Medieval (2)

Segundo capítulo. En un ambiente a caballo entre lo medieval y lo actual, la dominación, la sumisión y la obediencia son algo muy común...

Al despertarse, aún con los ojos cerrados, lo primero que le vino a la mente fue la imagen de ella con su corrida en la boca, y no pudo reprimir una sonrisa. Se movió un poco para estirarse, y fue entonces cuando recordó su última orden.

Abrió los ojos y, al bajar la mirada la vio allí aún, despierta y con su polla en la boca que, gracias a las artes matinales, estaba en plena erección, por lo que ella aún tenía dificultades para respirar.

Se la sacó de la boca y, inclinándose hacia ella, la cogió de los hombros y la sentó en la cama. Su aspecto era lastimoso, los ojos rojos y con bolsas de llorar y no dormir, la cara cubierta de regueros secos de lágrimas, machas de semen alrededor de sus labios, despeinada y con una mueca entre de dolor, terror y tristeza.

-Das asco, pedazo de guarra –le dijo él secamente, y en sus ojos asomaron lágrimas de impotencia-. Ve a bañarte, por esa puerta –dijo señalándosela. Ella no dijo nada y entró.

Él se levantó y se dirigió a la ventana, exhibiendo su hombría, mirando los campos que se extendían a los pies de la ciudad, donde los campesinos debían estar empezando a trabajar.

Lentamente, sus reflexiones se dirigieron hacia la anterior noche, y de pronto se planteó una importante pregunta: ¿Qué esperaba de Ana?¿Quería a una puta obediente o a una esposa aterrorizada?

Tardó un rato en contestarse. Una esposa aterrorizada, decidió finalmente. Putas obedientes podía tener en cualquier momento, pues todos los discientos mil habitantes de Oniera eran sus siervos, y como tales él tenía el derecho, como su señor, de escoger a tantas mujeres como gustase y usarlas como, cuando y donde quisiese, incluso de llevarlas al castillo a vivir con él y a servirle. Y sin tener que usar la fuerza, había muchas de esas perras hijas de familias pobres que buscaban ser las esclavas de algún importante señor para escalar peldaños dentro de la sociedad. Y Alberto, como señor joven y, por qué negarlo, atractivo, y uno de los dos más poderosos de la zona, tenía ofrecimientos de estos a diario, alguno de los cuales había aceptado, por cierto.

Así pues, quería una esposa aterrorizada. Eso también necesitaba su adiestramiento. Si usaba órdenes racionales, premios y castigos aplicados siguiendo un orden, una justicia, conseguiría una puta obediente, una esclava sin voluntad. Por otro lado, si era demasiado brutal e irracional, lo que conseguiría sería que Ana perdiese toda esperanza y se volviese indiferente a las violaciones y los castigos, ya lo había visto otras veces.

Así pues, tenía que ser irracional, no ofrecer un orden lógico a sus órdenes y castigos, pero al mismo tiempo asegurarse de que ella tenía esperanza. Un asidero en el que sostenerse cuando estuviesen a punto de desfallecer sus ánimos.

Tenía a la persona ideal para eso.

Pulsó un timbre y, al cabo de un minuto, oyó cómo llamaban a la puerta. Abrió desnudo y se encontró con Ester, que no pudo evitar mirarle la polla, que había venido tan rápida como siempre.

-¿Me llamábais, señor?

Era una chica morena, de pelo liso y largo y de piel clara, aunque no blanca, bastante delgada aunque con unas tetas más que generosas y un culo grande y firme. Llevaba gafas de pasta negras y una libreta preparada para apuntar lo que su señor requiriese.

-Sí, Ester. Quiero que llames a Sandra, que vaya a mi despacho dentro de una hora, y me da igual con quién esté follando. Si llega tarde ya sabe lo que le espera.

-Sí, señor. Ahora mismo, señor –y se dio media vuelta, dispuesta a irse.

-Oye, ¿no te olvidas algo?

Ester, sin mediar palabra, se arrodilló delante de él y, sostentiendo su polla arriba con la mano izquierda, puso la lengua en sus huevos y lamió hasta el glande. Le besó la punta, se levantó, y se fue. Así era como debían despedirse todas sus sirvientas si no se les indicaba lo contrario.

Entre la erección matutina y la "despedida" de su secretaria, estaba a más no poder, así que se dirigió hacia la puerta por donde había desaparecido Ana. Al entrar, ésta se sobresaltó y lo miró con terror. Se había limpiado completamente y, aunque seguía teniendo bolsas y los ojos un poco rojos, ofrecía mejor aspecto dentro de la bañera con todo el cuerpo cubierto de agua y espuma.

-Bueno –dijo él, cogiéndosela con una mano-. Es hora que le demos un buen uso a esto –ella puso unos ojos como platos.

-No por favor –suplicó, con los ojos llorosos de nuevo-, otra vez no...

-¡Cállate, imbécil! –rugió él-. Eres mi esposa, así que voy a follarte cuando me de la gana, ¿entiendes?

Dicho esto, la levantó y, sacándola de la bañera, la tiró contra el suelo, ella lloraba y gritaba.

-¡Para, por favor! Soy tu esposa, deberías quererme y respetarme –aunque sus palabras eran de rebeldía, su tono era de absoluta súplica.

-Me estás cabreando con tanta tontería –se limitó a responder él.

Mientras la tenía asida con fuerza del pelo cogió una fina toalla que había y la amordazó, y con el cinturón de un albornoz le ató las manos a la espalda, poniéndola de rodillas y con la cara pegada al suelo, de forma que ella no se podía mover.

Cogió espuma de la bañera con el dedo índice y, de un fuerte empujón, se lo metió entero en el culo. Ella quiso gritar de dolor, pero todo lo que salió de su mordaza fue un gemido hueco. Él empezó a mover el dedo para ensenchar el agujero. Luego tomó un frasco con aceite lubricante y se untó los dedos, y empezó a empujar con tres, y vio como ella serraba los dientes alrededor de su mordaza intentando soportarlo. Tuvo que hacer mucha fuerza para que entraran, pero cuando finalmente lo consiguió, le dio una fuerte nalgada y sonrió.

-En efecto, también es muy elástico. Eres increíble.

Bajó la cabeza y le dio algunos lametazos a su culo dilatado y luego metió la lengua en él. Fue entonces cuando vio que lloraba, y eso lo excitó aún más.

-Bien, ahora empieza lo bueno de verdad...

Apoyó el glande en la entrada de su ano y empezó a empujar con fuerza. Apenas hubo metido tres centímetros tuvo que parar, pues aún no se había dilatado lo suficiente y ofrecía una considerable resistencia. Ella debía de estar padeciendo un gran dolor, aunque no podía expresarlo más que mediante ahogados gemidos. Cuando recuperó aliento volvió a empujar, hundiendo cada vez más su polla, hasta que finalmente, al cabo de medio minuto, la tenía metida hasta los huevos. Ella intentaba zafarse y vio cómo se clavaba las uñas en las manos, aguantando. La cogió por las caderas y, muy lentamente al principio, empezó a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al cabo de unos minutos ya entraba y salía con mayor facilidad, aunque seguía notando como el culo de la chica le presionaba fuertamente la polla.

Con la dilatación y la lubricación propia de Alberto el dolor parecía haber disminuido, aunque sin duda seguía siendo fuerte, y la posición en la que estaba no era la más cómoda del mundo, precisamente. Pero a él poco le importaba eso, y embestía con frenesí animal, con toda su fuerza, de modo que a cada golpe ella se deslizaba un poco por el suelo, así que pronto acabó con su cabeza apoyada contra una de las paredes.

Él siguió sin detenerse ni un momento, penetrándole fuertemente las entrañas. Al cabo del rato se cansó de la posición y además notaba que iba a correrse pronto, así que la sacó de su culo y se sentó en el suelo y, aún maniatada y amordazada, la sentó encima de él, de espaldas, encajándosela en el coño. Con sus fuertes brazos la tomó de la cintura y la levantó hasta que vio asomarse el glande, y entonces la dejó caer de golpe, llegándole hasta el fondo y provocando que arqueara la espalda. Repitió la operación una y otra vez, empalándola, hasta que finalmente la apretó contra sí y en un fuerte estallido, notó como su leche salía disparada, acompañada de una buena dosis de orina que había estado reprimiendo desde la noche anterior.

Al terminar se relajó y la levantó, mientras su coño chorreaba la mezcla. La desató y volvió a dejarla en la bañera.

-Báñate otra vez, tengo asuntos que atender –y vio una enorme expresión de alivio en su rostro.

Bajó lentamente, ya vestido, las escaleras de la torre del séptimo al quinto piso, donde tenía su despacho. La puerta estaba entreabierta. Así pues, ya había llegado... mejor para ella.

Cogió aire y entró de golpe, encontrándose cara a cara con sus cautivadores ojos marrones.

-Hola, Sandra –dijo, con la respiración algo agitada.

-Hola, Alberto –respondió ella con voz sensual- ¿Para qué me querías?