Mecánicas celestes (4). El reloj de arena
Descubro poco a poco el mundo de Miriam
-Hombre, Martín, no me puedes hacer esto…
Lo dije en broma solo a medias, porque honestamente me fastidiaba muchísimo que mi gestor hubiese decidido jubilarse, justo cuando estaba a punto de emprender una inversión como la que había decidido. Este hombre llevaba quince años llevando las cuentas de la tienda, encargándose del papeleo, gestionando nóminas, impuestos, permisos, licencias, sin un error, sin un fallo, sin un pero, y había terminado por considerarle mi seguro de vida, mi consejero. Porque se lo aseguro, si tienen un negocio en España, lo primero que necesitan es un buen asesor fiscal, un guía avezado capaz de zafarse en este infierno de tributación, burocracia y cláusulas y anexos y legislaciones cambiantes. Si encuentran uno, no le dejen escapar.
Pueden imaginar por tanto de mi algo fúnebre estado de ánimo cuando brindé con Martín, en el bar donde nos había reunido a todos sus clientes más cercanos para darnos la noticia e invitarnos a unas botellas de cava. A mí ni siquiera me gustaba ese brebaje espumoso y ácido, y no hacía más que pasar frente a mis ojos la engorrosa búsqueda de una asesoría nueva, el interminable lío de papeles y llamadas y visitas para al final, encontrarme con que me faltaba tal impreso o cual papelote, por lo que tendría que raer un poco más mi presupuesto para pagar el recargo y los intereses, precisamente cuando más necesitaba liquidez.
-Hombre, yo creo que me lo he ganado, C*- me dijo Martín, tras su bigote entrecano y sus gruesas lentes.
-Claro, hombre, faltaría más. Pero la pregunta es: ¿Ahora qué hago yo? – dije, sonriendo con un humor desabrido, posando la bebida en la barra.
-Mis clientes los va a llevar una chica nueva que hemos contratado. No tienes nada de qué preocuparte – Me apretó el hombro, con familiaridad.
-¿Cómo nueva? No me digas… ¿No se puede encargar alguien de tu confianza?
-No pongas esa cara, vinagres, que eres un vinagres. Ven pasado mañana, te la presento, y a ver qué opinas. Lleva con nosotros cinco meses, y estamos encantados con ella.
Suspiré, resignado, y asentí consiguiendo sonreír. Tampoco era el fin del mundo, y si venía recomendada por Martín, solo quedaba tener fe en su perspicacia.
Hubo brindis, muchas anécdotas, y al final todos le dimos un buen abrazo, que le conmovió, y le deseamos lo mejor en la aburrida, cansina y vacía vida del jubilado, sin experimentar ese júbilo glorioso del despertador, la maravillosa tensión del trabajo diario, y el gozo de pasar las horas agobiado por cien millones de problemas. ¡Cuánto nos envidiaba, podía verse en su cara!
El viernes me acerqué a su oficina, en el primer piso de un elegante edificio de oficinas a unos diez minutos andando desde la tienda. Era una calle muy céntrica, con bastante actividad, y si me basaba en el precio que pagaba yo de renta en mi local, peor situado, imaginé que le alquiler de Martín y sus socios debía de suponer una cifra bastante elevada. Les iba bien, y crucé los dedos para que sus sucesores continuasen con sus buenas prácticas.
Martín me recibió con un afectuoso saludo, incluso se diría que efusivo, y me hizo pasar a la sala de reuniones de la asesoría, en la que esperaba la nueva encargada de mis facturas, mis impuestos, mis empleados, mi presente y mi futuro. Entré en la espaciosa estancia enmoquetada en gris, amueblada de forma funcional pero elegante, dejándome conducir hasta la cabecera de la gran mesa, donde ya estaba sentada la mujer que cogería las riendas de mi bienestar económico a partir de entonces.
-C, te presento a Selma. Selma, éste es C, de la tienda de informática. – Martín ejerció de maestro de ceremonias, antes de la que ambos tomáramos asiento.
-Tanto gusto, señor #### - Selma se levantó y me saludó, muy formal.
Llevaba un sobrio traje de chaqueta y pantalón color gris perla, sobrio, conjuntado con una blusa de tono malva que le sentaba estupendamente a su figura rellenita pero armoniosa. Tenía una cara linda, agradable, engalanada con una sonrisa sincera y afable. Me llamaron la atención sus grandes ojos oscuros y brillantes, muy expresivos, y su graciosa nariz chatita y ancha, que le daba un aire simpático y casi infantil a su rostro ovalado y moreno, enmarcado por una corta melena de pelo ondulado, casi negro, cuyos bucles le conferían un cierto desenfado que, sin llegar a ser casual, restaba algo de adusta severidad su aspecto.
En cuanto comenzamos a hablar noté un sutil acento melodioso, atlántico, que resultaba acorde a su voz aguda y agradable. Se expresaba además de forma cordial y paciente, lo cual ayudó a que su monólogo de una hora acerca de papeleo, de legislación laboral, de inversiones, de burocracia y contabilidad se pasase de forma distendida. No pude evitar fijarme en que cuando sonreía, que era a menudo, sus ojos se entrecerraban en una risueña y contagiosa expresión.
Burla burlando, se hicieron las once, así que me atreví a sugerir un receso.
-¿Tomáis un café? Tanto derecho tributario me marea un poco… - comenté, atribulado ante tantos datos y explicaciones.
-Yo no, lo siento. Tengo una reunión ahora mismo. ¿Selma? – Martín miró su reloj, y luego sus papeles, para dirigirse a la nueva asesora.
-De acuerdo, sí. Me vendría bien un descanso… - respondió la aludida, mirando a su jefe, que asintió con indulgencia.
-El cliente siempre tiene la razón. ¿Nos vemos aquí en, digamos, media hora, tres cuartos? – aventuró mi ya prácticamente ex-asesor, mientras nos levantábamos. Los dos afirmamos con la cabeza, y acudimos paseando a una cafetería bastante conocida de la ciudad. Cortés, abrí la puerta y dejé pasar primero a Selma, y debo admitir que a pesar de que su figura pasaba desapercibida con el traje, cuando entré tras ella no pude más que admirar su generosa retaguardia, sutilmente acentuada por los tacones y el favorecedor corte del pantalón.
Sé lo que están pesando, pero ¿qué quieren que les diga? Soy humano.
Me pareció lo más correcto invitarla al café, porque en algunas cosas soy chapado a la antigua. Nos sentamos en una mesa, cerca de los grandes ventanales abiertos a la calle Alfonso, y al principio con una rígida timidez y formalidad, empezamos a conversar.
-¿Y de dónde es usted, Selma? Porque no he podido evitar fijarme en que su acento no es de aquí. – Comencé, perdiéndome un poco en sus ojos oscuros de larguísimas y tupidas pestañas.
-No, señor ####, soy mexicana… - sonrió, rasgando un poco más sus ojos almendrados al sonreír – Pero llevo ya seis años en España.
-Vaya… Mexicana… ¿Y cómo termina una mexicana de asesora fiscal en Zaragoza? – dije, removiendo el café, sin ahorrarme una sonrisa – Y por favor, Selma, si no te importa, vamos a tutearnos. Lo de señor #### solo me lo llaman los comerciales y proveedores…
Se rio con una risa bajita, muy educada,
-De acuerdo, C*. Respondiendo a tu pregunta, te diré que estoy en España por amor. Mi marido trabaja en una multinacional, y le surgió la oportunidad de un ascenso condicionado a un traslado a España. Así que después de pensarlo mucho, pues la familia entera nos mudamos aquí.
-¿Y ha sido fácil, la adaptación? Nuevo país, nueva vida, nuevo trabajo…
-No fue fácil, desde luego que no.– respondió sin dejar de sonreír con sus labios carnosos, de un rosado muy muy leve, mientras agarraba la tasa con ambas manos, como para calentarlas ante el fresco del otoño – Yo tuve que convalidar mis estudios, y hacer un curso de dos años en la Cámara de Comercio. Y los niños, pues imagínese… quiero decir, imagínate… – se corrigió, ruborizándose un poco, una reacción que me pareció encantadora.
-Claro, me has dicho la familia entera. ¿Cuántos niños tienes? – pregunté, dando un sorbo y frunciendo el ceño al notar la temperatura del café, capaz de fundir el acero, que me había escaldado la lengua.
-Dos, un niño y una niña, Jorge e Itzel. ¿Tú estás casado? ¿Tienes hijos?
-No, no… - negué con la cabeza, y me hallé en un pequeño atolladero. ¿Cómo podía explicar mi situación sentimental? ¿Cómo la etiquetaría? – Tengo pareja pero estamos… empezando. No es algo muy formal todavía. Es complicado…
-Entiendo… - me contestó, sin dejar de sonreír, y seguimos charlando durante la media hora del café, sobre los temas más triviales, con una cortesía exquisita por su parte. Me preguntó por la tienda, por mis estudios, por mi vida en Zaragoza. Yo le pregunté acerca de los contrastes entre México y España, ambos lados del charco.
-Yo adoro mi país, en serio que sí, pero me entristece la desigualdad, la inseguridad, la pobreza que existe en un país tan rico. Por eso quisimos también venir a Europa. Pero esperamos que la situación cambie. A los dos nos gustaría regresar - me dijo, seria por primera vez, con los ojos algo tristes. Yo asentí, comprensivo.
-Es natural, uno deja atrás tantas cosas…
-Claro. -Bebió un trago de su café, y torció la boca en una mueca de divertido desagrado – Esto, por ejemplo, es algo que añoro de mi país. Acá en España tienen un café horrible.
Los dos nos echamos a reír, porque tenía mucha razón.
-¿Qué más te fastidia de los españoles? – le pregunté, afable, y Selma se quedó pensativa, en silencio unos momentos
-Espero que no te enojes, pero los encuentro un poco rudos. Hablan alto, maldicen a cada paso, y son en general groseros. Nunca dicen “gracias”, ni “por favor”.- Me miró, y me guiñó un ojo como quitándole hierro. Yo puse expresión culpable, y levanté la mano derecha.
-Me declaro culpable, señoría.
-Ah no, tú no, C***. Tú eres muy considerado… - me dijo, riéndose de nuevo.
-Sé que lo dices porque no me quieres perder como cliente, pero gracias de todos modos, Selma. – Y le mostré mi mejor carita de perro apaleado.
-Ay, no seas así… - ahora sí se carcajeó más abiertamente, y sus ojos se entrecerraron – Si lo llego a saber no te digo nada…
Miró su reloj de pulsera.
-¿Te parece si regresamos? – Yo asentí, y durante otras dos horas nos ocupó un largo, tedioso y necesario proceso de repaso de papeles y facturas y albaranes y desgravaciones y gabelas y alcabalas y permisos y licencias y seguridades sociales. Toda una fiesta para la mente.
-Y me dice que quiere hacer una inversión y contratar un empleado nuevo – Había vuelto al tratamiento formal, después del amistoso interludio - ¿Tiene el plan de negocio?
Se lo alargué, y lo estudiamos juntos aclarando algunos puntos, haciendo números, consultando cuentas y balances anuales.
-Todo parece correcto, entonces. Prepararemos un contrato temporal estándar para el nuevo empleado, que podría pasarse el lunes… - hojeó su agenda – A las seis por la oficina. ¿Está bien? El resto de la documentación puedo ir yo a recogerla la semana que viene, y así conozco la tienda. ¿Qué opina?
-Sin problema. Hablaré con ella y si estamos todos de acuerdo, pues que venga a las seis el lunes a firmar.
-Muy bien. – Nos levantamos, y nos dimos la mano con corrección - ¿En ese caso nos vemos dentro de unos días?
-Por supuesto. Espero tu llamada y nos vemos en la tienda. Hasta entonces, Selma.
*
A los tres nos encantaba aquel restaurante, y les puedo asegurar que contentar a Blanca, la mujer de Miro, era misión poco menos que imposible. Apenas le gustaba la carne, no toleraba la comida china, los figones tradicionales le olían a fritanga, la mitad de los bares le parecían vulgares o “de rancho”… Así que dentro del reducido abanico de opciones que podíamos escoger cada vez que quedábamos a comer, el japonés #### era la mejor de todas, sobre todo porque era silencioso, tranquilo y casi monacal, comparado con el habitual bullicio de los restaurantes de la ciudad, y me atrevería a decir del país entero.
En cambio allí todo era paz, música ambiental muy sutil, conversaciones en tono bajo, y una dedicación exclusiva a disfrutar de los olores, sabores y texturas de la gastronomía nipona, tan distinta a la nuestra. Un servidor, que es bien capaz de apretarse una cazuela de callos un día y los dos siguientes pasarlo con una lata de espárragos, no es que fuera un verdadero aficionado al sushi o las recetas japonesas, pero todo fuera por llevarme bien con Blanca, y poder quedar con Miro.
-Así que estás empezando con una chica de Barcelona… - Les había hablado de ello antes de comer, mientras tomábamos un aperitivo, pero el tema había decaído eclipsado por otros asuntos, para volver a resurgir, al parecer, tras haber dado cuenta de unos cuantos rollitos de arroz y pescado. Blanca lo comentó con un aire desapasionado, pero la forma en que pronunció “Barcelona” parecía dar a entender que le parecía normal que hubiese tenido que irme a trescientos kilómetros para encontrar una mujer que me aguantara.
Aquella arpía me detestaba, y lo disimulaba fatal.
-Sí, se llama Míriam… - respondí, intentando atrapar un trozo de atún rojo con los palillos, sin conseguirlo más que al tercer o cuarto intento. Por cierto, y al hilo de ello, les voy S confesar una cosa: encuentro que la comida japonesa me sabe igual si la como con tenedor. Había que decirlo.
-¿Y qué ha sido de aquella chica… la que trajiste a mi cumpleaños? – Miro comía con hambre, y yo que le conocía bien sabía que habría cambiado todo el pescadito y los fideos y las brochetitas teriyaki de aquel sitio por un buen plato de magras con tomate o una paletilla de ternasco.
-¿Helena? Lo.. Dejamos. Ya sabes. Cosas. – Me justifiqué, sin necesidad. Agua pasada no mueve molino.
-¿Cosas? – Blanca olió la sangre, y no pudo quedarse callada - ¿Cosas como una llamada de la Guardia Civil?
Hija de la grandísima puta.
-No. Cosas como que descubrí que en realidad era la hija de un narco y solo me quería por utilizar mi tienda para blanquear dinero… - metí el corte de atún en la boca y lo mastiqué despacio, dedicando a Blanca todo el veneno que fui capaz de juntar en la mirada.
-No me jodas… ¿de verdad? – Miro había detenido el trayecto de sus palillos en el aire, atónito, mirándome con los ojos como platos.
-Miro… - Blanca suspiró, poniendo los ojos en blanco, antes de beber un sorbo de su copa de vino blanco.
-Joder, es que lo dice así tan serio… - Miro enrojeció violentamente, y dio buena cuenta de un par de trozos de sashimi, sumido en un silencio abochornado.
-En realidad llevábamos poco tiempo y… No sé… Supongo que no funcionó, hay cosas que no funcionan y ya está – Posé los pasillos y me recosté en la silla, sin ganas de profundizar en ello.
Blanca se colocó las gafas, que habían resbalado un poco por el puente de su nariz, y regalándome una amarga mueca despectiva me dirigió la palabra.
-La próxima vez te agradecería que no trajeras a casa a la primera chavalita – se notaba que quería decir “furcia”o “fulana” – que te lleves a la cama. Por favor.
-Tampoco es para tanto, ¿no? – intercedió Miro, mirándonos alternativamente, nervioso.
-Lo tendré en cuenta. Entonces os presentaré a Míriam en terreno neutral, si os parece bien – hice un esfuerzo por mantener la serenidad.
-Los dos agradecemos tu consideración, C* – Blanca seguía componiendo aquel rictus que para un observador casual podría parecer una sonrisa, pero no deja de ser cierto que existen una gran variedad de moluscos que parecen vaginas, y mi consejo es que no se los follen.
-Así que se llama Míriam. ¿Y a qué se dedica? – Miro ignoró la tensión de la mesa, prestando toda su atención a la bandeja de makis y tratando de reconducir la situación a su manera directa y sin dobleces.
-Es pintora… - repliqué, mientras el camarero traía unos grandes recipientes ovalados llenos de yakisobas y udon con verduras.
-¿Pintora? ¿Pintora de cuadros? – Preguntó mi amigo, cogiendo uno de los cuencos de pasta con avidez.
-¡Miro…! - su mujer le reconvino, sencillamente una mirada, y mi amigo dejó el cuenco en la mesa de nuevo sin tocar siquiera el contenido, esbozando una sonrisita apurada.
-Ahora sí que me tomas el pelo… - mi amigo se giró hacia mí, y yo no fui capaz de evitar que se me abriera la boca en una sonrisa.
-No, Miro. Es pintora de cuadros. Hace exposiciones, participa en concursos, pinta retratos por encargo…
-Vaya… - mi mejor amigo observó de reojo a su mujer, antes de coger otro maki tras comprobar que tenía su silencioso permiso – ¿Es famosa o algo así?
-No, me temo que no. Pero pinta bien... – Dije, sirviéndome unos largos fideos de arroz ante su rostro repleto de codicia contenida.
-¿Qué es lo que pinta bien? – Blanca picaba del surtido de sushi como un pajarito, dos o tres breves bocados, casi insignificantes - ¿Ella, o la relación?
-Ambas cosas, Blanca. – Respondí, sin mirarla apenas.
-¿Y qué tal va todo? ¿Lleváis mucho tiempo? – me cuestionó Miro, curioso y jovial.
-Un par de meses. Todo va genial. Ya sé, ya sé… – acallé con un gesto sus observaciones, que leí en sus ojos y sus caras – Pero de verdad que tengo un buen pálpito, esta vez…
-Dónde habré yo oído eso mismo… - Blanca sonrió de esa forma peculiar suya, curvando la boca hacia abajo.
Nos reímos los tres en voz baja, algunos con más humor que otros.
-Lo digo en serio. Tengo un buen presentimiento… - mostré mis dedos forzados, invocando la buena suerte.
-No quisiera gafarlo, C*, pero desde que te conozco has demostrado ser malísimo, pero malísimo de verdad, interpretando tus presentimientos y siguiendo tus impulsos… - Blanca se volvió a colocar las gafas, apartando sus crespos rizos negros de su frente con los dedos.
-En eso hay que reconocer que Blanca tiene razón, tío… - Terció Miro - Eres… ¿Cómo me dijiste aquella vez, cielo? ¡Ah, sí! “Emocionalmente daltónico”.
-Ay Dios… - suspiré ante la ocurrencia, y clavé mis mirada en los ojos negros de Blanca -¿De verdad dijiste eso?
-A los hechos me remito… - me replicó, haciendo un gesto de negación con la cabeza.
-¿Cómo se supone que debo tomarme eso? – fui consciente de que mi tono ácido traicionaba mi sonrisa conciliadora.
-No te ofendas, pero si te digo la verdad… - Miro pareció elegir con precaución las palabras – Estamos esperando a ver cuánto tardas en encontrar una forma original de pifiarla esta vez…
-Fantástico… - Me quedé boquiabierto un momento, y aunque sabía en mi fuero interno que sus reproches solo iban en serio a medias, terminé reaccionando con cierta picajosa hostilidad – Me siento tentado de aplaudir. Vuestra fe y comprensión resultan conmovedoras.
-Hombre, C*… - Blanca no pareció impresionada por mi actitud – Es que llevas sin tener una relación normal desde… Déjame pensar… ¿Desde nunca?
-¿Relación normal? ¿Qué quieres decir? – Fruncí el ceño, y elevé un poco en demasía el tono de mi voz.
-No tienes que tomártelo a mal… En fin, déjalo, no tiene importancia… - ella trató de recular, cogiendo un pedazo de salmón, pero yo estaba empezando a enfadarme con sus insinuaciones, sus aires, sus indirectas y su insidiosa costumbre de tocarme los cojones.
-No, Blanca, por favor, ilústrame… - Me crucé de brazos, y me arrellané en la silla, alzando una ceja - ¿Qué es una relación normal? ¿La vuestra, por ejemplo?
Ellos dos se miraron, un segundo, como si no se esperasen mi ataque.
-Por ejemplo, sí…
Aquello terminó por sacarme de mis casillas.
-¡No me jodas! ¡Si tienes a Miro tan domesticado que no se atreve ni a comer a gusto! – sacudí la cabeza, tratando de contener la ira - ¡Hace meses, o años, que ni sale con los amigos, que no viene al fútbol, que solo te separas de él para ir al baño! Pero si sólo te falta llevarle con una correa, hostias…
Estaba hablando muy alto, y me daba perfecta cuenta de que algunas mesas nos miraban sin excesivo recato. Pero había esperado que mis amigos se alegrasen por mí, por mi incipiente relación, y en cambio me había encontrado con aquella desagradable escena, por culpa de esa maldita Blanca, que parecía odiar la idea misma de que yo fuera mínimamente feliz.
-¿Qué estás diciendo? – Me encantó verla así, desconcertada, por una buena vez sin una réplica o un comentario sardónico.
-Lo que oyes, Blanca… - sonreí, con mi media sonrisa insolente – Tú no tienes marido, joder, tú tienes una mascota…
La fulminante reacción de Miro nos pilló tan de sorpresa a los dos que ambos nos sobresaltamos al unísono. Mi amigo había cogido la servilleta de su regazo y la arrojó con violencia contra la mesa, volcando una copa con cierto estrépito. Ese impulso viniendo de un tipo tan calmado y bonachón era tan inesperado como si hubiese estrellado la botella de vino contra el suelo.
-¿Pero se puede saber de qué coño vas, C*? – me observó con una expresión que no le había visto nunca, y les confieso que me aterró hasta lo más hondo – ¿Quién carajo te crees para juzgarme a Blanca o a mí, gilipollas?
Iba a decir algo, pero no me lo permitió, alzando un dedo y estrangulando las palabras en mi gaznate solo con mirarme.
-Llevas desde que te conozco dando por saco con tus putos embrollos, cagada tras cagada, y luego lloriqueando igual que un idiota. Eso cuando no corres a esconderte para no tener que dar la cara, claro, que también es muy propio de ti…
-Miro, por favor… - Blanca le puso una mano en el brazo, pero su marido la apartó, con firme delicadeza.
-Déjame hablar, Blanca. – Me señaló con el dedo como si pudiese fulminarme con él - Te he visto hacer el imbécil no una, ni dos, ni tres, sino mil veces. Te he visto comportarte siempre como un cretino egoísta, porque eso es lo que eres, chaval, aunque dés el pego de puta madre con tu sonrisita y tu buen rollo, pero mira, desde que nos conocemos no han sido más que un continuo “yo, yo, yo, yo, yo”. ¿Y ahora me vienes aquí de listillo? ¿Vienes a entrometerte en cómo llevamos nuestra relación Blanca y yo? Venga hombre, no me jodas. Si no salgo contigo, chaval, no es porque Blanca me diga nada. Igual es porque estoy hasta los huevos de que lleves siendo un crío insoportable toda tu puta vida.
Se hizo el silencio, pesado como una lápida, y durante unos momentos no supe qué decir, aunque el calor de mi rostro me revelaba que me había puesto muy colorado. Muy despacio, descrucé los brazos, y di unos golpecitos ridículos sobre la mesa antes de responder, sin mirarle a los ojos.
-Así que eso es lo que piensas.
-¡Pues sí, joder! – no es que gritase, pero ya para entonces éramos algo así como el espectáculo del día, y su respuesta atronó el comedor ante el silencio incómodo y curioso del resto de comensales.
-Muy bien. Pero que muy bien. – Todavía con la mirada baja me levanté, y busqué mi cartera para arrojar un billete de cincuenta euros sobre la mesa, con todo el desprecio del que fui capaz, marchándome sin despedirme, saliendo del local sorteando las mesas a largas zancadas, mirada al frente, el orgullo herido, la dignidad ofendida y un nudo en la garganta tejido en rabia e impotencia, que liberé ya en la calle, lejos de su vista, soltando una irreflexiva patada a una papelera, que lo único que consiguió fue añadir un pie dolorido a mi lista de padecimientos.
Hasta que llegamos nosotros, les prometo que el restaurante tenía fama de tranquilo.
*
-Sí C* dime…
-Hola Miriam, ¿qué tal por Málaga?
-¡Todo genial! Me encanta el sur porque hay una luz…
-¡Vaya ruido tienes ahí! ¿Dónde estás?
-Sí, es que después del concurso unos cuantos nos hemos juntado para tomar unas copas y salir a cenar.
-Estupendo. ¿Y qué tal ha ido? ¿Cómo se ha dado?
-Muy bien. Hay unos rincones muy especiales, como te digo la luz es increíble, el color, el aire. Encima ha salido un fin de semana… Luce un sol fantástico. Yo creo que tendré premio, seguro. Siempre ha gustado mucho mi estilo por aquí.
-¿Ah, sí?
-Ya te digo. Al final esto es todo un círculo bastante cerrado, nos vamos conociendo todos, pintores, galeristas, jurados… Aunque es una paliza el viaje, en último término siempre compensa.
-Ya me imagino. ¿Entonces todo bien?
-Mejor que bien. Parece primavera. Con decirte que mañana igual vamos a la playa…
-¿A la playa? ¿En serio?
-Como te cuento. Así aparte de tomar un poco el sol aprovecho para bocetar una marina de esas que te gustan.
-Me parece fenomenal. ¿Y cuándo vuelves, al final?
-¿Cómo dices, C*?
-Que cuándo vuelves a Barcelona…
-¡Ah! Pues posiblemente el miércoles, ya que me he tragado este pedazo de viaje en tren, pues al menos aprovecho un poco el sol y el calor. ¿Tú cómo estás?
-Bien, supongo. La semana está siendo un poco…
-Ay C*, te tengo que dejar. Vamos a cenar ya. ¿Te llamo mañana y me cuentas?
-Sí, claro, por supuesto. Pásalo muy bien. Un beso.
-Un montón de besos C*. Ojalá estuvieras aquí. Cuídate. ¡Adiós!
-Adiós…
*
Me centré en la tienda, y en el desafío al que nos íbamos a enfrentar.
Mi humilde nueva aventura empresarial me permitió evadirme durante varias horas cada día, para no tener que pensar ni arrepentirme. Había que preparar los expositores, el almacén, carteles, folletos, un mostrador más , una decoración más acorde a clientes jóvenes. Lo fuimos organizando, paso a paso, con la ayuda de Zaida, que nos aconsejaba con bastante acierto. Enseguida se demostró como una trabajadora proactiva, decidida y llena de ideas y aportaciones, lo cual aprecié en lo que valía, porque la semana resultó muy estresante, sin parar un segundo de recibir pedidos, hablar con proveedores, diseñar una modesta campaña de publicidad para darnos a conocer, cambiar la disposición de la tienda, preparar el escaparate, todo ello sumado a seguir atendiendo a nuestros antiguos clientes. No creo equivocarme si digo que fue una de las épocas en las que más trabajé en la tienda desde hacía años, pero lo hice con una ilusión renovada, especial.
-¿Y cuándo será entonces la gran inauguración?
David y yo estábamos colocando cajas en el almacén, cuando el rostro aniñado de Zaida asomó por la puerta, vestida con el polo de la empresa y su enorme sonrisa. Nos miramos, sin tener ni idea de a qué se refería.
-¿Qué inauguración? – pregunté, tonto de mí.
-¿Me lo está diciendo en serio? – Zaida puso los brazos en jarra - ¿No van a hacer ni una pequeña fiesta para darse a conocer en el barrio?
-Zaida, llevamos quince años abiertos aquí en este local… - respondí, estirando disimuladamente la espalda, cansado tras acarrear varias docenas de cajas – Creo que nos conocen de sobra en el barrio.
-No… - era muy expresiva, gesticulando con vehemencia – Les conocen como tienda de ordenadores. Ahora venden también móviles, tablets, accesorios, consolas, videojuegos… ¡Es como otro negocio!
-¿Y qué propones? – No me gustaba la idea de convertir mi tienda en una especie de carnaval, porque muchas empresas nos contrataban para temas profesionales o de ciberseguridad, y tenía miedo de que dar la impresión de dedicarnos a vender videojuegos y carcasas de móvil no fuese a casar con la imagen que quería proyectar ante nuestros antiguos clientes, que quería conservar a toda costa.
-Pues podrían organizar una merienda con algunas promociones o sorteos… - comentó mi nueva empleada, pensativa.
-A mí me parece buena idea. Un poco de picoteo y aprovechamos para soltar algo de stock que no se va a vender ni en un millón de años… - medió David, sentándose sobre una pila de cajas, agotado – Memorias USB, micrófonos con auriculares, yo qué sé, hay un surtido variado de cosillas que tú mismo sabes que no vas a vender…
-Sí… ¿No están ahí las alfombrillas para ratón que hicimos para promoción hace cuatro años? – pregunté. Fue una idea fallida, y eso que utilicé como fondo una fotografía muy chula de una nebulosa espacial, pero incomprensiblemente nadie quiso quedársela cuando la ofrecía.
-Si las busco seguro que aparecen… - dijo David, en un tono que dejaba traslucir las pocas ganas que tenía de buscarlas.
-Pues hazlo. Y tú Zaida, mira a ver si encontráis algunas otras cosillas que sirvan…
-¡De acuerdo! ¿Y habrá comida y bebida? – inquirió, esperanzada, iniciando ya su pesquisa entre el inventario.
-No sé cuánto presupuesto nos queda…
-Cuatrocientos veinticinco, redondeando un tantito… - Sin dejar de rebuscar, la respuesta de la venezolana no se hizo esperar, y lancé un suspiro.
-¿Con doscientos nos apañamos para comprar un poco de comida y bebida y unos carteles?
-¿Trescientos? – Zaida se volvió, con un gracioso mohín.
-Doscientos cincuenta. – Repliqué, esperaba que con solemne firmeza y liderazgo, y me marché sabedor de que sería incapaz de resistirme a otro de sus pucheritos.
Tampoco estuvo tan mal, después de todo. Pude negociar con el dueño del restaurante donde celebraba cada año las cenas de empresa, y me hizo muy buen precio por varias bandejas de canapés y pinchos verdaderamente bien elaborados, además de algunas cajas de vino y refrescos. Engalanamos la tienda, o más bien permití que Zaida y Marcos lo hicieran, y tras una intensa campaña de buzoneo e invitar a casi todos nuestros clientes, el lunes por la tarde tuvimos una velada de lo más agradable con el aforo completo.
No sé si llamarlo fiesta, porque no hubo música ni celebraciones ni nada parecido, pero tuve ocasión de charlar con mucha gente en un ambiente algo más distendido del habitual, y aunque de forma inevitable también se llenó la tienda de curiosos que sólo acudieron atraídos por la promesa de comida gratis y regalitos, debo reconocer que me sentí bien, como si estuviera dando el pistoletazo de salida a una nueva etapa de mi vida, siendo el centro de atención, viendo el local abarrotado, y recibiendo las felicitaciones y parabienes de un montón de conocidos.
Por primera vez en meses dio la impresión de que sabía lo que estaba haciendo.
-Estuvo bien chévere, ¿verdad? – Zaida iba recogiendo bandejas y vasos de los mostradores, mientras Marcos y David ordenaban el almacén para hacer sitio. Yo estaba trasteando en mi pupitre, más que nada matando el tiempo para evitar volver a casa a darle vueltas a la cabeza.
-Bastante bien, sí… - dije, desganado, repasando sin leerlas las citas de la semana en la agenda, revisando algunos albaranes, pensando en otra cosa.
-Todavía no es tarde. ¿Viene a tomar algo con nosotros?
-Hmmm… - no separé la vista de la pantalla – No sé, ha sido un día largo…
-Venga C*, no me fastidies… - David surgió de la puerta del almacén y comenzó a meter las últimas botellas sobrantes en las cajas, preparándose para cargarla hasta el almacén – Págate unas cervezas…
-Madre mía, no os cansáis de pedir… - bromeé, y resoplando me levanté para coger los zarrios de limpieza – Mirad, hacemos una cosa, terminamos de recoger y limpiar esto en un momento y os invito a una ronda de “verdes” en el ####...
Al final no fue una sola ronda, sino que los botellines verdes de cerveza se acumularon en la mesa alta a la que nos sentamos, riendo y compartiendo anécdotas y ocurrencias. Estuvimos un par de horas bebiendo, y se nos hicieron casi las diez de la noche, pero Marcos y David insistieron en quedarnos, a pesar de que el martes era día de trabajo, y lo cierto es que no hice mucho por resistirme, porque todo lo que fuera volver a una cama huraña y yerma me parecía un pequeño tormento.
Salí un momento del bar para hablar con Miriam, y paseé por la acera mientras se iban sucediendo los tonos, sin encontrar una voz al otro lado. Al volver a entrar, vi que Marcos y David estaba jugando a los dardos, entre risas y chanzas, y al no ver al Zaida me senté de nuevo en el alto taburete, dando un trago de cerveza y escribiendo un mensaje en el teléfono.
-¿Va todo bien?
Me sorprendía su voz profunda en su perfil delgado y su carita traviesa. Zaida se sentó junto a mí, toda su boca abierta con una sonrisa deslumbrante y un brillo en sus ojos que revelaba un pequeño exceso de cervezas.
-Sí, todo bien. ¿Qué tal tú, Zaida? ¿Cómo te vas aclimatando al trabajo? – contesté, sonriendo a mi vez. Era consciente de no haberle prestado la atención que merecía ni haber ejercido mi papel de jefe y anfitrión, y esperaba poder al menos limpiar esa imagen de desidia.
-Estupendo… Marcos me está ayudando mucho. – No sé si fue cosa mía, pero entreví en la frase un leve reproche.
-Me alegro mucho. Tengo que decir que agradezco mucho tu dedicación y tu esfuerzo. Estoy realmente contento con tu actitud.
-¿En serio? – posó una mano sobre mi brazo, y su sonrisa se hizo, sin cabe, más luminosa – No sabe lo feliz que me hace escuchar eso.
-Es lo justo… - di un trago a la cerveza, apurando el botellín - ¿Quieres otra?
-Uy no… ya tomé suficiente… - me dijo, alzando la mano para detenerme con un gesto – Además la cerveza no es mi bebida favorita…
-¿Ah, no? ¿Y cuál es tu bebida preferida entonces?
-Hmmm… - se mordió el dedo, pensando – Acá no lo he visto, pero allá en Venezuela me encantaba el jugo de parchita…
-¿Jugo de qué? – Enarqué la ceja, sorprendido.
-Es una fruta… No sé cómo la llaman acá… - se echó a reír, traviesa.
-¿Un zumo de fruta? ¿De verdad?
-¡Sííí! – exclamó entre carcajadas.
-Creía que me ibas decir un cóctel o un combinado, para poder invitarte a uno… - Alcé las manos, mostrando impotencia - ¿Con qué cara le pido yo a Eusebio un zumo de parchita? ¡Si ni siquiera sé lo que es…!
-Ay… - su risa era cantarina - De verdad, no quiero beber nada, pero gracias.
-Está bien… - me senté de nuevo, y la miré con genuina simpatía, tan vivaracha, tan llena de desparpajo y energía. - ¿Prefieres comer algo? ¿Unas bravas, unas alitas?
-¿Alitas de pollo? – dijo, con los ojos como un dos de oros - ¿Podría ser?
-Claro… - contesté, y llamé la atención del camarero para pedir unas raciones de croquetas, unas patatas con salsa brava y unas alitas de pollo frito al estilo Kentucky, tal y como las anunciaban ellos mismos.
-De verdad estoy hambrienta… - me confesó, risueña – No me gustaron mucho los canapés, la verdad.
-¿No te gusta la comida española? – difería de la opinión de Zaida, porque los pinchos me habían parecido notables, aunque para gustos están los colores.
-Algunas cosas sí, pero en general no me gustan las sopas y los guisos con mucha salsa que hacen acá, me parecen grasosos, ni los pescados… - Me miró como si se sintiera culpable – ¡Los dulces, en cambio, son deliciosos!
-¿Eres golosa? – me sorprendí, porque eran tan flaquita y fina que casi resultaba impropio imaginármela atiborrándose de postres y bollos y chucherías.
-¡Síííí! – me contestó con un entusiasmo travieso - ¡Me encanta el chocolate y el helado!
-Helado… - repetí, sonriendo – Entonces un día de estos tengo que invitarte a una heladería que hay cerca de la tienda, se llama “El valenciano” y son espectaculares…
-¿De verdad? – pareció sorprendida de mi propuesta, a juzgar por su expresión de perplejidad.
-Claro… - repuse con un guiño – Una tarde que haga calor, cuando cerremos, vamos los cuatro a tomar unos helados…
No respondió, porque en ese momento llegaron Marcos y David, con el alborozo que otorga el alcohol, y la comanda de la cocina hizo su aparición en unas cestas humeantes, recibidas casi con vítores y vaciadas con hambre canina. Nos reímos, brindamos, nos prometimos férrea amistad, cerramos el bar a la una de la madrugada y antes de despedirnos para retornar cada uno a su casa fui poco menos que coronado por aclamación “gran jefe y mejor persona”. El hecho de que todos los electores fuesen mis empleados quizá restase un asomo de credibilidad al cargo pero, y esta es mi opinión, ni un ápice de legitimidad.
Se nos fue un poquito de las manos, lo reconozco, pero lo necesitábamos.
Lo necesitaba.
*
Al día siguiente Selma llegó a las diez y dos minutos de la mañana, saludando muy educada. Un servidor estaba todavía aterrizando de la noche anterior, enfrascado en la mesa del fondo, tomándome un café y abriendo con desgana documentos para preparar un presupuesto destinado a una empresa de alimentación. Fue David quien me alertó de su llegada, y con horror me di cuenta de que había recibido un mensaje por su parte para recoger los albaranes y facturas que guardaba en la tienda, hoy por la mañana. Seguro que la pequeña notita adhesiva que hablaba de ello andaba por ahí, traspapelada.
Ella sola se acercó hasta mi mesa.
-Buenos días, Selma… - disimulé como puede con mi mejor sonrisa, cortés y caballeroso. – Pasa por aquí.
-Gracias C***… - me miró con sus ojos oscuros y vivaces, una sonrisa amable en su linda carita ovalada. Bordeó el mostrador y cuando se lo indiqué, se adentró en la oscura trastienda que nos servía de refugio, almacén y despacho, todo en uno.
Reinaba un ignominioso desorden después de la velada del día anterior, incluidas algunas delatoras cajas de vino acumuladas contra la pared. Tratando de aparentar normalidad, le señalé la mesa y la silla que me servían de puesto de trabajo cuando me escondía allí, y abrí el armario archivador donde, más que archivar, sepultaba el papeleo. Miré las diferentes carpetas, identificando el mes, o el año, un poco confuso, abriéndolas, cuando noté la presencia a mi lado de mi nueva asesora.
-¿Me permites? – me preguntó, en voz baja, sin perder por un instante su sonrisa.
Asentí, un poco avergonzado, y descargué las carpetas sobre el escritorio para que entre los dos fuéramos revisando los portafolios llenos a rebosar de papelotes. No pude evitar percibir que Selma olía muy bien, con un perfume dulce y fresco y un algo más indefinible, una fragancia especiada, un tenue aroma a nuez moscada y canela que parecía desprenderse de su pelo ondulado. Finalmente, tras conseguir clasificar los documentos nos sentamos, ella en la silla y yo en una caja, frente al escritorio, y los fuimos repasando tranquilamente, mientras charlábamos.
-No te acordabas de que iba a pasarme por aquí, ¿verdad? – Ojeaba los papeles y los iba apilando en montones, sin mirarme.
-Podría decir que sí, pero me da la sensación de que no me ibas a creer… - aventuré una respuesta.
-Desde luego que no… - me consoló que se riese un poco, y me mirase ladeando la cabeza.
Hablamos durante un rato, mientras terminábamos de preparar la documentación. Me contó que tenía treinta y un años, algunos menos que yo, y aunque debo decir que me pareció interesante desde el principio, había algo en ella que iba muy despacio picando mi curiosidad. Compartimos algún halago inocente, alguna cómica complicidad, y en uno de los escasos interludios de silencio, me entretuve en contemplarla. No sé si era la forma en que miraba, con un resplandor especial, o la curva perfecta de sus labios al sonreír, o esa voz tan educada, tan modosa y suave, pero lo cierto es que todo a la vez y nada en particular la hacían muy atractiva, muy seductora, aunque ella parecía no notarlo, o al menos lo disimulaba muy bien, con esos modales pausados y ese aire tímido y reservado.
-¿Trabajas aquí normalmente? – me preguntó, sacándome de golpe de mis pensamientos.
-Hombre… normalmente no, solo cuando quiero aislarme un poco. - Recorrí el atestado almacén con la mirada, repleto de cajas, ordenadores, estanterías metálicas, archivadores, con el aspecto anárquico del carro de un buhonero, como si un repentino vendaval hubiese arrasado un depósito de piezas. Lo iluminaba a medias un par de solitarios focos fluorescentes y el flexo del escritorio, pero lo saturaba todo un ambiente húmedo un tanto tenebroso – Reconozco que no es gran cosa, pero es práctico…
-Yo más que práctico lo veo… caótico - dijo, sin dejar de sonreír, mirando en derredor, deteniéndose en las manchas de humedad de las paredes y el suelo no demasiado limpio.
-Siempre he querido reformarlo, pero entre unas cosas y otras… ahora mismo creo que haría falta más bien un lanzallamas - admití, cabizbajo como un chiquillo pillado en un renuncio.
-No exageres… pero no sé, un poco más de orden y concierto ayudaría, parece que descargaron aquí un camión y nadie se molestó en preparar la mercancía.
-Ya… pero aunque te parezca mentira, existe una cierta estructura subyacente. Siempre terminamos encontrando las cosas.
-Me cuesta creerlo. Necesitan una buena mano de trabajo aquí. Creo que sería bueno para la empresa también. No puedo estar viniendo aquí cada trimestre a rebuscar las facturas…
-Por desgracia… - respondí casi sin pensar, con mi media sonrisa pícara, más por hábito que por verdadero flirteo. Es cierto que me tentaba su rostro agraciado, su cuerpo de curvas generosas, su mirada oceánica de fulgor oscuro. Después de todo, a cualquiera le habría resultado un bocado sugerente. Me sorprendió que un pequeño rubor asomase en sus pómulos.
-¿Ajá? – respondió, apoyándose en el borde de la mesa, con cierta extrañeza yo creo que fingida y coqueta.
-Pues eso, que ojalá vinieras más a menudo por aquí… - me di la impresión a mí mismo de resultar entre ridículo y patético, pero habría sido aún más estúpido recular en el galanteo.
-¿Quieres ver a menudo a tu asesor fiscal? ¿Y ese afán repentino? – Vi, o quise ver, un destello de vanidad halagada en sus ojos.
-Quizá de repente me haya resultado fascinante el derecho tributario, qué sé yo… - no contuve una sonrisa, y me senté sobre la mesa, a su lado.
-Tu súbita vocación parece casi milagrosa, no cabe duda… - me miró, colocando un mechón de su cuidada melena tras su oreja, con la boca entreabierta.
-No soy tan solo una cara bonita, Selma… - le guiñé un ojo– También tengo una mente para los negocios…
Nos reímos al mismo tiempo.
-Mira qué fácil te lo he puesto… Desde luego, eres un bromista – replicó, y se giró para cuadrar los papeles del montón más pequeño, formando un pulcro taco que guardó en su cartera de cuero marrón.
Se puso en pie, estirando su chaqueta, alisando su pantalón, y nos quedamos durante un momento mirándonos, estudiándonos, como dos rivales en un tablero de ajedrez o una cancha de tenis.
No era, por supuesto, ni el lugar más estimulante del mundo, ni el momento más adecuado, y les juro que aquello no era para mí nada más que un tonteo, un juego, un malabarismo pícaro pero inocente. Me entretuve en apreciar con disimulo sus anchas caderas bien proporcionadas, sus pechos que se adivinaban abundantes, su silueta bajita pero tan sugerente, y el silencio se volvió pesado, quebradizo y elocuente, mientras ambos perdíamos el ritmo del aliento y mi corazón latió una docena de veces a un compás distinto.
Ella estaba casada, yo tenía pareja.
Mis pupilas encontraron las suyas, y no hizo falta decir palabra. Con un carraspeo, como arrancándonos un velo invisible del rostro, miramos hacia otro lado y el momento, de haberlo, vino y se marchó como en el soneto aquel, “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
-Me voy a la oficina, C*. Si me necesitas, no dudes en llamarme. – titubeó, sin saber cómo despedirse.
-Así lo haré – afirmé, también sin decidirme, hasta que finalmente me incliné y nos dimos dos besos que resultaron un poco rígidos.
La acompañé a la puerta de la tienda, y nos dirigimos un adiós apresurado y profesional. La vi alejarse, y después me senté al ordenador, a la rutina de los días sin nombre, sin fecha, intercambiables por tantos otros que pasan sin pena ni gloria. Porque en ocasiones la vida es eso, tiempo que vivimos, hojas que arrancamos del calendario.
Quién no querría regresar alguna vez a aquellas encrucijadas en las que tuvimos que escoger, tantas veces sin comprender del todo lo que ocurría, y quién no querría tener la oportunidad de pronunciar las palabras que no dijimos, de enmendar los errores que por necios cometimos, o de hacer aquello que por deseo o por decoro no supimos, no quisimos, o quien sabe por qué, pero al final no hicimos.
*
Terminé viajando a Barcelona una semana después, en cuanto pude dejar todo bien atado en manos de David. Ahora, tanto tiempo después, reconozco que actué con cierta negligencia, desentendiéndome del negocio que me había dado de comer durante toda mi vida sin más pretextos que mi ofuscación. No diré nada en mi favor, salvo el proverbial quién esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.
Iba a quedarme tres o cuatro días, pero terminé ausentándome más de dos semanas.
Pueden imaginarse por qué. Míriam consiguió enredarme poco a poco en una intrincada maraña de sexo y una especie de convivencia diferida que me hizo perder la noción del tiempo. Nos veíamos en su estudio, donde follábamos incansables y alocados, incapaces de saciarnos el uno del otro, y no llevé la cuenta de las veces que me corrí en su interior, en su cara, en su espalda, en su boca.
Me hacía enloquecer la forma en que administraba mi placer, dosificándomelo a cuentagotas. A veces se negaba a chupármela, apretándome los huevos para castigarme a su antojo. Otras veces dejaba apenas que tocase su cuerpo, aprisionando mis manos y mortificándome al hurtarme su tacto. Tan pronto se mostraba casi sumisa, dejando que fuese yo quien llevase la iniciativa, como me utilizaba de la misma forma que a un juguete, atenta en exclusiva a su propio placer y ausente de mí como si yo fuese un incómodo invitado.
Y yo seguía adicto y afecto a su cuerpo de piel blanca, suave y al mismo tiempo tan lleno de aristas y vértices, maleable y firme. No podía resistir la visión de su cuerpo desnudo, ni era capaz de evitar la tentación de unir con mis dedos y mis labios sus pecas y lunares, como si fueran los puntos de un dibujo secreto, las estrellas de una constelación que llevara su nombre.
Durante aquellos días le ayudé a montar una exposición, acarreando los cuadros desde su estudio a la Facultad de Bellas Artes en una furgoneta que alquilé, en cierto modo orgulloso de la admiración que despertaba en la riada de estudiantes que nos abordó durante el evento, y un poco envanecido al ser presentado como su novio ante varios profesores, que destacaron su talento sin ahorrarse lisonjas , y me sentí tan henchido como si sus buenas palabras hubiesen estado dirigidas a mí.
También asistimos juntos los fines de semana a un par de eventos artísticos, en los que pude conocer a algunas personas de su entorno, amigos y camaradas inclasificables. No recuerdo bien sus nombres, la verdad, porque no teníamos nada en común excepto nuestra relación con Míriam y a la mayoría no les vi más que un puñado contado de ocasiones. Eran casi todos muy bohemios, muy alternativos, pero si uno prestaba atención a cómo hablaban de masías y casas en la playa, o cómo relataban experiencias y viajes a la India o a Japón, enseguida se percataba de que pertenecían a esa burguesía que fingía no serlo, avergonzados quizá de su vida confortable, temerosos de parecer menos genuinos pero en el fondo encantados de haberse conocido. Vestían y actuaban como rebeldes de terciopelo, asesinando metafóricamente a sus padres podridos de pasta pero sin renunciar de facto a ninguno de sus privilegios. Porque claro, ser desprendido y hippie y artista y underground es fenomenal, pero si puedes serlo tras pasarte un año en Londres a la sopa boba, dando la vuelta al mundo o escribiendo música en un lujoso ático del Paseo de Gracia, pues resulta incluso mejor.
No serían mala gente, pero no eran más que fachada, un burdo trampantojo.
Un par de días antes de regresar a Zaragoza le ayudé a preparar con incalculable esmero el envío de tres cuadros, que al parecer había vendido en su viaje al sur.
-Cuidado con eso, C*… - me pidió, al supervisar mi trabajo como empaquetador de obras de arte.
No era sencillo. Había que introducir el lienzo en una especie de caja o marco de madera muy fina, que previamente había protegido con plástico de burbujas y papel de estraza, para después colocar encima la tapa, que había que asegurarse que ni rozaba siquiera la pintura, para terminar metiendo todo en una caja de cartón de buen tamaño, rellena de tiras de papel para evitar vibraciones o movimientos bruscos del cuadro.
-No te preocupes… podría llevar esto en coche hasta Almería atado al parachoques rebotando por la carretera y no le haría ni un rasguño… - bromeé.
-Alucinarías si te dijese cómo tratan las empresas de transporte los paquetes… - replicó ella – Ya puedes poner “frágil” por toda la caja, que parece que los descargan a patadas del camión.
-¿Has tenido problemas?
-¡Si yo te contara! – suspiró, y yo fui cerrando la caja de cartón con cinta transparente adhesiva, mientras ella preparaba la etiqueta con la dirección del destinatario - Telas rasgadas, cristales astillados, marcos desencajados, pintura como derretida…
-¿Pero qué pasa, es que luego no se hacen cargo?
-Hay que reclamar al seguro, preparar los impresos de alegaciones… - Pegó la etiqueta , del tamaño de medio folio, en la caja - La mayor parte de las veces intentan pagarte un mínimo estipulado que ni por asomo cubre el valor del cuadro. Es una basura, pero he probado con media docena de agencias y funcionan todas parecido…
-Pues ya está… - coloqué los tres fardos junto a la puerta del estudio, y me sacudí las manos, satisfecho.
-Ya te dije que compensaba el viaje al sur… - Míriam miró los bultos, y abrió la boca en un bostezo que trató de disimular con un puño, sin conseguirlo del todo.
La abordé por la retaguardia, rodeando su cintura con mis brazos y perdiendo mi rostro entre su pelo ensortijado, imposible de dominar, al tratsr de besar su nunca y su cuello.
-Esta noche es la cena… - me recordó con un murmullo, ladeando la cabeza.
-Lo sé, lo sé… - respondí, dejando que se retorciera un poco, comprimiendo nuestra piel, acariciando mi cuerpo con todo su cuerpo, y me reí un poco cuando la descubrí frotando en un provocativo vaivén su culo contra mi entrepierna, que se desperezó, alerta por el reclamo.
La besé muy despacio en su cuello, apartando su pelo, saturando mis fosas nasales con su aroma fragante y caliente, llenando mi boca del sabor salado y único de su piel. Froté su vientre con mis manos en círculos, alzando su camiseta sin pudor provocando que ella emitese un jadeo muy quedo, muy ahogado, lo que me animó a descender por su cuerpo hasta meter mi mano derecha por dentro de su vaporoso pantalón bombacho de tela púrpura, hasta palpar su coño por encima de su ropa interior.
Estaba ardiendo.
Masajeé con calma, arriba y abajo, mientras empujaba con más fuerza mi protuberante erección entre sus nalgas, tan mullidas, y recibí con satisfacción un sofocado gemido que le brotó del pecho cuando presioné entre sus labios para buscar su clítoris, por encima del suave tejido del algodón, un poco húmedo. Excitado como un verraco, caminé sin separar un milímetro su espalda de mi pecho, su culo de mi verga, su cuello de mi boca, hasta que llegamos a la pared, contra la que prácticamente la empotré de cara.
-Ummmm… - Míriam no protestó, sino que apoyó la frente sobre el muro, y colocó ambas manos también contra el tabique. Mi mano terminó por colarse por debajo de sus bragas, jugueteando un poco con el espeso vello de su pubis, antes de adentrarse en las profundidades de ese coño que empezaba a estar empapado y en llamas, pura crema en mis dedos.
Por unos momentos interminables me dediqué a estimular su clítoris, durito y bien sensible, masturbándola con mimo pero con intensidad, lo que hizo que se retorciese conteniendo como podía sus agudos gemidos, y que restregase con más fuerza su trasero en mi polla, arqueando la espalda y sacando sus caderas, como si quisiese atraparme entre sus nalgas. Yo no necesité mucho más, así que sin más preámbulos le bajé el pantalón y las bragas de unos tirones prologados, y ella alzó los pies para que la dejara así, desnuda de cintura para abajo, castigada de cara a la pared y con su redondo y blanco culo ofreciéndome su sonrisa vertical, su geometría esférica, su armónica redondez mórbida.
Me incorporé, recorriendo el perímetro de sus glúteos, antes de bajarme yo mismo la ropa y liberar mi polla, dura como el cerrojo de un penal, las venas hinchadas como maromas de barco, la cabeza cárdena y brillante húmeda de líquido preseminal.
Un par de azotes, no más, en su culazo, y Míriam abrió los muslos y paró un poco más las caderas. Yo me agarré la verga y golpe sus nalgas varias veces usándola a modo de garrote, despertando sus risitas traviesas y excitadas, antes de buscar como un zahorí la fuente de esa humedad olorosa que brotaba entre sus piernas.
-Ouuuuu… - gimoteó cuando su coño se abrió para mí, hambriento y babeante, viscoso y tierno, y de nuevo joder cuando su entrada se cerró a mí paso como el resorte de una trampa, atrapando mi polla en una madriguera abrasadora, latiente, oprimiéndola con esa estrechez de virgen, esa trabazón obstinada que siempre me sorprendía un poco pero resultaba tan deliciosa, tan morbosa, tan hipnótica. Llegué hasta el fondo, no sin dificultad, golpeando con mis huevos en sus labios, y retrocedí notando que sus resbalosos interiores se contraían, tratando de retenerme sin conseguirlo.
-Ayymmmm… - se lamentó contra la pared, y noté cómo se esforzaba por acomodarse, dando pasitos, recolocando sus caderas, corrigiendo su postura para encontrar el ángulo óptimo para que mi polla desafiase la tirantez de su coño sin obstáculos. Empujé y retrocedí una vez tras otra, penetrándola sin pausa hasta lo más profundo, abriéndome cobijo en su interior, dejando que ese chochito reticente pero untuoso se amansase a pollazos.
-Me llenas… toda… - gruñó Míriam, mientras un sonido gelatinoso iba acompañando mis embestidas, y yo la sujeté por la cintura, ayudándome para coger impulso, hacer palanca e incrementar, paso a paso, grado a grado, la intensidad de mi penetración, contemplando con deleite cómo temblaban las carnes de ese culo al chocar contra mis caderas, cómo se enrojecía la piel de sus nalgas al compás de mis vergazos en su coño, como su cuerpo buscaba entregarse y rendirse al placer.
-Sííí… siguee… Ammm…. - Me la follé así todo el tiempo que pude, despacio, restregando toda el calibre de mi polla en el interior de su coño, recompensado por sus exclamaciones de gozo, clavando sin parar en su cuerpo una lluvia de estocadas largas, buscando llegarle cada vez más adentro, complacido al notar que en ocasiones ella se envaraba, contraía su coñito y arañaba la pared con los dedos al sentir que la cabeza de mi polla le llegaba muy hondo, demasiado hondo.
-¡Uff! ¡C*…! - alargó la última sílaba de mi nombre, a modo de reproche o advertencia, cuando yo mismo noté cómo hacia tope con un fondo áspero, provocando sus queridos. Aminoré la cadencia de mis penetraciones, pero las convertí en cuchilladas secas, casi violentas, golpes de polla como si quisiese hacer mantequilla con sus flujos que empapaban mi pubis y mis huevos.
-¡Umm!… ¡Umm!… ¡Umm!… ¡Umm!- Miriam acompañó cada pollazo con un breve gemido sordo, un corto lamento grave, crispando sus músculos, y yo agarré sus nalgas con mucha fuerza, separándolas para hacerme sitio, liberando mi pelvis como un pistón, una vez, dos, tres, diez veces, oscilando contra su culo que sonaba al chocar contra mis caderas como palmadas que aplaudían mis cargas.
Nos corrimos a la vez, fieras en celo, ella apaciguando mal que bien sus gritos metiéndose el dorso de la mano en la boca, y yo gruñendo y bufando mientras mi polla escupía su veneno dentro de su coño, notando las intensas pulsaciones de su orgasmo y congestionándose de forma casi dolorosa, mi cuerpo convertido todo él en un escalofrío, un vendaval de espinas, un torrente de agua hirviendo desde mis huevos a lo largo de mi verga hasta su vientre.
*
-Nyotaimori.
Uno de los amigos más antiguos de Míriam, o al menos así me lo presentó, se llamaba Raúl. Me cayó bien, al ser bastante más accesible, culto y discreto que el resto de su círculo social, más serio y adulto con su bien recortada perilla y su peinado un poco rocambolesco. Su pareja se llamaba Françoise, y era una guapísima chica francesa de pelo muy negro y personalidad carismática y arrolladora. Nos habíamos citado con ellos y otras parejas en una calle bastante céntrica, por lo que entendí, pero poco transitada de la ciudad. Nos recibieron ambos a pocos pasos de la salida del metro, en la acera, con una bulliciosa cordialidad, y cuando tras apenas unos minutos otras dos parejas se nos unieron, entendí que estábamos todos, porque Raúl dio una palmada y nos soltó esa palabra así, en mitad de la calle.
-¿Qué es eso? – preguntó uno de los invitados, un chico bajito de cara redonda y gafas que se presentó como Jaime.
-¿Os gusta el sushi? – respondió Françoise, con su gracioso acento francés.
Por desgracia no guardaba buen recuerdo de la última vez que lo comí, pero todos fueron asintiendo, complacidos, y yo no quise ser la excepción. A todos parecía apetecerles cenar en un buen restaurante, y Barcelona tenía y tiene varios de los mejores restaurantes japoneses de toda España. Raúl nos miraba, sonriente, expectante, como el presentador de un evento repleto de sorpresas ansioso por revelarlas.
-Para empezar quiero que sepáis que en la región de Ishikawa los samuráis tenían por costumbre celebrar sus victorias con unos banquetes y festines muy especiales. Hoy os hemos preparado uno de esos banquetes.
No tenía ni idea de a lo que se estaba refiriendo. Interrogué a Míriam con la mirada, pero me respondió con un pícaro gesto conspirador en el rostro, como diciendo “espera y verás”, y yo me sonreí para mis adentros.
-Hay algunas caras nuevas hoy aquí, así que me vais a permitir que os ponga en antecedentes. Françoise y yo somos los propietarios de un lugar muy especial, que algunos ya conocéis, y otros vais a conocer esta noche.
Nos emplazó a caminar con él, y todos le seguimos como si se tratase de un guía turístico, desgranando para nosotros los encantos de la ciudad y sus monumentos, aunque era plena noche en una calle casi desierta.
-Quiero que penséis en este lugar como en un refugio, como en un santuario. Aquí nadie hace preguntas, nadie racionaliza, nadie se inhibe. Aquí todo se experimenta, se siente, se vive, porque está pensado precisamente para dejar fuera todo lo mundano una vez traspasemos su umbral. Aquí moran el misterio, el peligro, la tentación, lo prohibido, el pecado, y la única norma, por supuesto, es siempre, en todo momento, la intimidad y el secreto.
Me pareció un discurso algo grandilocuente y melodramático, pero reconozco que efectivo a la hora de estimular mi curiosidad. Apenas unos pasos después nos detuvimos frente a un local, tapiado con viejo ladrillo modernista, en un edificio que tendría más de ciento cincuenta años. La fachada estaba bien cuidads, no obstante, y no se veía el deterioro decadente de otros barrios históricos de la ciudad. El bajo ante el que nos detuvimos parecía haber sido, en tiempos, un negocio de cara al público, pero ahora era simplemente una pared donde debía de haber unos ventanales, y una puerta sencilla, discreta, sin ningún adorno. Raúl introdujo la llave y la hizo girar, pero antes de permitirnos la entrada nos volvió a dirigir la palabra.
-A todos los que acudís por primera vez, os hago una sencilla advertencia. Cuidado con la picadura de este lugar, porque el veneno que os inoculará es indoloro, pero adictivo. Bienvenidos…
Se hizo a un lado, y con un gesto de la mano nos invitó a entrar.
-… Bienvenidos a la Guarida del Escorpión.
*
Tuvimos que bajar un par de escalones, convenientemente avisados por Françoise, para llegar a una estancia no muy amplia, de unos veinte o veinticinco metros cuadrados, iluminada por velas y lámparas con pantallas traslúcidas que difuminaban los contornos, sumiendo la sala de techo bajo en una especie de penumbra temblorosa que resultaba opresiva, y a la vez enigmática e insinuante. Las paredes de ladrillo visto habían sido pintadas de un color bermellón, y estaban adornadas con cuatro fotografías en blanco y negro con escenas de bondage y estética sadomaso soft. El centro de la estancia lo ocupaba una larga mesa baja, rodeada de sillas también muy bajas, prácticamente sin patas, aunque lo más llamativo era, sin lugar a dudas, el cuerpo desnudo de la chica que yacía sobre la mesa, cubierto de piezas de sushi y sashimi a modo de una bandeja humana.
Unas escuetas hojas que parecían de banano ocultaban apenas su vulva y sus pezones, pero el resto de su piel estaba desnudo, con un interminable rosario de piezas de sushi formando un extraño, turbador y apetitoso dibujo sobre su cuerpo.
-El auténtico sushi no debe de degustarse refrigerado, porque el arroz pierde su aroma y el pescado crudo se contrae, enmascarando las sutiles texturas de las distintas piezas, y el sabor no es correctamente percibido por nuestra lengua. Lo más correcto es disfrutarlo más atemperado, y sin duda, como bien sabían los samuráis triunfantes, la mejor forma de entibiar el sushi es dejando que lo haga la piel humana.
Raúl ejerció de maestro de ceremonias, conduciéndonos alrededor de la mesa mientras hablaba, señalando nuestros correspondientes asientos. La chica apenas respiraba, manteniendo una compostura hierática, y si no fuera por un muy leve movimiento de su pecho, y algún esporádico parpadeo, se habría dicho modelada en arcilla pintada. Todos nos sentamos, y Françoise sirvió con una sonrisa vino blanco en nuestras copas.
-Aunque hay restaurantes que sirven sake con el sushi, en realidad nosotros no somos partidarios de servir una bebida de arroz para acompañar un plato de arroz, así que preferimos este vino blanco con un poco de aguja… - su acento resultaba encantador.
-Os recuerdo que estamos en un acontecimiento estético y sensitivo… - Raúl nos mostró los palillos, primorosamente decorados con dibujos de flores de cerezo y caligrafía kanji – No es de buen gusto tocar la bandeja, por favor… y ahora sin más, ¡buen provecho!
Fue una experiencia curiosa, desde luego, aunque no terminé de entender su componente erótico. La chica era muy atractiva, pero había algo de mecánico, de deshumanizado, en utilizarla como mera superficie, ajena a cualquier reacción, como si fuese una sofisticada escultura, una tumba etrusca, más que un cuerpo vivo ,turgente, caliente y deseable.
Raúl nos habló durante la cena del erotismo y la comida, unidos en una intrincada simbiosis desde la Antigüedad. Disertsmos acercar de los antiguos egipcios, del azafrán, de Cleopatra y las rosas, de Heliogábalo y sus fantasiosas orgías decadentes, pero también de los alimentos afrodisíacos, desde los más elementales como las ostras, de la que nace la propia Afrodita, o las ancas de rana, que los egipcios asemejaban a las caderas femeninas, hasta los higos sagrados en la antigua Grecia, los pistachos que se consumían en los serrallos turcos, las fresas, delicados pezones que consumía Paulina Bonaparte en sus aventuras amorosas por el París del siglo XIX, o ese chocolate que Cortés trajo del Nuevo Mundo y que las damas del Siglo de Oro consumían en secreto por su poder estimulante.
Era un buen orador, agradable y ameno, y resultaba interesante escucharle mientras íbamos desnudando, pieza a pieza, la piel de nuestra bandeja. Todo la preparación de la cena formaba parte de un ritual, nos explicó, semejante a la famosa ceremonia del té, por el que primero había que limpiar el cuerpo de la mujer con agua tibia y un jabón especial, sin aroma, para después someter su piel a un delicado baño con agua muy fría que hiciese descender su temperatura, y finalmente disponer de forma muy cuidadosa, en un orden muy concreto, cada una de las piezas. El sushi, huelga decirlo, era de excelente calidad y lo elaboraba un conocido local de comida nipona en una calle muy cercana a la catedral gótica, y debo admitir que fue una cena diferente, original y exquisita.
Eran dos excelentes anfitriones, Françoise y Raúl, atentos y solícitos, tan buenos conversadores que dudé si habrían organizado todo aquello como excusa para hablarnos de recetas, de cuentos, de erotismo y gastronomía. La francesa nos habló de cómo algunas mujeres encuentran fascinante ese epicureismo en el comer y en cocinar, porque el hombre que aprecia el aroma, el bouquet y la textura del vino o la carne, bien sabrá apreciar también la fragancia, el sabor y el tacto de la intimidad femenina. Nos reímos todos de su poética ocurrencia, bebiendo el ácido y afrutado vino que nos habían servido, y recordé que la uva es el fruto de Dionisos, de Baco, del placer y del deseo.
Después de la cena y de que la chica, libre ya de su obligación, se hubiese perdido tras una pequeña puerta oscura, bebimos, ahora sí, sake caliente, fuerte pero vigorizante, mientras florecían todo tipo de conversaciones, al calor del ambiente distendido y la muy suave música que llenaba la estancia.
-¿Qué se supone que es esto? – pregunté, en voz baja, a Míriam, en un aparte.
-Es una pequeña excentricidad de Raúl, nada más… - me dijo, con las mejillas arreboladas y el familiar brillo travieso en su mirada.
-¿Pero qué es exactamente? ¿Un club, un restaurante, un…? – me callé, incapaz de hilvanar las ideas.
-Es… lo que ves… - Míriam me habló muy cerca del oído, en un susurro ronco – Era un antiguo obrador, y tras esa puerta está la mazmorra.
-¿La mazmorra? – abrí mucho los ojos.
-Solo se llama así… es el antiguo horno del obrador, una habitación abovedada pequeñs y oscura y… - Míriam se limitó a atrapar el lóbulo de mi oreja entre sus dientes, y estirar un poco, antes de soltarme y echarse a reír.
Sin precio aviso, la chica que nos había servido de bandeja salió de la puerta que conducía a esa misteriosa mazmorra, completamente desnuda.
Nos quedamos todos en silencio, admirando su cuerpo de modelo, bronceado, firme, perfecto, con dos pechos breves de pezones pequeños pero muy redondos y duros. La curva de sus caderas al final de sus largas piernas era pronunciada, rotunda, y bajo su vientre plano y lampiño se adivinaba un coño recogido, tierno, como el de una adolescente,
-Ah, llega la sorpresa de postre… - Raúl y Françoise se levantaron , recibiendo a la chica con dos amplias sonrisas – Quiero que conozcáis a Beth, nuestra asistente y modelo.
La chica saludó, y me quedé prendado de su rostro aniñado y a la vez salvaje, de grandes ojos claros y media melena rubia, que no habíamos podido apreciar hasta entonces. Tendría alrededor de veinte años, y era una auténtica belleza.
-Algunos ya nos conocéis y sabéis que gozamos de algunas prácticas que llamaré… poco convencionales. Hoy, como estamos entre amigos y hemos disfrutado de una cena tradicional japonesa, quisiera haceros con la ayuda de Beth una demostración del ancestral arte japonés del kinbaku.
Su mujer le alcanzó unas largas cuerdas de cáñamo, que Raúl acarició con un esmero casi erótico.
-El kinbaku es el arte del encordamiento, que los europeos conocemos como bondage. Pero a diferencia del europeo, el encordamiento japonés no busca la inmovilización o la sumisión de la presa sin más, sino más bien la estética, la relación entre el encordado y el encordador, el resultado del propio shibari, y la presión sobre zonas de energía interior y erógenas de la presa…
Raúl caminó en torno a Beth, como sopesando su cuerpo, estudiando nudos y patrones. Tiraba de la cuerda, realizando movimientos que parecían ensayos, mientras fruncía los labios. Finalmente, con una expresión concentrada, comenzó a deslizar la cuerda por el cuerpo de la joven, que permaneció impasible.
Lo que ocurrió después sí fue realmente erótico.
Era como un baile, como una danza, como un trazo de fibra sobre la carne en la que se detenía el tiempo, fotografías de posturas y gestos de sumisión y entrega. Raúl nos fue explicando las diferentes posiciones y dibujos, kikkou, ishi, que enjaulaban el cuerpo de Beth en una red que apretaba sus formas y las realzaba, proyectando hacia nosotros sus pechos, destacando su forma y la protuberancia de sus pezones, duros como diminutas joyas de color pardo oscuro, curvando su espalda, torneando su cuello y su rostro y sus piernas como si fuese una muñeca, un títere. Así, inmóvil como una bella sirena en la red de un pescador afortunado, la hizo girar con delicadeza, mostrando el patrón hexagonal que recorría su torso y sus nalgas perfectas, presionando su voluptuoso trasero, firme y duro y redondo, forzando la abertura de sus glúteos para dejar al descubierto su minúsculo ano. También nos demostró el matanawa, una forma caprichosa de capturar la zona genital, y allí pudimos ver, ofrecida para nosotros, como un hermoso insecto atrapado en una telaraña, el coño bien depilado de la chica, enrojecidos e hinchados los labios por la presión de las ataduras, jugoso y húmedo como fruta en sazón recién abierta.
No puedo decir cuántas figuras compuso Raúl mediante la diestra manipulación de las cuerdas, un origami de carne y cáñamo, pero sí puedo decir que el aire del salón se fue tiñendo de una neblina espesa, caliente, a medida que las diferentes posturas de Beth (en cuclillas con las piernas abiertas, de espaldas en posición de plegaria, piernas y brazos componiendo diferentes siluetas, nos dejaban ver cada rincón de su cuerpo, limpio, depilado, enseguida cubierto de sudor y ruborizado por la abrasión de las sogas y el roce de los dedos de Raúl, y todos respirábamos cada vez más agitados, más excitados, mezclados en un vapor invisible y una comunión de lujuria cada vez más liberada.
El vino blanco, el sake, la perversión hicieron su efecto y se multiplicaron las caricias, al principio discretas y furtivas, pero al poco tiempo las inhibiciones fueron desapareciendo y las manos se tornaron cada vez más descaradas. Míriam acariciaba mi polla por encima del pantalón, recorriendo toda su longitud con los dedos, casi masturbándome, y yo hacía lo propio magreando sin disimulo su culo, paseando un dedo por el horizonte entre sus cachetes, atreviéndome incluso a internarme muy abajo, entre sus muslos.
La demostración terminó, pero ya casi nadie estaba atento realmente, más bien dedicados los unos a los otros. Míriam y yo nos besamos como jamás lo habríamos hecho en público, con toda la boca, sin el menor atisbo de pudor, entregándonos a una pasión desenfrenada, metiéndonos mano de forma casi escandalosa. Sentía su calor, su humedad, y mi erección desbordaba los límites de mi pantalón. Ella se separó por un momento, y pude fijarme que no éramos los únicos prisioneros de un ardor incontenible. Míriam habló en un cuchicheo un Raúl que repartía sus atenciones entre Françoise y Beth, y este asintió, riendo en voz baja. Mis ojos recogieron la estancia, que se había convertido en un remolino de besos, suspiros, jadeos y sonidos rebosantes de lascivia, tan diferentes de la educada palabrería de la cena.
Mi novia me agarró por la cintura del pantalón, sonriendo con obscena impudicia, y me señaló con la cabeza la puerta que conducía a lo que ella había denominado “la mazmorra”. Giré el rostro, pero nadie nos estaba mirando, sumergido cada un de ellos en una calenturienta espiral privada, y la seguí casi a trompicones, ella tirando de mí, moviendo las caderas, provocándome, respirando hondo y relamiéndose los labios.
Estaba oscuro, muy oscuro, tanto que apenas podía adivinar su presencia. Una luz tenue como una lejana vela en la noche se filtraba por las rendijas de la puerta cerrads, dejándonos aislados entre tinieblas, y potenciando el resto de los sentidos. Aspiré hondo, memorizando su perfume único, casi dulzón. La escuché respirar, jadeando apenas, y juraría que escuché los latidos acelerados de su corazón cuando la abracé y comencé a desnudarla. La blusa cayó al suelo, con apenas un suspiro de tela, y el sostén hizo un imperceptible clic y lo dejé caer también, no sabía dónde ni me importaba. Capturé una de sus tetas en mis manos, apretando con suavidad, disfrutando de su tacto casi esponjoso, sintiendo en la palma la rígida dureza de su pezón.
Sentí sus dedos en mi culo, dándome un par de cariñoso azotes a dos manos, atrayéndome hacia ella, hacia su cuerpo, hacia su coño.
-Fóllame… - escuché un susurro apagado, y después nuestras bocas se unieron en un beso eterno, nuestras lenguas buscándose y encontrándose en una lucha sin cuartel, mis dedos pellizcando sus sensibles pezones y arrancándole gemidos que ahogo con mis labios sellando los suyos.
Solo necesité unos pocos zarpazos para deshacernos del resto de nuestra ropa, y nos agachamos a tientas, desnudos, sin dejar de palparnos por todas partes, inseguros, torpes, como si descubriésemos nuestras formas y volúmenes por primera vez, dejando que fuese nuestra piel y nuestro tacto quien dominase, quien tomase el control, y todo se redujese a enredar nuestros cuerpos en las manos, como arcilla, como arena, como barro primordial. Recorrí con las yemas de mis dedos la tersura dúctil de sus tetas, su costado tan sensible a las cosquillas, el perfil de sus costillas una a una, la depresión de su vientre y su cintura, el abismo de su ombligo, la repentina montaña rusa de sus caderas, mientras ella me acariciaba el pecho, el estómago, el pubis, la polla, los huevos, apretando y frotando y resoplando. En un arrebato la fui empujando hasta tumbarla en suelo y me agaché sobre ella, gobernando su cuerpo con el mío, subyugándola, domesticado su naturaleza salvaje. Con la sangre golpeando en mis sientes, con los ojos cerrados, palpé hasta agarrar su cintura y colocarla boca abajo.
-Uf… - escuché cómo suspiraba, acomodándose, y mientras se estiraba recorrí a besos su espina dorsal, sintiendo sus escalofríos, arrodillado sobre ella, aspirando el olor de su pelo, el vaho de su piel, el aroma fuerte y especiado de su coño empapado que comenzaba a saturar la habitación, que yo adivinaba pequeña, y cuando labio a labio llegué a la raja de su culo me así a sus nalgas para abrirlas con ambas manos.
-Ay… sí… - la escuché murmurar, y gimió muy bajito cuando mi lengua recorrió el sendero entre sus cachetes, saboreando su piel y su vello tenue, leve como pelusa de melocotón, para ir a detenerse justo en su centro.
De niño soñaba con encontrar un mapa del tesoro, un arrugado pergamino que me condujese a vivir cien aventuras, demostrar mi pericia y terminar encontrando un cofre repleto de joyas y doblones de oro. De niño todo era más fácil. Los buenos eran muy buenos, los malos eran muy malos, y una equis marcaba la lugar. Después, de adulto, uno termina por asumir que nada es lo que parece, que no es fácil saber quién es bueno o es malo, y que desde luego no hay mapas de tesoro ni nada parecido.
Pues, curiosamente, en el mapa a ciegas que mi lengua estaba trazando en su cuerpo, una equis, un asterisco, marcaba exactamente el lugar.
-Mmmmm… - Sentí cómo temblaba cuando posé mi boca sobre su arrugado culito, y cómo jadeaba al sentir mi lengua resbalar en espiral sobre él, cosquilleándolo, esbozando laberintos en su estriado agujerito. Enterré mi rostro entre sus nalgas, inundando de saliva la entrada, lamiendo, besando, horadando su pequeño esfínter con la punta de mi lengua.
Tras lo que me parecieron un par de minutos, enderecé mi espalda, respirando un aire viciado y caliente, llenando mis pulmones, y de rodillas me situé entre sus piernas, todavía aferrado sus nalgas como un náufrago, apretándolas y masajeándolas, maravillado de sus formas, su turgencia, su firmeza. Una vez separadas sus piernas con las mías, entre tinieblas me incliné hacia ella, utilizando mi polla como bastón de ciego, fallando un para de veces mi objetivo, hasta que logré acomodarla justo donde quería, mojándola con la saliva que había dejado en el pozo insondable de su exquisito culo.
-No… no… - se encabritó, sacudiéndose al notar la presión de mi verga en su esfínter, tenso y hermético, y aún más cuando yo impulsé con más vehemencia las caderas, y con mi mano derecha sujeté en su lugar mi ariete, dispuesto a enhebrar el bíblico camello por el mínimo ojo de su trasero.
-Para… para… - Noté que la resistencia de su ceñida argolla comenzaba a ceder, y la punta de mi polla se fue abriendo paso, milímetro a milímetro, derribando piedra a piedra su muralla, poniendo a prueba la dócil elasticidad de ese culo que me había costado tanto tiempo conquistar.
-Ay… paraa… - Míriam me dio dos o tres manotazos fuertes, que aterrizaron en mis costados, y apretó con mucha fuerza las nalgas, endureciéndolas, incomodando mi acometida. A pesar de estar aprisionada contra el suelo, intentó y finalmente consiguió escurrirse hacia delante, escamoteándome su cuerpo.
Yo no estaba dispuesto a rendirme fácilmente, y caí sobre ella, forcejeando, sujetándola del pelo. Míriam bufó, sacudiendo las piernas, tratando de cerrarlas aunque los dos sabíamos que era imposible, con mis propias rodillas impidiendo su maniobra.
-¡Suéltame…! – exclamó en voz baja, tratando de ponerse en pie, pero mi polla ya tenía vida propia, ya era un depredador que había emprendido la caza, y Míriam no pudo impedir que sondease a tientas su entrepierna. Negado el acceso por el sendero más angosto, la punta de mi verga descubrió una boquita hambrienta, babosa, más accesible y lubricada que la terca entrada posterior.
Se la clavé en el coño de dos, tres golpes secos de mis caderas.
-No… noooouuuufff… – fingió una negativa que se convirtió en un bufido, porque lo cierto es que su coño parecía tener voluntad ajena, dejándose empalar sin remilgos, ensanchándose al paso de mi polla con facilidad. Me tumbé sobre ella, abrazándola por el cuello, sujetando con mi mano derecha su mano que ya solo ejercía una resistencia testimonial, absurda.
-Au… Hmmm… con cuidado C*… - me habló con voz lastimera, de niña consentida, y su coño se derritió en puro almíbar con un ruido viscoso cuando empecé a sacar mi polla, para volverla a meter sin esperar más que un par de segundos a que su interior se reacomodase, encajando mi verga y emprendiendo un compás de repetición, metiéndola y sacándola cada vez más fuerte y más rápido, remachándola contra el suelo, desafiando la tensión de su coñito, comprobando el blando colchón de sus posaderas, inmovilizándola bajo mi peso con la única excepción de mi pelvis.
Quería fundir su coño, laminarlo, abrasarlo. Sentí que mi cuerpo era un solo mecanismo, un autómata ya no de huesos y tendones, sino de engranajes y válvulas, una maquinaria concentrada en percutir con un pistón sin tregua. Mi polla chapoteaba en ese coño, infatigable, y gruñí como un jabalí mientras tiraba de ella hacia arriba para ponernos ambos de rodillas, el culo bien en pompa, y me detuve un momento pues tomar aliento, con la verga encastrada en su interior, dilatándose y contrayéndose en pulsos simétricos.
-Diosssss… - Míriam tembló de pies a cabeza, intentando en vano escabullirse. Pero su voz, sus reacciones, apenas me llegaban ya. Allí, en la oscuridad, ya ni siquiera era ella, ni siquiera un pedazo de carne.
-Ay… ay… ayyy… - Su cuerpo en realidad era un cilindro, un objeto inanimado, y mi polla un émbolo y mi cuerpo entero un motor, una turbina. Volví a embestir con rabia, con saña, porque mi mente sobreexcitada comenzó divagar, y más que follarme a Míriam sentí que estaba violando a mi soledad, que estaba sodomizando a mi fracaso, que estaba abriendo en canal mi amargura y haciéndola pedazos.
-¡Oooh… oooh… mmmm…. Cabrónnnn….!- Perdí la noción del tiempo, casi mareado, y los gemidos y grititos y sollozos de Míriam me llegaban lejanos, huecos, como si entre los dos se hubiese alzado un muro y yo le hubiese prometido un barril de amontillado. Azoté su culo a mi capricho, haciendo resonar una tormenta de chasquidos, machaqué sin cesar su coño estrechito a golpes de polla, apreté sus tetas entre mis manos como si quisiese apoderarme de ellas, tiré de su pelo y sus pezones y metí mis dedos en su boca para que chupara, para que mordiera, y mientras me la follaba sin mirarla siquiera, pensaba en realidad en todas las mujeres, y en ninguna, y en todos los coños, y en ninguno, y en todos los cuerpos, y en ninguno.
Mi orgasmo ni siquiera fue exactamente placentero, sino más bien un alivio, como cuando uno se clava una astilla, y hora tras hora el dolor se vuelve insoportable pero de repente, por fin, consigues arrancártela. Fue una descarga de estática en los huevos, un carámbano helado en la espalda, un centenar de agujas arañándome por dentro de mi polla.
-¡Aaaaaaaaah…! – Míriam gritó, bien alto, bien fuerte, cuando le incrusté la verga hasta lo más hondo de sus entrañas, y berró con un gemido inagotable cuando la cabeza de mi polla se inflamó, derramándose, lanzando grumos de mi leche como si fuera un géiser, escupiendo muy muy adentro sus chorros de esperma.
Todo terminó tan deprisa, tan intenso pero también tan efímero…
Me derrumbé sobre mi trasero, y después boca arriba de espaldas, perdida en un instante la sensación de potencia que me había abarrotado las venas hasta hacía tan poco. Veía luces flotando ante mis ojos, incluso con los párpados bien cerrados, y traté de recuperar el resuello en medio de aquel aire tan denso y espeso que más que respirarlo lo tragaba a bocanadas. Míriam se desplomó sobre mí, y protesté con un hilo de voz.
-Jo… der… - sonaba desafinado, entrecortado entre jadeos de perro.
-Hijo… de puta… - Míriam también balbuceó, tratando de acompasar la respiración.
Quizá estuvimos un minuto, o puede que diez, sencillamente jadeando, y fue ella quien se arrastró hacia mí, rozando su piel incandescente contra mi piel sudorosa, hasta que su boca encontró la mía y nos fundimos en un beso lento, cariñoso, lleno de ternura. Separó duda labios, y posó su frente empapada en la mía, musitando muy despacio las palabras.
-Me encanta cómo me follas, cabrón… - volvió a besarme en los labios, y después en las mejillas, y después en el cuello muy cerca de la oreja, antes de susurrarme al oído – En la vida me habían follado así…
Ya ven que a veces la vida tiene un retorcido sentido del humor. El polvo más intenso de su vida, y yo ni siquiera estaba del todo pensando en ella.
*
Regresé a Zaragoza, mucho, mucho más tarde de lo previsto. Regresé a la ausencia, a cocinar para uno, a mirar los cajones vacíos del armario, a contar las noches que faltaban para verla.
Observen un reloj de arena.
Dentro de su prisión de cristal los pequeños granos se deslizan con matemática precisión, como si el tiempo fuera mecánico, inmutable, eterno, y absoluto. Pero yo sé bien que no es así.
Un minuto, dicen, cuenta sesenta segundos exactamente iguales. Y cada sesenta minutos se desgrana una hora, y veinticuatro horas exactamente iguales tarda la tierra en girar sobre sí misma y sellar lo que nombramos día. Pero yo sabía, porque lo sabía, que no era así.
¿Cómo podían ser iguales las horas junto a ella que todas las demás? Era imposible. El tiempo sin ella era gelatinoso y pesado, como si el planeta entero se hubiese detenido lentamente, agarrotado, como si rotase al ralentí, y cada minuto fuesen en realidad mil segundos y los días durasen semanas enteras.
Las horas sin ella nacían todas muertas.
Y en cambio cuando la tenía conmigo el tiempo era fugaz, inconsistente, volátil... Llenaba cada instante de luz, de alegría, lo vestía de tal intensidad que las agujas del minutero se apresuraban por tenerla, por vivirla, por sentirla, como si el mismo mañana no pudiera esperar para encontrarla, y la hora que venía se consumiese de impaciencia y apretase el paso para llegar lo antes posible...
Su silueta desnuda era mi reloj de arena, porque en sus manos mi tiempo no era tiempo.
Pero de forma inmarcesible, irrevocable, fatídica, la arena siempre, indefectiblemente, se termina.
(Continuará)