Medieval (3)

Tercer capítulo. ¿Quién domina a quién? En un mundo a caballo entre lo medieval y lo actual, la sumisión y la obediencia son algo muy común...

¿Quién domina a quién?

Cogió aire y entró de golpe, encontrándose cara a cara con sus cautivadores ojos marrones.

-Hola, Sandra –dijo, con la respiración algo agitada.

-Hola, Alberto –respondió ella con voz sensual- ¿Para qué me querías?

-Tengo un trabajo para ti.

Sandra era una esclava desde los ocho años. Su padre, un campesino pobre, la había vendido al padre de Alberto por unas cuantas monedas, hacía ya nueve años. Desde esa edad había sido fieramente educada en la sumisión y el sexo, con el objetivo de convertirla en una sumisa totalmente obediente, carente de voluntad y adicta al sexo.

Sólo consiguieron dos de las tres, pues la voluntad de Sandra resultó ser más fuerte de lo que nadie esperaba, y gracias a sus artes y sus dotes aprendió a jugar a su antojo con cualquier hombre que se le pusiese por delante.

En aquellas tierras era considerado que la madurez física de un hombre llegaba a los catorce años, y era costumbre entre los grandes señores regalar una esclava a sus hijos cuando llegaban a dicha edad. El regalo que recibió Alberto fue Sandra, que por aquél entonces contaba trece años, pero ya era una auténtica amazona de pelo liso de color marrón intenso, ojos preciosos del mismo color de mirada muy penetrante y cautivadora, un cuerpo que dejaba sin aliento, delgada y con la justa proporción en todas sus partes y unos labios donde cualquiera desearía perderse.

Fue Sandra, pues, quién le quitó la virginidad a Alberto, y aunque era su esclava y si éste le ordenaba algo lo obedecía, mantuvieron durante años una tórrida relación no de amo-esclava, sinó de amantes. Sin embargo, cuando Alberto vio que no podía dominar la voluntad de Sandra, dejó de follársela haciendo uso de un supremo esfuerzo de voluntad y ella pasó a ser su mejor agente, su mano derecha, su confidente... su amiga, puesto que, eso sí, sentía una absoluta fidelidad hacia él; y ella pasaba todo el día, como adicta que era, follando; principalmente con la guardia del castillo, aunque en realidad cualquiera que tuviese agallas para entrarle le servía.

-¿De qué se trata? –contestó ella, como si no le importase en absoluto.

Alberto le resumió sus reflexiones acerca de lo que quería de su recién adquirido juguete y su conclusión.

-En definitiva –acabó-, quiero que te conviertas en su asidero, que le des esperanza, que mantengas una brizna de dignidad y personalidad en ella que yo pueda divertirme destrozando.

-¿Y ya está? –puso cara de decepcionada-. Supuse que, después de tanto tiempo, venías a pedirme otra cosa... –mientras dijo eso se acercó a él cogiéndole fuerte la polla a través del pantalón. A él se le nubló la vista un segundo, pero se apartó en seguida.

-Si, ya está –dijo, nervioso-. Sólo eso: cuando dije nunca más, era nunca más.

-¿De verdad? –dijo cargando su tono de sexualidad, y se acercó a él, hablándole al oído y abrazándole para sentir su cuerpo-. Así pues, nunca más me vas a clavar esa increíble polla, ni nunca más me ordenarás que te la chupe a lo salvaje, como a ti te gusta, ni me la meterás por el culo embistiéndome como sólo tú sabes hacerlo, ni nunca más me abofetearás y me pegarás cuando me porte mal...

En algún momento, mientras le susurraba todo eso lentamente, una de sus manos se había deslizado y le acariciaba el miembro con fuerza, ya totalmente erecto.

-No... nunca más... –dijo él debilmente entre suspiros, aunque no hizo ningún esfuerzo para retirar su mano.

-Qué lástima pues... –siguió ella-, con lo que me hubiese gustado ahora mismo arrodillarme y metérmela entera en la boca... una verdadera lástima.

-Hazlo.

-¿Cómo? –se hizo la tonta.

-Hazlo.

-¿El qué? –era típico de ella el hacerse rogar, incluso con su amo.

-Chúpamela... –dijo él, aún hablando con voz entrecortada.

Ella calló unos instantes, escrutándole directamente a los ojos.

-Pídemelo –dijo al fin.

Al instante una bofetada la tiró con fuerza contra el suelo, dejándole la cara roja.

-No te pases de la raya, Sandra. Eres mi esclava, yo no te voy a pedir nunca nada, puta de mierda –estaba realmente enfadado, pues no había advertido la jugarreta de ella.

-¿A caso me hubieses pegado si te lo hubiese pedido? –contestó ella, sonriendo.

Él se quedó en silencio, hirviendo de rabia. Una vez más, como siempre, ella se las había apañado para sacar de él lo que quería sin tener siquiera que pedírselo, era eso lo que no podía soportar, eran esos momentos en los que se sentía a su total merced, y era por eso por lo que había dejado de banda el sexo con ella. Ahora había vuelto a caer, y se condenaba por eso.

-Vete a la mierda –logró articular al fin, y se dio la vuelta para girarse.

-Oye, ¿dónde vas? –dijo ella. ¿Era desesperación lo que había notado en su voz?-. No pensarás dejarme así ¿no?

Alberto se dirigió hacia la puerta y la abrió.

-¡Espera! –gritó ella. Sí, no había duda, era desesperación. Fue cerrando la puerta detrás de él-. ¡Por favor!

Frenó en seco. ¿Por favor? No recordaba habérselo oído nunca, y el corazón le latía a mil por hora, realmente se lo estaba pidiendo. Al final, era él quién tenía el poder. Se dio la vuelta y cerró la puerta otra vez, sus ojos la miraban con interrogación.

-Es que... –su voz temblaba-. Lo hecho tanto de menos... todas las pollas que me he metido dentro hasta ahora, y créeme, han sido muchas, eran una ridiculez al lado de la tuya –tragó saliva-. Por favor...

Él esbozó una pequeña sonrisa, y presa de una aparente furia repentina, se acercó a ella y la abofeteó con fuerza, tirándola al suelo otra vez. Luego la cogió por el cuello, apenas dejándola respirar.

-¿Cómo te atreves a pedirme algo?¿Con qué derecho?¿A caso me crees tu igual, zorra? No eres más que un gusano a mi servicio. Si quiero algo, lo cojo. Si no, no. Y tú no eres quién para incordiarme con tus estúpidas súplicas. ¿Entendido?

Ella tenía la cara roja y la boca abierta en un intento de coger aire, y no le pudo contestar, pero asintió débilmente. La soltó y ella empezó a toser y a tomar grandes bocanadas de aire, aún en el suelo. Alberto se acercó a su escritorio y tomó de él unos grilletes (en realidad tenía por todas partes) y se los puso, apretándolos muy fuerte, luego ató la cadena que unía ambos aros de hierro a otra cadena que colgaba del techo, pasaba por una argolla en lo más alto y volvía a bajar, donde en otra argolla se clavaba una estaca entre eslabón y eslabón, lo que permitía subir o bajar el extremo colgante. Ella quedó de pie, los brazos alzados, y él desgarró sus ropas con las manos desnudas, hasta dejarla completamente desnuda. Reguló la cadena para dejarla más suelta, se dirigió a ella y la obligó a arrodillarse, con las manos en el aire estiradas por los grilletes.

Entonces se sacó la polla y la acercó a su cara. Ella, ansiosa, se lanzó hacia adelante intentando cogerla con los labios, pero él se apartó unos centímetros y Sandra sólo consiguió rozarla con el labio superior.

Nuevamente repitió el juego y esta vez esquivó también su lengua, que había sacado para poder alcanzarla. Se puso detrás de ella y se arrodilló, estrujándole con fuerza las tetas con una mano, mientras con la otra bajaba hasta su pubis y le empezaba a meter tres dedos. Ella empezó a gemir como una loca.

-Vaya, estás muy mojada y aún apenas te he tocado. Ni se te ocurra correrte.

Ante esta orden ella soltó un gemido desesperado, pero Alberto sabía muy bien que no desobedecería, así que puso su cabeza debajo de ella y le ordenó que se sentara, y empezó a lamerle y a chuparle los labios, torturándola mediante el placer, a mordérselos y luego estirárselos, mientras cuatro dedos entraban y salían frenéticamente de su interior. Luego empezó a masajearle el clítoris con la punta de la lengua intensificando los movimientos de la mano, que ya prácticamente entraba y salía entera.

Entonces se levantó, tirándola al suelo, y volvió a ponerla de rodillas alzándola por el pelo.

-Abre la boca y no te muevas ni un centímetro –ordenó.

Ella lo hizo y él, con furia, comenzó a embestirle la boca hasta el fondo. Sandra era una garganta profunda. En realidad la mayoría de sus sirvientas y esclavas lo eran, pero Sandra era un caso especial, pues era la única mujer que hasta aquél entonces había sido capaz de meterse su polla entera en la boca. Así pues, llegó con cada envite al fondo de su garganta, sintiendo como los huevos golpeaban rítmicamente su barbilla a cada arcada que le sobrevenía. Pero aguantó estoicamente, inmóvil por completo, sus salvajes embestidas, hasta que él disminuyó el ritmo, sacándosela completamente de la boca cada vez y parando sólo un momento fuera, para entrar con toda su fuerza directamente hasta el fondo.

Al cabo de unos minutos notó que ella llegaba prácticamente al límite entre las arcadas y la falta de aire, y la dejó descansar unos momentos. Su piel estaba completamente sudada y su cuerpo brillaba con la luz del joven mediodía, produciendo en él una gran excitación. Puso de nuevo el miembro frente a la boca de la chica, pero esta no se movió, aún con la boca completamente abierta, como le había ordenado.

-Ya puedes moverte –le dijo.

Y al punto ella volvió a lanzarse hacia adelante, recorriéndola por completo con su lengua una y otra vez, arriba y abajo, mordiéndole suavemente el glande y los laterales, como sabía que le gustaba, combinando todo esto con frenéticos momentos de mamada y fuerte succión. El se alejó al poco tiempo.

-Más... –suplicaba ella.

Pero él se dirigió a la cadena y la soltó una poco más, permitiendo que ésta llegase hasta el suelo. Le ordenó ponerse a cuatro patas, aún con los grilletes en las muñecas, y se arrodilló detrás de ella. Apuntó el glande a su coño empapado y hizo entrar sólo la mitad.

-¿Ya está toda? –preguntó ella, extrañada.

Alberto retrocedió hasta que sólo la punta quedó dentro, y de un solo golpe, con fuerza, la metió hasta que no pudo más, mientras ella soltaba un alarido mezcla de sorpresa, dolor y placer, aunque había mucho más de este último. Empezó a empujar y a retrocedir con fuerza mientras se deleitaba con sus gritos, gemidos y chillidos de placer. Estaba a punto de explotar, Alberto lo notaba muy bien, y veía que hacía todo lo que podía para contener el orgasmo.

-Puedes correrte –le susurró casi al oído, volcado sobre ella mientras seguía penetrándola.

Fue casi instantáneo. Enseguida empezó a gemir gritando, prácticamente a aullar, mientras su flujo se convertía en un torrente, y así estuvo unos treinta segundos, cuando sus gritos cesaron y sus piernas empezaron a temblar. El chico estaba realmente sorprendido, no recordaba que Sandra hubiese tenido un orgasmo igual en su vida. Él también había parado, dejando toda la polla en su interior, y ella pareció relajarse, como si todo hubiese termiado.

La realidad, claro, era otra.

Salió de ella y se levantó, y la chica cayó al suelo, rendida. Le ordenó inmediatamente ponerse a cuatro patas de nuevo, con el culo muy en pompa y le separó con las manos las nalgas, para dejar ese otro agujero a la vista.

Y entonces, sin estimulación ni lubricación de ningún tipo, empezó a meter su polla ahí. Ella hacía muecas. Le dolía, sin duda, pero Alberto sabía perfectamente que le estaba encantando eso, en realidad el anal era lo que más apasionaba a Sandra, y cuando follaban con regularidad era lo que siempre le pedía. Por eso el chico sabía que entraría aún sin prepararlo, pues a base de tanta actividad ya estaba dado de sí.

Finalmente pudo meterla entera y la dejó unos momentos dentro, para luego volver a salir completamente. Se arrodilló y le escupió dentro, pues a él también le molestaba la fricción. Y ya otra vez de pie, algo agachado, empezó a follarle el culo con vigor, mientras ella gemía, cerca de otro bestial orgasmo. Lo tuvo al cabo de un par de minutos, pero él ignoró sus temblores y sus gritos y siguió penetrándola con fuerza, aumentando la velocidad hasta su tope.

-Córrete –dijo ella-, córrete en mis entrañas...

Él le cogió la melena y tiró con fuerza.

-Que no me des órdenes, imbécil –le dijo al oído. Como castigo, aún tirándole del pelo, le mordió con fuerza el cuello, a lo que ella dio un respingo. Cuando dejó de morder tenía una bonita marca donde se leía perfectamente y con profundidad la dentadura de él.

Y siguió entrando y saliendo a un ritmo vertiginoso, mientras ella llegaba al borde de otro orgasmo.

-No te corras. No ahora –dijo Alberto entre jadeos. Y ella aguantó.

Al notarse cerca de correrse él también, salió de su culo y la arrodilló, empezando a masturbarse con fuerza frente a su cara.

-Ahora. Córrete mientras te empapo la cara.

Y la chica empezó a masturbarse con la mano entera mientras alzaba su rostro esperando la descarga que tenía que llegar de un momento a otro. Él frenó un segundo, cuando la ola de placer lo invadió por completo, al mismo tiempo que ella se corría por tercera vez, y, apuntando bien con la mano, le lanzó el semen por toda la cara, la frente, la nariz, las mejillas, los ojos y la boca, incluso en su cuello, al lado de la marca del mordisco.

Exhausto por completo, se apoyó sobre sus piernas vinclando el cuerpo, jadeando. Vio como ella se acercaba las manos a la cara, pero le hizo una seña negativa.

-No te lo limpies.

Y ella dejó toda su corrida en su faz.

-Bueno –conluyó él al rato-. Recuerda lo que te he dicho sobre mi esposa.

-Descuida, voy a mantenerla a flote para que puedas ir ahogándola.

-Bien, pues vete ya.

-Pero me has roto la ropa.

-En el segundo piso tienes tu habitación –contestó él-. Allí tienes ropa.

-Sí, pero estamos en el quinto, no puedo ir desnuda por el edificio, y además con toda la cara manchada.

-Sí puedes. Y lo harás –ella ya temía semejante respuesta-. Vete.

Sin decir nada, desnuda, sudada, con las piernas, el coño y el culo llenos de flujo que se iba secando y con la cara empapada de corrida, se dirigió a la puerta y la abrió.

-Bueno –dijo-. Al final ha costado más de lo que esperaba el hacer que renunciases a tu promesa... –y se fue, cerrando la puerta.

Él se quedó en silencio y luego esbozó la débil sonrisa del que ha perdido justamente y acepta su derrota. Como siempre, Sandra había tomado de él exactamente lo que quería.

Ya vestido, llamó al timbre y otra vez se presentó Ester.

-Llama a alguien para que limpie mi despacho. Rápido.

-Sí señor. Pero antes tengo algo que deciros.

-¿Sí?

-Ha llegado un emisario de Castillana hace pocos minutos, os espera en el primer piso, en la sala de reuniones.

-Gracias –dijo él-, si no hay nada más ya puedes irte.

Y ella, después de la despedida de rigor a su miembro fláccido, se marchó a avisar a alguna de las chicas que se encargaban de mantener siempre limpio el castillo, aunque Alberto no siempre se lo ponía fácil.

Así pues, bajó sin prisas los escalones de la torre hasta llegar al primer piso y entró por única puerta que estaba abierta. Dentro había, a la izquierda, una zona con una gran mesa y sillas a su alrededor, para las reuniones importantes y formales, y a la derecha otra zona con sillones y una mesa baja para las más distendidas. El mensajero lo esperaba en uno de esos sillones. Al verlo se puso inmediatamente de pie y le hizo una gran reverencia. Alberto le hizo una dura mirada para amedrentarlo, empezando así lo que tuviesen que hablar desde una posición de ventaja.

-¿Y bien? –soltó.

-El señor de Castillana solicita un encuentro formal con vos en un terreno neutral. Propone la ermita del río Rincón, mañana pasado por la mañana, con una escolta de cinco hombres.

-¿Y qué quiere el Viejo de mí? –así era como se conocía al señor de Castillana entre los señores de la región debido a su avanzada edad, pues contaba setenta y cinco inviernos.

-Eso no lo sé, señor, sólo soy un mensajero.

-Por supuesto, está bien. Dile a tu señor que allí estaré, pero que llevaré la escolta que me dé la real gana. No lo voy a dañar, pero no me fío de él. Vete.

El hombre así lo hizo, y al cabo de poco pudo oír los cascos del caballo alejarse a toda velocidad.

¿Y ahora qué? Pensó el chico. Aún estaba acostumbrándose al señorío y gozando de sus nuevos derechos y su nueva esposa, y ya empezaban los problemas. ¿Qué querría ese viejo reumático?¿Dinero?¿Una alianza?¿Protección?

Se paró un momento a meditarlo. Sí, lo más problable era que pidiese protección. Fernando de Balquén, el otro gran señor de la región, que poseía una ciudad sólo un poco más pequeña que la suya propia y que competía con su feudo en poder, riquezas y hombres armados en la región hacía tiempo que tenía el ojo puesto en las tierras de Castillana, ciudad de algo más de veintemil habitantes con una excelente posición estratégica.

¿Quería protección? Que le diesen al anciano. Alberto también quería conquistar sus tierras y quedarse con todo, pues eso le posicionaría por encima de Fernando, de tan sólo veintitrés años, con quién guardaba una gran rivalidad desde hacía ya bastante tiempo.

Aunque... quizás...

Un plan empezaba a gestarse en la mente del chico. Quizás sí le diera protección después de todo, pues acababa de tener una gran idea...

Nota: Como habréis visto, esta entrega es la primera con título. Las dos anteriores no tenían, pero si tuviesen que llevar alguno, serían "Noche de bodas" y "El amanecer", respectivamente.