aunque en el fondo todo eso no le interesaba lo más mínimo.

-¿Eres virgen?

-No, amo. A los doce años mi padre me robó la inocencia en todos sitios, y lo ha seguido haciendo regularmente desde entonces, usándome como moneda de pago para deudas y compras.

-Voy a ser indulgente contigo porque eres nueva, pero merecerías un castigo. La respuesta era "sí" o "no". No debes hablar ni más ni menos de lo que yo te pregunte, entendido.

La chica bajó la mirada.

-Sí, amo.

-Ven, vamos a marcarte –la chica se alarmó-. No te asustes tanto, yo no quemo la piel para hacer marcas, como tantos otros… no me gusta macular a mis esclavas de por vida. Te vamos a tatuar mi marca en la espalda, bajo el hombro izquierdo.

La chica, abatida, lo siguió.

Llegaron a la Casa de Marcas, como solían llamarla, y un gordo, barbudo y sudado hombre los atendió.

-La marca de esclava –dijo el noble chico, sin más.

El hombre procedió. Con una fina aguja que iba mojando en tinta negra, de la que se usaba para la escritura, empezó a hacer incisiones en la piel de la muchacha, que se iba quejando. Las primeras lágrimas asomaron, para deleite de Alberto.

Al cabo de una hora, la silueta de un lobo se distinguía claramente entre la piel totalmente enrojecida.

-Ya eres, definitivamente, mi nueva puta –dijo alegre-. Y como tal debo observar los tres días de presentación.

Ella miró, sin entender. No hacía falta. La llevó a la plaza principal del recinto enmurallado, muy frecuentado por nobles, artesanos y campesinos. Ordenó a los centinelas que se acercasen y les dio instrucciones para atar la chica por las muñecas y los pies a la pared del castillo.

-No, por favor, no me dejes aquí, qué vergüenza.

-Calla, estúpida, si no quieres que te azote.

Hizo llamar al pregonero y le dio las instrucciones pertinentes.

Al cabo de veinte minutos se había reunido una pequeña multitud. El pregonero subió a una pequeña tarima y aclaró la garganta. Todo el mundo calló.

  • El señor de Oniera se complace en presentar a sus vasallos y súbditos a su nueva esclava, y anuncia que -hizo una pausa, cogiendo aire- haciendo gala de su demostrada generosidad y el paternal amor hacia todos aquellos que le sirven, todos los ciudadanos podrán hacer uso de la muchacha durante tres días en motivo de su presentación, sin introducir ninguna parte de su cuerpo o de ningún objeto en ella, sin verter líquidos y fluidos varios, sin el uso de genitales y sin causar ningún tipo de perjuicio ni daño a la esclava.

El pueblo lanzó una ovación al aire y los centinelas organizaron una cola. En realidad las restricciones reducían el derecho a manosear libremente a la chica, que ahora estaba aterrada, a avergonzarla y humillarla, y poca cosa más. Cualquiera que sobrepasase esos límites sería castigado de forma ejemplar.

Alberto se divirtió viendo como el primero de la cola, un sucio y viejo mendigo, se acercaba a la espectacular chica, y empezaba a magrearle sus perfectos senos después de haberse lavado las manos, pues ensuciarla se consideraba perjuicio, mientras la chica hacía un esfuerzo por contener las lágrimas, víctima de la total humillación. El segundo, un obeso constructor, ya se adelantaba.

El chico se giró y se fue, eran ya cerca de las once, y José debía estar esperándolo en el patio de armas. Así era. José se adelantó y, después de una pequeña inclinación, se abrazaron.

-Ester ya me ha informado. Así ¿qué?, llegamos, cogemos y nos vamos, ¿no?

-Te has dejado el "jodemos" entremedias, pero bueno –el otro rió.

-Oye, por cierto, qué buena está tu secretaria.

-Ya sabes que puedes follar con ella cuando quieras, siempre que tenga tiempo.

-Ella no opina lo mismo –respondió el guerrero con sorna.

-Bueno, ya hablaré yo con ella… quizás pueda convencerla.

El otro no pudo más que reír ante su cinismo.

-En fin, ¿vamos? –más que una pregunta fue una orden, y dicho esto subió a su montura de viaje.

El viaje fue breve y antes de las doce ya estaban allí. El sonido de los cascos había alertado a los habitantes de la casa, y el hombre miraba con temor a su legítimo señor.

Al bajar Alberto del caballo, el hombre se postró en el suelo.

-Por favor, señor –dijo acercándose a sus pies-. Sé que no he podido pagaros este mes, pero dejad que os lo explique, excelencia, por favor.

El chico, incomodado, se lo sacudió de encima de un puntapié. Su mujer dejó escapar un grito ahogado.

-No hables si no te pregunto. Y no supliques tanto. Explícame qué ha pasado serenamente.

El hombre se levantó, tembloroso.

-Veréis, señor. Hace tres días unos hombres asaltaron la casa. Eran seis o siete. Me amenazaron de muerte a mí y a mi familia, no tuve más remedio que darles los sacos de granos, los vuestros y los míos, y mis ahorros.

-Y te crees que soy tonto, ¿verdad?

-N-no señor. Yo solo os he c-contado la verd-dad –tartamudeó.

-¿Qué tengo que hacer para que mis súbditos no se rían de mí? ¿¡Qué diablos debo hacer!? –el hombre tan sólo lo miraba, aterrado- ¡Responde!

-Buen señor… -la voz de una chica joven hablaba- lo que dice es cierto. Eran proscritos, una banda de criminales expulsados de las ciudades.

-Lo que me faltaba. Ahora una chiquilla desmiente mi autoridad e insulta mi inteligencia. Tu impertinencia no quedará indemne –dijo mientras se acercaba a ella.

Su padre hizo ademán de interponerse, pero José se lo impidió con la espada.

Alberto cogió a la chica, de no más de dieciséis años, y la tiró al suelo. Ella chilló e intentó huir a gatas, mientras su madre corría hacia ella. Los soldados rápidamente tomaron posiciones y su señor pudo inmobilizar en el suelo a la chiquilla.

-Por favor, ¡no! –suplicó el padre- No le quitéis la virginidad. Si lo hacéis no podré desposarla.

Alberto esbozó una cínica sonrisa.

-Como quieras –dijo, relamiendo las palabras.

Acto seguido le rasgó las ropas, y en unos momentos la dejó tumbada en la hierba, boca abajo, con manos y pies cogidos por dos guardias. Alberto se llevó un par de dedos a la boca y los empapó en su saliva.

-Esto te va a doler –la niña gritaba y lloraba pidiendo auxilio, sin dejar de forcejear. Él empezó a empujar los dedos en su culo, y prontó tuvo metido uno entero, notaba el sufrimiento de la chica, que no paraba de gritar.

Aún costaba mucho que entraran sus dedos, así que se arrodilló y empezó a lamerle el ano, lanzando tanta saliva como le era posible, hasta que finalmente tres dedos entraron con facilidad.

-Hora de jugar –el padre dejó ir un grito desgarrador de impotencia. Se colocó en cuclicllas sobre ella y empujó fuerte. Ella lanzó un alarido de dolor. Cuando éste acabó, Alberto ya tenía el glande dentro. La madre cayó desmayada.

Entre los sollozos, quejidos y gritos de dolor de ella consiguió alojar todo su miembro en las entrañas y empezó a embestir, haciendo que los pequeños pechos aún no del todo formados de ella rebotaran una y otra vez contra el suelo. Con la terrible erección y excitación que acarreaba del día anterior, no tardó en correrse abundantemente dentro de ella, que ya no gritaba ni se movía, sólo emitía sollozos y leves chillidos a sus embestidas.

Se quedó unos instantes con la polla en su interior, hasta que finalmente la sacó, ya fláccida.

-José, te toca –el padre prorrumpió en llantos.

Una hora y media después, él, José, y los veinte miembros de su guardia personal abandonaron el hogar del pobre campesino, satisfechos tras haberse corrido, todos ellos, en las entrañas de la muchacha, que terminó inconsciente y sangrando.

-Si me mientes, hazlo bien –gritó el chico mientras se iba. Luego, para su amigo, añadió- haz que los rastreadores busquen el grupo de proscritos, los quiero a todos colgando del castillo antes de cinco días.

Esa noche, al llegar al castillo después de la caza, pudo ver como los últimos trabajadores formaban una pequeña cola frente a Gema. Se acercó para verla y sonrió, su cara denotaba el cansancio y la humillación, tenía las tetas y el culo totalmente rojos y manoseados. Pudo ver la ira en sus ojos al mirarlo. Siempre pasaba lo mismo: al cabo de tres días sería bastante más dócil, como le había pasado a Ester en su día.

Esa noche hizo dormir a Ana desnuda sobre el suelo de piedra, a los pies de la cama, aún atada al collar. Le constaba que Sandra la había visitado y le había llevado comida, pasando con ella la mayoría del día y la tarde.

Sin cruzar con ella más palabras, se fue a dormir, había tenido un día cansado y mañana tendría que lidiar con el Viejo.

Además, estaba lo de la carta de la señora de Ovejera, que había resultado ser lo peor que podía esperar.

Intranquilamente, se durmió.