Mecánicas celestes (5). La paradoja del infinito

Un capítulo de descubrimientos

Me resulta complicado explicarles qué hago agazapado como un imbécil en la oscuridad, escondido detrás de un montón de cuadros, lienzos y bastidores, mientras espero que ocurra algo que no puedo ni aún ahora pronunciar. Les prometo que estoy quizás más nervioso de lo que he estado en mi vida, sofocado por el polvo y la angustia, intentando no hacer no el menor ruido ni el más imperceptible movimiento que delate mi presencia, manteniendo los ojos bien cerrados, los oídos bien abiertos, y para mi desgracia con el corazón en un puño.

¿Que cómo he llegado aquí?

Comprendo que es casi un cliché, un tropo clásico, responder “es una historia muy larga”, pero el caso es que ustedes me conocen bien y saben que no me caracterizo por la brevedad o la simpleza de mis narraciones, así que supongo que si quieren que satisfaga su curiosidad, tendré que empezar por el principio. O al menos, por uno de los principios, porque ustedes ya conocen el comienzo de mi historia con Míriam, pero no el arranque de este episodio concreto, posiblemente el más estrambótico y relevante de mi peripecia barcelonesa.

Estoy esperando todavía, contando cada segundo, así que supongo que tengo tiempo para contárselo. Siéntense cómodamente, al menos, ya que yo estoy aquí hecho un ovillo, helado de frío sobre este viejo mosaico, con la espalda contra la pared, y lean con atención.

*

Los días se convirtieron en semanas, y éstas en meses.

Mi vida era como el sueño y la vigilia, como el día y la noche, la sístole y diástole de mi corazón insensato. En Zaragoza paseaba como un preso en su celda, encerrado en la claustrofobia de las cuatro paredes de mi aburrida rutina, trabajando en la tienda y vegetando en mi casa, horas interminables de tedio y melancolía, huraño y pensativo la mayor parte del tiempo. David, Marcos y Zaida fueron capaces de ir sacando adelante el negocio, con un patrón ausente en cuerpo muchas veces, y el alma el resto del tiempo. Y eso que todos me decían que estaba más centrado que nunca, más maduro y responsable, porque prácticamente no salía de casa, me limitaba a ir al trabajo con la triste circunspección de un condenado a galeras, y pasaba horas sin cuento más allá de la hora del cierre, o los fines de semana, que no eran fin de nada sino la prolongación inanimada de los días que hacían póstumos.

Pero en Barcelona era otra historia.

Ella sacaba lo mejor de mí. Salíamos a cenar, a conciertos, a tomar copas en Razzmatazz, a museos y exposiciones y fiestas en casas de campo. Era el novio de la artista bohemia, la pareja de la talentosa pintora, el acompañante de la carismática y preciosa Míriam, y con eso a mí me bastaba para sentirme completo. Aunque fuera una impostura, un aura prestada, disfrutaba por unos días de esa felicidad despreocupada. Siempre maldecía el día en que tenía de volver sobre mis pasos, hacia mi yo aburrido y vulgar, hacia mi vida funcionarial de dueño de una tienda de informática.

Recuerdo que era sábado, a mediados de abril, y que una pareja tocaba en el improvisado escenario, frente a la piscina, mientras no menos de treinta invitados cantaban a coro, brindando con cerveza fría.

Nos habíaan invitado, o más bien habían invitado a Míriam, a una fiesta en una masía como a una hora en coche de Barcelona, remontando la costa. Era una vieja casona de campo, una mansión payesa en mitad de una enorme finca de naranjos. Tenía un gran jardín, y una piscina rústica de mosaico de barro, y la habían decorado para aquella ocasión con un montón de farolillos de papel y guirnaldas de luces. Había un ambiente increíble cuando llegamos, y no me sorprendió que en menos de nada se hubiese preparado un concierto, mientras en las brasas se cocinaban butifarras, verduras, churrasco y otras delicias que olían maravillosamente. Allá donde mirara había había bidones llenos de cerveza, bandejas con comida, sillones de mimbre, hamacas, cojines y un montón de recoletos rincones donde sentarse, disfrutar y dejarse llevar por aquel estupendo día de primavera.

Cogimos casi inmediatamente un par de cervezas y Míriam fue saludando, repartiendo besos, exclamaciones de alborozo y abrazos por todas partes, al tiempo que yo mantenía mi habitual perfil bajo, y finalmente buscamos un recoveco tranquilo del jardín, donde encontramos unos palés cubiertos de cojines para poder sentarnos y refrescar la garganta, un poco ajenos al bullicio del concierto y la parrilla, los focos principales de atención del momento.

-¡Miriaaaam! – una chica descalza con una impresionante melena de rastas rubias se acercó a nosotros a grandes zancadas, y mi novia se levantó casi de un salto.

-¡Edurneee! – respondió, en el mismo tono jubiloso, y ambas se abrazaron con muestras de una intimidad y un cariño añejos.

-¡Tía, cuanto tiempo! – La rubia de las rastas me miró con una sonrisa enorme - ¿Y éste?

-“Éste” es C… C, te presento a Edurne, estudiamos juntas… - yo me levanté, con mucha cortesía, y nos saludamos con dos besos y sendos “encantados”. Era una chica bajita pero atlética, muy morena de piel, con grandes ojos azul oscuro, nariz ancha y una mandíbula excesivamente cuadrada como para resultar armoniosa. Ellas se sumieron en un paloteo en catalán, demasiado rápido como para que yo lo entendiera, así que enseguida distraje mi atención y mis ojos divagaron por la finca, escuchando la música. Enseguida se nos unió un chaval alto y delgado, también con rastas, una de esas barbas tan estudiadamente descuidadas, sonrisa que parecía de anuncio y dos chispeantes ojos azules que parecían no detenerse en ninguna parte, de puro curiosos y vivaces.

-Ay Míriam, deja que te presente a Oriol… - Edurne posó con familiaridad su mano sobre la espalda del larguirucho – Es fotógrafo, ha colaborado con Fontcuberta y García-Alix…

-¿En serio? – a Míriam se le pusieron los ojos como platos, y plantó dos besos en las mejillas del tal Oriol, tras lo que se pusieron a hablar de nuevo en catalán, mientras yo bebía la cerveza y me aburría un poco. No capté demasiado de la conversación, salvo que el fotógrafo había ganado algunos premios y tenía varias muestras en una fundación de una conocida caja de ahorros catalana.

-Voy a dar una vuelta… - le dije a Míriam cuando me cansé de ser un convidado de piedra, llamando su atención mediante una caricia en su brazo.

-Bien… ahora te busco, ¿vale? – me despidió con un largo beso, antes de regresar a la conversación. Yo hice un gesto con la mano a modo de “hasta luego”, que los tres me correspondieron antes de enfrascarse de nuevo en su mundo, y yo me alejé a pasos lentos a recorrer la finca con genuina curiosidad.

Fuera de lugar.

¿No les ha pasado nunca? Caminan sin rumbo por alguna parte, ignorados por todos, sin saber muy bien con quién hablar, qué hacer o cómo pasar el rato. Como moscas en un platito de leche, como una gota de aceite en un bidón de agua. Nadie me conocía allí, y yo no conocía a nadie, por lo que me dediqué sencillamente a vagabundear, bebiendo cerveza, picando de algún plato de aperitivos, escuchando sin atender realmente al dúo musical que tocaba, admito que bien, versiones acústicas de canciones rockeras.

-¡Hola! – casi me asustó una voz a mi lado.

Miré, inseguro, extrañado, y tuve que cerciorarme de que el saludo se dirigía a mí. Debía de ser así, porque estaba solo, apoyado en una de las columnas que sostenían las arcadas que conformaban el patio central, a modo de claustro alrededor de la piscina y el concierto.

-¿Hola? – más pregunté que saludé.

-¿Has venido con Míriam, ¿a que sí?

Era una chica un poco más baja que yo, de piel muy blanca y cubierta de pecas, y una melena imposible, leonina, domesticada a duras penas por un pañuelo negro atado por encima de la frente, que a modo de rienda o bocado contenía apenas aquel remolino de cabello cobrizo, encrespado y áspero, que parecía amenazar con salir volando en cualquier momento. Tenía una cara más que guapa, simpática, con una nariz afilada, labios muy finos y ojos pequeños y rasgados de color entre marrón y verdoso.

-Sí, sí. ¿Nos conocemos? – dije, aunque estaba convencido de que no era así, porque habría recordado su pelo. Llevaba unos leggins de color negro, cortos hasta media pantorrilla, alpargatas de esparto y una camisa verde musgo que parecía robada de algún guardarropa pirata, vaporosa, ajustada en los puños y anudada al pecho con cordeles cruzados, a medio escote.

-No, no han presentado, me llamo Annaïs – me dio dos besos y me envolvió en un aroma a chicle de fresa y marihuana de lo más peculiar.

-Yo soy C* - respondí, con educación.

-¿Qué te parece…? – me preguntó, abarcando con un gesto la fiesta, la piscina, el concierto, la cerveza, la masía y el día en general.

-Bien, bien… Se está genial aquí, en mitad de la naturaleza, y este pedazo de caserón… - lancé una media sonrisa, buscando su complicidad.

-Sí que mola, sí… ¿tú eres de Barcelona?

Annaïs tenía un acento catalán muy cerrado, muy palatal, y una forma única de arrastrar las palabras y saborear las sílabas. Mi acento, más abierto y enfático, seguramente me había traicionado.

-No, no, yo soy de Zaragoza – respondí, riéndome -. ¿Se me nota mucho?

-Un poco sí… - respondió a mi risa con su propia hilaridad discreta – Pero más bien lo decía porque te estaba viendo así un poco como perdido, un poco pulpo en un garaje…

-Es que no conozco a nadie más que a Míriam y… bueno, a ti – le repliqué, con un guiño y una expresión atribulada.

-¿En serio? Buf, sé lo que es eso. No te estarás rayando, ¿no?

-Qué va… mientras haya música y cerveza… - le tranquilicé, con un guiño, alzando un poco el botellín mediado.

-¡También es verdad! – exclamó, con una risa seguramente provocada por los psicoactivos – Una cosa, Míriam y tú…

-¿Sí? – se interrumpió, y la animé a continuar.

-No, que si sois pareja.

Di un trago a la cerveza, y asentí.

-Si, somos pareja.

-Aaah… - Mi vanidad masculina quiso creer que estaba decepcionada, pero seguramente su expresión venía al hilo de otra cosa que yo ni sospechaba entonces – ¿Y lleváis mucho?

-No demasiado. Unos meses… - lo dije con ademán despreocupado.

-¿Y cómo os conocisteis? Si no es indiscreción, vaya… - me sonrió a modo de disculpa, y se acercó apoyándose en la columna, a mi lado.

-¡Claro que no es indiscreción! – me apresuré a tranquilizarla, porque al menos tenía con quién charlar – Pues curiosamente fue también en una fiesta. No como esta, claro. Fue en el piso de mi hermana, Olga.

-¿Olga? – arrugó la frente, pensativa, antes de abrir mucho los ojos como si acabase de caer en la cuenta de algo - ¿Eres hermano de Olga, la enfermera?

-¡Pues sí! ¿Conoces a mi hermana? -

-¡Claro! ¡Pero si he estado en su casa…! – Me palmeó el brazo con familiaridad - Por eso me sonaba tu cara… ¡Te pareces mogollón a tu hermana!

-Eso dicen, sí - Admití, con una media sonrisa –.Pero también dicen que yo soy más guapo…

-No sé sí decirlo, porque ya pareces bastante presumido - me sacó la lengua, ruborizándose un poco, y se acercó un poco más –. Pero sí, eres más guapo…

Nos reímos al unísono, y ella me acarició el brazo, antes de hacer ademán de alejarse.

-Encantada de conocerte, C*. ¡Disfruta de la fiesta!

-Lo mismo digo, Annaïs. ¡Un placer!

Me devolvió el guiño, antes de marcharse, y yo me distraje mirando el ajustado abrazo de sus leggins en sus caderas, redondas y algo escuetas, antes de que nuevamente me sobresaltaran.

-¿Qué, haciendo amigas? – me giré para encararme con Míriam, que me obsequió su sonrisa mientras mostraba los dos botellines de cerveza recién abiertos que traía en las manos.

-Por supuesto. Nunca se sabe… - contesté muy serio.

-¿Nunca se sabe? – se colocó a mi lado, y yo apuré mi cerveza para coger la que ella me ofrecía.

-Uno siempre puede estar seguro de con quién llega a una fiesta, pero nunca se sabe con quién te marcharás de ella – sentencié, con una jactancia ridícula pero que espero sepan disculpar.

-Ya no me acordaba de esos modos de chulito que gastas de vez en cuando… - la sonrisa de Míriam se hizo más amplia, y entrechocó los botellines, a modo a brindis.

-Ámame o déjame, nena… - puse voz grave, como de estrella de cine de los años cincuenta, y la miré con los ojos entornados, con expresión de perdonavidas.

-Eres un caso… - se echó a reír – Te has buscado además buen partido, con Annaïs.

-¿Cómo?

-Annaïs… - la señaló con la barbilla, allí, charlando y riendo con media docena de chavales – Es la dueña de la masía.

-¿Es la dueña de este caserón? No me fastidies…

-Hombre, su padre es directivo de Grifols… - No me sonaba de mucho entonces, y seguro que mi cara mostró mi ignorancia – La multinacional farmacéutica, C*.

-Vaya – No debí de parecer lo suficientemente impresionado, porque Míriam sacudió la cabeza, como dejándolo estar, y me besó en la mejilla, un beso sonoro y apasionado. Nos dedicamos escuchar la música, tararear y corear las canciones más conocidas e incluso a bailar un poco, no con mucho arte pero sí con entusiasmo, y me di cuenta de que podría muy fácilmente acostumbrarme a eso. A una vida cómoda, ociosa, donde todo eran celebraciones, cantar a la guitarra, conocer gente enrollada y cool, comer de pie entre bromas, buscar rincones íntimos donde besar a una chica preciosa y sobre todo dejar que la tarde te acunara arrullado por cien conversaciones y el crepúsculo te sorprendiera con sus tonos malvas junto a una piscina, abrazado a una mujer hermosa, misteriosa y mágica como la noche misma.

*

-¿Por qué no vienes a vivir conmigo?

Estábamos desnudos, cubiertos de sudor, después de hacer el amor, agazapados en la cama que me prestaba mi hermana para las cada vez más frecuentes temporadas que pasaba en Barcelona. Al principio me daba vergüenza hacer ruido o abusar de la hospitalidad de Olga, pero Míriam se mostró tan natural, tan desinhibida, que fue inevitable dejarme llevar, con precaución al principio, pero más adelante sin la menor cortapisa, provocando las expresiones reprobatorias pero guasonas de mi hermana, que nos miraba de forma muy significativa cuando desayunábamos juntos.

-¿Vivir contigo? ¿En Zaragoza? - Ella jugaba con un dedo en los vellos de mi pecho, distraída, con el pelo desparramado en una madeja de rizos castaños.

-No, mujer… En Cabezón de la Sal… - dije en voz baja, muy serio. Míriam me miró y se echó a reír.

-Lo estoy diciendo en serio –añadí, acariciando su cabello.

-¿Lo de irnos a Cabezón de la Sal?

-No. Lo de que te vengas a vivir conmigo.

-C*, oye… lo siento. Estoy muy a gusto contigo, pero es que Zaragoza… - se interrumpió, como si no se atreviese a continuar.

-¿Qué pasa con Zaragoza? – fruncí el ceño.

-No pasa nada, es que…

-… es que no es Barcelona – terminé la frase por ella.

No era tan cosmopolita, tan refinada, tan alternativa. Zaragoza era una ciudad pequeña, humilde, tranquila, provinciana, sin la bulliciosa actividad cultural de la ciudad condal, asomada al Mediterráneo, a la historia de cien pueblos, tan cerca de Francia y del mundo entero, tan diferente de la abigarrada capital del Ebro, solitaria y pegada a la meseta, al desierto, a la nada.

-¿Y qué tiene de malo? – inquirí, picado.

-Nada. No tiene nada de malo. Pero mi vida está aquí, C*. Mis amigos, mi madre, mi estudio, mi gente…

No dejé de enredar mis dedos en aquel pelo imposible, aquel nido de pájaro tejido en bucles y rizos y tirabuzones.

-Está bien… era una tontería. Olvida lo que he dicho.

-Eso no cambia nada de lo que siento por ti, C*. De verdad – Me besó muy tiernamente el pecho, provocándome unas cosquillas deliciosas, arrancándome la sonrisa.

-Lo sé, lo sé… - yo me recosté sobre la almohada, y ambos nos quedamos en silencio, en mitad de la noche, sumidos en la oscuridad, dejando que la quietud fuese poco a poco apoderándose de nosotros. Yo no conseguí dormir, y creo que ella se dio cuenta, porque escuché su voz en un susurro.

-¿En qué piensas?

-En nada en particular. Recordaba aquel día en mi casa, cuando me explicaste lo del infinito y el sol…

-El analema… sí… - se incorporó un poco, mirándome.

-Pensaba en que quisiera ver esa línea en el cielo, contigo. Un año entero, los dos, y que el sol trace sobre nosotros su sendero infinito.

Se quedó callada, mientras yo sonreía para mí, satisfecho de mi tosca y pueril poesía. Los dos respiramos pesadamente, y creí que se había quedado dormida.

-¿Conoces la paradoja del infinito, C*? – la pregunta me cogió totalmente de sorpresa, y di un pequeño respingo.

-¿Qué? – negué con la cabeza, aunque era consciente de que ella no me veía - No, la verdad es que no.

-Pues aunque te parezca contraintuitivo, existen infinitos mayores que otros infinitos – hablaba lentamente, entre susurros, un murmullo calmado pero firme.

-¿Cómo puede ser? Infinito es eso, infinito. No tiene límites… - respondí.

-Por eso es una paradoja, bobo… - Volvió a incorporarse un poco, apoyando la cabeza en mi pecho - Te voy a poner un ejemplo. Los números pares son infinitos, ¿verdad?

-Claro. Y lo impares, y los primos, y los que acaban en cero… - recité, como una salmodia. No era muy aficionado a las matemáticas.

-Pero entonces parece lógico pensar que la suma de todos esos infinitos ha de ser mayor que los infinitos por separado, ¿no crees? – Me acarició el estómago, jugueteando en mi ombligo - Si los números pares son infinitos, y los impares también, el infinito de los números naturales ha de ser el doble.

-Dicho así… - yo no estaba muy convencido, pero le seguí la corriente.

-En realidad no, no es así, porque en realidad son del mismo tamaño – Tamborileó con sus dedos en mi vientre -. Si escribieras en una columna todos los números del uno al infinito, uno, dos, tres, cuatro, y en otra al lado todos los números pares, dos, cuatro, seis, ocho, en realidad todos estarían emparejados. El uno con el dos, el dos con el cuatro, el tres con el seis, así sucesivamente. Por tanto, ambos conjuntos de números tienen el mismo tamaño.

-Creo que es muy tarde para estos conceptos tan abstractos… - Mis dedos cosquillearon la piel desnuda entre sus omoplatos.

-Estoy intentando explicarte algo. Porque en realidad, sí que hay infinitos más grandes que otros.

-Pero si me acabas de decir… - quizá soné un poco impaciente.

-Sssh… - me chistó muy bajito – Piensa ahora en la columna de números naturales. Uno, dos, tres, cuatro…

-Sí… - afirmé, algo desconcertado.

-Y ahora por una columna al lado con los números reales. Uno, uno coma cero cero cero uno, uno coma cero cero cero dos..

-¿Y bien?

-Que es imposible emparejarlas porque entre el uno y el dos hay un número infinito de fracciones. Es decir, que entre cada número natural en la secuencia hasta el infinito hay otro infinito de números reales, igualmente infinitos. No hay cardinalidad posible entre los conjuntos, y por tanto hay un infinito infinitamente compuesto de infinitos, que ha de ser, por fuerza, mayor que el infinito que conforman sus partes.

-Me he perdido. ¿En serio me estás hablando de matemáticas a las dos de la madrugada? – le recriminé. De hecho, no me habría gustado hablar de matemáticas a ninguna hora del día.

-Es todo mucho más complicado, pero lo explico así para que entiendas mi forma de ver los infinitos universos paralelos.

-¿Universos paralelos? – bufé, abrumado.

-¿Te suena la teoría? Es algo así como que todos los universos posibles están sucediendo a la vez, pero que nuestras elecciones son las que colapsan el espacio de fase y en cierto modo fuerzan a que nuestra realidad sea una en concreto, en cada momento, de entre todas las realidades posibles. Tiene que ver con el principio de incertidumbre y la mecánica cuántica, a escala macroscópica.

-¿De verdad, Míriam? ¿Física? – Resoplé – Te recuerdo que soy de letras…

-No es física, es metafísica, es filosofía… - Me dio un corto beso en el pecho - Porque si eso es cierto, quiere decir que existen infinitos universos en los que las elecciones fueron diferentes, en los que la realidad es distinta de forma sutil, o puede que forma radical. Hay universos en los que Colón no descubrió América, donde tú y yo no nos conocemos, donde Hitler ganó la Segunda Guerra Mundial, donde los homínidos no consiguieron evolucionar hasta convertirse en homo sapiens, donde los dinosaurios no se extinguieron… ¿me sigues?

-Ah, sí, ahora sí. Te refieres a las ucronías.

-Eso es, más o menos. Infinitas ucronías. Infinitas, ¿entiendes? – Alzó un poco la cabeza, enfatizando sus palabras - Para cada una de ellas, el resto de posibilidades, el resto de realidades son eso, cosas que nunca sucedieron. Nosotros mismos, aquí, ahora, somos la ucronía de una infinidad de realidades diferentes a la nuestra.

-Sí. Creo. Pero por si acaso, explícamelo… - seguí rascando su espalda muy suavemente.

-Si existen infinitas posibilidades, infinitas, quiere decir que todo, hasta lo más improbable, hasta lo inimaginable, ha ocurrido. Pero no una vez, sino infinitas veces. Por ejemplo, hay una posibilidad entre un millón de que te toque la lotería, pero si juegas infinitos sorteos, tu número saldrá…

-Ummmm… infinitas veces. Como todos los demás, claro - me sentí muy satisfecho conmigo mismo al ser capaz de seguir su peculiar razonamiento.

-Eso es… - me premió con otro par de besos, suaves como aleteos de mariposa, muy cerca del cuello – Por hablar de forma metafórica, será un infinito un millón de veces menor que el infinito en el que no te toca la lotería, pero infinito al fin y al cabo.

-¿Te puedo preguntar a dónde quieres llegar con todo esto? Porque verás, es una conversación bastante extraña, si te soy sincero… - No comprendía nada.

-Pienso en ti y en mí, C*. En lo que sentimos. En el infinito número de universos en los que tú y yo hemos coincidido, el infinito número de universos en los que sentimos lo que sentimos el uno por el otro…

Se estiró, y nos besamos en los labios, en la boca, de una forma tierna y casi delicada. Ella dejó caer la cabeza en la almohada, a mi lado.

-Si lo piensas, sumados esos sentimientos resulta que mi amor por ti resulta infinito. Es una idea romántica – le dije, volviéndome hacia ella y besándola de nuevo.

-Claro que sí, bobo… - me devolvió el beso, y de forma repentina se puso muy seria, mirándome fijamente a los ojos en la penumbra, sus pupilas dos brasas encendidas - Pero también pienso en el infinito número de universos en los que tú y yo nos detestamos, C*. En los infinitos caminos que desembocan, de forma inevitable, en que tú y yo nos odiemos para siempre.

Me quedé boquiabierto, y dudé un momento antes de contestar, incrédulo y casi ofendido.

-¿Pero por qué demonios piensas en eso?

Ella se giró, quedando boca arriba en la cama, la cara vuelta hacia el techo. No me respondió inmediatamente, sino que lanzó un hondo suspiro, y cuando me habló su voz parecía un poco más rota, un poco menos segura, un poco más atenazada por la congoja.

-Porque no sé que infinito es más grande, C*. No sé si es mayor el infinito en que me amas o el infinito en que acabas, de una forma u otra, aborreciéndome.

*

Durante otros tres meses, las cosas continuaron así, donde las dejamos, yo viajando a Barcelona y ella haciéndome fugaces visitas a Zaragoza, fines de semana en los que tratábamos de desquitarnos a base de sexo, charlas intrascendentes y un mal disimulado empeño por no sacar el tema, como si bastase no pensar en osos blancos para extinguirlos.

La tienda iba bastante bien, he de reconocerlo, gracias al empeño de David, Marcos y Zaida, que consiguieron capear el temporal de mis ausencias. No quiere decir que no trabajara, ni mucho menos, porque intentaba compensar la nostalgia metiendo un montón de horas, centrándome siempre que podía en el negocio para evitar pensar en otras cosas. Pero no es menos cierto que me despreocupaba demasiado cuando me iba, delegando de forma impropia y desatendiendo con frecuencia exasperante mis obligaciones.

Gracias a Dios mis empleados fueron siempre mucho más leales y eficientes que yo.

Ese mediodía había hablado con Olga por teléfono, como hacia cada dos o tres días. Le puse al corriente de los achaques imaginarios de nuestra madre, de las últimas ocurrencias de nuestro padre, parloteamos durante diez minutos sobre la actualidad, y entonces ella me dijo una cosa que me dejó pensativo.

-Oye, C*, por cierto, tú sigues con Míriam, ¿no?

-Sí, claro. ¿Por qué?

-No, no, por nada… - se hizo un momentáneo silencio – Una cosa, cuando vengas a casa me tienes que traer…

La conversación siguió por otros derroteros más mundanos, pero no dejé de dar vueltas a aquella pregunta durante toda la tarde, en la tienda, sin conseguir quitármelo del todo de la cabeza. Pero a veces la realidad conspira en tu favor, o al menos no del todo en tu contra. Un chaval cruzó la puerta del local, a media tarde. Era algo más alto que yo, delgado pero ancho de espaldas, la cara redonda, los ojos oscuros, el pelo rapado y una barbita rala bien perfilada que lucía genial con su sonrisa insolente de suficiencia con la que entró, como si el negocio fuese suyo.

-¡Buenas tardes!

Yo era la primera vez que le veía, pero por la forma desganada con la que respondieron Marcos y David, adiviné que sus visitas era habituales y solo mis repetidas ausencias me habían privado del placer de su compañía. Me lo confirmó la forma algo chulesca con la que se acercó al mostrador de Zaida, que se giró al escucharle con la carita iluminada.

-¡Cieloooo! – exclamó, conteniendo apenas su emoción.

-Hola negrita… - para mi espanto, el chico entró detrás del mostrador, y agarró a Zaida por su cintura breve, dándole un beso.

-Te he dicho que no me gusta que me llames eso… - protestó en voz muy baja mi empleada, pero para entonces eran el centro de mi atención, y lo escuché perfectamente. Yo me levanté, aclarándome la garganta, y me acerqué con una sonrisa de circunstancias.

-Perdona, ¿y tú eres? – Me detuve frente a él.

El chico me miró de arriba abajo, todavía agarrando a Zaida, que se sacudió para desasirse y no ofrecer una imagen del todo descarada, la mirada fija en el suelo y una expresión culpable en el rostro.

-Soy Santi, el novio de Zaida. ¿Y tú? – Lo dijo como si su nombre fuese de público conocimiento.

No suelo ofrecer una estampa demasiado intimidante, la verdad, con mi mediana estatura y mi complexión algo enjuta, pero aquel gallito me estaba tocando las pelotas e mi propia tienda, lo cual para mí equivalía a escupir el suelo de mi salón. No es que fuera a hacer mucho, claro, porque tengo menos peligro que el pescado blanco, pero sí que le sostuve la mirada sin dejar de sonreír con condescendencia.

-Soy C*. El jefe de Zaida. Ya sabes, el dueño de… - señalé todo alrededor con un contenido gesto de mi dedo índice - … la tienda.

Al menos me llevé el triunfo de su desconcierto, porque me miró, miró a David, a Zaida, y luego Francisco el ceño.

-Anda… yo creía que era David el jefe - comentó, perplejo.

-Creías mal. Si no te importa… - señalé el otro lado del mostrador – Esta zona es solo para empleados.

-Ya, claro, sí. Lo siento – No parecía sentirlo, la verdad, pero igualmente salió de detrás del mostrador y se apoyó en él como en la barra de un bar. Solo le faltaba pedir una cerveza y unas patatas fritas. Yo regresé a mi sitio, y me puse a teclear, fingiendo que todo era normal.

Santi y Zaida comenzaron a hablar en voz baja, cuchicheando, compartiendo carantoñas. No era mi intención ser indiscreto, ni mucho menos, pero la irrupción de aquel macarrilla del tres al cuarto, con esos aires y esa chulería, me había causado un malestar casi físico. Así que me puse a embrollar y pulsar en el ordenador, sin hacer nada concreto, y a escuchar cómo el imbécil, tras unos momentos de acaramelamiento y cucamonas, le recriminaba a Zaida el no haberle cogido el teléfono la noche anterior. Discutieron un poco, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, el le doró la píldora, amagó con irse, y cuando ella se deshizo en perdones y disculpas él la trató con inflexible displicencia.

Era estomagante.

Así estuvieron, un toma y daca algo humillante por largo rato, antes de que el fanfarrón diese su brazo a torcer y le devolviese los besos y los gestos de cariño. Se comieron la boca unos minutos, pero al final la llegada de un par de clientes obligaron a Zaida a abandonar a su novio.

-Adiós, negrita… - se despidió Santi, riéndose cuando Zaida le devolvió una exclamación de desagrado, y nos hizo un gesto de despedida – ¡Hasta luego!

Cerró tras de sí, y esperé a que los clientes hubiesen sido atendidos, antes de llamar la atención de Zaida, y llevármela a un aparte, para evitar que Marcos y David me oyeran.

-Dígame… - me espetó, con el rostro cubierto de rubor y los ojos brillantes.

-Escúchame, Zaida… - Hablé en voz baja, muy calmado, sin querer sonar a reprimenda, pero en un tono firme - Si no te importa, me gustaría que lo de esta tarde no se volviera a repetir.

-Ay… - se lamentó la venezolana, retorciéndose las manos, nerviosa, pero me respondió con seriedad, en el mismo tono mesurado que empleaba con los clientes – Lo entiendo. Yo lo siento mucho, de verdad…

-No es cuestión de que lo sientas o no. No estoy enfadado… - le tranquilicé, y ella suspiró, con alivio – Pero por un mínimo de decoro, te agradecería que si tienes que verte con tu novio lo hagas fuera de la tienda, por favor.

-Por supuesto, por supuesto… Le pido perdón, le prometo que no volverá a pasar… - a pesar de todo su temple, parecía a punto de ponerse a llorar, y yo traté de tranquilizarla, poniendo una mano en su hombro y apretando afectuosamente.

-Está bien, Zaida, no ocurre nada. Estás haciendo un trabajo increíble. Tranquila.

-Ay… - me miró, compungida, con el labio inferior temblando un poco con la emoción contenida -¿Lo dice de verdad? ¿No está enojado?

-No, no lo estoy – Un cliente entró en la tienda, y le señalé con la cabeza -. Anda, a trabajar…

Me sonrió, más serena, y vi cómo se alejaba con ese cimbreo de junco en la tormenta.

*

-Se trata de una exposición conjunta en el edificio de la fundación, Olga.

-¿Ah sí? Suena fascinante… - mi sarcasmómetro arrojaba lecturas nunca vistas, a la vez que mi hermana bebía su infusión de rooibos, sentada en el sofá sobre sus piernas cruzadas.

-Ni que fuera la primera vez que vamos a una exposición de Míriam… - argumenté.

-Si no es por la exposición, C*, es porque tengo planes. No querrás que deje todo colgado por acompañarte…

Al final conseguí convencerla, a ella y a su pandilla, de ir hasta el centro a ver la exposición conjunta que había organizado una fundación bancaria para la promoción de nuevos talentos, la difusión de la cultura y la desgravación de impuestos. Planeamos toda una velada, acudir a la sala de exhibiciones, ir a cenar a un restaurante árabe y después salir a tomar unas copas tranquilas para celebrar el éxito de la muestra.

Me quedé alucinado cuando llegamos a lugar de la exposición, en pleno centro de la ciudad, cerca de la gran Plaza de España y junto a todos los grandes museos y auditorios de Barcelona, a los pies del Montjuïc, una de las colinas que dominaba el paisaje urbano. El centro de exposiciones era una antigua fábrica modernista, toda en ladrillo visto, vidriera y forja. Era un conjunto de grandes edificios de aspecto curioso, con un vistoso remate en lo alto de la fachada que recordaba vagamente a unas almenas, y una torre en una de las esquinas, una atalaya que parecía custodiar las vastas construcciones conectadas por amplias calles, formando un cúmulo que hablaba del esplendor industrial de la Barcelona de principios de siglo. Sobrecogía la magnitud de aquellas altas naves, sus grandes ventanales, sus formas sólidas, rectilíneas, que se extendían en horizontal como el cuerpo tumbado de un anciano gigante de arcilla roja, acero y cristal.

Y allí, en aquel gargantúa cultural, iba a exponer mi novia.

Cierto, era una muestra de jóvenes talentos, alrededor de una veintena de artistas de distintas disciplinas, y allí se mezclaban videoarte, fotografía, pintura, escultura, qué sé yo cuántas obras y nombres. Pero allí estaba ella, allí, en el flyer y el catálogo y el cartel y era algo que, de una forma puede que ingenua, me llenaba de orgullo.

Por lo que Míriam me había contado, Oriol, el fotógrafo y ella habían colaborado en una serie de obras conjuntas, ella al óleo y el lienzo y él a las lentes y la luz, precisamente para esta muestra. Con todo el jaleo de prepararlo todo, apenas habíamos podido vernos desde que había llegado a Barcelona un par de días atrás, y me encontraba emocionado como un niño la mañana del día de los Reyes Magos.

Entramos en una de las grandes naves, camuflados entre un buen número de gente, charlando y admirando el gran espacio diáfano, luminoso e impresionante, contemplando las altas paredes blancas, las vigas de acero que cruzaban el techo como una telaraña diseñada a escuadra y cartabón, los suelos que devolvían el eco de nuestros pasos. Y por fin, tras unas puertas de gran tamaño, flanqueadas por los carteles de la exposición, llegamos al salón de exhibiciones y buscamos con la vista el nombre, la obra, de Míriam.

Y la encontramos, vaya que sí.

Decir que me quedé patidifuso es decir poco, sinceramente. Creo que enrojecí hasta la raíz de mis cabellos, porque de repente noté un calor abrasador en la cara, al ver los tres cuadros de Míriam y el conjunto de fotografías de Oriol. Y no piensen que soy un carcamal, que mi mente es cerrada o que soy un intolerante, pero aquello, así, de sopetón, fue como un puñetazo en la mandíbula.

Y no es que no fueran buenos cuadros, no me malinterpreten. El estudio de sus volúmenes, su color, su trazo, me perecieron excelentes, aunque nunca haya sido un especial admirador de los desnudos masculinos. Y qué decir de las fotografías de Oriol, claro. Llamaban poderosamente la atención su arriesgado escorzo, su claroscuro, su composición. Y ahí sí que me confieso rendido admirador del desnudo femenino. Especialmente de ese desnudo en concreto.

El de Míriam.

Me sentí violento, lo admito. No pude dejar de mirar a los amigos de mi hermana, que contemplaban absortos las fotografías, ni a las decenas de otras personas que recorrían su piel desnuda. Tampoco pude dejar de ver sus cuadros, que reflejaban la imagen de un hombre desnudo, con barba, melena, y un cuerpo que no se parecía en nada al mío. Mi hermana se me acercó.

-¿Estás bien?

-Perfectamente – respondí, sin dejar de mirar las obras.

-Pues nadie lo diría, porque parece que te has tragado un sapo.

-Hay que reconocer que estoy un poco impactado… - dije entre dientes, para que solo lo escuchásemos Olga y yo.

-¿Es que no sabías lo que te ibas a encontrar? – me preguntó, con la misma prudente discreción.

Negué con la cabeza, manteniendo la serenidad, como si aquello fuese lo más natural del mundo, y no me estuviese afectando en absoluto.

-Son sólo unos cuadros y unas fotos, C*… - dijo mi hermana, quitándole hierro.

-Lo sé – respondí, con una sonrisa. Aunque por dentro pensaba que todo se podía relativizar de la misma manera, y la cicuta es solo una planta, dolor es solo una palabra de cinco letras y un millón de euros en billetes es solo un montoncito de papel y tinta.

Intenté por todos los medios que no se me notara, pero creo que Miriam se dio cuenta desde el primer segundo que algo no marchaba bien en mi cabeza, cuando al fin se reunió con nosotros y todos la felicitamos con entusiasmo. Nos explicó un montón de detalles, técnicos y anecdóticos, acerca de sus lienzos, de las fotografías, y a pesar de que compuse mi mejor cara, ni los escuché ni soy capaz de recordarlos, absorto como estaba en mi hirviente mundo interior.

-Estás enfadado – me espetó, en el taxi de regreso a casa.

Habíamos cenado, bebido, hablado, reído, inmersos en la algarabía del grupo de amigos, sin la posibilidad de tener un momento a solas. No es que lo rehuyéramos, ni mucho menos, sencillamente preferí distraerme y refugiarme en la pandilla, porque tampoco estaba muy seguro de qué decir o cómo reaccionar.

-No, no lo estoy – dije, sin volverme, mirando por la ventanilla.

-Mientes fatal, C*… sé que estás molesto porque tienes las orejas rojas… - Había bebido un vodka con naranja más de los recomendables, y sin estar borracha, tampoco le habría puesto al volante de un coche o a realizar labores de precisión.

-Pues ahora que lo dices… - me giré, enfrentándome a su mirada levemente turbia y a un sonrisa de labios húmedos – Me he sorprendido un poco al ver las fotos y los cuadros.

-¿Sorprendido? ¿Por qué? – su sonrisa se petrificó un poco en el rostro, y su mirada se endureció.

-¿Tú qué crees? – bufé, y volví el rostro de nuevo hacia la ventanilla, notando el calor en mis mejillas y sí, también en mis orejas.

-¿En serio, C*? ¿Estás enfadado por lo que me imagino que estás enfadado?

-No estoy enfadado. Solo un poco molesto – Le hablé a mi reflejo sobre el cristal.

-“Un poco molesto”. Claro que sí. ¿Y qué te molesta, exactamente? ¿Que haya posado desnuda?

-No. Pero no sé, podrías haberme consultado, o haberme avisado al menos… - Me volví hacia ella, que miraba al frente, murmurando para sí.

-¿Consultado? – abrió los ojos desmesuradamente, y giró la cabeza hacia mí muy despacio, con el ceño fruncido, y me respondió casi gritando -. ¿Pero tú quién demonios te crees que eres? ¿Mi dueño? No creo que tenga que consultarte una mierda…

-¿Y avisarme tampoco? – repliqué, alzando yo también la voz.

-Ah, que tendría que haberte avisado. ¿Avisado de qué?

-De lo que nos íbamos a encontrar… - respondí con un gruñido ronco.

-Ah… entonces ése es el problema, ¿no? ¿Qué es lo que te jode tanto, C*? ¿Que pose desnuda, o que me hayan visto tu hermana y tus amigos? - Me quedé callado, sin responder, y ella prosiguió su ataque - ¿Es que tu orgullo de machito se ha ofendido?

-¿Mi orgullo de machito? – repetí.

-Sí – afirmó, mientras se recolocaba en el asiento, muy seria - Mira, soy una mujer adulta, que no tiene por qué darte explicaciones ni justificarme, ¿vale? Si te ha molestado, lo siento mucho, pero entiende que es una decisión que yo he tomado, y no tienes derecho a decirme lo que me has dicho. No soy tu posesión ni tengo por qué pedirte permiso

-¿Quién es el modelo de tus cuadros, Míriam? – ignoré sus picotazos, y realicé la pregunta con un tono de voz algo más tibio, ante la curiosidad del taxista que nos miraba por el retrovisor interior.

Al parecer la cogí un poco de sorpresa, porque se calló de repente, cerrando la boca, arrugando la frente.

-¿Cómo?

-El chico de los cuadros. ¿Quién es?

Se echó a reír, aunque no de alegría, sino que fueron unas carcajadas cínicas, llenas de incredulidad.

-¿Ahora me vas a montar un numerito de celos? ¿Porque haya retratado a un hombre desnudo? ¿Te das cuenta de que he pintado puede que cien cuadros de desnudos, C*? ¿O doscientos? Madre mía, eres… eres… - no fue capaz de completar la frase, pero pueden imaginar todos lo que pensaba.

-Solo quiero saber quién es. Solo eso – Me mantuve frío, calmado, intentando aparentar más serenidad de la que sentía.

-¿De verdad es tan importante? – replicó con un tono amargo.

-Solo dime si es Oriol. Nada más, Míriam. ¿Es Oriol? – La pregunta llevaba la suspicacia prendida como un vaho pestilente.

-Dios mío… No me puedo creer que me organices esta escenita precisamente hoy. Precisamente hoy – Suspiró, fastidiada, enfatizando las últimas palabras.

-No me has contestado –susurré, aunque ya sospechaba la respuesta.

Ella giró la cabeza, mirando por su ventanilla, y no dijimos una palabra más hasta que el taxi llegó a casa de mi hermana, bajé y pagué la carrera. Míriam no hizo amago de apearse, sino que me miró con los ojos inyectados de reproche y brillantes de rencor desde el asiento trasero, antes de mascullar una dirección al conductor.

-Prefiero ir a dormir a casa está noche, C* - me dijo, visiblemente irritada – Mañana hablamos con más calma, ¿de acuerdo?

-Como quieras – No tenía otra elección, y nos despedimos con un beso huidizo, flojo, desganado.

No hablamos al día siguiente, ni al otro, porque me fui a Zaragoza en el primer tren para el que pude conseguir billete.

*

¿Qué es ese ruido? ¿Lo han oído?

¿Es una llave en la cerradura? ¿Son voces? No sé ni cuanto llevo aquí, y mis piernas están hormigueando una barbaridad, necesito ir al baño pero…

No, no era nada.

Aquí huele fatal, una mezcla de aceite, pigmento, trementina, suciedad y madera. Si no les importa, les seguiré contando. Me hacen compañía, mientras espero. Enseguida les explico qué hago aquí. Verán cómo sigue la historia…

(Continuará)